El tonel funerario
Comenzó con el redoble lento y sostenido de los tambores funerarios y el paso lento y mesurado de quienes, abandonando la Tumba Flotante, marchaban hacia el norte, las rojas antorchas, como rescoldos, en las manos, una hilera doble de puntos de una luz tan roja como la sangre que se estiraba bajo las nubes grises y bajas.
En medio Vencarlo Barsavi, Capa de Camorr, flanqueado a cada lado por sus dos hijos. Delante de él, un ataúd envuelto en telas de seda negra y oro, llevado por seis porteadores a cada lado, doce en total, tantos como los dioses de Therin, todos ellos cubiertos con capas y máscaras negras. Detrás de Barsavi, sobre una carreta ocupada por seis hombres y una sacerdotisa velada por un negro sudario, una sacerdotisa del Decimotercero Sin Nombre, podía verse un enorme tonel de madera.
El sonido de los tambores siguió reverberando en los muros de piedra, en las calles empedradas, en los puentes y en los canales; y, a medida que el cortejo avanzaba, las antorchas suscitaron los reflejos de sus fuegos en cada ventana y fragmento de cristal antiguo. La gente miraba con aprensión, si es que miraba; algunos echaron el cerrojo a las puertas y cerraron las contraventanas cuando el cortejo fúnebre pasó ante ellos. Tal era el último recorrido de los ricos y poderosos por las calles de Camorr: el velatorio, la ceremonia y los funerales, llenos de brutales muestras de dolor. Un brindis para los que se habían ido; una celebración agridulce para aquellos a los que aún no les había llegado la hora de presentarse al juicio de Aza Guilla, Señora del Largo Silencio. Y el tonel funerario sólo proporcionaba el combustible necesario para el cumplimiento de dicha tradición.
Las hileras de procesionarios abandonaron la Desolación de Madera exactamente después de las diez de la noche y marcharon hacia el Caldero, y ningún golfillo ni ningún borracho se atrevió a interponerse en su camino, y todas las bandas de degolladores y de adictos a la Mirada Fija observaron en atento silencio el paso de su señor y de su corte.
Atravesaron el Humo de Carbón y luego, más al norte, el Silencio, y una bruma plateada se levantó, cálida y pegajosa, de los canales que los rodeaban. Ni uno solo de los casacas amarillas se cruzó en su camino; ni un solo servidor del orden contempló la procesión, pues todo había sido dispuesto para que aquella noche estuvieran atareados en otro sitio, para que fijaran con firmeza su atención en la parte occidental de la ciudad. Aquella noche la parte oriental era de Barsavi y de sus largas hileras de antorchas, y en la lejana parte norte, adonde iban, las familias más honestas cerraron sus puertas con cerrojo, apagaron las luces y rezaron para que los asuntos de quienes marchaban en procesión se alejaran de ellas.
Si aquello lo hubiera estado viendo mucha gente, a nadie se le hubiese escapado que la procesión no se dirigía hacia la Colina de los Susurros, sino que había ido hacia el norte, serpenteando hacia la parte oeste del distrito del Agua Ferruginosa, donde la enorme estructura abandonada llamada el Agujero del Eco se erguía en medio de la oscuridad y de la niebla.
Un observador curioso se hubiera maravillado por el insólito tamaño de la procesión, más de cien hombres y mujeres con todos sus equipos. Sólo los porteadores estaban vestidos para un funeral; quienes llevaban las antorchas se habían vestido para la guerra, con armaduras de cuero hervido reforzadas con tachones de hierro pavonado, protectores para el cuello, yelmos, brazales y guantes, y puñales, mazas, hachas y rodelas al cinto. Eran la crema de las bandas de Barsavi, los más duros de la Buena Gente, hombres y mujeres de mirada fría con muchas muertes ligadas a sus nombres. Procedían de todos los distritos y de todas las bandas: los Manos Rojas y los Sabuesos del Ron, los Caras Grises y los Chicos del Arsenal, los Saltadores del Canal, los Torzales Negros, los Barones del Fuego Encendido, y muchos más.
Pero lo más interesante de la procesión era una cosa que ningún observador hubiera podido saber.
Y consistía en que el cadáver de Nazca Barsavi aún permanecía en sus antiguos aposentos de la Tumba Flotante, dispuesto bajo lienzos de seda impregnados con un preparado alquímico para impedir que la corrupción de la muerte hiciera presa en ella con la rapidez acostumbrada. Locke Lamora y otros doce sacerdotes del Decimotercero Sin Nombre, el Guardián Avieso, habían rezado por ella la noche anterior y dispuesto su cadáver en el interior de un círculo de velas sagradas, donde habría de permanecer hasta que su padre hubiera zanjado aquella misma noche los asuntos que tenía pendientes, lo cual convertía en superflua la Colina de los Susurros. Por lo tanto, aquel ataúd envuelto en sedas fúnebres se encontraba vacío.
