Un cuento curioso para la Condesa del Cristal de Ámbar
A las diez y media de la noche del Día del Duque, mientras unas nubes negras se cernían a poca altura sobre la ciudad de Camorr, ocultando las estrellas y las nubes, doña Sofía Salvara subía hacia el cielo metida en la jaula de un ascensor para tomar un té tardío con doña Angiavesta Vorchenza, Condesa Viuda del Cristal de Ámbar, en el último piso de la torre de cristal antiguo de dicha gran dama.
La jaula traqueteaba y se movía de un lado para otro mientras Sofía se agarraba a las barras de hierro pavonado que servían para dicha función. El húmedo Viento del Ahorcado agitó la capucha de la casaca de la dama cuando ésta se quedó mirando hacia el sur. Bajo ella se extendía toda la ciudad, negra y gris de horizonte a horizonte, bañada por el resplandor del fuego y de la alquimia. Cada vez que tenía ocasión de contemplar aquella vista desde una de las Cinco Torres sentía el pundonor del orgullo. Los Antiguos habían construido maravillas de cristal de las que los hombres podían sentirse orgullosos; los ingenieros habían levantado edificios de piedra y madera en medio de las ruinas de los Antiguos, para hacer suyas aquellas ciudades; los magos de la Liga pretendían poseer los poderes que antaño habían sido de los Antiguos. Pero era la alquimia la que, a diario, hacía retroceder la oscuridad; la alquimia la que iluminaba la casa más pobre y la torre más alta con luz más clara y segura que la del propio fuego. Era aquel arte, el suyo, el que domeñaba a la noche.
Su larga ascensión acababa de terminar; la jaula se detuvo con un traqueteo final en una plataforma de embarque que estaba a un quinto de la distancia que había que recorrer desde el suelo para llegar a lo más alto de la torre Cristal de Ámbar. El viento sollozaba con pena en los extraños arcos acanalados que remataban la torre. Dos hombres vestidos con libreas, calzas y guantes tan blancos como la leche la ayudaron a salir con la misma diligencia que hubieran mostrado si aquello hubiese sido el suelo y ella acabara de llegar en un carruaje. Una vez que se encontró a salvo sobre la plataforma, ambos hombres le hicieron una reverencia.
—Mi señora de Salvara —dijo el que estaba a su izquierda—, nuestra señora os da la bienvenida a Cristal de Ámbar.
—Muy amable —dijo doña Sofía.
—Si tenéis la amabilidad de aguardarla en la terraza, no tardará en reunirse con vos.
Aquel mismo criado la precedió mientras la conducía hasta la terraza, en cuyo camino se encontró con media docena de criados, vestidos con la misma librea, que trabajaban afanosamente en el complicado mecanismo de engranajes, palancas y cadenas que servía para subir y bajar las jaulas. También ellos le hicieron una reverencia cuando pasó a su lado, que ella devolvió con una sonrisa y un gesto cordial de su mano. Jamás estaba de más el agradar a los criados a cargo de tan peculiar operación.
La terraza de doña Angiavesta consistía en una espaciosa medialuna de cristal antiguo transparente, rodeada por una barandilla de latón, que se proyectaba hacia fuera desde la cara norte de la torre. Como siempre, doña Sofía miró hacia abajo, a pesar de que siempre le aconsejaran que no era conveniente hacer tal cosa. Y tuvo la impresión de que ella y los criados caminaban en medio del aire a cuarenta pisos por encima de los patios de piedra y de los almacenes que se encontraban en la base de la torre; las lámparas alquímicas eran puntos de luz, y los carruajes, cuadrados negros, más pequeños que cualquiera de sus uñas.
A su izquierda, visibles a través de las altas ventanas rematadas por arcos cuyos alféizares estaban a la misma altura que su cintura, se encontraban los apartamentos y saloncitos de la propia torre. Doña Angiavesta tenía muy pocos familiares con vida y ningún hijo, pues era la última de un clan antaño poderoso, por lo que todos estaban seguros (al menos los codiciosos nobles de las estribaciones de las Alcegrante) de que, tras su muerte, Cristal de Ámbar pasaría a otra familia. La mayor parte de la torre se hallaba oscura y en silencio, y la mayor parte de su opulento mobiliario, guardado en cofres y armarios.
