Los mocosos que eran obras maestras
El verano después de que Jean ingresara en los Caballeros Bastardos, el padre Cadenas le llevó de noche, después de cenar y acompañado por Locke, al tejado del templo. Mientras la luz del sol se sumía en el horizonte y el fuego cautivo del cristal antiguo de la ciudad ocupaba su puesto, Cadenas se fumó una hoja de tabaco de Jerem envuelta en papel.
Aquella noche quería hablarles de cortarle el cuello a la gente cuando es necesario.
—El año pasado tuve esta misma charla con Calo, Galdo y Sabetha —comenzó a decir—. Vosotros, muchachos, sois inversiones, tanto en tiempo como en dinero —como de costumbre, exhaló medias lunas deshilachadas de humo pálido sin lograr conjurar anillos perfectos—. Grandes inversiones. Quizá el trabajo de toda mi vida. Un par de mocosos que son obras maestras. Por eso quiero recordaros que cuando os veáis metidos en una lucha tendréis que dejar vuestras sonrisas. Si alguien desenvaina, espero que sobreviváis. En ocasiones eso significará que no podréis ser amables. Y en otras que tendréis que salir corriendo como si se os quemara el culo. Esto quiere decir que habréis de saber cuál es la elección correcta… por lo que ahora vamos a hablar de vuestras tendencias.
Cadenas miró fijamente a Locke mientras aspiraba profundamente el humo de su cigarro; la inhalación final del hombre que nada en aguas hostiles y que se prepara a sumergirse bajo ellas.
—Tú y yo, Locke, sabemos que posees múltiples talentos, facultades excelentes para hacer muchas cosas importantes. Por eso te voy a hablar sin tapujos: si llegas a las manos con un enemigo de verdad, sólo quedará de ti un par de calzones meados y una mancha de sangre. Puedes llegar a matar, es cierto, bien lo saben los dioses, pero no estás hecho para resistir un combate cara a cara. Y lo sabes, ¿estoy en lo cierto?
El silencio de Locke, que acababa de ruborizarse, fue una respuesta elocuente. Sintiéndose repentinamente incapaz de sostener la mirada de Cadenas, intentó dar a entender que sus pies eran unos objetos fascinantes en los que jamás había reparado.
—Locke, Locke, no podemos detener a todos los individuos malos con una espada en la mano, y no hay que penar por ello, así que haremos como si no hubiéramos visto que esos labios tuyos se estremecen como las tetas de una puta vieja, ¿de acuerdo? Aprenderás a desenvolverte con el acero, la soga y el callejón. Pero para emplear todo eso no de manera directa, sino a traición. Por detrás, desde un costado, desde arriba, siempre en la oscuridad —Cadenas agarró por detrás a un oponente imaginario, le pasó la mano izquierda por el cuello y llevó la derecha a la altura de los riñones, haciendo como si el cigarro a medio fumar fuese una daga—. Siempre de lado, porque así evitarás que te hagan picadillo.
Cadenas hizo como si limpiara la sangre de su hoja rematada en ceniza y se echó otra calada.
—Y eso es todo. Métetelo en la cabeza y llévalo contigo cuando vayas a la ciudad. Jamás hay que olvidar las propias deficiencias. Existe un viejo dicho para las bandas: «Echa fuera las mentiras, pero deja la verdad en casa» —arrojó por las fosas nasales dos chorros gemelos de humo, complaciéndose de manera evidente al observar los rizos de vapor gris que remoloneaban alrededor de su cabeza—. Y se acabó el andar contoneándote por ahí como si fueras una jodida tía en pelotas, ¿de acuerdo?
Al escuchar aquello Locke esbozó una tímida mueca, pero alzó la mirada y asintió.
—Y ahora te toca a ti —dijo Cadenas, mirando a Jean—, todos sabemos que tienes ese tipo de temperamento capaz de partirle el cráneo a quien te saque de tus casillas. El cerebro adecuadamente malvado lo tenemos en Locke, que es un mentiroso fantástico. Calo y Galdo son plata en todo lo que tocan, pero no oro. Sabetha tiene unos dones innatos que la convierten en la reina de los mayores encantusadores de este mundo. Así que lo único que nos falta es el antiguo y consabido tío duro. Pienso que tú podrías ser el tipo pendenciero que se mantiene firme y que saca a sus amigos del atolladero. Un jodido perro rabioso con acero en las manos. ¿Te importaría intentarlo?
