La guerra con los Medias Coronas
A su debido tiempo, Locke y los demás Caballeros Bastardos pudieron pasearse a sus anchas vestidos con ropas de paisano. Locke y Jean estaban a punto de cumplir doce años de edad; daba de ojo que los Sanza eran algo mayores que él. Y cada vez era más difícil tenerlos enjaulados todo el tiempo en la Casa de Perelandro, sobre todo cuando no se sentaban en las gradas o uno de ellos se iba a donde fuera para aprender alguno de los «noviciados» del padre Cadenas.
Poco a poco Cadenas enviaba fuera a sus chicos para que fueran iniciados en los grandes templos de los once dioses restantes de Therin. Cualquiera de ellos entraba en un templo bajo un nombre falso, pero sólo a causa de los hilos que Cadenas podía mover y de las palmas en las que podía dejar alguna que otra moneda. Ya dentro, el joven Caballero Bastardo tenía por fuerza que agradar a sus superiores, ya fuera por su caligrafía, sus conocimientos de teología, su disciplina o su sinceridad. El ascenso llegaba rápidamente, de hecho lo más deprisa que era posible; así que, al poco tiempo, el recién llegado recibía las enseñanzas de lo que se llamaba el «ritual interior», formado por las oraciones y los actos rituales que los sacerdotes sólo compartían con los demás sacerdotes y los iniciados.
Aquellas enseñanzas no eran mantenidas en el más absoluto de los secretos, puesto que los sacerdotes de cualquiera de las órdenes de Therin no podían ni imaginarse que nadie pudiera tener la audacia de ofender a los dioses solicitando una iniciación que no deseaba verdaderamente. Tanto aquellos que compartían la idea un tanto herética de que había trece dioses, como la minoría que creía en la existencia del Decimotercero, no se podían ni imaginar que nadie pudiera hacer lo que, en efecto, hacían Cadenas y sus chicos.
Invariablemente, después de varios meses de excelente aprovechamiento, cada uno de aquellos fieles jóvenes iniciados moría en el transcurso de algún accidente imprevisto. A Calo le apetecía «ahogarse», puesto que podía contener la respiración durante muchísimo tiempo y le gustaba nadar por debajo del agua. Galdo prefería «desaparecer» simplemente, si era posible en el transcurso de alguna tormenta o de cualquier otro acontecimiento melodramático. Locke preparaba unos engaños muy bien elaborados que tardaba semanas en pergeñar. En cierta ocasión se escabulló de la Orden de Nara (Maestra de la Plaga y Señora de las Enfermedades Ubicuas) al dejar sus hábitos de iniciado, rotos y manchados con sangre de conejo, al lado de su cuaderno de apuntes y de unas cuantas cartas, en un callejón cerca del templo.
Cuando, instruidos de tal suerte, los chicos regresaban al templo de Cadenas, referían a los demás todo lo visto y escuchado.
—Lo importante —decía Cadenas— no es que lleguéis a convertiros en candidatos del Alto Cónclave de los Doce, sino daros la oportunidad de conocer cuáles son las ropas y máscaras que podréis necesitar si tenéis que haceros pasar por sacerdotes durante un corto período de tiempo. Porque, cuando se es sacerdote, la gente tiende más a fijarse en los hábitos que en el sacerdote.
Aquel día no había ningún nuevo noviciado en ciernes; Jean seguía aprendiendo el arte de la guerra en la Casa de las Rosas de Cristal y el resto de los muchachos le esperaba en la entrada sur del Mercado Flotante, junto a un desvencijado embarcadero de piedra situado en el extremo de un callejón. Era un agradable día de primavera, fresco y dominado por la brisa, con el cielo medio oculto por unas nubes grises y blancas con forma de lúnula que llegaban del noroeste y anunciaban tormenta.
Locke, Calo y Galdo observaban el resultado de una colisión entre la barca de un vendedor de pollos y un transporte de gatos. Cuando aquellas pequeñas embarcaciones habían chocado entre sí, algunas de sus jaulas se habían abierto, de suerte que los agitados comerciantes no hacían más que ir de un lado a otro mientras la batalla entre aves y felinos iba en aumento. Unos cuantos pollos se habían tirado al agua y se movían piando en pequeños círculos, prueba palpable de que la naturaleza conspiró contra ellos al permitirles nadar aún peor de lo que vuelan.
