Capítulo 7

Al otro lado de la ventana

1

Locke perfiló su plan durante la comida, que fue tan larga como llena de nerviosismo.

El Día del Duque, los Caballeros Bastardos comían sentados a la mesa de su madriguera de cristal justo a la hora del mediodía. Aunque el sol derramaba fuera la usual dosis de castigo prescrita para aquellos momentos del día, allí dentro hacía fresco, quizá un frío innatural incluso para una bodega subterránea. Cadenas había especulado muchas veces con la posibilidad de que el cristal antiguo no sólo sirviera para dar luz.

Sobre ella habían dispuesto un festín que parecía más acorde con alguna celebración que con una simple reunión de mediodía: cordero estofado con cebolla y jengibre, anguilas rellenas en salsa de vino con especias y tartitas de manzana verde preparadas por Jean (con una dosis bastante liberal de brandy Austershalin por encima).

—Estoy por apostar a que al cocinero del Duque le desollarían las pelotas si hiciera esto —dijo Jean—. Según mis cuentas, cada tartita sale a dos o tres coronas.

—¿Y a cuánto pueden salir cuando, una vez comidas, salen por el otro lado? —preguntó Bicho.

—Tú mismo puedes echar las cuentas —dijo Calo—. Coge una balanza.

—Y una paleta —añadió Galdo.

Los Sanza redondearon la comida con unas cuantas tortillas rellenas de trocitos de riñones de cordero, que era uno de los platos favoritos. Pero aquel día, aunque todos estuvieran de acuerdo en que la comida era la mejor en muchas semanas, superando con creces a aquella otra con la que habían celebrado el primer éxito obtenido en el juego de Don Salvara, les supo insípida. Bicho fue el único que comió con auténtico apetito, concentrando toda su atención en el plato lleno con las tartitas de Jean.

—Miradme —dijo con la boca llena—, a cada mordisco que pego, valgo más.

Aquella payasada suscitó algunas sonrisas y nada más; el chico carraspeó con fuerza, enfadado, y golpeó la mesa con los puños.

—Bueno, si nadie quiere comer —dijo—, ¿por qué no comenzamos a pensar en el modo de escaquearnos esta noche?

—Ciertamente —dijo Jean.

—Muy bien dicho —añadió Calo.

—Sí —dijo Galdo—. ¿Qué vamos a hacer y cómo podremos llevarlo a cabo?

—Bien —Locke empujó su plato hacia un lado, dobló la servilleta y la lanzó hacia el centro de la mesa—. Para comenzar, tendremos que usar una vez más las habitaciones de la maldita Torre Rota. Me parece que aún no hemos terminado con esas escaleras.

Jean asintió.

—¿Y qué vamos a hacer allí?

—Allí será donde estaremos tú y yo cuando Anjais pase a recogernos a las nueve. Y allí nos quedaremos después de haberle dado una buena excusa para no acompañarle.

—¿Y cuál será esa buena excusa? —preguntó Calo.

—Una muy colorista —dijo Locke—. Necesito que esta tarde tú y Galdo le hagáis una visita a Jessaline d’Aubart. Para lo que voy a hacer, necesito la ayuda de un alquimista negro. Y esto es lo que le diréis…

2

La farmacia ilegal de Jessaline d’Aubart y de su hija Janellaine se encontraba encima de unas oficinas de secretarios legales sitas en el respetable vecindario del Recodo de la Fontana. Calo y Galdo subieron después de las dos del mediodía hasta el piso ocupado por los secretarios legales; una docena de hombres y de mujeres se inclinaban sobre unas enormes tablas de madera, anotando de una parte a otra, como autómatas, remesas de plumas, sal, carbón de madera y esponjas secas. Una sagaz disposición de espejos y tragaluces les permitía aprovechar la luz del día mientras trabajaban. De entre la gente dedicada en Camorr al comercio, pocos miraban tanto el dinero como aquellos oficinistas de primera.

En la parte trasera del primer piso había una escalera de caracol vigilada por una mujer joven que se hacía la distraída mientras empuñaba unas armas ocultas bajo su vestido pardo de brocado. Combinando las señas que hicieron con las manos con unos cuantos barones de cobre que desaparecieron en los bolsillos del vestido de la mujer, los gemelos Sanza dieron a entender que eran gente de confianza. Ella tiró de la cuerda de una campanilla que se encontraba al lado de la escalera y les indicó con la mano que subieran por ella.

En el segundo piso había un recibidor sin ventanas, de paredes y techo artesonados con una madera recia de color dorado que aún despedía un tenue aroma de laca de pino. Un mostrador alto dividía la habitación en dos; no había sillas en la parte de los compradores ni nada al otro lado, excepto una puerta cerrada.