Los ojos de Jean bajaron de repente hacia el fascinante espectáculo que para él debían de ser sus propios pies.
—Hum, bueno, si piensas que podría hacer un buen papel, puedo intentarlo…
—Jean, yo te he visto enfadado.
—Y yo he sentido tu enfado —dijo Locke, haciendo una mueca.
—Concédeme algún crédito por tener cuatro veces tu puñetera edad, Jean. No te alteras y no amenazas; sólo te comportas con frialdad y consigues que todo marche. Algunas personas han nacido para resolver las situaciones difíciles —se echó una nueva calada y dejó caer una pizca de ceniza sobre las piedras que estaban a sus pies—. Creo que tienes el don de sacarle a la gente los sesos de un porrazo. Y eso, que en sí no es ni bueno ni malo, es algo que nosotros podemos aprovechar.
Jean hizo como si se lo estuviera pensando, aunque tanto Locke como Cadenas ya habían visto en sus ojos que había tomado una decisión. Los habían visto volverse duros y airados por debajo de la mata de cabellos que los cubría, así que el asentimiento final sólo fue una formalidad.
—¡Bien, muy bien! Como pensaba que te gustaría la sugerencia, me tomé la libertad de hacer algunos preparativos —y extrajo una cartera de cuero negro del interior de uno de los bolsillos de su holgada casaca, que entregó a Jean—. Mañana, después del mediodía, te esperan en la Casa de las Rosas de Cristal.
Locke y Jean abrieron unos ojos como platos a la sola mención de la más célebre y selecta escuela de armas de Camorr. Jean abrió la cartera con un capirotazo. Dentro había un escudo plano, una rosa estilizada de cristal esmaltado que estaba íntimamente unida al cuero del interior. Con aquel distintivo Jean podía cruzar el Angevino y pasar los puestos de guardia que se encontraban al pie de las colinas de Alcegrante, pues estaba bajo la protección directa de don Tomsa Maranzalla, Maestro de la Casa de las Rosas de Cristal.
—Esta rosa te permitirá ir más allá del río y cruzar el mar, pero no te quedes dando vueltas por ahí una vez que hayas llegado. Haz lo que te he dicho, ve derecho y vuelve derecho. A partir de ahora, irás cuatro veces por semana. Y, por la seguridad de todos, aclárate las ideas. Si te ves apurado, acude al fuego y a la alabarda —Cadenas dio la última calada al cigarro aromatizado con hierbas perennes que estaba a punto de consumirse y arrojó la colilla por encima del muro. Cuando exhaló la última bocanada de humo de aquella noche, ésta fue a parar sobre las cabezas de los dos muchachos y se convirtió en un anillo que, aunque tembloroso, no dejaba de ser un anillo hecho y derecho.
—¡Hay que joderse! ¡Un presagio! —Cadenas se acercó al anillo que se movía a la deriva como si quisiera examinarlo—. O bien este plan va a salir a la perfección, o bien los dioses están contentos conmigo por los preparativos que he hecho para que tú, Jean Tannen, vayas a ese sitio nuevo. Me encantan los dilemas con dos proposiciones igual de agradables. Y ahora, decidme, ¿es que no tenéis nada que hacer?
En la Casa de las Rosas de Cristal había un jardín hambriento.
Aquel lugar era como Camorr, pero en microcosmos. Había sido de los Antiguos, que se lo habían dejado a los hombres para que desentrañaran sus misterios. El cristal antiguo que unía sus piedras entre sí era a prueba de humanos, como las Cinco Torres y la docena de estructuras dispersas en las islas de la ciudad. Los hombres y mujeres que vivían en los alrededores eran simples ocupas, lo que convertía a la Casa de las Rosas de Cristal en el lugar más peligroso de la ladera de las colinas de Alcegrante. El señor Maranzalla la gobernaba como muestra del grande y perdurable favor del Duque.