—Bueno —dijo una voz a sus espaldas—, ya lo veis. Esas pequeñas basuras parecen muy prometedoras.
Locke y los Sanza se volvieron al unísono y vieron a media docena de chicos y chicas de su misma edad delante de ellos, en medio del callejón. Se vestían de un modo parecido al suyo, con ropas modestas. El que parecía el jefe tenía una espesa mata de cabellos negros y rizados peinada hacia atrás y sujeta con una cinta de seda negra, la mejor marca de distinción de un golfillo.
—Eh, chicos, ¿sois amigos de los amigos? ¿Sois de la Buena Gente? —el cabecilla de los recién llegados seguía con las manos en las caderas; tras él, una chica bajita hizo con las manos algunas de las señas que servían para que los súbditos de Capa Barsavi se reconocieran entre sí.
—Somos amigos de los amigos —dijo Locke.
—Los mejores de los buenos —añadió Galdo, mientras hacía las señas de réplica.
—Buenos chicos. Nosotros estamos a las órdenes de los Coronas Enteras, del Estrecho. Nos llamamos los Medias Coronas. ¿Cómo os llamáis vosotros?
—Los Caballeros Bastardos —dijo Locke—. Distrito del Templo.
—¿Bajo las órdenes de quiénes estáis?
—No estamos a las órdenes de nadie —dijo Galdo—. Somos los Caballeros Bastardos, todos nosotros.
—Comprendo —dijo el jefe de los Medias Coronas con una mueca amistosa—. Yo soy Tesso Volanti. Éstos son los míos. Y vamos a quedarnos con vuestro dinero. A menos que hinquéis la rodilla y nos otorguéis vuestra preferencia.
Locke frunció el ceño. En la jerga de la Buena Gente, «otorgar la preferencia» quería decir que los Caballeros Bastardos debían aceptar que los Medias Coronas eran una banda de tipos mejores y más machotes que ellos; tenían que cederles el paso en la calle y tolerar cualquier abuso que quisieran infligirles.
—Yo soy Locke Lamora —dijo Locke mientras se ponía lentamente de pie—, y los Caballeros Bastardos no doblan la rodilla ante nadie que no sea el Capa.
—¿De veras? —Tesso hizo como si estuviera muy extrañado—. ¿Incluso seis contra tres? Será una charla suave si no aceptas lo que te digo.
—No debes de oír bien —dijo Calo, mientras él y su hermano se levantaban al mismo tiempo—. Ha dicho que os otorgaremos nuestra preferencia cuando les quitéis los guisantes a nuestras cagadas y los chupéis para cenar.
—Pues ahora, por esa chorrada que no viene a cuento —dijo Tesso—, voy a hacer un poco de ruido con vuestros cráneos.
Y antes de que hubiera terminado de hablar, los Medias Coronas avanzaron. Locke era el más bajito de todos, incluidas las chicas, así que cuando se metió entre todos, moviendo sus pequeños puños a uno y otro lado, sólo consiguió pegar al aire y recibir una lluvia de golpes. Una chica mayor se sentó encima de su espalda mientras otra le arrojaba a la cara un puñado de arena del callejón.
El primer chico que fue a interceptar a Calo recibió un rodillazo en la ingle y cayó al suelo con un quejido. Justo detrás de él llegó Tesso, que propinó a Calo un derechazo que le tiró hacia atrás. Galdo agarró a Tesso por la cintura, aullando, y ambos cayeron al suelo, creyendo cada uno de ellos que había vencido al otro. La «charla suave» quería decir que no se emplearían armas y que ninguno de los golpes propinados dejaría al contrario muerto o lisiado. Y no había más que decir. Los Sanza eran unos luchadores muy capaces, pero, aunque Locke hubiera podido aguantar hasta el final, la proporción numérica estaba en contra de ellos. Poco después, tras unos minutos de lucha libre, de sudar y de darse patadas, los tres Caballeros Bastardos quedaron tirados como basura en medio del callejón, llenos de polvo y vencidos.