Pero aquella vieja dama aún sabía cómo servir a sus invitados el último té de la noche. En el rincón noroeste de la traslúcida terraza, desde el que podía contemplarse una perspectiva imponente de la parte norte de la ciudad, un toldo de seda se agitaba por el Viento del Ahorcado. Unas linternas alquímicas dispuestas en el interior de unas cajas de latón sobredorado colgaban a cierta altura de las cuatro esquinas del toldo, arrojando su cálida luz sobre la mesita y las dos sillas de respaldo alto dispuestas bajo él.
El criado colocó un suave cojín negro en el asiento de la silla de la derecha y la desplazó para que Sofía se sentara en ella, lo que la aristócrata hizo con un roce de faldas mientras le daba las gracias. El criado le hizo una reverencia y se apartó, quedándose a una prudente distancia para no escuchar lo que ambas mujeres tuvieran que decirse, aunque no tan lejos como para ignorar cualquier orden.
Sofía no tuvo que esperar durante mucho tiempo a su anfitriona; pocos minutos después de su llegada, doña Angiavesta salía por una puerta de madera situada en la pared norte de su torre.
El paso de los años suele acentuar los rasgos físicos de quienes se obsesionan por él; el llenito tiende a ser más orondo, y el delgado tiende a consumirse. El paso de los años había encogido a Angiavesta Vorchenza; aunque no estaba tan marchita como para consumirse de repente, era la caricatura estrecha y patilarga de un ser vivo, una figurilla de madera animada por la brujería de una extraña voluntad de vivir. Aunque ya ni se acordaba de cuando había cumplido los setenta años, aún podía moverse sin ayuda de nadie, ni siquiera la de un bastón. Se vestía de manera excéntrica con una levita de terciopelo negro provista de cuello y puños. Renunciando a la serie de enaguas que las damas de su época habían puesto de moda, llevaba unos pantalones negros y unos chapines plateados. La blanca cabellera la tenía echada hacia atrás, sujeta con unos alfileres laqueados; sus ojos negros brillaban detrás de unas gafas de medialuna.
—Sofía —dijo, mientras avanzaba despacio bajo el toldo—, qué placer verte de nuevo. Han pasado varios meses desde la última vez, mi querida niña, varios meses. No, siéntate, no me asusta tener que correr por mí misma la silla. Ah, y dime, ¿qué tal está Lorenzo? Tenemos que hablar de tu jardín.
—Lorenzo y yo estamos bien, teniendo en cuenta las circunstancias. Y el jardín prospera, doña Angiavesta. Muchas gracias por preguntarlo.
—¿Teniendo en cuenta las circunstancias? ¿Es que os sucede algo? ¿Algo, si me permites la indiscreción, externo, ajeno a vuestra relación?
En Camorr, el té por la noche es una tradición mujeril; se emplea siempre que una desea obtener el consejo de otra o, simplemente, cuando quiere disponer de un oído amigo ante el que lamentarse o quejarse… por lo general de los hombres.
—No es una indiscreción en absoluto, doña Angiavesta. Y sí, «externo» es un término muy adecuado para expresarlo.
—O sea, que no tiene que ver con Lorenzo.
—Claro que no. Lorenzo me satisface en todos los aspectos —Sofía suspiró y contempló nuevamente el efecto óptico de que sus pies y la silla en la que se sentaba estuvieran suspendidos en el aire—. Se trata de que… los dos necesitamos consejo.
—Consejo —doña Angiavesta rió entre dientes—. Consejo. Los años juegan malas pasadas. Es como si la alquimia transmutase nuestros balbuceos y les confiriera el aire de la respetabilidad. Da consejos a los cuarenta y eres una bruja. Dalos a los setenta y eres una sabia.
