Interludio

Río arriba

1

Jean se encontraba en la Casa de las Rosas de Cristal la tarde en que Locke descubrió que iban a enviarlo al Angevino para vivir varios meses en una granja.

Como aquel Día Ocioso llovía mucho en Camorr, Cadenas se había llevado al comedor a Locke, a Calo y a Galdo para enseñarles a jugar a lo que jugaban el rico, el pobre, el soldado y el Duque… Era un juego de cartas que consistía en quitarle al vecino hasta el último cobre que tuviera. Ni que decir tiene que los chicos lo aprendieron enseguida.

—Dos, tres y cinco de chapiteles —dijo Calo—, más el sello de los Doce.

—Muere gritando, cretino —dijo Galdo—. Tengo una mano de cálices y el sello del sol.

—Te quedarás sin nada, gilitonto. A ver tus monedas.

—En realidad, Calo —dijo el padre Cadenas—, el sello robado gana al sello servido. Galdo te hubiera ganado. A menos…

—¿Le importa a alguien lo que tengo en la mano? —preguntó Locke.

—No gran cosa —dijo Cadenas—, porque nada puede ganar en este juego a la mano del Duque —dejó sus cartas sobre la mesa y chasqueó los nudillos con gran satisfacción.

—Eso es hacer trampas —dijo Locke—, hemos jugado seis partidas y has sacado la mano del Duque en dos de ellas.

—Claro que hacía trampas —dijo Cadenas—. Sin trampas el juego no resulta divertido. Cuando os deis cuenta de cómo hago trampas, entonces sabré que habéis comenzado a dominarlo.

—No deberías habérnoslo dicho —dijo Calo.

—Practicaremos toda la semana —dijo Galdo.

—El próximo Día Ocioso —afirmó Locke— te ganaremos la venda.

—Lo dudo —dijo Cadenas con voz divertida—, puesto que el Día de la Penitencia voy a enviarte a tres meses de noviciado.

—¿Que vas a hacer qué?

—¿No recuerdas que el año pasado le envié a Calo a Lashain para que fuera iniciado en la Orden de Gandolo? ¿Ni tampoco que Galdo fue a Ashmere para entrar en la Orden de Sendovani? Pues ahora te toca a ti. Irás río arriba para ser granjero durante unos meses.

¿Granjero?

—Sí, habrás oído hablar de lo que es —Cadenas recogió las cartas de encima de la mesa y las barajó—. De ahí es de donde sale lo que comemos.

—Sí, pero… no sé nada de granjas.

—Claro que no. Tampoco sabes cocinar, servir, vestirte como un caballero o hablar en vadraní cuando yo te lo pido. Así que ahora vas a aprender algo nuevo.

—¿Y dónde?

—Angevino arriba, a diez o doce kilómetros de aquí. En un sitio pequeño llamado Villa Senziano. Yo me vestiré como un sacerdote de Dama Elliza y tú serás mi novicio, y tendrás que trabajar la tierra como parte de tu servicio a la diosa. Eso es lo que hacen.

—Pero no sé nada de la Orden de Dama Elliza.

—No lo necesitas. El hombre con el que estarás sabe que eres uno de mis pequeños bastardos. Y no hay más que decir.

—¿Y qué haremos nosotros mientras tanto? —preguntó Calo.

—Atender el templo. Sólo estaré fuera dos días; el Sacerdote Sin Ojos puede encontrarse enfermo y confinado en sus habitaciones. No os sentéis en las gradas mientras estoy fuera; a la gente le gustará perderme de vista durante algún tiempo y que, cuando aparezca, lo haga tosiendo y cojeando. Vosotros dos y Jean podréis entreteneros como queráis, mientras no lo dejéis todo patas arriba.

—Pero cuando regrese —dijo Locke—, seré el peor jugador de cartas del templo.

—Cierto. Que tengas buen viaje, Locke —dijo Calo.

—Saborea el aire del campo —dijo Galdo—. Y quédate todo el tiempo que quieras.

2

Las Cinco Torres se cernían sobre Camorr como la mano extendida hacia arriba de un dios; cinco cilindros irregulares y muy altos, provistos de torrecillas, chapiteles y pasarelas, la prueba evidente de que las criaturas que las habían diseñado no compartían en cierta medida el sentido estético de los humanos que después se apropiaron de ellas.