—Soy el Rey Gris —decía Locke Lamora—. Soy el Rey Gris, que los dioses maldigan sus ojos, soy el Rey Gris.
—Un poco más bajo —dijo Jean Tannen mientras se peleaba con uno de los puños grises de la casaca de Locke—, y la voz un poco más rasposa. Dale una pizca de acento de Tal Verrar, porque has dicho que lo tiene al hablar.
—Soy el Rey Gris —repitió Locke—, y sólo me quedará media cara cuando los Caballeros Bastardos hayan acabado conmigo.
—Oh, mucho mejor —dijo Calo, que estaba untando los cabellos de Locke con una pomada alquímica que apestaba y que los volvía instantáneamente del color de la ceniza—. Me gusta. Tiene el empaque suficiente para hacerla diferente.
Locke estaba tan tieso como el maniquí de un sastre, rodeado por Calo, Galdo y Jean que, provistos de aguja e hilo, le ponían y quitaban ropas y le untaban con cosméticos. Bicho se apoyaba en una de las paredes de su pequeña madriguera, con ojos y oídos en alerta por si aparecía algún intruso.
Los Caballeros Bastardos se escondían en el interior de unos almacenes abandonados del distrito del Agua Ferruginosa, siempre dominado por la niebla, sólo a algunas manzanas al norte del Agujero del Eco. Agua Ferruginosa era una isla muerta, insalubre y casi deshabitada. Una ciudad que había dejado a un lado los viejos prejuicios que tenían que ver con las estructuras de los Antiguos, aún sentía por el Agua Ferruginosa un miedo invencible. Se decía que las formas negras que se movían por la laguna del Agua Ferruginosa no eran tan agradables como los tiburones devoradores de hombres, sino unas cosas mucho peores y más antiguas. E independientemente de la verdad o falsedad de aquellos rumores, lo cierto es que era un lugar muy conveniente, por estar desierto, para que Barsavi y el Rey Gris zanjaran en él sus extraños asuntos. Por su parte, Locke sospechaba que la primera vez que el Rey Gris se había entrometido en su vida le había llevado a algún lugar de los alrededores.
Seguían preparando el disfraz hasta el más mínimo detalle, para que Locke pudiera hacerse pasar por el Rey Gris; ya tenía grises los cabellos, llevaba ropas grises, calzaba unas pesadas botas con alzas que aumentaban su estatura en cinco centímetros y le habían pegado encima del labio superior un bigote lacio también gris.
—No le queda mal —dijo Bicho con un tono de aprobación.
—Es tremendamente estrafalario, pero Bicho tiene razón —dijo Jean—. Y, ahora que he reducido esta estúpida casaca a tu tamaño, tienes un aspecto un tanto impresionante.
—Qué pena que no se trate de uno de nuestros juegos —dijo Galdo—. Me he divertido. Locke, échate hacia delante para que te ponga unas cuantas arrugas.
Con sumo cuidado, Galdo pintó el rostro de Locke con una sustancia caliente y cerúlea que le escoció; a los pocos segundos se secó y se quedó rígida, así que al poco tiempo Locke tenía una red completa de patas de gallo y de otras arrugas, tanto las que suele producir la risa como las que se quedan grabadas en la frente. Por lo menos aparentaba unos cuarenta y tantos. Si a plena luz del día aquel disfraz hubiera resistido bastante bien, en la oscuridad de la noche sería imposible de descubrir.
—La obra de un virtuoso —dijo Jean—, relativamente hablando, dada la premura y las condiciones en que hemos tenido que trabajar todos a la vez.
Locke se cubrió con la capucha y se puso los guantes grises de piel.
—Soy el Rey Gris —dijo en voz baja, imitando el extraño acento del auténtico Rey Gris.
—Es muy verosímil —dijo Bicho.
—Bueno, ya veremos si se lo parece a los demás —Locke movió la mandíbula arriba y abajo, sintiendo cómo aquella falsa piel llena de arrugas tiraba de la auténtica—. Galdo, dame los estiletes, por favor. Creo que me pondré uno en una bota y otro en una manga.
—Lamora —la voz del halconero era un susurro helado. Locke se puso en tensión al comprobar que no le había llegado por el aire.
—¿Qué sucede? —preguntó Jean.
—Era el halconero —dijo Locke—. Es… es espantoso…
—Barsavi no tardará en llegar. Usted y sus amigos habrán de ocupar sus posiciones dentro de muy poco.
—Tenemos un mago mercenario un tanto impaciente —dijo Locke—. Rápido. Bicho, ¿conoces de qué va el juego y dónde debes ponerte?