Jessaline estaba de pie al lado del mostrador; era una mujer de poco más de cincuenta años, con una cabellera oscura del color del carbón vegetal que se derramaba en cascada sobre sus hombros y unos ojos cansados llenos de patas de gallo. Janellaine, que tenía la mitad de sus años, se encontraba de pie al lado de su madre, apuntando con una ballesta a las cabezas de Calo y de Galdo. Era un arma de interiores, ligera y de poca fuerza, que, ciertamente, debía de tener la punta del dardo untada con algún veneno terrible. Ninguno de los Sanza se sintió particularmente inquieto, pues así era como trabajaban los alquimistas negros.

—Señora y señorita D’Aubart —dijo Calo, doblándose por la cintura—, a su servicio.

—Y también a su entera disposición —añadió Galdo.

—Maese y maese Sanza —dijo la mayor de las D’Aubart—, qué alegría veros.

—Aunque nos encontremos por entero poco dispuestas —dijo Janellaine.

—¿Puedo preguntaros si, por un casual, deseáis comprar algo? —Jessaline entrelazó sus manos encima del mostrador y enarcó una ceja.

—Da la casualidad de que un amigo nuestro necesita algo muy especial —Calo pescó una bolsa de monedas de su chaleco y la dejó a la vista sin abrirla.

—¿Especial?

—Quizá no sea específicamente especial. Tiene que sentirse enfermo. Muy enfermo.

—Lejos de mi intención el desaprovechar un negocio, queridos —dijo la D’Aubart mayor—, pero tres o cuatro botellas de ron harían el mismo servicio y sólo costarían una fracción del importe de cualquier cosa que pueda daros.

—Ah, no es esa suerte de dolencia —dijo Galdo—. Tiene que sentirse muy mal, como si estuviera a punto de llamar al dormitorio de la diosa de la muerte para preguntarle si puede entrar. Necesita una dolencia muy convincente.

—Hmmm —dijo Janellaine—. Creo que no disponemos de nada que pueda serviros, al menos no en este momento.

—¿Y para cuándo querría vuestro amigo lo que pedís? —dijo Jessaline.

—Esperábamos irnos de aquí con lo que hemos venido a pedirles —dijo Calo.

—Aquí no preparamos milagros, queridos —Jessaline tamborileó con los dedos encima del mostrador—. Al contrario de lo que la gente cree. Preferimos saber un poquito de lo que vamos a hacer. Revolverle a alguien las tripas para que se sienta mal y para que luego, pocas horas después, se sienta bien… es algo delicado.

—No somos magos mercenarios —añadió Janellaine.

—Se lo pido por los dioses —dijo Galdo—, lo necesitamos.

—Bueno —dijo Jessaline con un suspiro—, quizá podamos preparar algo juntas, una especie de chapuza que logre dar el pego.

—Flor de la tumba del muerto —dijo su hija.

—Sí —asintió Jessaline—. Y después pino de Somnay.

—Creo que tenemos las dos cosas en la tienda —dijo Jannelaine—. ¿Voy a comprobarlo?

—Hazlo, y pásame ese chisme mientras estás fuera.

Jessaline le pasó la ballesta a su madre, abrió la puerta del otro extremo de la habitación y desapareció, cerrándola por fuera. Jessaline apoyó suavemente el arma encima del mostrador y mantuvo uno de los largos dedos de su mano en el gatillo.

—Señora, nos ofende —dijo Calo—. Somos tan inofensivos como unos gatitos.

—Ni siquiera eso —dijo Galdo—, porque los gatitos tienen garras y se orinan en las cosas indiscriminadamente.

—No es por vosotros, muchachos. Es por la ciudad. Todo este sitio está en ebullición después de que acabaran con Nazca. El viejo Barsavi tiene que hacer algo para vengarse. Sólo los dioses saben quién es el tal Rey Gris y lo que quiere, pero yo estoy muy preocupada durante el día por lo que pueda subir por esas escaleras.

—Son tiempos revueltos —dijo Calo.

Janellaine regresó con dos pequeñas bolsas en las manos. Cerró la puerta tras de sí, pasó las bolsitas a su madre y se hizo de nuevo con la ballesta.

—Bueno —dijo la mayor de las D’Aubart—, ya lo tenemos aquí. Vuestro amigo debe tomarse esto, lo de la bolsita roja. Es flor de la tumba del muerto, una especie de polvo púrpura. Lo de la bolsita roja, no lo olvidéis. Que lo ponga en agua. Es un emético, no sé si esta palabra significa algo para vosotros.

—Nada agradable —dijo Galdo.

—Cinco minutos después de que se lo haya tomado, sentirá un dolor en el vientre. Diez minutos y le bailarán las piernas. Quince minutos y comenzará a vomitar todo lo que comió la semana pasada. No será agradable. Que tenga unos cuantos cubos a mano.

—¿Y parecerá absolutamente real? —preguntó Calo.

—¿Que si lo parecerá? Cariño, será completamente real. ¿Has visto alguna vez a alguien que finja estar vomitando?

—Sí —dijeron los Sanza con perfecta coordinación.

—Él lo hace con naranjas masticadas —añadió Galdo.