La más oriental era Acoje a la Aurora, de treinta metros de altura y de un plateado rojizo y muy brillante, como el reflejo del cielo del atardecer en una balsa de agua. Detrás estaba Lanza Negra, un poco más alta, construida con un cristal de obsidiana que suscitaba retazos de arco iris, como la superficie de un pozo de aceite. En el extremo más lejano (si se mira a las Cinco teniendo a Acoje a la Aurora en el centro de la mirada) se encontraba Vigía del Oeste, que relucía con los tenues tonos violeta de la turmalina y se hallaba surcada por venas del mismo color nacarado que las perlas. A su lado se elevaba majestuosa Cristal de Ámbar, con sus elaboradas flautas en las que el viento ejecutaba inquietantes melodías. En medio de las cuatro, más alta y grande que todas ellas, se encontraba Alcance del Cuervo, el palacio del duque Nicovante, que brillaba como plata fundida y se hallaba coronada por el famoso Jardín Celeste, cuyas viñas más bajas pendían en el aire a doscientos metros por encima del suelo.

Una filigrana de cables de fibra de cristal (hacía varios siglos que en los túneles subterráneos de Camorr se habían encontrado kilómetros y kilómetros de cuerdas trenzadas de cristal antiguo) surcaban los tejados y las cubiertas de las torretas de las Cinco Torres. Por aquellos cables iban y venían cestas o jaulas que los siervos manipulaban con ayuda de enormes y chirriantes cabrestantes. Aquellas cestas llevaban tanto personas como mercancías. Aunque muchos de quienes vivían en la parte baja de Camorr proclamaran que los que vivían allí arriba estaban locos, para los nobles de las Cinco Familias el franquear aquellas distancias metido en una cesta que se bamboleaba en medio del vacío era una prueba de honor y valentía.

Aquí y allá, grandes cestas de mercancías subían o bajaban desde las plataformas que se habían añadido a las torres. A Locke, que miraba todo aquello con ojos aún no saciados por la contemplación de tantas maravillas, le recordaban las jaulas de araña del Palacio de la Paciencia.

Él y Cadenas se sentaban en una carreta de dos ruedas con un pequeño espacio detrás de los asientos, donde Cadenas había apilado varios paquetes de mercancías debajo de una vieja tela alquitranada. Cadenas llevaba el holgado ropaje de color pardo ribeteado de verde y plata que le identificaba como uno de los sacerdotes de Dama Elliza, Madre de las Lluvias y de la Siega. Locke llevaba sólo calzas y camisa, sin zapatos.

Cadenas conducía sus dos caballos (sin apaciguar, porque no le gustaba salir con criaturas de mirada blanca fuera de los muros de la ciudad) a un cómodo paso por los guijarros sueltos de la calle de las Siete Ruedas, el corazón del distrito de los Molinos de Agua. En realidad había más de siete ruedas girando en la blanca espuma del Angevino, más de las que Locke podía contar a simple vista.

Las Cinco Torres habían sido construidas en una meseta que se encontraba unos veinte metros por encima de la parte baja de la ciudad; las islas Alcegrante se inclinaban hacia la base de dicha meseta. El Angevino llegaba a Camorr desde aquella altura, justo al este de las Cinco, y caía con gran fuerza por una cascada de seis pisos recorriendo doscientos metros. Las ruedas daban vueltas en cada uno de aquellos pisos, embutidas dentro de un largo puente de cristal y piedra lleno de molinos de madera.

Las ruedas también daban vueltas debajo de la cascada, sobresaliendo por ambas márgenes del río, empleando el empuje de la corriente llena de espuma para moverlo todo, desde las piedras de molino hasta los fuelles que inyectaban aire a los fuegos que ardían bajo las cubas de destilación. Era un distrito atestado de negociantes y de trabajadores, con nobles escoltados en sus carruajes dorados que iban de un lado hacia otro para inspeccionar sus propiedades o para dar algún tipo de órdenes.

Giraron al este de los confines de los Molinos de Agua y cruzaron por un puente bajo y ancho para llegar al distrito de la Puerta de Cenza, por el que pasaba la mayor parte del tráfico terrestre de la ciudad que entraba y salía por el norte. Había en él una gran muchedumbre apenas controlada por un pequeño ejército de casacas amarillas. Las caravanas de carros entraban en la ciudad, sus conductores a merced de los agentes de impuestos y de aduanas del Duque, hombres y mujeres que llevaban unos sombreros altos y sin alas a los que, usualmente, se llamaba (aunque no a la cara) «los incordiantes».