Al día siguiente, justo un instante antes de que el sol ascendiera hasta lo más alto de su recorrido, Jean Tannen llegaba ante la puerta de la torre de Maranzalla: una torre cilíndrica de cinco pisos de piedra gris y cristal plateado, una mole erguida e impresionante que hacía que las adorables casas de campo de los alrededores parecieran las maquetas de un arquitecto. Sobre ella se abatían incesantes las ondas de calor de un cielo sin nubes, y el aire estaba cargado con los vapores ligeramente alcohólicos del río que pasaba por una ciudad cocida por las largas horas de sol. La vaga silueta de un rostro se insinuó en la ventana de vidrios esmaltados encastrada en la piedra, al lado de las enormes puertas laqueadas de la torre. La llegada de Jean no había pasado desapercibida.
Había ido hacia el norte, cruzando el río Angevino por un puente de cuerdas no más ancho que sus caderas, agarrándose a las cuerdas a lo largo de sus doscientos metros de longitud con manos sudorosas. No había ningún puente de anchura normal que llevara hasta la parte meridional de la isla de Zantara, la segunda isla más oriental de las Alcegrante. Las almadías cobraban medio barón de cobre por el pasaje; pero los que eran demasiado pobres para tomarlas tenían que enfrentarse al terror que producían los puentes de cuerdas. Jean jamás había subido por ninguno de ellos, y sólo la vista de los hombres y mujeres experimentados que, ignorando las cuerdas, lo cruzaban muy deprisa, le había bastado para convertirle las tripas en agua helada. Sentir de nuevo la consistencia del suelo bajo el calzado, al pisar tierra firme, había sido una bendición.
Los sudorosos casacas amarillas de guardia en la isla de Zantara habían dejado pasar a Jean con más premura de lo que él había supuesto después de que la alegría desapareciera de sus zafios rostros al reconocer el sello de la pequeña cartera negra. Al verlo, sus instrucciones habían sido lacónicas, y sus voces ¿se habían teñido por la pena o por el miedo?
—Te estaremos esperando, muchacho —le dijo de repente uno de ellos mientras Jean miraba el blanco empedrado de la calle—, por si mañana regresas colina abajo.
Así que era una mezcla de pena y de miedo. ¿Estaba Jean tan entusiasmado por aquella aventura como lo había estado la noche anterior?
Los crujidos y traqueteos que sólo podían provenir de unos contrapesos anunciaron la negra hendidura que no tardó en formarse entre los dos batientes de la puerta. Un segundo después, ambos se abrieron con lenta majestuosidad, empujados a fuerza de músculos por una pareja de hombres vestidos con libreas y fajines de color rojo sangre, y Jean pudo ver que cada uno de los batientes era de madera, con una anchura de veinte centímetros, reforzado por barras de hierro. Una oleada de olores se derramó sobre él: a piedra húmeda y a sudor rancio; a carne asada y a incienso de cinamomo. Olores de prosperidad y de seguridad, de vida dentro de aquellas paredes.
Jean mantuvo en alto la cartera para que la vieran los hombres que acababan de abrir la puerta, y uno de ellos agitó una mano con impaciencia.
—Le estábamos esperando. Entre en condición de invitado del señor de Maranzalla y respete esta casa como si fuese suya.
De la pared de la parte izquierda del suntuoso vestíbulo salían un par de escaleras de caracol, ambas de hierro pavonado; Jean siguió al hombre por una de ellas y subió un tramo de escalones estrechos, intentando mantener bajo control tanto su respiración agitada como su transpiración mientras le llegaba el eco de la puerta de la torre, que acababa de cerrarse de golpe.
Prosiguieron su camino dejando tras de sí tres pisos de reluciente cristal y piedra antigua, adornados con gruesas alfombras rojas e innumerables tapices llenos de suciedad que Jean tomó por lo que eran, estandartes de guerra. Maranzalla había estado durante un cuarto de siglo al servicio del Duque, siendo su maestro de esgrima y el comandante de los casacas negras. Aquellos harapos ensangrentados era todo lo que quedaba de las innumerables compañías que el hado había lanzado contra Nicovante y Maranzalla en el transcurso de unos combates que se habían convertido en leyenda: las Guerras del Mar de Hierro, la Rebelión del Conde Loco, la Guerra de los Mil Días contra Tal Verrar.
Finalmente, la escalera de caracol acabó por conducirles a una pequeña habitación en penumbras, apenas más grande que una buhardilla y escasamente iluminada por la tenue luz rojiza de una linterna de papel. El hombre posó una mano encima de una perilla de latón y se volvió para mirar a Jean.