—¿Ah, sí? No creo que ahora vaya a fingir más. Cualquiera de los físicos de Camorr podrá jurar que su afección es auténtica y completamente natural. La flor de la tumba del muerto no se puede detectar, se disuelve rápidamente.

—¿Y entonces? ¿Qué pasa con la otra bolsa? —preguntó Calo.

—Contiene corteza de pino de Somnay. Hay que desmenuzarla y empaparla en té. Es el perfecto antídoto contra la flor púrpura, porque elimina completamente sus síntomas. Pero sólo podrá tomarlo después de que la flor le haya hecho efecto, no lo olvidéis. La corteza no hará que la barriga de vuestro amigo vuelva a llenarse de comida, ni le devolverá el vigor que perdió mientras estaba echando las tripas fuera. Se sentirá débil e hinchado durante uno o dos días.

—Parece maravilloso —dijo Calo—, según nuestra peculiar definición de lo que es maravilloso. ¿Qué le debemos?

—Tres coronas con veinte solones —dijo Jessaline—. Y sólo porque fuisteis los chicos del viejo Cadenas. Esto no tiene mucho que ver con la alquimia, sólo son preparados refinados y purificados, pero os servirán.

Calo contó veinte tirintos de oro de su bolsa y, luego de sacarlos de ella, los colocó en el mostrador, cada uno encima del otro.

—Aquí tienen cinco coronas. Con la seguridad de que esta transacción ha sido olvidada por todas las partes que intervinieron en ella.

—Sanza —dijo, muy seria, Jessaline d’Aubert— todas las compras que se hacen en mi tienda caen en el olvido, al menos en lo que concierne al mundo de fuera.

—Entonces ésta requiere —dijo Calo, añadiendo a la pila de monedas cuatro montoncitos más, con tres tirintos cada uno— un olvido extra.

—Bueno, si realmente quieres hacer énfasis en ese punto… —sacó un rascador de madera de debajo del mostrador y deslizó las monedas hasta que desaparecieron por el borde que estaba más cerca de ella, las cuales sonaron como si acabaran de caer en una bolsa de ante. Tenía mucho cuidado de no tocar las monedas con las manos, pues los alquimistas negros no solían alcanzar su edad si se relajaban de la paranoia que les impedía tocar, probar u oler los objetos.

—Pueden contar con nuestro agradecimiento —dijo Galdo— y también con el de nuestro amigo.

—Oh, no creo que cuente con lo último —Jessaline d’Aubert rió en voz baja—. Que primero se tome lo de la bolsita roja, y ya verás lo agradecido que se siente.

3

—Jean, dame un vaso de agua —desde la ventana de la habitación del séptimo piso que daba al canal, Locke observaba cómo los edificios de la parte meridional de Camorr se iban convirtiendo en largas sombras negras que se proyectaban hacia el este—. Es la hora de tomarme la medicina. Creo que son las nueve menos veinte.

—Ya está —dijo Jean, pasándole una pequeña taza en la que aún se movía una nube de posos de color lavanda—. Esta sustancia se disuelve en un abrir y cerrar de ojos, como decían los Sanza.

—Bueno —dijo Locke—, a la salud de los bolsillos mal vigilados, de los alquimistas auténticos, de un estómago resistente, del chapucero Rey Gris y a mayor gloria del Guardián Avieso.

—A nuestra salud, para que sigamos vivos cuando termine esta noche —dijo Jean, haciendo como si la copa imaginaria de la que bebía chocara con la taza de Locke.

—Mmm —Locke bebió un sorbo con mucha precaución, luego la inclinó y vació su contenido sin respirar—. Por ahora no me siento mal. Sabe a menta, muy refrescante.

—Un epitafio muy apropiado —dijo Jean, llevándose la taza.

Locke siguió mirando por la ventana un rato más; la malla estaba levantada porque el Viento del Duque, al seguir soplando con fuerza desde el mar, hacía que los insectos no picasen. Al otro lado de la Vía Camorazza, el distrito del Arsenal seguía inmóvil y en silencio; con todas las ciudades-estado del Mar de Hierro en relativa paz, los grandes astilleros, los almacenes y los diques secos tenían poco trabajo. En tiempos de necesidad podían construir o reparar dos docenas de navíos a la vez; pero Locke sólo veía el esqueleto de un casco instalado en el dique seco.

Más lejos, el mar se convertía en espuma blanca al romperse contra la base de la Aguja del Sur, un rompeolas de piedra cuyo cemento era de cristal antiguo, de más de un kilómetro de longitud. En su parte más meridional una torre de vigilancia fabricada por los seres humanos se recortaba contra el mar oscurecido; más lejos aún podía divisar las blancas manchas de las velas bajo los rojos rizos de las nubes.

—Oh —dijo de repente—, creo que me sucede algo.

—Siéntate —dijo Jean—. Se supone que dentro de un instante vas a perder el equilibrio.

