Interludio

El Maestro de las Rosas

—No, mi corazón está aquí. Hiere. Hiere. Ahora aquí. Ataca.

El agua fría y gris caía sobre la Casa de las Rosas de Cristal; las lluvias invernales de Camorr formaban un charco de tres centímetros bajo los pies de Jean Tannen y del noble Maranzalla. El agua formaba hilillos y arroyuelos en cada una de las rosas del jardín; bajaba en riachuelos desde la cabeza de Jean Tannen hasta sus ojos mientras éste hería una y otra vez con su estoque el relleno del blanco, no más grande que el puño de un hombre grande, que Maranzalla sujetaba en el extremo de un palo.

—Hiere aquí. Y ahí. No, demasiado bajo. Eso es el hígado. Ahora mátame antes de que transcurra un minuto. Aún puedo devolver una estocada. ¡Más arriba! En el corazón, bajo las costillas. Mejor.

Una luz entre blanca y gris explotó en el corazón de las nubes que daban vueltas más arriba, retorciéndose como el fuego que se contempla a través del humo. El trueno llegó instantes después, estruendoso y lleno de ecos, el sonido de los dioses enfadados. Jean intentó imaginarse cómo sonaría en lo alto de una cualquiera de las Cinco Torres, que en aquellos momentos sólo eran una serie de difusas columnas grises perdidas en el cielo que se veía tras el hombro derecho de Maranzalla.

—Basta, Jean, es suficiente. Te lo estás pasando bien con ese pincho para cerdos; quiero que te familiarices con él. Pero ya es hora de descubrir tus aptitudes —don Tomnas Maranzalla, abrigado con un capote encerado muy gastado, levantó salpicones de agua al acercarse a una larga caja de madera—. No creo que puedas mantener bien agarrada una espada larga si la mueves en círculo. Tráeme al herido.

Jean echó a andar deprisa por el laberinto de rosas de cristal para llegar hasta la pequeña habitación que daba a la torre. Aunque aún le imponían las rosas, sólo un loco las hubiera menospreciado, ya se había acostumbrado a su presencia. Ya no le daba la impresión de que se cernieran sobre él y de que se le acercaran rápidamente como si estuvieran hambrientas; sólo eran un obstáculo que había que mantener alejado de uno.

«El herido», guardado en el interior de aquella pequeña habitación seca que se encontraba al final de la escalera, era un maniquí de cuero, clavado en una pértiga de hierro, que adoptaba la forma de la cabeza, torso y brazos de un hombre. Echándoselo por encima del hombro izquierdo, Jean volvió a mojarse mientras regresaba al centro del Jardín Sin Fragancia. Y aunque el herido rozó varias veces las paredes de cristal, las rosas dieron a entender que no les gustaba el sabor del cuero mojado.

Maranzalla había abierto la caja de madera y hurgaba en su interior; Jean dejó al herido en el centro del patio. La pértiga de metal se deslizó por el agujero perforado al efecto en la piedra y se fijó en él, suscitando al entrar un breve surtidor de agua.

—Observa algo particularmente feo —dijo Maranzalla, agitando una cadena de más de un metro de longitud y forrada con un cuero muy fino parecido a la piel del cabrito—. Se llama la «tralla del alguacil», y forrada de esta manera no hace ruido. Si la miras más de cerca observarás unos pequeños ganchos en cada extremo para que puedas enrollártela a la cintura como si fuera un cinto. Es fácil de esconder bajo la ropa de abrigo… aunque tú necesitarás una más larga que se adapte a tu figura —el noble dio un paso y lanzó uno de los extremos de la cadena hacia la cabeza del herido, donde rebotó con un sonido húmedo.

Jean se entretuvo unos cuantos minutos en darle al herido con la tralla, bajo la mirada de Maranzalla. Hablando entre dientes consigo mismo, el noble apartó la cadena y ofreció a Jean un par de espadas idénticas. De filo curvo y muy cortante, tenían una longitud de treinta centímetros. La empuñadura, tachonada con pequeños clavos de bronce, protegía toda la mano.