—Abajo, y quedarme quieto —dijo Bicho con una mueca—. En esta ocasión no hay ningún tejado desde donde saltar, así que no te preocupes.
—Jean, ¿te sientes incómodo con el lugar que te ha tocado?
—La verdad es que un poco, pero no hay ninguno mejor —Jean chasqueó los nudillos—. Estaré debajo del suelo, mirando a Bicho. Si todo acaba en una cagada, recuerda que tienes que saltar a la maldita cascada. Cubriré tus espaldas a la rápida y sangrienta usanza.
—Calo, Galdo —se dio la vuelta para mirar a los gemelos, que habían empaquetado a toda prisa todos los potingues y trastos empleados para disfrazar a Locke—. ¿Estará todo preparado cuando lleguemos al templo?
—Todo irá igual de suave que las nalgas de una de los Lirios —dijo Galdo—. Una fortuna enorme metida en sacos, dos carretas con sus caballos, provisiones para un largo y agradable viaje por carretera.
—Y los hombres de la Puerta del Vizconde nos dejarán pasar tan deprisa que será como si jamás hubiésemos estado en Camorr —añadió Calo.
—Bien. Mierda —Locke se frotó las manos enguantadas—. No sé qué decir. Ya se me han acabado las florituras retóricas; acabemos con esos bastardos y roguemos que todo nos salga bien.
Bicho dio un paso adelante y carraspeó.
—Sólo lo hago —dijo— porque de verdad me encanta esconderme por la noche en los edificios encantados de los Antiguos y reptar en la oscuridad.
—Eres un mentiroso —Jean arrastraba las palabras—. Yo sólo lo hago porque siempre he querido ver cómo a Bicho se lo acababa comiendo uno de los fantasmas de los Antiguos.
—¡Mentiroso! —dijo Calo—. Yo sólo lo hago porque me gusta un huevo sacar media tonelada de cochinas monedas de una cripta y meterlas en bolsas encima de una carreta.
—¡Mentiroso! —dijo Galdo, riendo entre dientes—. Yo sólo lo hago porque, mientras todos los demás estáis entretenidos, pienso ir a la tienda de Desesperanza Harza para empeñar todo el mobiliario.
—Todos sois unos mentirosos —confesó Locke, mientras los demás le miraban con ojos expectantes—. Sólo lo hacemos porque nadie más de Camorr es lo suficientemente bueno para hacerlo, y nadie lo suficientemente tonto para dar el primer paso.
—¡Bastardo! —gritaron todos al unísono, olvidando por un instante el lugar donde se encontraban.
—Les estoy oyendo gritar —dijo la fantasmal voz del halconero—. ¿Se han vuelto todos locos de remate?
Locke suspiró.
—Al prestamista no le gustará que le tengamos entretenido toda la noche con lo que vamos a llevarle —dijo—. Adelante y, por la gracia del Guardián Avieso, que todos podamos vernos en el templo en cuanto se haya terminado todo este lío.
El Agujero del Eco es un cubo de piedra gris cementada con una variedad opaca de cristal antiguo; jamás brilla bajo la Falsa Luz. De hecho, jamás devuelve reflejo alguno de cualquier luz que pase ante él. Tiene unos treinta metros de arista y una entrada significativa, una puerta del tamaño de una persona, situada en el extremo de una escalera vacía y a siete metros por encima de la calle.
Un acueducto sale del curso alto del Angevino, atraviesa el distrito de los Molinos de Agua, tuerce hacia el sur y llega al Agua Ferruginosa, derramando su agua en uno de los vértices del Agujero del Eco. Al igual que el cubo de piedra, se supone que dicho acueducto sufre algún mal antiguo, por lo que jamás se hace uso de él. Una pequeña catarata cae al suelo por un agujero hasta llegar a las catacumbas que se encuentran debajo del Agujero del Eco, donde puede escucharse el tumulto de las aguas. Una parte de dicha corriente pasa al canal situado en la ribera sudoeste del Agua Ferruginosa, y otra a otros lugares que nadie conoce.
Locke Lamora estaba de pie en el centro del Agujero del Eco, rodeado por la oscuridad y escuchando caer el agua por el agujero del suelo, mirando fijamente la mancha gris que señalaba la puerta por la que se salía a la calle. Su único consuelo era que Jean y Bicho, acurrucados sin ser vistos en la húmeda oscuridad que se abría bajo el suelo, eran un poco más aprensivos que él. Al menos hasta que tuviera lugar el encuentro.
—Cerca —dijo la voz del halconero—, muy cerca. Prepárese.