—Doña Angiavesta —dijo Sofía—, siempre habéis sido de gran ayuda para mí. No se me ocurre pensar… en nadie más con quien pudiera sentirme tan a gusto hablando de estos asuntos.
—¿De veras? Bueno, mi querida niña, estoy ansiosa por prestarte toda la ayuda que pueda. Pero ahí llega nuestro té… vamos, concedámonos un descanso.
Uno de los criados con librea de doña Angiavesta llevó hasta ellas un carrito cubierto con una tapadera dorada en forma de cúpula y lo dejó al lado de la mesita. Cuando levantó la tapadera y la dejó a un lado, Sofía observó que el carrito no sólo contenía un reluciente servicio de té hecho en plata, sino un detalle precioso: una réplica de la Torre del Cristal de Ámbar de algo menos de treinta centímetros de altura, perfecta hasta en los puntitos de luz alquímica que iluminaban sus torreones. Los pequeños globos de luz no eran mayores que uvas.
—Esto es por lo poco que hago trabajar a mi pobre jefe de cocina —dijo doña Angiavesta, riendo entre dientes—. Sufre tanto por tener que agradar a un paladar tan sencillo y simple como el mío, que se venga preparando estas pequeñas sorpresas. No puedo ni pedir un simple huevo cocido sin que él busque algún pollo danzarín para llevarlo directamente a mi plato. Dime, Gilles, ¿este edificio es comestible en su totalidad?
—Perfectamente comestible, mi señora Angiavesta, excepto las luces. La torre está hecha con bollo especiado; los torreones y terrazas con fruta en gelatina. Los edificios y carruajes de la base de la torre son, mayormente, de chocolate; el relleno del interior es crema de brandy de manzana, y las ventanas…
—Gracias, Gilles; está muy bien como resumen de su arquitectura. ¿Has dicho que debemos escupir las luces cuando hayamos terminado?
—Sería menos indecoroso, mi señora —dijo el criado, un hombre con rostro redondo y delicado, y rizos negros que le llegaban a los hombros—, que me permitierais quitároslas antes de que vayáis a tomarlo…
—¿Menos indecoroso? Gilles, ¿quieres ahorrarnos el placer de escupirlas por encima de la barandilla como si fuéramos niñas pequeñas? Te agradecería que no las tocaras. ¿Y el té?
—Como deseéis, doña Angiavesta —dijo con voz melosa—. Es té de luz —levantó la tetera de plata y sirvió una línea vaporosa de líquido marrón claro en cada una de la tazas; las tazas de la señora de Vorchenza tenían la forma de la flor alargada del tulipán, asentada sobre una base de plata. Cuando el té comenzó a reposar en la tetera, despidió un débil resplandor que poseía un precioso color naranja.
—Oh, qué bonito —dijo doña Sofía—. Había oído hablar de él… es de Tal Verrar, ¿no?
—De Lashain —doña Angiavesta tomó la tetera de manos de Gilles y la acunó con las suyas—. Es el último grito. Sus maestros del té están poseídos por el espíritu de la competición. El año próximo tendremos algo más extraño que lo que hicieron los anteriores. Pero, discúlpame, querida; espero que no te importe beber los productos de tu arte mientras trabajas con otros parecidos en tu jardín.
—En absoluto —dijo Sofía, mientras el criado, con una reverencia, dejaba ante ella la taza de té que le correspondía; el té olía a vainilla y a flores de naranja. Cuando lo probó, los sabores se desparramaron por su lengua con una sensación cálida, y su vapor aromatizado le subió a la nariz. Gilles desapareció en la torre mientras las damas comenzaban a tomarse el té; durante unos momentos estuvieron disfrutándolo en un silencio no exento de admiración, que, al menos mientras duró, hizo que Sofía se sintiera contenta.
—Luego veremos —dijo doña Angiavesta, mientras dejaba su taza medio vacía— si sigue brillando a la salida.