—Son unas cabronas de cuidado. Por lo general se las conoce con el nombre de «los dientes del ladrón». No hay que emplearlas con sutileza, sino para apuñalar, cortar o, simplemente, dar un puñetazo con ellas. Estos pequeños clavos de bronce pueden arrancarle a un hombre la cara, y estas guardas sirven para parar cualquier golpe. Pruébalas.

Jean demostró que era mejor con las espadas que con la tralla; Maranzalla aplaudió como signo de aprobación.

—Eso es, en el estómago, debajo de las costillas. Hijo, métele por ahí a cualquiera una de esas hojas para hacerle cosquillas en el corazón y habrás ganado la discusión —y, mientras recogía las espadas de manos de Jean, preguntó con una sonrisa—: ¿Qué te ha parecido hoy esta «lección de dientes», eh, muchacho?

Jean se le quedó mirando, perplejo.

—¿Ya habías escuchado antes la expresión, verdad? Tu Capa Barsavi no es de Camorr, al menos no nació aquí. Enseñaba en la Universidad de Therin. Por eso, cuando coge a alguien y quiere hacerle hablar, dice que va a darle unas «lecciones de etiqueta». Y cuando ya va a hablar, pasa a las «lecciones de canto». Y cuando le corta la garganta y lo arroja a los tiburones de la bahía…

—Oh —dijo Jean—, eso serán las «lecciones de dientes». Lo he pillado.

—Correcto. Jamás di ninguna de estas últimas, quiero que lo sepas. Sólo las dan los de tu gremio. Estoy seguro de que el gran tipo sabe dar muchas y muy variadas, pero nadie será capaz de decírselo a la cara. Y volvemos a lo de siempre, escoger entre ser degollador o soldado. Pero… pasemos a nuestro siguiente juguete…

Maranzalla tendió a Jean un par de hachas con mango de madera que tenían una hoja curva de metal en un extremo y un contrapeso redondeado en el otro.

—Nadie se ha inventado un nombre de fantasía para estas revientacráneos. Supongo que ya habrás visto un hacha antes de ahora. Tú eliges si debes usar la hoja o la bola; es posible que si le pegas a alguien con la bola no lo mates, pero si le golpeas con mucha fuerza es igual de letal que hacerlo con la hoja, así que piénsatelo con cuidado cuando te enfrentes a un contrincante que no sea el herido.

Casi instantáneamente, Jean comprendió que le gustaba el tacto de aquellas hachas; su longitud las hacía más efectivas que cualquier arma que pudiera llevarse en el bolsillo, como las navajas o las cachiporras que la mayor parte de la Buena Gente llevaban encima por costumbre. Eran lo suficientemente pequeñas para moverlas rápidamente en espacios cerrados, y le daba la impresión de que serían fáciles de ocultar bajo una casaca o cualquier traje.

Se agachó; aquella posición propia de los que luchan con puñales era muy natural con aquellas cosas en las manos. Saltando hacia delante, atacó al herido simultáneamente desde ambos lados, hundiendo las hojas de las hachas en el relleno del maniquí. Con un giro de la mano, le cortó el brazo derecho, haciendo que el aparato se estremeciera. Luego, sin darse la vuelta, volvió la mano hacia la cabeza, usando la bola en vez del filo. Durante varios minutos troceó y llenó de cuchilladas al herido, los brazos como pistones, en el rostro una sonrisa cada vez mayor.

—Hmmm. No está mal —dijo Maranzalla—. No está mal para un completo novato, puedo asegurártelo. Pareces muy a gusto con ellas.

Entonces, presa de un arrebato, Jean se volvió y echó a correr hacia uno de los lados del patio, dejando cinco metros entre él y el herido. La lluvia seguía cayendo, interponiendo sus dedos grises entre el blanco y Jean mientras éste se concentraba… Instantes después, apuntó al blanco y lanzó una de las hachas con toda la fuerza de su brazo, de sus caderas y de su torso. El hacha se alojó en la cabeza del herido y atravesó las capas de relleno casi sin hacer ruido.

—Magnífico —dijo Maranzalla. El rayo volvió a brillar en el cielo, y el trueno a resonar sobre sus cabezas—. Magnífico. Ya tenemos los cimientos de lo que aún está por construir.