Locke oyó la procesión del Capa antes de poder verla; el sonido de los tambores funerarios llegó hasta sus oídos por la puerta de la calle que estaba abierta, opacado, casi al punto de no poder distinguirlo, por el sonido del agua que caía. Poco a poco se hizo más fuerte; el resplandor rojo que se encendió al otro lado de la puerta le permitió saber a Locke que la niebla se estaba levantando. Las antorchas parpadearon débilmente como si ardieran bajo el agua. El aura roja creció; los contornos de la sala donde se encontraba se hicieron visibles, realzados por un suave color carmín. El redoble de los tambores cesó y de nuevo volvió a escucharse sólo el sonido de la cascada. Echó la cabeza hacia atrás, se llevó una mano a la espalda y se quedó mirando a la puerta, la sangre martillándole en los oídos.
Dos pequeños fuegos rojos aparecieron en la puerta como los ojos de los dragones de las historias de Jean; unas sombras negras se movieron delante de él, y cuando los ojos de Locke se hubieron acostumbrado a la luz escarlata, vio los rostros de dos hombres altos, cubiertos con capas y armados. Pudo distinguir lo suficiente de sus rasgos y ademanes para saber que estaban muy sorprendidos de verle; dudaron un instante y siguieron avanzando, uno caminando hacia su derecha y el otro hacia su izquierda. Por su parte, él no hizo nada, no movió ni un músculo.
Entraron otras dos antorchas y luego otras dos; Barsavi estaba enviando a sus hombres escaleras arriba por parejas. Al poco tiempo, Locke estaba rodeado por una semicircunferencia de hombres que iluminaban con sus antorchas el interior del Agujero Negro y bañaban de rojo sus relieves. Las paredes estaban llenas de inscripciones, unos extraños símbolos muy viejos… en la lengua de los Antiguos, que los hombres jamás habían podido descifrar.
Una docena de hombres, dos docenas; la muchedumbre de siluetas armadas creció y Locke vio rostros que conocía. Raja-gargantas, rompe-piernas, maltratadores. Asesinos. Una buena selección. Exactamente lo que Barsavi le había prometido a él mientras ambos contemplaban el cadáver de Nazca.
Pasaron unos momentos y Locke seguía sin decir nada. Y seguían llegando hombres y mujeres. Las hermanas Berangias… Incluso con poca luz, Locke era capaz de reconocer su contoneo. Se detuvieron en el centro de la muchedumbre que se iba congregando, delante de todos los recién llegados, sin decir nada, los brazos cruzados, los ojos brillantes bajo la luz de las antorchas. A causa de alguna orden que debían de haberles dado, nadie de la gente de Barsavi fue al encuentro de Locke. Permaneció sin nadie a su lado mientras todo aquel tropel de Buena Gente se desparramaba ante él.
Finalmente, la sección que correspondía a los degolladores se fue hacia un lado; Locke podía escuchar el eco de su respiración, de sus murmullos, del crujido de su cuero, rebotando de pared en pared y mezclándose con el sonido del agua que caía. Algunos de los que se encontraban junto a las paredes apagaron sus antorchas con unas bolsas de cuero mojadas; paulatinamente, el olor a humo llenó el aire mientras la luz se apagaba siguiendo el mismo ritmo, hasta que finalmente sólo una antorcha de cada cinco siguió encendida.
Había la luz suficiente para ver a Capa Barsavi cuando éste dobló el rincón y subió por la escalera; el cabello gris lo llevaba echado hacia atrás, peinado con varias rayas; ungido con aceite, sus tres barbas parecían arregladas recientemente. Llevaba su casaca de piel de tiburón y una capa negra de terciopelo, forrada con tejido de oro, echada por encima de uno de sus hombros. Anjais estaba a su derecha y Pachero a su izquierda, pero rezagados respecto a él, que marchaba en cabeza; y en los fuegos que despedían sus ojos Locke sólo vio muerte.
—Pero nada es lo que parece —dijo la voz del halconero—. No se amilane.
Barsavi se detuvo al llegar al frente de aquella multitud y durante un largo momento sólo miró a Locke, o mejor a la aparición que se encontraba ante él, y a los fríos ojos naranja ocultos por la sombra de la capucha, y a la capa y a la casaca y a los guantes, todo de color gris.
—Rey —dijo finalmente.
—Capa —replicó Locke, intentando sentirse a la altura de lo que exigía su papel. Intentando sentirse el tipo de hombre capaz de estar delante de cien asesinos con una sonrisa en el rostro; el tipo de hombre capaz de emplazar a Vencarlo Barsavi después de dejar un reguero de cadáveres, el último de ellos el de su única hija. Aquél era el hombre que Locke tenía que ser, no el amigo de Nazca sino su asesino; no el travieso súbdito del Capa sino su igual. Su superior.
Locke hizo una mueca lupina y se apartó la capa del hombro izquierdo, echándosela hacia atrás. Con la mano izquierda hizo al Capa un gesto de desafío, como el toro que, estando en el callejón, reta a su oponente a dar el primer paso y a recibir el primer golpe.