—Ya está sucediendo. De hecho… oh, dioses, creo que voy a…

Y así comenzó; una gran arcada subió por la garganta de Locke para arrastrar consigo todo lo que había comido el día anterior. Agarrado a un cubo de madera, permaneció de rodillas durante largos minutos con la misma devoción que cualquier hombre que rezara ante un altar pidiendo la intercesión de los dioses.

—Jean —musitó Locke, aprovechando un breve momento de calma entre arcadas—, la próxima vez que conciba un plan como éste, considera si debes plantarme un hacha en el cráneo.

—No creo que sirva de nada —Jean cambió un cubo lleno por otro vacío y le dio a Locke una palmada cariñosa en el hombro— tener que mellar mis excelentes y afiladas hachas en un cráneo tan duro como el tuyo…

Una a una, Jean comenzó a cerrar las ventanas. La Falsa Luz comenzaba a insinuarse.

—Por asqueroso que sea —dijo—, necesitamos este aroma para que Anjais se sienta impresionado al entrar.

Incluso después de que Locke tuviera el estómago completamente vacío, las molestias continuaron; se estremeció, temblequeó y se lamentó, agarrándose las tripas. Jean le cogió y le echó encima de un jergón, donde se quedó hecho un auténtico desastre.

—Te ves pálido y ojeroso —dijo—. No está mal. Muy real.

—¿Agradable, verdad? Dioses —susurró Locke—, ¿cuánto más van a tardar?

—No tengo ni idea —dijo Jean—, deberían llegar en este mismo momento; dales unos cuantos minutos para que se impacienten y den vueltas para ver si bajamos y para que luego entren al asalto.

Durante aquellos escasos minutos, Locke aprendió íntimamente el significado de lo que quería decir «una corta eternidad». Finalmente escucharon el crujido de los peldaños de la escalera y un fuerte porrazo en la puerta.

—¡Lamora! —era la voz de Anjais Barsavi—. ¡Tannen! ¡Abrid o echo la maldita puerta abajo!

—Gracias a los dioses —dijo Locke con un graznido, y Jean se levantó para correr el pestillo.

—¡Os hemos estado esperando delante del Último Error! ¿Venís o…? ¡Por los dioses! ¿Qué diablos ha sucedido aquí dentro?

Al entrar en la habitación, Anjais levantó un brazo para cubrirse el rostro apenas sintió el olor. Jean señaló con el dedo a Locke, que se retorcía en la cama, temblando y, a pesar del calor húmedo de la tarde, medio cubierto con una colcha liviana.

—Lleva así desde hace media hora —dijo Jean—. Vaciando el estómago por toda la habitación. No sé qué le pasa.

—Dioses, se está poniendo verde —Anjais dio unos pasos hacia Locke, mirándole con una expresión de pena y horror. Anjais se había vestido como si fuera a participar en un duelo, con un peto de cuero endurecido por ebullición, un cuello de cuero sin abrochar y un par de brazales de cuero tachonados de metal encima de sus antebrazos, que eran como jamones. Aunque varios hombres le habían seguido escaleras arriba, ninguno de ellos parecía muy decidido a entrar en el interior de la habitación.

—Yo tomé capón en la comida —dijo Jean— y él rollitos de pescado. Eso es lo último que comimos, y yo me encuentro bien.

—Por los meados de Iono. Rollitos de pescado. Seguro que los compró en oferta.

—Anjais —dijo Locke con voz penosa mientras alargaba una mano hacia donde aquél se encontraba—, no… no me dejes aquí. Aún puedo ir. Aún puedo luchar.

—Dioses, no —Anjais denegó con la cabeza—. Estás muy mal, Lamora. Creo que deberías llamar a un físico. ¿Has llamado a alguno, Tannen?

—No he podido. No he hecho más que cambiar los cubos y atenderle desde que comenzó.

—Pues sigue cuidándole. Quédate con él. No, Jean, no te enfades. No se puede quedar solo. Quédate y atiéndele. Y busca a un físico en cuanto puedas.

Anjais dio dos palmaditas a Locke en el hombro que tenía al descubierto.

—Cogeremos esta noche a ese cabrón, Locke. No te preocupes. Le joderemos bien y, cuando todo haya terminado, mandaremos a alguien para que te vea. Ya lo arreglaré con papá; él lo comprenderá.

—Por favor… por favor. Jean me puede ayudar a estar de pie. Aún puedo…

—Fin de la discusión. No puedes ni ponerte en pie; estás tan enfermo como un pez dentro de una botella de vino —Anjais se volvió hacia la puerta y saludó a Locke con un breve y cordial gesto de la mano antes de salir—. Si puedo ponerle la mano encima a ese bastardo, lo dejaré bien fino de tu parte, Locke. Quédate tranquilo.

Entonces la puerta se cerró con un golpe y Locke y Jean volvieron a quedarse solos.