—Correcto, muchachos. La preferencia, ¿de acuerdo? Quiero oír cómo lo decís.
—Dóblate por la mitad —dijo Locke— y chúpate el culo.
—Oh, respuesta equivocada, gilipollas —dijo Tesso, y mientras uno de los suyos le sujetaba los brazos a Locke, el jefe de los Medias Coronas rebuscó en los bolsillos de Locke en busca de monedas—. Hmm. Nada. Entonces, bomboncitos, mañana iré a buscaros. Y al día siguiente. Y al otro. Hasta que no dobléis la rodilla os vigilaré y os haré la vida imposible. Anota mis palabras, Locke Lamora.
Los Medias Coronas se fueron riéndose, con unas cuantas abrasiones y torceduras que deberían cuidarse, pero no tantas como las que habían infligido. Los Sanza se levantaron maldiciendo y ayudaron a Locke a ponerse en pie.
Con mucha cautela, llegaron renqueando a la Casa de Perelandro y se deslizaron hasta la madriguera de cristal por una alcantarilla que tenía una puerta secreta.
—No vas a creerte lo que nos ha pasado —dijo Locke, mientras él y los Sanza entraban en la cocina. Cadenas estaba sentado ante la mesa de álamo negro, escrutando una colección de pergaminos y escribiendo en uno de ellos con una pluma de exquisito corte. Falsificar documentos de aduanas era una especie de pasatiempo que practicaba del mismo modo que algunas personas cuidan un jardín o crían perros. Tenía un portafolios lleno de ellos y, ocasionalmente, se sacaba un poco de dinero vendiéndolos.
—Mmmm —dijo Cadenas—, ¡que un grupo de Medias Coronas os han pateado el culo!
—¿Cómo te has enterado?
—La pasada noche me pasé por El Último Error. Y lo escuché de los mismísimimos Coronas Enteras. Me contaron que sus subordinados iban a dar un barrido por los alrededores, buscando a otros chavales para meterse con ellos.
—¿Y por qué no nos lo advertiste?
—Supuse que seríais precavidos y que no podrían cogeros. Pareces un poco distraído.
—Dijeron que les concediéramos nuestra preferencia.
—Claro —dijo Cadenas—. Es un juego de chicos. La mayor parte de los subordinados no tienen auténticos trabajos, así que se entretienen en buscar a otros para que se conviertan en sus subordinados. Ahora estás metido en una pequeña guerra que sólo terminará cuando uno de los dos pida merced. Sólo charla suave, no lo olvides.
—Si así están las cosas —dijo Locke—, ¿qué podemos hacer?
Cadenas alargó una mano y cogió a Locke por un puño, luego lo llevó lentamente hasta la mandíbula de Calo.
—Repítelo todas las veces que quieras —dijo Cadenas—, hasta que sólo te preocupe el tener que escupir los dientes.
—Lo intentamos. Lo cierto es que cayeron sobre nosotros cuando Jean no estaba. Y sabes que no soy muy bueno en ese tipo de cosas.
—Claro que lo sé. Por eso, la próxima vez cerciórate de que Jean esté con vosotros. Y usa ese pequeño cerebro retorcido tuyo —Cadenas acercó un pequeño cilindro de lacre a una lamparita—. Pero no quiero que prepares ningún plan demasiado elaborado, Locke. No metas en esto a la Guardia o a los templos o al ejército del Duque o a nadie más. Intentad parecer la cuadrilla de ladrones corrientes que siempre he dicho a todo el mundo que sois.
—Oh, genial —Locke cruzó los brazos mientras Calo y Galdo se limpiaban el uno al otro las heridas de la cara con unos trapos húmedos—. Así que sólo es otra maldita prueba.
—Qué chico tan listo —murmuró Cadenas, vertiendo lacre líquido en un pequeño recipiente de plata—. Desde luego que lo eres. Y yo personalmente me sentiré muy decepcionado si esos mierdecillas no te piden por favor que aceptes su preferencia antes de mediados del verano.