—Matadlo —dijo el Capa, y una docena de hombres y de mujeres levantaron las ballestas.
¡Dame fuerzas, oh, Guardián Avieso!, imploró Locke, y apretó los dientes para ver qué pasaba. Incluso escuchó cómo le crujían los músculos de la mandíbula.
El sonido seco de los gatillos resonó en las paredes; una docena de cuerdas tirantes vibraron al distenderse. Los dardos eran demasiado rápidos para poder seguirlos con el ojo, unas imágenes negras, vistas y no vistas, que emborronaban el aire, y entonces… una docena de estrechas siluetas negras rebotaron en la nada delante de su rostro y cayeron al suelo con ruido metálico, formando un arco a sus pies como de aves muertas.
Locke rió con fuerza, y su risa era auténticamente genuina. Durante un breve instante hubiera sido capaz de besar al halconero si éste hubiese estado ante él.
—Por favor —dijo—, suponía que estarías al tanto de todas esas historias.
—Sólo estaba comprobando si eran ciertas —dijo Capa Barsavi—, Majestad.
Pero aquella última palabra la había dicho con mofa.
Locke se había esperado cierta cautela después del fracaso del ataque con las ballestas, pero Barsavi dio un paso hacia él sin aparentar miedo.
—Me agrada que hayas acudido a mi requerimiento —replicó Locke.
—La sangre de mi hija es lo único con lo que puedes requerirme —dijo Barsavi.
—Pues expláyate sobre lo sucedido si lo deseas —dijo Locke, mientras rezaba para sus adentros: Nazca, dioses, perdonadme os lo ruego—. ¿Acaso te comportaste tú con mayor gentileza cuando, hace veintidós años, te hiciste con esta ciudad?
—¿Acaso crees tú que vas a poder conseguirlo? —Barsavi se detuvo y se le quedó mirando; estaban a una distancia de algo más de diez metros—. ¿Que podrás quitarme la ciudad?
—He requerido tu presencia en este lugar para discutir el asunto de Camorr —dijo Locke—. Para zanjarlo a nuestra mutua satisfacción —y, al no interrumpirle el halconero, supuso que lo estaba haciendo bien.
—La satisfacción no será mutua —dijo Barsavi; luego alzó la mano izquierda y un hombre abandonó la muchedumbre.
Locke miró concienzudamente a aquel hombre; le parecía que era un antiguo conocido; delgado y calvo, no llevaba armadura. Hecho curioso. Daba la impresión de que se estremecía.
—Tal y como hablamos, Eymon —dijo el Capa—, mantengo el trato que te propuse, y no dudes de que lo cumpliré.
El hombre desarmado echó a andar hacia delante, lenta y temerosamente, mirando a Locke con evidente miedo. Pero siguió avanzando en línea recta hacia Locke, mientras cien hombres y mujeres armados aguardaban detrás de él sin hacer nada.
—Espero —dijo Locke, con tono de burla— que ese hombre no sea capaz de hacer lo que sospecho.
—Ahora veremos todos si es capaz de hacerlo —dijo el Capa.
—No podéis herirme, ni siquiera podéis atravesarme la piel —dijo Locke—, y ese hombre morirá con sólo yo tocarlo.
—Eso dicen —replicó el Capa. Eymon siguió acercándose; ya estaba a diez metros de Locke, luego a siete.
—Eymon —dijo Locke—, te están utilizando. Detente.
Dioses. No hagáis lo que creo que vais a hacer. No permitáis que le mate el halconero, imploró Locke.
Eymon siguió avanzando; las quijadas le temblaban, respiraba de un modo entrecortado. Llevaba las manos extendidas hacia delante, como si fuera a introducirlas en el fuego.
Guardián Avieso, te lo ruego, que no sufra daño alguno. Detenlo, por favor. Halconero, halconero, te lo ruego, asústale, hazle algo, pero que no lo maten. Un río de sudor le recorría la columna vertebral; agachó ligeramente la cabeza y miró fijamente a Eymon. Ahora estaba a tres metros.
—Eymon —dijo, intentando adoptar un tono neutro de voz que sólo consiguió a medias—, ya has sido advertido. Te encuentras en un grave peligro.
—Sí —dijo aquel hombre con voz trémula—. Sí, lo sé —y franqueó la distancia que los separaba y cogió con ambas manos el brazo derecho de Locke…
Joder, pensó Locke, y entonces supo que no tendría que matarlo, porque de eso se encargaría el halconero.
Y se apartó del contacto de Eymon.
Los ojos de Eymon enloquecieron; dio una boqueada y entonces, para terror de Locke, dio un salto hacia delante y volvió a coger con ambas manos el brazo de Locke, como un ave carroñera que acabase de agarrar la comida por la que llevaba esperando largo tiempo.