—Hemos llegado al Jardín Sin Fragancia —dijo—. Si ama la vida, camine con cuidado y no toque nada —luego empujó la puerta que conducía al tejado y echó una mirada tan luminosa y extraña que Jean le siguió.
La Casa de las Rosas de Cristal era el doble de ancha que alta, de suerte que el tejado, protegido a su alrededor por unas vallas, tenía al menos treinta metros de diámetro. Durante un instante, Jean pensó, muy asustado, que se encontraba ante un enorme fuego alquímico multicolor. Todas las historias y rumores que había escuchado no le habían preparado para la contemplación de aquel lugar que recogía la luz del sol del tórrido verano; era como si un diamante líquido enviase sus latidos por un millón de delicadísimas venas, reluciendo en otras tantas facetas y aristas. Aquél era un impecable jardín de rosas, un emparrado tras otro de espinas, pétalos y tallos perfectos, silenciosos y sin aroma, pero vivos por el calor que reflejaban, pues todo aquello estaba hecho de cristal antiguo: cientos de miles de flores, perfectas hasta en el menor detalle de las espinas. Deslumbrado, Jean se tambaleó hacia delante y proyectó una mano para no caerse; y cuando cerró los ojos, la oscuridad se llenó de imágenes que eran como relámpagos de luz y de calor.
El hombre de Maranzalla le cogió de los hombros con firmeza, pero también con cortesía.
—La primera vez causa una impresión abrumadora. Sus ojos se acostumbrarán en unos momentos, pero no olvide mis palabras y, por los dioses, no toque nada.
En cuanto los ojos de Jean se recobraron de la conmoción ocasionada por el jardín, aquella luz cegadora fue desapareciendo poco a poco de su vista. Y comprobó que los emparrados de las rosas eran transparentes; el que estaba más cerca de él se encontraba a dos pasos por delante. Y era completamente terso, tanto como decían los rumores, como si los Antiguos hubieran congelado cada flor y cada arbusto en el momento preciso en que el verano les otorgaba el culmen de su perfección. Por aquí y por allá podían verse dentro de aquellas paredes esculpidas unas manchas de color auténticamente natural, masas transparentes de color rojizo oscuro que giraban como nubes de humo ocre congeladas en hielo.
Aquellas nubes eran de sangre humana.
Cada pétalo, cada hoja, cada espina era más afilada que cualquier navaja de afeitar; el simple roce de una de ellas cortaba la piel como si fuera de papel, y las rosas bebían sangre, o eso decían las leyendas, llevándola hasta lo más profundo de su interior por la red de tallos y de hojas de cristal. Se decía que si aquel jardín conseguía algún día alimentarse con todas las vidas que necesitaba, las flores y los emparrados cobrarían un vivo color rojo ocre. Algunos rumores decían que el jardín sólo bebía lo que le daban, mientras que otros insistían en que las rosas obtenían sangre de una simple herida y que eran capaces de desangrar completamente a un hombre por muy pequeña que fuera dicha herida.
Caminar por los senderos del jardín requería un gran esfuerzo de concentración; como la mayor parte sólo tenía una anchura de dos o tres pasos, un momento de distracción podía resultar fatal. Mucho se insistía en que, según Maranzalla, su jardín era el lugar ideal para que los jóvenes aprendieran a pelear. Por primera vez en su vida, Jean sintió una especie de temor reverencial ante las criaturas que se habían desvanecido de Camorr mil años antes de su nacimiento. ¿Cuántas sorpresas más habrían dejado atrás para que los hombres tropezasen con ellas? ¿Qué pudo obligar a huir a seres tan poderosos, capaces de crear algo como aquello? La respuesta tenía que ser terrible.
El hombre de Maranzalla soltó los hombros de Jean y ambos volvieron a entrar en la habitación medio en penumbra que se encontraba en lo alto de la escalera; dicha habitación, Jean era consciente de ello en aquellos momentos, sobresalía del contorno de la torre como la chabola de un jardinero.
—El señor de Maranzalla estará esperándole en el centro del jardín —dijo.
Y luego cerró la puerta tras de sí y Jean pensó que se había quedado solo en el tejado, bajo el implacable sol y enfrente de los sedientos emparrados.