4

Pasaron varios minutos que les parecieron muy largos. Jean abrió la ventana que daba al canal y miró el resplandor que producía la Falsa Luz. Vio cómo Anjais y los suyos se abrían paso entre la muchedumbre y pasaban a toda prisa por un puente estrecho que cruzaba la Vía Camorazza para llegar al distrito del Arsenal. Anjais no volvió la cabeza hacia atrás ni una sola vez, y no tardó en ser tragado por las sombras y la distancia.

—Ya hace mucho que se han ido. Ahora voy a ayudarte con… —dijo Jean, apartándose de la ventana. Locke acababa de levantarse de la cama y echaba agua encima de la piedra alquímica, aparentando tener diez años más y diez kilos menos. Aquello era alarmante, pues Locke no podía permitirse el perder diez kilos de golpe.

—Encantador. Ya hemos terminado el trabajo menos complicado e importante de la noche. Prosigamos, Caballeros Bastardos —dijo Locke. Mientras dejaba una jarra de cristal encima de la reluciente piedra, su rostro se volvió rojo por el reflejo que despedía. ¿Diez años más viejo? Más de veinte—. Y ahora a por el té, quieran los dioses que sea mejor que el polvo púrpura.

Jean hizo una mueca al recoger dos cubos llenos de vómito, luego se dirigió a la ventana. La Falsa Luz comenzaba a morir; el Viento del Ahorcado comenzaba a soplar fuerte y cálido, llevando consigo un horizonte de nubes negras y bajas, visible hasta más allá de las Cinco Torres. Aquella noche las nubes ocultarían las lunas al menos durante algunas horas. Unos alfilerazos de luz aparecieron por la ciudad, como si algún joyero anónimo acabara de exponer su mercancía encima de una tela negra.

—La maldita poción de Jessaline ha debido de hacerme vomitar todo lo que había comido durante los últimos cinco años —dijo Locke—. Lo único que me queda por vomitar es el alma. Cerciórate de que no esté flotando en los cubos antes de vaciarlos —le temblaron las manos cuando desmenuzó la corteza de pino de Somnay para echarla en la jarra de agua; no le apetecía perder el tiempo en preparar el té.

—Creo que la estoy viendo —dijo Jean—. Es una cosa pequeña, muy repugnante y aviesa; te sentirás mejor cuando se pierda en el mar.

Jean echó una rápida mirada por la ventana para asegurarse de que ninguno de los barcos del canal podía recibir encima aquella espantosa sorpresa y luego vació los cubos uno tras otro. El agua, a unos veinte metros más abajo, recibió su contenido con fuertes chapoteos y Jean se cercioró de que nadie lo había visto. Los camorríes siempre arrojaban a la Vía Camorazza todo tipo de cosas repugnantes.

Satisfecho por su puntería, Jean abrió un armario secreto y sacó de él los disfraces… unas capas baratas de viaje y un par de sombreros de ala ancha de Tal Verrar fabricados con algún tipo de cuero innoble que tenía la untuosa textura de la piel de las salchichas. Pasó una capa de color gris amarronado por los hombros de Locke, que se resguardó bajo ella agradecido y tiritó.

—Jean, tienes la mirada preocupada de una madre. Yo debo de parecer una boñiga aplastada.

—Ahora mismo tienes el aspecto de alguien a quien hubieran ejecutado la semana pasada. Lamento preguntarlo, pero ¿estás seguro de seguir con esto?

—Me encuentre como me encuentre, tendré que seguir adelante —Locke se enrolló uno de los extremos de la capa en la mano derecha y cogió con ella la jarra que tenía la decocción. Echó un sorbo y se la tragó, corteza incluida, mientras se decía que el mejor sitio para guardar toda aquella porquería era su estómago vacío—. Ugg. Sabe igual de mal que si me hubieran dado una patada en las tripas. ¿No habré ofendido a Jessaline recientemente?

Su expresión era pintoresca, como si la piel de la cara se le fuera a caer y dejarle los huesos mondos, mientras intentaba que aquella especie de té bajara por sus tuberías, controlando la necesidad que sentía de escupir los ásperos fragmentos de corteza que acababa de tragarse. Jean le ayudaba poniéndole las manos encima de los hombros, muy asustado, aunque sin decirlo, por el hecho de que otra arcada más excediera la resistencia de Locke.

Pocos minutos después, Locke dejó la jarra vacía encima en el suelo y suspiró profundamente.

—No creo que pueda esperar a tener unas palabras con el Rey Gris en cuanto termine toda esta mierda —murmuró Locke—. Hay unas cuantas cosas que quiero preguntarle. Cuestiones filosóficas, algo así como: «Eh, cabronazo, ¿cómo se siente uno fuera de la ventana, colgado por las pelotas?».

—A mí me parece más una cuestión de física que de filosofía. Como dijiste, antes tendremos que deshacernos del halconero —dijo Jean con voz firme y desprovista de emoción, la voz que ponía siempre que se discutía un plan que apenas reflejaba prudencia y cordura—. Qué pena que no podamos atacar a ese bastardo desde un callejón.

—Si le damos un segundo para reaccionar, estaremos perdidos.