A su pesar, doña Sofía emitió una risita, y las líneas del enjuto rostro de su anfitriona se marcaron aún más cuando también sonrió.
—¿De qué querías hablarme, querida?
—Doña Angiavesta… —comenzó a decir y luego dudó—. Se comenta… que vos disponéis de los medios para… ah… comunicaros con… la policía secreta del Duque.
—¿Pero el Duque tiene una policía secreta? —doña Angiavesta se llevó una mano al pecho para expresar de un modo educado su incredulidad por aquellas palabras.
—Los Merodeadores de la Medianoche, doña Angiavesta, los Merodeadores y su jefe…
—La Araña del Duque. Sí, sí. Discúlpame, querida; sé a lo que te refieres. Pero eso que dices de que… «se comenta». Se comentan muchas cosas, pero quizá no cómo se debiera.
—Es muy curioso —dijo Sofía Salvara— que, en más de una ocasión, cuando las mujeres de nuestra clase acudieron a veros con algún problema en ciernes, el problema llegara… a oídos de la Araña. O dio esa impresión. Y… los hombres del Duque lo resolvieron.
—Oh, mi querida Sofía. Cuando un cotilleo llega hasta mí lo empaqueto; luego le musito una o dos palabras en la oreja derecha y el cotilleo adquiere vida propia. Antes o después llega a oídos de alguien que emprende alguna acción.
—Doña Angiavesta —dijo Sofía—, espero que me permitáis deciros, sin ofenderos por ello, que estáis disimulando.
—Y yo espero poder decirte, sin querer desilusionarte por ello, que apenas tienes pruebas que apoyen esa sugerencia.
—Doña Angiavesta —Sofía se agarró con tanta fuerza al borde de la mesa, que varias de las articulaciones de sus dedos crujieron—. A Lorenzo y a mí nos están robando.
—¿Robando? ¿Qué quieres decir con eso?
—Y hay unos Merodeadores de la Medianoche implicados. Nos hicieron… una petición de lo más extraordinaria, bajo presión. Pero, doña Angiavesta…, debe haber alguna manera de confirmar que son lo que dicen ser.
—¿Estás diciendo que unos Merodeadores de la Medianoche os están robando?
—No —Sofía se mordió el labio superior—. No, los que nos roban no son los Merodeadores. Se… supone que ellos controlan la situación mientras aguardan el momento oportuno para actuar. Pero hay algo que no va. O quizá sea que no nos han contado todo lo que debían.
—Mi querida Sofía —dijo doña Angiavesta—, mi pobrecita niña preocupada, tienes que contarme exactamente lo sucedido, sin omitir ningún detalle.
—Es… difícil, doña Angiavesta. La situación es bastante… embarazosa. Y complicada.
—Estamos a solas en mi terraza, querida. Al venir a verme has dejado atrás lo más difícil. Ahora tienes que contármelo todo… todo. Y luego veremos si esta partida tan peculiar de cotilleos puede llegar enseguida al oído que debe.
Sofía tomó otro pequeño sorbo de té, carraspeó y se acomodó en su asiento para mirar a doña Angiavesta directamente a los ojos.
—Seguramente habréis oído hablar del brandy Austershalin, doña Angiavesta.
—No sólo he oído hablar de él, querida. Creo que aún debo de tener algunas botellas escondidas en las vitrinas de los vinos.
—¿Y sabéis cómo se elabora? ¿Los secretos que rodean su preparación?
—Oh, creo conocer la esencia de la mística del Austershalin. Los remilgados vinateros de Emberlain, siempre vestidos con casacas negras, son precedidos por el aura que rodea a sus productos.