Pero no estaba solo; hasta él llegó un sonido que provenía del corazón del jardín de cristal, el dañino roce del acero contra el acero, los gruñidos débiles de alguien que se esforzaba, las nítidas órdenes emitidas por una voz grave y llena de autoridad. Si sólo unos pocos minutos antes Jean hubiera jurado que pasar por el puente de cuerdas era la cosa más atroz que jamás había hecho, en aquellos momentos en que se encontraba frente a frente con el Jardín Sin Fragancia no le hubiera importado regresar a la parte media de aquel puente tan precario que se balanceaba a veinte metros por encima del Angevino y ponerse a bailar en él sin sujetarse a las cuerdas.
Pero la cartera negra que agarraba con la mano derecha le hizo recordar que el padre Cadenas estaba seguro de que saldría airoso de cualquier prueba que le aguardara en aquel jardín. A pesar del deslumbrante peligro que representaban todas aquellas rosas, ni estaban vivas ni pensaban; ¿cómo podría llegar a tener el corazón de un asesino si le asustaba caminar entre ellas? La vergüenza le obligó a avanzar, paso a paso, mientras pisaba los senderos zigzagueantes del jardín con exquisito cuidado, el sudor cayéndole por el rostro y lastimándole los ojos.
—Soy un Caballero Bastardo —dijo en voz baja.
En el transcurso de su breve vida jamás había tardado tanto en caminar diez metros, la distancia que acababa de recorrer entre los fríos y anhelantes emparrados cristalinos de rosas.
Y no les había concedido ni la más mínima gota de su sangre.
En el centro del jardín había un claro de unos diez metros de diámetro; en él, dos chicos de apenas la edad de Jean daban vueltas uno alrededor del otro atacándose rápidamente con unos estoques. Otra media docena de chicos los observaba a disgusto, acompañados por un hombre a punto de cumplir los sesenta. Aquel hombre tenía una cabellera que le cubría los hombros y un bigote lacio del mismo color que las cenizas de los fuegos de campamento; su rostro parecía de un cuero al que hubieran teñido con el color de la arena; a pesar de llevar un jubón de caballero del mismo color rojo que los criados que se encontraban escaleras abajo, lucía unas calzas muy gastadas de soldado y unas botas de campaña cubiertas de arañazos.
Ninguno de los muchachos de la clase se hubiera burlado de las ropas de su maestro. Todos eran hijos de la aristocracia, vestidos con chalecos de brocado y calzas de sastrería, camisas de seda y brillantes imitaciones de botas de espadachín; todos llevaban casacas blancas de piel de ante, así como unos brazales tachonados con plata, del mismo material; exactamente lo necesario para parar las estocadas de las armas de entrenamiento. Jean se sintió desnudo en el instante en que entró en aquel claro, y sólo la amenaza de las rosas de cristal le impidió retroceder y esconderse.
Uno de los duelistas se sorprendió al ver salir a Jean del jardín; su oponente hizo buen uso de aquella distracción de una fracción de segundo y, rápidamente, hundió el estoque en el relleno del brazo del otro chico, perforando el ante. El muchacho tocado lanzó un chillido indecoroso y dejó caer su arma.
—Mi señor de Maranzalla —dijo uno de los chicos que lo habían visto, y había más aceite en su voz que el que suele haber en una hoja devuelta al estante de las armas—. ¡Lorenzo se distrajo de manera evidente al reparar en ese chico que acaba de salir del jardín! No ha sido un golpe limpio.
Todos los chicos del claro se volvieron para mirar a Jean, y fue imposible adivinar cuál de ellos fue el primero en poner a punto su desdén: sus ropas baratas, su silueta con forma de pera, su carencia de armas y de equipo. El muchacho que tenía en la manga la mancha de sangre, la cual iba creciendo de tamaño, fue el único que no se entretuvo en mirarle, pues tenía otros problemas en qué pensar. El hombre canoso se aclaró la garganta y luego habló con la voz grave que Jean había escuchado antes. Parecía divertido.
—Fuiste un necio, Lorenzo, al apartar los ojos de tu oponente, aunque, en cierto modo, te haya servido para conocer el dolor. Pero también es cierto, seamos ecuánimes, que un joven caballero no debe aprovechar una distracción externa para apuntarse un punto. Ambos tendréis que hacerlo mejor la próxima vez —y luego, señalando con el dedo a Jean sin mirarle, dijo con voz que ya no era amable—: Y tú, muchacho, piérdete en el jardín hasta que hayamos terminado. No quiero volver a verte hasta que estos jóvenes caballeros terminen de luchar.