—Algo menos de veinte metros —calculó Jean—. Un buen blanco para una de las Hermanas; no me llevaría ni medio segundo.

—Pero ambos sabemos —explicó muy despacio Locke— que no se puede matar a un mago de la Liga. No duraríamos ni una semana. Karthain nos daría un castigo ejemplar, y también se lo daría a Calo, a Galdo y a Bicho. Eso no sería nada inteligente. Sería un suicidio —bajó la mirada hacia la piedra del hogar, cuya luminosidad residual estaba a punto de consumirse, y se frotó las manos—. Me pregunto, Jean, realmente me pregunto si esto es lo que sienten los demás cuando acabamos con ellos, cuando les quitamos lo que es suyo y nos esfumamos y ellos no pueden hacer nada.

La luminosidad de la piedra se fue debilitando antes de que le llegara la voz de Jean.

—Hace ya mucho tiempo que decidimos aceptar que recibían lo que se merecen, Locke. Ni más ni menos. Veo que te ha parecido el momento apropiado para decir tonterías.

—¿Decir tonterías? —Locke se sobresaltó, abriendo y cerrando los ojos como si acabara de despertarse—. No, no me malinterpretes, sólo es esta sensación de estar atrapados. Eso de no tener escapatoria es para el resto de la gente, no para los Caballeros Bastardos. No me gusta estar atrapado.

A un súbito gesto de Locke, Jean le ayudó a levantarse. Aunque no estaba seguro de que el té le hubiera sentado mejor que la capa, lo cierto era que ya no temblaba.

—Lo correcto y lo debido —Locke seguía hablando, cada vez con más fuerza—. Hacer lo correcto y lo debido no es propio de los Caballeros Bastardos. Que se llenen de mierda los demás con ese maldito trabajo; ya veremos luego qué hacemos con esa asquerosa rata gris, nuestra preferida, y su mago mascota, después de que hayamos bailado al son que nos tocan.

Jean hizo una mueca y crujió los nudillos; luego se llevó una mano a la espalda. Era el gesto tan antiguo como familiar con el que se cercioraba de que las Hermanas Malvadas estaban en su sitio.

—¿Estás seguro de que podrás bajar por el Sendero de la Viña?

—Todo lo seguro que puedo estar, Jean. Diablos, peso muchísimo menos que antes de tomar la poción. Ir cuesta abajo será lo más sencillo que tenga que hacer esta noche.

5

El emparrado cubría toda la cara oeste de la Torre Rota, creando un camino difícil de tomar. La estructura de madera, apoyada en las ventanas de todos los pisos, estaba cubierta por viejas viñas. Aunque bastante incómoda de recorrer, era el camino perfecto para evitar los numerosos rostros conocidos con los que uno podía encontrarse en El Último Error todas las noches, de suerte que los Caballeros Bastardos solían tomar con frecuencia el Sendero de la Viña.

Los batientes de las ventanas que daban al callejón golpeteaban sin parar en el último piso de la Torre Rota; Locke y Jean habían apagado todas las luces de las habitaciones. Una silueta oscura de gran tamaño se deslizaba entre la masa de las viñas del emparrado, seguida por otra más pequeña. Agarrándose con férrea determinación, Locke cerró cuidadosamente las contraventanas que estaban por encima de él y ordenó a su delicado estómago que dejara de quejarse durante el descenso. El Viento del Ahorcado, que seguía su trayecto acostumbrado desde la salada negrura del Mar de Hierro, se pegó a su sombrero y a su capa con dedos invisibles que olían a marisma y a granja.

Jean se mantenía a menos de medio metro por debajo de Locke mientras ambos bajaban a un ritmo constante, sujetándose con pies y manos. Las ventanas de la sexta planta seguían cerradas y a oscuras.

Entre las contraventanas de la quinta planta se insinuaban unas rendijas de luz ámbar; sin mediar palabras, ambos escaladores frenaron su velocidad de descenso intentando quedarse todo lo inmóviles que les fuera posible y convertirse en manchas de color gris, invisibles en la tiniebla más oscura que les rodeaba. Luego prosiguieron su descenso.

Las contraventanas de la quinta planta se abrieron cuando Jean llegó justo a ellas.

Una de ellas rebotó en su hombro, haciéndole casi perder el contacto con el emparrado. Asió con fuerza tallos y madera y miró hacia arriba. Locke le pisó la cabeza muy sorprendido y subió rápidamente unos cuantos centímetros.

—¡Sé que no hay otra solución, zorra miserable! —siseó una voz de hombre.

Entonces se escuchó un golpe y un súbito estremecimiento recorrió de arriba abajo el emparrado; alguien acababa de llegar hasta la ventana y agitaba las viñas que estaban a la misma altura que ellos y las que se encontraban un poco más abajo. Una mujer de cabellos negros sacó la cabeza por la ventana para mascullar algo a modo de respuesta, pero se atragantó al ver a Jean al otro lado de las hendiduras de la contraventana. Aquello llamó la atención del hombre que se encontraba justo debajo de ella, un hombre más grande que Jean.