—Entonces comprenderéis, doña Angiavesta, que Lorenzo y yo reaccionáramos del modo en que lo hicimos cuando se nos presentó la oportunidad de aprovechar lo que acababa de caernos en el regazo por un capricho de los dioses…
La jaula que llevaba a doña Sofía traqueteaba y se movía de un lado para otro mientras bajaba hacia el suelo, haciéndose cada vez más pequeña y difuminándose en el color gris del patio. Doña Angiavesta siguió sujetándose a la barandilla de latón de la plataforma de embarque, mirando a la noche por espacio de varios minutos, mientras el grupo de criados controlaban la maquinaria del cabrestante. Cuando Gilles pasó a su lado con el carrito de plata que contenía la tetera medio vacía y la torre de cristal antiguo medio devorada, se volvió hacia él.
—No —dijo—, sube el pastel al solario. Ahí es a donde vamos a ir.
—¿Vos y quién más, mi señora?
—Reynart —ya se volvía hacia la puerta de sus aposentos que daban a la terraza, haciendo con sus chapines un sonido de clap-clap-clap que resonó al aire libre—. Busca a Reynart. No me importa lo que esté haciendo. Encuéntralo y tráemelo cuando me lleves el bizcocho.
Después de entrar en sus aposentos y de cerrar la puerta, doña Angiavesta comenzó a subir las escaleras. Y como le dolían las rodillas, los pies y los tobillos, blasfemó.
—Maldita venerabilidad —murmuró—, me meo en los dioses por regalarme el reumatismo —como respiraba con dificultad, se desabrochó los botones de la levita, porque le daba calor, y siguió esforzándose en subir los peldaños.
Arriba del todo, en la auténtica cima de la torre, pero por dentro, había una pesada puerta de roble reforzada con bisagras y tiras de hierro. Tomó la llave que colgaba de la cinta de seda que rodeaba su muñeca derecha y la insertó en la cerradura plateada, encima del pomo de cristal, oprimiendo cierta placa ornamental de cobre de uno de los candelabros de la pared. Con una serie de chasquidos que reverberaron en las paredes, la puerta se abrió hacia dentro.
Olvidarse de la placa de cobre no era buena idea, había comentado ella tres décadas antes, al instalar la trampa que ocultaba una ballesta.
Ya había llegado al solario, situado a ocho pisos por encima de la terraza. La habitación tenía el diámetro de la parte más alta de la torre, algo más de dieciséis metros. El suelo estaba completamente cubierto de alfombras; una larga galería curva con una barandilla de latón y escaleras a ambos lados ocupaba la mitad norte de aquel espacio. La galería era una gran estantería de madera de álamo negro dividida en miles y miles de cubículos y compartimentos. La cúpula transparente del techo convertía las nubes bajas en un lago cubierto de vapores. Mientras subía por las escaleras que la llevaban hasta su archivo, doña Angiavesta dio unos golpecitos a los globos alquímicos para que cobraran vida.
Y allí se puso a trabajar, absorta en lo que hacía, sin preocuparse del tiempo que pasaba mientras sus dedos enjutos iban de un compartimiento a otro. Sacó de ellos varios montones de pergaminos y luego los juntó, descartando otros, murmurando para sí similitudes y conjeturas. Sólo se evadió de su arrobamiento al oír cómo se abría la puerta del solario.
El hombre que entró por ella era alto y ancho de espaldas; tenía el rostro anguloso típico de la gente de Vadran, y los cabellos de color lino los llevaba recogidos en una coleta. Vestía un jubón de cuero a rayas con mangas negras acuchilladas, calzas negras y botas altas del mismo color. Los pequeños botones de plata que llevaba al cuello le conferían el rango de capitán de la Compañía del Cristal Nocturno, formada por casacas negras, la guardia personal del Duque. Un estoque con guardas rectas colgaba de su cadera derecha.
—Stephen —dijo doña Angiavesta sin más preámbulos—, ¿algunos de tus chicos y chicas han visitado recientemente al señor y a la señora de Salvara que viven en la isla de Durona?
—¿A los Salvara? Seguro que no, mi señora.
—¿Estás seguro? ¿Absolutamente seguro? —con los pergaminos en la mano, las cejas enarcadas, bajaba por las escaleras casi a punto de perder el equilibrio—. Necesito que me digas la verdad, no me ocultes nada.