—¡Haaaaaaaaaaaa! —exclamó, y durante un breve segundo Locke pensó que algo terrible le sucedía.
Pero no era así; Eymon aún estaba vivo y no le soltaba.
—Joder, joder —murmuró Locke, levantando la mano izquierda para darle una bofetada a aquel pobre diablo, pero perdió el equilibrio y Eymon lo aprovechó; aquel individuo tan delgado dio un empujón a Locke y exclamó:
—¡HAAAAAAAAAAAAAA!
Era un grito de triunfo absoluto que dejó medio sordo a Locke mientras caía sobre sus posaderas.
Y entonces se oyó el ruido de muchos pies calzados con botas que se acercaron a donde estaba Eymon, y unas siluetas oscuras se acercaron a Locke para apresarle y, bajo la luz cambiante de dos docenas de antorchas, Locke descubrió que lo levantaban del suelo y que unas manos fuertes le agarraban de los brazos, de los hombros y del cuello.
Capa Barsavi se abrió paso entre la airada multitud de los hombres y mujeres que eran suyos y, con la mayor cordialidad posible, obligó a Eymon a permanecer a su lado; luego se encontró cara a cara con Locke, sus rubicundas y gordas facciones encendidas por lo que iba a suceder.
—Bueno, Majestad —dijo—, yo diría que ahora estás realmente jodido.
Y la gente de Barsavi rió, aplaudiendo la broma. Y el puño porcino del Capa se quedó plantado en el estómago de Locke, y el aire se le escapó de los pulmones, y un dolor insufrible explotó en su pecho. Y entonces supo lo profundamente metido dentro de la mierda que se encontraba.
—Sí, diría que estás muy, pero que muy jodido —dijo Barsavi, pavoneándose de un lado para otro delante de Locke, que seguía en poder de media docena de hombres, cualquiera de ellos con una vez y media su tamaño—. Y yo también. Vamos a echarle la capucha hacia atrás, muchachos.
Unas manos ásperas tiraron de la capucha de Locke, y el Capa se quedó mirándole fríamente, mientras se pasaba una y otra vez la mano por sus barbas.
—Gris, gris, gris. Parece como si fueras de alguna compañía de teatro —rió—. Y también pareces un poco canijo. Menudo hombrecillo el que hemos capturado esta noche… el Rey Gris, soberano de nieblas y sombras, y poco más.
Haciendo una mueca, el Capa le abofeteó con el dorso de la mano; y cuando apenas acababa de sentir el escozor en el carrillo, ya le estaba soltando otra bofetada en el otro. No podía controlar el movimiento de su cabeza, pues le tiraban de los pelos por detrás para que su mirada quedara enfrente de la del Capa. Los pensamientos de Locke se arremolinaron en su mente. ¿Habían localizado al halconero? ¿Le habían distraído? ¿Estaba el Capa tan loco como para matar a un mago de la Liga si se le presentaba la ocasión?
—Oh, ya sabemos que no podemos herirte —prosiguió Barsavi— ni atravesar tu piel, lo que es una pena. Lo malo de los hechizos de un mago de la Liga es que son demasiado específicos, ¿o no?
Y entonces volvió a golpearle en el estómago, en medio de un murmullo de general consentimiento. Las rodillas de Locke perdieron toda su fuerza y quienes le tenían agarrado le levantaron, manteniéndole erguido mientras los calambres producidos por el dolor se irradiaban desde su abdomen.
—Uno de tus hombres —dijo Barsavi— se dio un paseo por la Tumba Flotante esta misma mañana.
Un escalofrío bajó por la columna vertebral de Locke.
—Me parece que no fui el único a quien humillaste al devolverme el cuerpo de Nazca de la manera en que lo hiciste —dijo Barsavi, mirándole de reojo—. Me parece que a algunos de tus hombres esa acción tan execrable no le pareció tan divertida como al resto de los demás de tu alegre y diminuta cuadrilla. Así que tu hombre y yo tuvimos una pequeña charla. Y convinimos un precio. Y entonces me contó muchas cosas fascinantes acerca de esos hechizos tuyos. Y respecto a eso que contaban de ti, de que podías matar a la gente con sólo tocarla, me dijo que era una chorrada.
La has fastidiado, dijo una vocecita por detrás de la nuca de Locke que, ciertamente, no era la del halconero. La has fastidiado. Era evidente que ni habían conseguido distraer al halconero ni hacerle prisionero. Es como si te hubieras puesto tú mismo la soga al cuello.