—¿Qué cojones significa toda esta mierda? —dijo con voz ahogada—. ¿Qué haces tú cerca de esta ventana?

—Divertir a los dioses, caraculo —Jean se emocionó e intentó darle un codazo al recién llegado para que bajara por el emparrado, pero no lo consiguió—. ¡Haz el favor de irte un poco para abajo!

—¿Qué estás haciendo cerca de esta ventana, eh? ¿Te gusta mirar a hurtadillas? ¡Pues mira a hurtadillas mi puño, capullo!

Y gruñendo por el cansancio comenzó a subir, cogiendo a Jean por las piernas. Jean se estiró para apartarse y el mundo se tambaleó a su alrededor hasta que recobró el equilibrio. La pared negra, el cielo negro, los húmedos guijarros del suelo, negros, veinte metros más abajo. Era una caída mala, de ésas que cascan a la gente como si fuesen huevos.

—¡Eh, todos vosotros, apartaos de mi maldita ventana! ¡AHORA MISMO! ¡Ferenz, por el amor de Morgante, déjalos y baja! —dijo aquella mujer a gritos.

—Mierda —murmuró Locke, que se encontraba apenas a un metro más arriba, a la izquierda de la mujer, con su usual elocuencia mudada, aunque sólo temporalmente por el miedo, en sumisión—. ¡Señora, nos está complicando la noche, así que, antes de que bajemos para complicársela a usted, póngale el corcho a esa botella suya de decir idioteces y cierre la maldita ventana!

Ella alzó la mirada, aterrorizada.

—¿Sois dos? ¡Venga, todos abajo, abajo, ABAJO!

—¡Cierre la ventana, cierre la ventana, cierre la puta VENTANA!

—¡Os mataré a los dos, comemierdas! —aulló Ferenz—. ¡Dejad de joder la marrana…!

Entonces se escuchó el ruido de algo que se empezaba a resquebrajar y que les puso los pelos de punta; y el emparrado se estremeció bajo las manos de los tres hombres que se agarraban a él.

—Ah —dijo Locke—, ah, ya me lo había imaginado. Muchas gracias, Ferenz.

Entonces se desató un torrente de blasfemias polisílabas que brotaron de cuatro bocas; no sería fácil recordar con exactitud lo que dijeron. Como, al parecer, el emparrado sólo soportaba el peso de dos hombres, y eso siempre que se movieran despacio, al tener que aguantar el peso de aquellos tres que no dejaban de moverse, había comenzado a emitir una serie de crepitaciones y crujidos y a alejarse de la pared de piedra.

Ferenz, rindiéndose a la ley de la gravedad y a la del sentido común, comenzó a deslizarse hacia abajo a sorprendente velocidad, quemándose las manos mientras lo hacía y dejando pelado el emparrado al caer. Finalmente, éste cedió cuando el hombre estaba a siete metros del suelo, arrastrándolo hasta el callejón a oscuras, donde no tardó en quedar cubierto por las viñas y la madera que cayeron encima de él. Aquella caída había conseguido arrancar una sección del emparrado de al menos diez metros de larga, que comenzaba justo debajo de donde los pies de Jean bailoteaban en el aire.

Sin perder tiempo, Locke se movió como un péndulo hacia la derecha y cayó encima del alfeizar de la ventana, haciendo retroceder a la mujer con la puntera de una de sus botas. Jean subió gateando, pues la contraventana aún le impedía entrar en ella; cuando la sección del emparrado que se encontraba bajo él comenzó a apartarse de la ventana, se agarró a la contraventana de una manera muy poco ágil y entró por la ventana, ayudando a Locke a que hiciera lo mismo.

Ambos acabaron derrengados en el suelo de madera de la habitación, enredados con las capas.

—¡Salid por la puta ventana ahora mismo! —vociferó la mujer, subrayando cada una de sus palabras con una patada en la espalda o en las costillas de Jean. Afortunadamente, no estaba calzada.

—¡Eso sería una estupidez! —dijo Locke desde algún lugar por debajo de su voluminoso amigo.

—Eh —dijo Jean—. ¡Eh! ¡Eh! —cogió a la mujer por el pie y la lanzó hacia atrás, de suerte que aterrizó en la cama. Era parecida a una hamaca, una especie de jergón para dos personas hecho con una tela fuerte y ligera que debía de tener la mitad de seda, y que estaba anclada al techo por cuatro puntos. La mujer se tumbó en ella, y entonces Locke y Jean se dieron cuenta de que no llevaba nada encima aparte de la ropa interior. Y en verano, la ropa interior de la mujer de Camorr suele reducirse a su mínima expresión.

—¡Fuera, bastardos! ¡Fuera, FUERA! ¡Yo…!