—Conozco a los Salvara, mi señora. Estuve con ellos el año pasado durante la festividad del Día de los Cambios; subí hasta el Jardín Celeste en la misma jaula que ellos.
—¿Y no has enviado a ninguno de los Merodeadores de la Medianoche a que les hagan una visita?
—No, por los doce dioses. No tenía ningún motivo para hacer tal cosa.
—Entonces alguien está abusando de tu buen nombre, Stephen. Así que, finalmente, creo que vamos a capturar a la Espina de Camorr.
Reynart se quedó mirándola y luego enseñó los dientes con una mueca.
—Bromeáis. ¿No? Pues pinchadme, debo de estar soñando. ¿Cuál es la situación?
—Lo primero es lo primero; sé que piensas mejor cuando le damos de comer a ese maldito diente tuyo ávido de dulce. Echa un vistazo al interior del montaplatos mientras yo voy a sentarme.
—Ay de mí —dijo Reynart mientras corría la trampilla del montaplatos—, es como si alguien se hubiera estado divirtiendo con este pobre bizcocho especiado. Le evitaré más sufrimientos. También copas y vino… me parece que es dulce, uno de los que os gustan.
—Los dioses bendigan a Gilles; me olvidé de pedírselo, atareada como estaba con el archivo. Anda, sé un subordinado bueno y obediente y sírveme un vaso.
—Seré un «subordinado bueno y obediente». Y si queréis, os limpiaré los chapines a cuenta del bizcocho.
—Mantendré esa oferta tuya en reserva para la próxima vez que me humilles, Stephen. Oh, llena más el vaso… no tengo trece años. Y ahora, siéntate y escucha. Si esto tiene algún sentido, como creo que lo tiene, entonces pillaremos al bastardo cuando se encuentre haciendo uno de sus chanchullos.
—¿De veras?
—Contestaré a tu pregunta con otra, Stephen —tomó un largo trago del vino blanco que contenía su copa y se acomodó en la silla—. Dime, ¿hasta qué punto conoces lo que se cuenta del brandy Austershalin?
—Haciéndose pasar por uno de los nuestros —dijo Reynart, hablando en voz alta cuando ella hubo terminado de contarle lo sucedido—. Qué cara más dura. ¿Y estáis segura que se trata de la Espina?
—Si no lo es, habremos de suponer que nos encontramos ante otro ladrón igual de diestro y de audaz que está vaciando los bolsillos de mis pares. Y creo que es suponer demasiado. Incluso para una ciudad tan llena de fantasmas como ésta.
—¿Y no podría tratarse del Rey Gris? Todos los informes dicen que es muy resbaladizo.
—Mmmm. No, el Rey Gris está asesinando a la gente de Barsavi. La Espina opera sólo con el engaño, sin derramar ni una sola gota de sangre, al menos hasta ahora. Así que no creo que sea una coincidencia.
Reynart dejó a un lado el plato vacío que había contenido el bizcocho y bebió un sorbo de vino.
—Si hacemos caso a la historia de doña Sofía, tendremos que buscar una banda de, al menos, cuatro personas. La Espina de Camorr, llamémosle Lukas Fehrwight para no alterar el argumento, su criado Graumann y los dos hombres que irrumpieron en la mansión de los Salvara.
—No está mal como comienzo, Stephen. Pero yo supongo que la banda debe de estar formada por cinco o seis.
—¿Por qué lo suponéis?
—Porque creo que el falso Merodeador de la Medianoche le decía la verdad a don Lorenzo cuando le habló de la emboscada cerca del Templo de las Aguas Afortunadas; tiene que ser así para darle cuerpo a su plan. Así que tenemos dos cómplices más: los asaltantes enmascarados.
—Suponiendo que no los hubieran contratado para hacer ese trabajo.