Al día siguiente, Locke y los hermanos Sanza se sentaron en el mismo embarcadero y a la misma hora. Los vendedores del Mercado Flotante estaban enrollando las lonas embreadas y recogiendo los doseles, pues la lluvia que había estado empapando la ciudad durante la noche anterior y la primera parte de la mañana había cesado desde hacía mucho tiempo.
—Debo de sufrir visiones —era la voz de Tesso Volanti—, porque no puedo imaginarme que vosotros, sesos de mosquito, realmente estéis sentados en el mismo sitio en que ayer os zurramos la badana.
—¿Y por qué no —dijo Locke—, si estamos más cerca de nuestro campo que vosotros y os vamos a poner las pelotas por corbata dentro de dos minutos?
Los tres Caballeros Bastardos se levantaron; ante ellos se encontraba la misma media docena de Medias Coronas, una sonrisa de impaciencia en sus rostros.
—Veo que ninguno de vosotros ha mejorado en aritmética desde que nos fuimos —dijo Tesso, chasqueando los nudillos.
—Me alegra que digas eso —dijo Locke—, porque los números han cambiado —y señaló hacia detrás de donde se encontraban los Medias Coronas; Tesso movió rápidamente la cabeza en aquella dirección y cuando vio a Jean Tannen en el callejón se echó a reír.
—Aún están de nuestra parte, sigo diciendo —y fue hacia Jean, que simplemente le miró con una sonrisa beata en su cara redonda—. ¿Y éste quién es? Un gordo bastardo coloradote. Ya veo tus gafas en mi bolsillo. ¿Qué crees que estás haciendo, gordo?
—Me llamo Jean Tannen y os estoy preparando una emboscada.
Aunque los largos meses de entrenamiento con Maranzalla apenas habían conseguido que Jean tuviera un aspecto ligeramente diferente al que tenía cuando empezó, Locke y los Sanza sabían que una especie de alquimia había cambiado lo que había dentro de aquella cáscara de apariencia blanda. Tesso se puso a su alcance, los dientes apretados, y los brazos de Jean salieron disparados como los pistones de bronce de un motor de agua de Tal Verrar.
Tesso cayó hacia atrás, doblando los brazos y las piernas como una marioneta atrapada en un ventarrón. Con la cabeza hacia delante, se quedó hecho un ovillo, los ojos en blanco.
Entonces fue como si en aquel callejón se desatara un pequeño infierno. Los tres chicos de los Medias Coronas cargaron contra Locke y los Sanza; las dos chicas se acercaron sigilosamente a Jean. Una de ellas intentó arrojarle a la cara un puñado de gravilla del suelo; él se echó a un lado, la cogió del brazo y la arrojó con mucha facilidad contra una de las paredes de piedra del callejón. Era una de las lecciones de Maranzalla: que las paredes y el suelo hagan el trabajo por ti cuando luches con las manos desnudas. Y cuando ella rebotó, fuera de control, Jean le propinó un rápido gancho de derecha y la envió de cara al suelo.
—Es una descortesía el pegar a las chicas —dijo su compañera, dando vueltas a su alrededor.
—Aún lo es más el pegar a mis amigos —replicó Jean.
Ella le replicó a su vez girando alrededor de su talón izquierdo y lanzándole una rápida patada a la garganta; Jean reconoció el arte llamado chasson, una especie de boxeo con los pies importado de Tal Verrar. Desvió la patada con la palma de la mano izquierda mientras ella lanzaba una segunda, empleando el momento cinético de la primera patada para llevar el pie izquierdo hasta su cuello. Pero Jean se había movido antes de que consiguiera acertarle, así que lo que más cerca le llegó fue su muslo, que él paró con el brazo izquierdo. Y cuando la chica perdió el equilibrio, Jean le propinó un puñetazo en los riñones y la cogió de la pierna, haciéndole caer de espaldas en el suelo, donde permaneció retorciéndose de dolor.
—Señoras —dijo Jean—, acepten mis más sentidas condolencias.