Completamente seguro de que el fuego que le llenaba las mejillas hubiera podido eclipsar hasta la mismísima luz del sol, Jean se perdió de vista al instante; pasaron varios segundos antes de que se diera cuenta, aterrorizado, de que había saltado al interior del laberinto de emparrados de cristal. Colocándose a varias curvas de distancia del claro, embargado por una mezcla de miedo y de autocompasión, intentó no moverse mientras el calor del sol le hacía sudar a chorros.
Afortunadamente, no tuvo que esperar durante mucho tiempo; el sonido del acero contra el acero se desvaneció y Maranzalla terminó la clase. Los chicos pasaron al lado de Jean con las camisas y los jubones desabrochados, todos a sus anchas en medio de aquel laberinto de letales flores transparentes. Nadie dijo nada a Jean, pues aquélla era la casa del noble Maranzalla y hubiera sido una presunción por su parte ofender en sus dominios a cualquier persona del común. El hecho de que cada uno de aquellos muchachos hubiera sudado su camisa de seda hasta volverla transparente y de que a varios de ellos se le hubiera puesto la cara colorada e hinchada por el calor, sirvió de bien poco a la miseria que consumía a Jean.
—Muchacho —dijo el noble después de que la tropa de jóvenes caballeros desapareciera del jardín y enfilara la escalera—, ven aquí.
Haciendo acopio de toda la dignidad que podía, pero comprendiendo que la mayor parte de ella sólo estaba en su imaginación, Jean se secó las manos en su prominente barriga y se dirigió nuevamente al claro. Maranzalla no le estaba mirando, pues tenía en la mano el estoque de entrenamiento, más corto que el de verdad, que acababa de pinchar el bíceps de un chico descuidado. Y aunque en sus manos pareciera sólo un juguete, la sangre que brillaba en su punta era muy real.
—Yo, uh, lo siento, señor, mi señor de Maranzalla; creo que he llegado antes de tiempo. No quería interrumpir la lección…
El noble se volvió sobre sus talones, tan silencioso como un reloj de Tal Verrar, los músculos del tórax igual de rígidos que los de una estatua. Se quedó mirando fijamente a Jean, y el frío escrutinio de aquellos ojos negros de mirada aviesa le dio a Jean el tercer gran susto de la tarde.
—¿Te resulta divertido, plebeyo, hablar antes de que te dirijan la palabra, en un lugar como éste, a un hombre como yo? —dijo el aristócrata con un susurro como de serpiente—. ¿A un noble como yo?
La disculpa de Jean murió en su garganta con un borborigmo muy poco viril; algo parecido al ruido húmedo que hace la almeja cuando alguien le rompe la concha por querer sacarla de una grieta.
—Por eso mismo, por si sólo se debe a que eres descuidado, en un abrir y cerrar de ojos te sacaré ese mal hábito de tu culo gordo —el noble avanzó a zancadas hacia el emparrado más cercano de rosas de cristal y, con evidente cuidado, deslizó la punta del florete manchado de sangre sobre una de las flores. Jean observó con una fascinación llena de terror cómo la mancha roja se desvanecía rápidamente de la hoja y entraba en el cristal, para difundirse por una especie de zarcillo de un anublado color rosa hasta llegar al interior de la escultura. El noble sacudió la espada limpia hacia el suelo—. ¿Se trata de eso? ¿Eres un chico pequeño, gordo y descuidado que me envían con la pretensión de aprender el manejo de las armas? Sin duda eres un sucio golfillo del Caldero; la cagada de alguna puta dejada de la mano de los dioses.
Al principio, la lengua de Jean se negó a moverse, pero luego escuchó la sangre martilleándole en los oídos como las olas del mar en la orilla. Sus puños se cerraron por algún impulso que les era propio.
—¡Nací en la Esquina Norte, y mi padre y mi madre eran gente del mundo de los negocios! —exclamó con un aullido.
En cuanto hubo escupido fuera aquellas palabras, su corazón pareció detenerse; mortificándose, se llevó los brazos a la espalda, inclinó la cabeza y dio un paso atrás.
Después de unos instantes de pesado silencio, Maranzalla rió con voz muy alta y dislocó sus nudillos con un ruido similar al que hacen las piñas cuando se abren en el fuego.