—Lo dudo. Piensa que no tenemos ninguna información anterior a todo esto… Ningún informe, ninguna baladronada, ningún soplo de nadie. Ni una pizca de información referente a nadie que se haya jactado de trabajar con la Espina de Camorr. Y ya sabemos que, antes o temprano, los ladrones suelen jactarse en voz alta, y durante mucho tiempo, ante los colegas a quienes quieren dejar a la altura del betún. Es muy raro.
—Bueno —dijo Reynart—, si liquidas a un degollador después de que haya terminado el trabajo que le encomendaste, te evitas el tener que pagarle.
—Pero hablamos de la Espina, y sigo diciendo que actuar de esa manera es impropio de él.
—Y toda la banda se esconde luego en algún lugar secreto; eso tendría sentido. Pero quizá no sean seis. Los dos que estaban en el callejón pudieron ser los mismos que entraron en la mansión disfrazados de Merodeadores de la Medianoche.
—Oh, querido Stephen. Qué conjetura más interesante. Digamos que son cuatro como mínimo y seis como máximo, según nuestra primera estimación, porque si no, nos pasaremos toda la noche discutiendo. Sospecho que si fueran más les sería muy difícil ocultarse, como no es el caso.
—Entonces de acuerdo —Reynart se detuvo a pensar unos instantes—. Ahora mismo puedo poner a vuestra disposición quince o dieciséis espadas; algunos de mis muchachos se encuentran en la Trampa y en el Caldero desde que nos enteramos del funeral de Nazca Barsavi. Y no puedo sacarlos de allí todo lo deprisa que me gustaría. Pero concededme tiempo hasta el amanecer y podré disponer de unos cuantos, ya equipados y dispuestos para el combate. Tenemos a la Compañía del Cristal para que nos cubra la retaguardia, no necesitamos meter en esto a los casacas amarillas, pues pueden estar en el ajo.
—Eso estaría bien, Stephen, si quisiéramos atraparlos en este mismo momento. Pero no lo haremos… Creo que aún disponemos de unos días para estrecharle el cerco a ese individuo. Sofía me contó que ya le habían entregado un desembolso inicial de veinticinco mil coronas; sospecho que la Espina no dejará escapar las otras siete u ocho mil que aún tienen que entregarle.
—Dejadme al menos que prepare una escuadra; puedo dejarlos en el Palacio de la Paciencia, ocultos entre los casacas amarillas. Podrán intervenir cinco minutos después de que los avise.
—Muy bien pensado; hazlo así. Y ahora, para ver lo que hace la Espina, mañana enviarás a alguien al Meraggio, el más sutil de los que conozcas. Para que compruebe si Fehrwight tiene abierta allí una cuenta, y entonces comenzaremos nuestro trabajo.
—Calviro. Enviaré a Maraliza Calviro.
—Excelente elección. Y hay que pensar que todos aquellos que el tal Fehrwight haya presentado a los Salvara serán sospechosos. Investiga al secretario legal a quien conoció su marido después de la emboscada en el templo.
—¿Eccari? ¿Dijo que se llamaba Evante Eccari, no?
—Sí. Y luego quiero que investigues el Templo de las Aguas Afortunadas.
—¿Yo? Pero, mi señora, vos más que nadie sabéis que de vadraní tengo sólo el aspecto, no las creencias.
—Pero la fe la puedes fingir, que es lo único que yo quiero. No deseo que levantes sospechas. Vigila el lugar, busca algo que desentone. Busca si hay dentro alguna banda o alguien que haga algo ilícito. Existe la remota posibilidad de que en el templo hubiera alguien de apoyo. Y si no es así, podremos descartarla.
—Entonces haré lo que decís. ¿Y qué hay de su posada?
—Sí, el Hogar Vacilante. Manda a una persona, pero sólo a una. He infiltrado en su personal a un par de antiguos informadores; uno de ellos cree que sus informes llegan a los casacas amarillas, y la otra piensa que trabaja para el Capa. Ya te daré sus nombres. Por ahora sólo quiero que compruebes si aún siguen en sus habitaciones, la suite del Bauprés. Si están, quiero que sitúes allí a dos de tus hombres vestidos como el personal de la posada. Por ahora sólo quiero que vigilen.