—Pero yo estaba dispuesto a confiar en aquel tipo —dijo Barsavi—. Así que hice un trato con Eymon, a quien creo que no has reconocido. Eymon se está muriendo. Lentamente, porque tiene unos tumores en el estómago y en la espalda del tipo que los físicos no pueden curar. Le quedan dos meses, quizá tres —el Capa le dio a Eymon una palmadita en la espalda con el mismo orgullo que si se hubiese tratado de alguien de su misma sangre.
»Y entonces le dije: “¿Por qué no vas y agarras a ese sucio bastardo, Eymon? Si de veras puede matar a la gente con sólo tocarla, pondrás fin a tus sufrimientos de un modo rápido y sencillo. Y si todo eso es mentira…” —Barsavi hizo una mueca, frunciendo sus coloradas mejillas de un modo grotesco—, entonces…
—Mil coronas —dijo Eymon, con una risita.
—Para empezar —añadió Barsavi—. Y esa promesa la pienso cumplir. Y mejorar. Le dije a Eymon que tendría su propia casa de campo y piedras preciosas, sedas y media docena de las damas que escogiera del Gremio de los Lirios para que le hicieran compañía. Y que inventaría nuevos placeres para él. Y que moriría como un puto duque, porque esta noche voy a nombrarle el hombre más valiente de Camorr.
La aclamación fue general; hombres y mujeres aplaudían, golpeando con los puños sus escudos y armaduras.
—Todo lo contrario —susurró Barsavi— que el escurridizo y cobarde trozo de mierda que mató a mi única hija, a la que ni siquiera se atrevió a matar con sus propias manos. Porque permitió a un mago retorcido que cumpliera en ella su jodido y mercenario trabajo. A un envenenador —Barsavi le escupió a Locke en la cara; el cálido escupitajo se deslizó mejillas abajo—. Tu hombre me contó que el mago de la Liga había dejado de estar a tu servicio aquella misma noche, porque te sentías tan confiado que ya no querías seguir pagándole. Es evidente que no puedo por menos de aplaudir tu comprensión del concepto de economía.
Barsavi hizo una seña a Anjais y a Pachero; los dos dieron un paso adelante, el rostro completamente siniestro. Se quitaron las gafas y se las guardaron en el bolsillo, signo de mal agüero que ambos cumplieron al unísono de manera inconsciente. Locke abrió la boca para decir algo… y entonces, al ser consciente de que la había fastidiado, se quedó helado.
Podía revelar su verdadera identidad… hacer que el Capa le arrancara el bigote falso y la máscara, confesar toda aquella historia… pero entonces, ¿qué ganaría con ello? Jamás le creerían. Y además, había contado con la protección de un mago mercenario. Si confesaba que era Locke Lamora, los cien hombres y mujeres que estaban allí irían en pos de Jean, Bicho y los Sanza. Los Caballeros Bastardos serían cazados por las calles y sus vidas no valdrían nada.
Si quería salvarlos, tendría que seguir haciéndose pasar por el Rey Gris hasta que el Capa acabara con él, y entonces sólo le quedaría rezar por una pronta y piadosa muerte. Que Locke Lamora desapareciera para que sus amigos pudieran correr hacia el destino, ciertamente mejor que el suyo, que les aguardaba. Reprimiendo las ardientes lágrimas, se esforzó en hacer una mueca, miró a los dos hijos de Barsavi y dijo:
—Eh, jodidos engendros, a ver si sois capaces de hacerlo mejor que vuestro padre.
Aunque Anjais y Pachero sabían cómo golpear a un hombre hasta matarlo, eso mismo era lo que querían evitar. Así que le desollaron las costillas, le pegaron en los brazos con los nudillos, le dieron patadas en los muslos, le dieron puñetazos en la cara, haciendo que su cabeza se bamboleara de un lado para otro, y le golpearon en el cuello hasta casi cortarle la respiración. Al final Anjais le mantuvo levantado, sujeto por la barbilla para que pudiera mirarle directamente a la cara.
—Y, de paso —dijo—, esto por Locke Lamora.
Le movió la barbilla de un lado para otro con un dedo de una mano y le atizó duramente con la otra; Locke sintió un fortísimo dolor en el cuello y vio las estrellas en la oscuridad teñida de rojo que le rodeó. Escupió sangre, tosió y se lamió los labios tumefactos.
—Y ahora —dijo Barsavi—, me tomaré una justicia digna de un padre por la muerte de Nazca.
Y batió palmas tres veces.
Tras él pudo escucharse el sonido que hace la gente al correr, el de unas fuertes pisadas que subían por los escalones de piedra. Por la puerta entraron media docena más de hombres que llevaban un tonel de madera bastante grande, un tonel del mismo tamaño que aquel otro en el que habían devuelto a Nazca al lado de su padre. El tonel funerario. La muchedumbre que rodeaba a Barsavi y a sus hijos se apartó a regañadientes para dejar pasar a quienes acarreaban el tonel. Lo dejaron en el suelo, al lado del Capa, y Locke escuchó el chapoteo de su contenido.