Tal y como era usual, Locke recibía lo peor del encuentro, hasta que Jean cogió de un hombro a su oponente y le dio vueltas como una peonza. Luego rodeó con sus fuertes brazos la cintura del chico y le plantó un cabezazo en medio del plexo solar, golpeando su barbilla con la parte posterior de su cabeza. El chico cayó de espaldas, aturdido, y aquello decidió el resultado de la pelea. Calo y Galdo seguían a la par con sus oponentes, pero cuando Jean llegó ante ellos (con Locke al lado, que hacía todo lo que podía para parecer peligroso), los Medias Coronas retrocedieron y levantaron las manos.
—Bueno, Tesso —dijo Locke, cuando el chico de cabello rizado se levantó del suelo unos minutos después, tambaleándose y sangrando por la nariz—, ¿querrás darnos ahora tu preferencia o tendré que dejar que Jean te pegue un poco más?
—Admito que no estuvo mal —dijo Tesso, mientras su banda formaba en semicírculo detrás de él—, pero ahora estamos uno a uno. No tardaremos en vernos.
De tal suerte, la guerra prosiguió; los días se hicieron más largos y la primavera dio paso al verano. Cadenas dispensó a los chicos de que se sentaran en las gradas con él después del mediodía, así que comenzaron a merodear por el norte de Camorr, buscando empecinadamente a los Medias Coronas.
Tesso respondió con todos los efectivos de su banda; los Coronas Enteras eran la banda más numerosa de Camorr, y sus subordinados o segundos disponían de una cantera similar de reclutas, algunos de ellos recién salidos de la Colina de las Sombras. Y como, incluso con tanta gente, las proezas de Jean Tannen eran difíciles de superar, la guerra cambió de táctica.
Los Medias Coronas se dividieron en grupos más pequeños que intentaban aislar y emboscar a los Caballeros Bastardos cuando no estaban juntos. La mayor parte de las veces, Locke mantenía su banda al alcance de la mano, pero en ocasiones no podía evitar que alguno de ellos se fuera a donde quisiera. A Locke le golpearon malamente en varias ocasiones; una tarde acudió a Jean con un labio partido y las espinillas magulladas.
—Atiende —dijo—, llevamos varios días sin tener noticias de Tesso. Así que debe de estar tramando algo. Mañana me iré al sur del mercado, como si estuviera buscando algo. Tú te esconderás lejos, a doscientos o trescientos metros de distancia. En algún lugar donde no puedan descubrirte.
—No podré llegar a tiempo para ayudarte —dijo Jean.
—El propósito no es que llegues antes de que comience a pegarme —prosiguió Locke—, sino que cuando llegues le zurres bien. Tienes que golpearle tan fuerte que lo oigan hasta en Talisham. Golpéale como nunca antes lo hiciste.
—Con mucho gusto —dijo Jean—, pero no funcionará; echarán a correr en cuanto me vean, como siempre. Lo único que no puedo hacer es perseguirlos a pie.
—Eso déjamelo a mí —dijo Locke—, y vete a buscar tu caja de costura. Quiero que hagas una cosa.
Y de tal suerte, cierto día encapotado, Locke Lamora merodeaba por un callejón próximo al lugar donde había comenzado el asunto de los Medias Coronas. El Mercado Flotante estaba en pleno apogeo, pues la gente intentaba terminar sus compras antes de que el cielo comenzara a descargar lluvia. Jean Tannen se encontraba lejos de allí, vigilando a Locke desde el confortable anonimato que le proporcionaba una barquichuela.
Locke sólo necesitó hacerse notar durante media hora antes de que Tesso diera con él.
—Lamora —dijo—. Creía que ya sabrías lo que te conviene. No veo a ninguno de tus amigos por aquí cerca.
—Hola, Tesso —dijo Locke, con un bostezo—. Lo que yo creo es que ha llegado el día en que vas a otorgarme tu preferencia.
—Y una mierda —dijo el chico mayor—. ¿Sabes lo que creo?, pues que cuando haya terminado contigo te voy a quitar la ropa y la voy a arrojar a un canal. Será divertido. Diablos, cuanto más tardes en doblar la rodilla, más me divertiré contigo.