—Muy bien —Reynart se levantó de la silla y se quitó de las calzas las miguitas que le habían caído encima—. ¿Y el lazo? Suponiendo que el plan siga adelante, ¿cuándo y dónde estrecharéis el lazo?
—Poco después de que hayamos pillado a la Espina con las manos en la masa —contestó ella—. Quiero acorralarlo en un lugar del que no pueda escapar, apartado de sus amigos y completamente rodeado por los nuestros.
—¿Por los nuestros? ¿Cómo…? ¡Claro, en el Alcance del Cuervo!
—Sí. Muy bien, Stephen. El Día de los Cambios, exactamente dentro de semana y media. La fiesta del Duque. A más de ciento cincuenta metros de altura, rodeado por los nobles de Camorr y cien guardias. Daré las instrucciones pertinentes a doña Sofía para que invite a Lukas Fehrwight a la cena del Duque, como invitado de los Salvara.
—Siempre que no sospeche que se trata de una trampa…
—Yo creo que el detalle le gustará. Y que la audacia de nuestro misterioso amigo acabará por llevarle, finalmente, hasta nosotros. Le diré a doña Sofía que finja tener algún problema financiero y que le diga que sólo podrá entregarle los últimos miles de coronas que aún le quedan por cobrar después de la fiesta. Será como un anzuelo con dos cebos, codicia y vanidad. Y me atrevo a asegurar que no podrá resistirse a la tentación.
—¿Y podré situar allí a los míos?
—Por supuesto —doña Angiavesta se echó un sorbito de vino y sonrió pausadamente—. Quiero que quien le recoja la casaca sea un Merodeador de la Medianoche, que quienes le atiendan antes del banquete sean Merodeadores de la Medianoche. Y que, si emplea un orinal, quien se lo recoja también sea un Merodeador de la Medianoche. Le atraparemos en el Alcance del Cuervo; vigilaremos los alrededores para ver quién viene y adónde va.
—¿Algo más?
—No. Manos a la obra, Stephen. Vuelve con un informe dentro de unas horas. Aún estaré levantada… espero recibir mensajes de lo que sucede en la Tumba Flotante cuando regrese a ella la procesión fúnebre de Barsavi. Mientras tanto, le enviaré al viejo Nicovante una carta con lo que sospechamos.
—Siempre a vuestro servicio, mi señora —Reynart hizo una reverencia y se marchó a grandes zancadas del solario.
Antes de que la pesada puerta se cerrara de golpe, doña Angiavesta ya se había dirigido a la pequeña mesa de escritorio de la alcoba que se encontraba a la izquierda de la puerta. Sacó de ella media hoja de pergamino, garrapateó apresuradamente unas cuantas líneas, la dobló y selló el pergamino con un pequeño grumo de lacre azul que sacó de un tubo forrado con papel. Como aquella sustancia era alquímica, el lacre se secó a los pocos instantes de quedar expuesto al aire. Prefería no encender ningún fuego en aquella habitación, atestada con tantos informes recogidos y seleccionados cuidadosamente a lo largo de muchas décadas.
Dentro del escritorio descansaba el sello que doña Angiavesta jamás sacaba de aquella habitación; en él figuraba un motivo que no aparecía en el escudo de armas de la familia Vorchenza. Presionó el sello sobre el lacre azul que comenzaba a endurecerse y luego lo levantó con una leve crepitación.
Cuando dejó la carta dentro del montaplatos y éste bajó, uno de los criados del turno de noche corrió con ella hacia la plataforma de la fachada noreste de la torre y se metió en la jaula que debía llevarle hasta el Alcance del Cuervo para entregársela personalmente al viejo Duque, aunque éste estuviera descansando en su dormitorio.
Tal era la costumbre que se seguía con cualquier carta sellada con lacre azul que mostrara en su sello la figura estilizada de una araña.