—Discúlpame, Jean —dijo—, pero quería comprobar si Cadenas me había contado la verdad. Por los dioses, que tienes pelotas. Y temperamento.
—Vos… —Jean se quedó mirando a Maranzalla, comenzando a comprender— queríais enfadarme, mi señor.
—Muchacho, sé que eres muy sensible respecto a tus padres. Cadenas me habló un poquito de ti —el noble dobló una rodilla ante Jean para que sus ojos estuviesen a la altura de los suyos y le puso una mano en el hombro.
—Cadenas no es ciego —dijo Jean—. Yo no soy un iniciado. Y vos no sois realmente… no sois realmente…
—¿Un viejo y desconsiderado hijo de puta?
A su pesar, Jean esbozó una risita.
—Yo, bueno… me preguntaba si iba a encontrarme con alguien que fuera lo que ellos parecen ser, mi señor.
—Sí. Ya viste que acaban de abandonar este jardín apenas unos minutos. Y, Jean, de verdad que soy un viejo y desconsiderado hijo de puta. Acabarás odiando mis miserables tripas antes de que termine el verano. Me maldecirás cuando amanezca y cuando llegue la Falsa Luz.
—Es posible —dijo Jean—, pero sólo estaremos haciendo lo que se espera de nosotros.
—Muy cierto —dijo Maranzalla—. ¿Puedo confesarte una cosa, Jean? No nací en este lugar; es un regalo por los servicios prestados. Y no creas que no lo aprecio… pero mis padres ni siquiera procedían de la Esquina Norte. Yo nací en una granja.
—¡Vaya! —dijo Jean.
—Sí —dijo el noble—. Aquí arriba, en este jardín, poco importa de dónde fueran los padres de cada uno. Haré que te esfuerces en el trabajo hasta que sudes sangre y supliques piedad. Te arrastraré por él hasta que te inventes nuevos dioses a los que rezar. Lo único que este jardín exige es concentración. ¿Serás capaz de concentrarte todo el tiempo que te encuentres en él? ¿Serás capaz de sublimar toda tu atención para dirigirla a donde de veras importa, de vivir por completo en el ahora y de olvidarte de todo lo demás?
—Yo… sólo puedo decir que lo intentaré, mi señor. Si he paseado por estos jardines una vez, puedo volver a repetirlo.
—Volverás a repetirlo. Y mil veces. Correrás entre mis rosas. Dormirás entre ellas. Y aprenderás a concentrarte. Pero, te lo aviso, algunos no lo consiguen.
Maranzalla se levantó y, con una de sus manos, describió un semicírculo a su alrededor.
—Por aquí y por allá encontrarás lo que dejaron atrás. En el cristal.
Jean tragó saliva por los nervios y asintió.
—Antes intentaste disculparte por llegar pronto. La verdad es que llegaste a su debido tiempo. Alargué la clase porque tengo la costumbre de consentir a esos desgraciados mierdecillas siempre que quieren pincharse los unos a los otros. En adelante, ven cuando uno de ellos haya herido a otro, para estar seguros de que no tardarán en irse. No podemos permitirles que vean cómo te enseño.
Antaño Jean había sido el hijo de un hombre acaudalado y había llevado ropas tan elegantes como las que acababa de ver en el jardín. Se dijo que lo que sentía en aquellos momentos sólo era el antiguo escozor que le producía el haberlo perdido todo, y no la simple vergüenza de sentirse un estúpido a causa de su cabello, sus ropas o incluso la panza que le colgaba. Y aquel pensamiento tan digno fue suficiente para que se le secaran los ojos y compusiera el rostro.
—Comprendo, mi señor. No… no desearía incomodaros en lo sucesivo.
—¿Incomodarme? Jean, no me conoces —Maranzalla dio un puntapié al estoque de juguete y éste suscitó un ruido metálico en el tejado—. Esos meones revoltosos vienen para aprender el vistoso y caballeresco arte de la esgrima, junto con las muchas limitaciones y prohibiciones que les impiden comprometerse en combates que no sean honorables. Pero tú no eres como ellos —añadió, mientras se volvía para darle a Jean un firme y amistoso golpe en mitad de la frente con uno de sus dedos—; tú has venido a aprender cómo se mata con una espada.