Y avanzó confiado para atacarle, sabiendo que Locke jamás se le había resistido en una pelea. Locke le atacó con la cabeza, moviendo de un modo extraño la manga izquierda de su casaca. Aquella manga era un metro y medio más larga de lo usual, cortesía de los arreglos de Jean Tannen; Locke la había mantenido cuidadosamente plegada junto a su costado para que Tesso no pudiera verla en toda su longitud mientras se aproximaba.
Aunque Locke no tenía grandes dotes de luchador, podía ser sorprendentemente rápido; el puño de la extraña manga llevaba cosido un pequeño peso de plomo para desplegarla con mayor facilidad. La lanzó hacia delante y rodeó con ella el pecho de Tesso. Y cuando el peso obligó a la manga a darse la vuelta, Locke la cogió y la mantuvo tirante.
—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó Tesso malhumorado y le dio un puñetazo a Locke encima del ojo derecho.
Locke vaciló, pero ignoró el dolor. Deslizó la manga anormalmente larga en una presilla de tela que sobresalía del bolsillo izquierdo de su casaca, fue recogiéndola poco a poco y tiró de una cuerda que la manga tenía por debajo. La red de cuerdas de nudos que Jean había cosido al interior del forro de la casaca resistió el tirón; los dos chicos se tocaban por el pecho, y sólo un cuchillo hubiera podido liberar a Tesso de la cincha de tela que los mantenía unidos entre sí.
Por si aquello no bastaba, Locke rodeó con sus brazos el abdomen de Tesso y abrazó con sus huesudas piernas las de Tesso, justo por encima de las rodillas. Tesso intentó zafarse y abofeteó a Locke, haciendo todo lo posible para librarse de aquel abrazo. Al no conseguirlo, lanzó a Locke unos fuertes golpes en los dientes y en la coronilla que le hicieron ver las estrellas.
—¿Qué demonios haces, Lamora? —dijo Tesso con un gruñido, a causa del esfuerzo de tener que soportar el peso de Locke y el suyo propio; finalmente, como Locke había estado esperando, se dejó caer hacia delante. Locke aterrizó de espaldas en la gravilla, con Tesso encima de él; el aire se escapó de sus pulmones y todo lo que le rodeaba osciló—. Es ridículo. No puedes pegarme ¡y no puedes huir! ¡Ríndete, Lamora!
Locke le escupió a la cara.
—No lucharé contigo y tú no huirás —hizo una mueca siniestra—. Sólo tengo que retenerte aquí… hasta que llegue Jean.
Tesso tragó saliva y miró alrededor; por fuera del Mercado Flotante una barquichuela se dirigía rápidamente hacia ellos. La rolliza silueta de Jean Tannen era visible en ella mientras impulsaba con fuerza los remos.
—Oh, mierda. Pequeño bastardo ¡Déjame ir, déjame ir, déjame ir!
Y cada vez que Tesso repetía aquellas dos palabras hacía énfasis en ellas con un puñetazo; Locke recibió golpes en nariz, ojos y cuero cabelludo. Poco después sangraba por nariz, labios y orejas, y por un corte debajo del pelo; Tesso le machacaba de lo lindo, pero Locke seguía sin soltarlo. La cabeza le daba vueltas con una combinación de dolor y de triunfo, así que se echó a reír muy alto y con alegría y, quizá, con una pizca de locura.
—No puedo pegarte ni huir —dijo con voz cascada—. He cambiado las reglas del juego. Sólo tengo que retenerte aquí… tío mierda. Aquí… hasta que… llegue Jean.
—¡Me cago en los dioses! —masculló Tesso, pegando más fuerte a Locke, dándole puñetazos, escupiéndole y mordiéndole, castigando de manera atroz la cabeza y el rostro del indefenso muchacho.
—Sigue pegándome —farfulló Locke—. Tú sigue pegándome. Puedo pasar así todo el día. Sólo sigue pegándome… hasta que… ¡llegue Jean!