¡Oh! ¡Por los Trece!
—No pueden herirle ni atravesarle la piel —dijo el Capa, como si estuviera pensando en voz alta—. Pero ya hemos comprobado que sí pueden zurrarle. Y también que respira.
Dos de los hombres del Capa levantaron la tapa del tonel y suspendieron a Locke encima de él. El fuerte olor a orina de caballo, que hacía llorar, se dispersó por el aire, y Locke sintió náuseas y tosió.
—Contemplad las lágrimas del Rey Gris —musitó Barsavi—. Contemplad los sollozos del Rey Gris. Un espectáculo que recordaré como el más preciado de los tesoros hasta la última hora del día en que muera —y levantó la voz—. ¿Acaso sollozó Nazca? ¿Acaso lloró Nazca mientras la matabas? Yo creo que no.
El Capa estaba gritando.
—¡Miradlo por última vez! ¡Tendrá lo que Nazca tuvo, morirá como ella murió, pero por mi mano!
Barsavi cogió a Locke de los cabellos y bajó su cabeza hacia el tonel; durante un instante Locke tuvo el pensamiento irracional de sentirse a gusto por no tener nada en el estómago para vomitar.
Las náuseas suscitaron espasmos de dolor en los más que trabajados músculos de su estómago.
—Y morirá con un simple toque de mi mano —dijo el Capa, intentando refrenar los sollozos—. Morirás con un simple toque de mi mano, hijo de puta. Nada de veneno. Nada de morir rápidamente antes de que te meta dentro. Vas a saborear lo que contiene. Vas a saborearlo mientras te ahogas.
Y entonces lanzó un gruñido y agarró a Locke por la capa. Sus hombres le ayudaron y así, todos a una, le colocaron encima del borde superior del tonel y le dejaron caer, con la cara por delante, en aquélla densa y tibia porquería que le apartó al instante de los sonidos del mundo que le rodeaba y le sumió en una oscuridad húmeda que quemó sus ojos y sus heridas antes de engullirle.
Los hombres de Barsavi colocaron instantáneamente la tapa en el tonel. Varios de ellos la golpearon con martillos y con las conteras de sus hachas hasta que quedó completamente ajustada en su sitio. El Capa dio un puñetazo a la tapa y mostró los dientes cuando sonrió. Las lágrimas aún cruzaban sus mejillas.
—¡Creo que a este pobre cabrón… no le ha salido bien la negociación!
Los hombres y mujeres que le rodeaban lanzaron mil alaridos de contento mientras alzaban los brazos al aire y movían las antorchas, suscitando en las paredes mil sombras de frenesí.
—Llevaos a ese bastardo y que llegue hasta el mar —dijo el Capa, señalando con un gesto la cascada.
Una docena de pares de manos agarraron el tonel; entre risas y bromas, los hombres del Capa lo cogieron y se lo llevaron hacia la esquina noroeste del Agujero del Eco, justo donde el agua caía del techo y se desvanecía en la negrura a través de una fisura de tres metros de ancha.
—A la de una —dijo el que guiaba a los demás—, a la de dos… —y a la voz de «tres», arrojaron el tonel a las tinieblas. Cuando cayó al agua con un chapoteo, levantaron los brazos y prosiguieron con la diversión.
—¡Esta noche el duque Nicovante duerme a salvo entre las sábanas de su cama, encerrado en su torre de cristal! —exclamó Barsavi—. ¡Esta noche el Rey Gris duerme entre orines, encerrado en la tumba que yo mismo le he construido! ¡Hoy es mi noche! ¿Quién gobierna en Camorr?
—¡BARSAVI! —fue la respuesta de todas las gargantas que se encontraban en el Agujero del Eco, la cual reverberó en las piedras de su estructura, puestas allí por una mano no humana, y al Capa le rodeó un mar de ruidos, risas y aplausos.
—¡Enviad mensajeros esta noche a los cuatro rincones de MIS dominios! —dijo con un aullido—. ¡Enviad corredores al Fuego Encendido! ¡Despertad al Caldero y al Estrecho y a las Heces y a la Trampa! ¡Esta noche abriré mis puertas! ¡La Buena Gente de Camorr será invitada a la Tumba Flotante! Esta noche daré tal fiesta que la gente honrada atrancará sus puertas, los casacas amarillas se acoquinarán en sus cuarteles, y hasta los mismísimos dioses bajarán la mirada y exclamarán: «¿Qué es todo ese maldito estrépito?».
—¡BARSAVI! ¡BARSAVI! ¡BARSAVI! —coreó toda su gente.
—Esta noche —y concluyó con estas palabras— la celebraremos. Esta noche Camorr ha dicho adiós al último de sus reyes.