Los pequeños comerciantes vendían de todo, desde cerveza caliente hasta zanahorias cocidas; los mendigos achacaban su miseria a mil causas diferentes, reclamando heridas que siempre tardaban en sanar, producidas en guerras que, obviamente, se habían terminado antes de que ellos nacieran. Los casacas amarillas sacaban fuera a los malolientes más contumaces con ayuda de sus varas laqueadas en negro. Aún no eran las diez de la mañana.

—Deberías ver este lugar a mediodía —dijo Cadenas—, especialmente durante la cosecha. Y cuando llueve. ¡Por los dioses!

Las vestimentas clericales de Cadenas (y el solón de plata pasado bajo cuerda en un apretón de manos) les sacaron de la ciudad con apenas poco más que «Buenos días, santidad». La Puerta de Cenza tenía una anchura de quince metros, con unos batientes de madera reforzados con hierro que eran tan gruesos como altos. Los guardias de la puerta no eran casacas amarillas sino casacas negras, los soldados del ejército de Camorr. Pudieron verlos paseándose en lo alto de la muralla, que tendría sus buenos siete metros de espesor.

Al norte de la ciudad todo eran arrabales tras arrabales de edificios de piedra liviana y madera, dispuestos en patios y plazas de una manera más airosa que la mostrada en las islas de la propia ciudad. A lo largo de la ribera del río se descubrían los prolegómenos de una marisma; hacia el norte y el este había colinas en terraza, entrecruzadas por las líneas blancas de piedras con las que las diversas familias que cultivaban aquellas tierras delimitaban sus propiedades. El aire tomaba olores diferentes según de donde soplara el viento; durante un minuto podía oler a sal marina y a humo de madera, y al siguiente a estiércol y a bosquecillos de olivos.

—Allí, fuera de las murallas —dijo Cadenas—, se encuentran lo que mucha gente que vive fuera de las grandes ciudades cree que son ciudades; pero esos pequeños grupos de casas de piedra y de madera no le gustarán mucho a alguien como tú. Y al igual que tú no has visto realmente toda esta tierra, tampoco han visto ellos la ciudad, o al menos la mayoría de ellos. Así que mantén los ojos bien abiertos y la boca cerrada, y sé consciente de las diferencias hasta que, dentro de unos cuantos días, consigas aclimatarte.

—Cadenas, ¿cuál es la auténtica finalidad de este viaje?

—Es posible que algún día necesites hacerte pasar por alguien de muy baja condición. Si aprendes algo de lo que hace un granjero, quizá acabes aprendiendo algo de lo que hacen los que conducen los troncos, los que manejan las pértigas de las barcazas, los herreros de aldea, los médicos de las caballerías o incluso los salteadores de caminos.

La carretera que salía de Camorr hacia el norte era una antigua calzada del Trono de Therin, una cinta pétrea con cunetas poco profundas a los lados. Estaba cubierta de gravilla y virutas de hierro, los sobrantes de las forjas del distrito de Humo de Carbón. Por aquí y por allá la lluvia había oxidado o erosionado la gravilla, convirtiéndola en un cemento rojizo; las ruedas traquetearon al pasar por encima de los blandones de la carretera.

—Muchos casacas negras —Cadenas hablaba muy despacio— proceden de las granjas y aldeas que se encuentran al norte de la ciudad. A ellas acuden los duques de Camorr cuando necesitan más soldados, y que estén mejor entrenados que los procedentes de las levas de la gente de baja condición. El sueldo es bueno y, además, quienes cumplan veinticinco años seguidos de servicio podrán contar con unas tierras. Siempre que antes no los maten, claro. Llegan del norte y regresan al norte.

—¿Es ésa la causa de que los casacas amarillas y los casacas negras no se lleven bien?

—Psé —Cadenas le hizo un guiño—. Buena pregunta, y quizá no sea desacertada. La mayor parte de los casacas amarillas son chicos de ciudad que quieren seguir siéndolo. Aparte de eso, los soldados son la gente más maliciosa y condenadamente oportunista con la que jamás te encontrarás. Y parecen salidos del guardarropa de una dama de rancio abolengo, pues se pelean por cualquier cosa, como los colores de sus sombreros o la forma de sus zapatos. Es cierto, créeme.