Mientras Locke y Jean tropezaban al intentar ponerse en pie, la puerta que se encontraba en la pared de enfrente de la ventana se abrió sonoramente y entró por ella un hombre de anchas espaldas, con esos músculos tan grandes como losas que sólo suelen ostentar los estibadores o los herreros. Si el fuego de la venganza salía por sus ojos, el pestazo a licor barato rezumaba de todos los poros de su cuerpo, tan acre y cargado que podía olerse a diez pasos.

Locke se concedió medio segundo para preguntarse cómo era posible que Ferenz hubiera subido tan deprisa por la escalera, y otro medio segundo para caer en la cuenta de que aquel tipo no era Ferenz. Y entonces no lo pudo evitar y se rió.

El viento de la noche golpeó la contraventana que estaba a su espalda.

La mujer emitió un sonido gutural parecido al de un gato que se cayera desde lo alto de un muro.

—Zorra asquerosa —dijo el hombre, arrastrando las palabras—. Asquerosa, zorra asquerosa. Lo sabía. Sabía que no estabas sola —escupió y entonces asintió con la cabeza mientras miraba a Locke y a Jean—. Dos tíos a la vez, es demasiado. Maldición. Me lo tenía que haber imaginado. Que necesitas a varios para que hagan el servicio que yo te hago.

»Espero que vosotros dos os lo hayáis pasado bien con la mujer de otro hombre —prosiguió, mientras sacaba de su bota izquierda los más de veinte centímetros de acero pavonado que medía la hoja de su estilete—, porque ahora voy a convertiros en mujeres.

Jean se asentó sobre sus pies y metió la mano derecha dentro de la capa, preparándose a sacar las Hermanas. Con la izquierda dio un leve empujón a Locke para que se mantuviera un paso por detrás de él.

—¡Detente! —exclamó Locke, mientras agitaba las manos—. ¡So! Esto no es lo que parece, amigo, así que no saques conclusiones precipitadas —y señaló a la petrificada mujer que se agarraba a la oscilante cama—. ¡Ella estaba aquí antes que nosotros!

—Gathis —dijo la mujer entre siseos—, Gathis, esos hombres me atacaron. ¡Atrápalos! ¡Sálvame!

Gathis cargó contra Jean, aullando. Llevaba su arma por delante, agarrada como un luchador experto, pero aún seguía borracho y enfadado. Locke se apartó mientras Jean lo cogía por la muñeca, se echaba a un lado y lo enviaba al suelo con un rápido movimiento de piernas.

Entonces sonó un chasquido bastante desagradable y la hoja cayó de la mano de Gathis; como Jean seguía agarrándole por la muñeca, se la había retorcido al caerse al suelo. Durante un momento, Gathis se sintió demasiado atónito para gritar; después el dolor se abrió paso por sus entumecidos sentidos y lanzó un alarido.

Jean le levantó del suelo tirando rápidamente de su ropa, y lanzó a Gathis contra la pared de piedra que se encontraba a la izquierda de la ventana. La cabeza del hombretón rebotó en la dura superficie y cayó hacia delante; el arco apenas visto del derechazo de Jean suscitó un crack en su mandíbula que anuló el momento cinético que lo llevaba hacia delante. Cayó pesadamente en el suelo, desmadejado como un saco de pasta.

—¡Sí! ¡Sí! —exclamó la mujer—. ¡Sí! ¡Y ahora arrojadlo por la ventana!

—Por el amor de los dioses, señora —dijo Locke muy enfadado—, ¿primero se lleva a un hombre a la cama para pasarlo bien y luego quiere deshacerse de él?

—Si aparece muerto en el callejón que hay bajo su ventana —dijo Jean—, yo volveré para hacerle a usted lo mismo.

—Y si le cuenta a alguien que entramos por aquí —añadió Locke—, deseará que mi amigo hubiera vuelto y le hubiese hecho a usted eso que dice.

—Gathis no lo olvidará —dijo con voz de lechuza—. ¡Seguro que lo recuerda!

—¿Un tipo tan grandullón como él? Por favor —Jean convirtió en todo un espectáculo el componerse la capa y el darle forma al sombrero—. Dirá que fueron ocho hombres armados con garrotes.

Locke y Jean salieron a toda prisa por la puerta por donde había entrado Gathis, que conducía al descansillo de la quinta planta de la escalera que daba a la cara norte de la torre. Con el emparrado destruido, sólo podían bajar por ella lo más deprisa que pudieran, mientras rezaban al Guardián Avieso. Locke cerró la puerta tras de sí, dejando a la desconcertada mujer echada en la cama, con el inconsciente Gathis acurrucado al lado de la ventana.

—Es evidente que la suerte de los dioses está con nosotros —dijo Locke mientras bajaban a toda prisa los peldaños que crujían—. Al menos no perdimos estos ridículos sombreros.

Una pequeña sombra oscura los adelantó con un siseo y un agitar de alas, una sombra tersa que se interponía entre ellos y las luces de la ciudad.

—Resumiendo —dijo Locke—, ya sea para lo bueno o para lo malo, a partir de este punto creo que nos encontramos bajo las alas del halconero.