—¿Quisiste ser uno de ellos?

—No, por los Trece. Fui uno de ellos.

—¿Un casaca negra?

—Sí —Cadenas suspiró y se acomodó en el duro asiento de madera del carro—. Hace ahora treinta años. Más de treinta. Fui uno de los piqueros del duque Nicovante el Viejo. La mayor parte éramos del mismo pueblo y de la misma quinta; corrían malos tiempos para ir a la guerra. El Duque necesitaba forraje, y nosotros comida y dinero.

—¿De cuál pueblo?

Cadenas le otorgó una sonrisa aviesa.

—De Villa Senziano.

—Oh.

—Por los dioses, éramos un montón —la carreta traqueteó durante unos instantes que obligaron a Cadenas a guardar silencio; luego prosiguió—. Sólo regresamos tres. O al menos salimos con vida.

—¿Sólo tres?

—Tres, que yo sepa —Cadenas se rascó la barba—. Uno de ellos es el hombre con el que voy a dejarte, Vandros. Un buen tipo; no muy leído pero muy sabio en todos los sentidos. Cumplió los veinticinco años y el Duque le entregó una parcela de tierra en arriendo.

—¿En arriendo?

—La mayoría de la gente que vive fuera de la ciudad no es más dueña de la tierra que ocupa que la que vive de alquiler en la ciudad. Un viejo soldado con una tierra en arriendo sabe que la granja que construya en ella será suya hasta que muera; es una especie de concesión del Duque —cloqueó Cadenas— a cambio de la juventud y la salud de aquel a quien se entrega.

—Me temo que no cumpliste los veinticinco años.

—No —Cadenas jugueteó un poco más con su barba, un gesto que delataba nerviosismo—. Condenación, me gustaría echarme ahora un cigarro. La Orden de la Dama lo considera una costumbre abominable, no lo olvides. No, enfermé después de una batalla. Algo más grave que las usuales cagaleras y la inflamación de los pies. Una fiebre devastadora. No podía caminar y estaba a punto de morir, así que me abandonaron… junto con muchos otros. Al cuidado de uno de los sacerdotes itinerantes de Perelandro.

—Pero no moriste.

—Hay que ser un chico listo —dijo Cadenas— para deducir eso después de llevar viviendo tres años conmigo.

—¿Y qué sucedió?

—Sucedieron muchas cosas importantes —dijo Cadenas— y ya sabes cómo acaba. Subido en esta carreta, yendo hacia el norte y haciéndote agradable el camino.

—Vale, pero ¿qué le sucedió al hombre que falta, al tercero?

—Ah, sí —dijo Cadenas—. Siempre había tenido la cabeza en su sitio. Se hizo sargento abanderado poco después de que me abandonaran a causa de la fiebre. En la batalla de Nessek ayudó a Nicovante el Joven a mantener las líneas cuando a Nicovante el Viejo le clavaron una flecha en medio de los ojos. Salió vivo de aquello y le ascendieron; luego sirvió a Nicovante en las pocas guerras que hubo después.

—¿Y dónde está ahora?

—¿En este preciso momento? ¿Y cómo voy a saberlo? Sólo sé que esta misma tarde —añadió Cadenas— le impartirá a Jean Tannen la lección que acostumbra darle sobre armas en la Casa de las Rosas de Cristal.

—Oh —dijo Locke.

—Este mundo es muy divertido —dijo Cadenas—. Tres granjeros se convierten en soldados; y tres soldados se convierten, respectivamente, en un granjero, en un barón y en un sacerdote-ladrón.

—Y ahora yo voy a convertirme en granjero, al menos durante algún tiempo.

—Sí. Y recibirás un entrenamiento muy útil. Pero eso no es todo.

—¿Hay algo más?

—Otra prueba, muchacho. Sólo otra prueba más.

—¿En qué consiste?

—Durante todos estos años he estado preocupándome de ti. Has contado con Calo, Galdo, Jean y Sabetha de vez en cuando. Has hecho del templo tu propia casa. Pero el tiempo es como un río, Locke, y siempre nos lleva más lejos de lo que nos imaginamos —volvió a sonreír a Locke con auténtico afecto—. No voy a poder velar siempre por ti, chaval. Así que ahora tenemos que ver lo que eres capaz de hacer cuando te encuentres en un lugar que te es completamente desconocido.