Limitaciones
Los Manos Rojas llevaron a Locke por la pasarela hasta la Tumba Flotante; en el distrito de la Lluvia de Ceniza el sol escarlata despuntaba por encima de las oscuras siluetas de sus edificios. Bajo aquella luz toda la Desolación de Madera se tiñó con el color rojo de la sangre, y cuando Locke abrió y cerró los ojos para acomodarse a ella, incluso las tinieblas relampaguearon con un destello rojo.
Locke intentó aclarar sus ideas, puesto que la mezcla de excitación nerviosa y de fatiga le hacían sentirse como si flotara unos pocos centímetros por encima del suelo, como si sus pies no tocaran realmente el camino. Había centinelas en el muelle, en las puertas, en el vestíbulo… muchos más de los que jamás hubiera visto. Todos tenían una expresión siniestra y guardaban silencio mientras Locke y los Manos Rojas se adentraban en la fortaleza flotante del Capa. Las puertas mecánicas del interior no estaban cerradas.
Capa Barsavi estaba de espaldas a Locke en el centro de la gran sala de audiencias, la cabeza gacha y las manos cogidas por detrás. Habían corrido las cortinas de las altas ventanas de cristal que cubrían el costado derecho del casco del galeón. Unos dedos de luz roja caían sobre Barsavi, sus hijos, un gran tonel de madera y el largo objeto cubierto que descansaba encima de unas andas portátiles de madera.
—Padre —dijo Anjais—, es Lamora.
Capa Barsavi refunfuñó y se volvió. Miró a Locke durante unos segundos, los ojos vidriosos y muertos. Agitó la mano izquierda.
—Dejadnos —dijo—, dejadnos.
Asintiendo con la cabeza, Anjais y Pachero salieron precipitadamente de la estancia llevándose consigo a los Manos Rojas. Momentos después, el eco del ruido que hacían las puertas al cerrarse de golpe y los pestillos mecánicos al correrse resonó en la estancia.
—¿Qué sucede, vuestra señoría? —preguntó Locke.
—La ha matado. El hijo de puta la ha matado, Locke.
—¿A quién?
—A Nazca. Anoche. Hace sólo unas horas… nos ha devuelto su cadáver.
Locke se quedó mirando a Barsavi sin saber qué decir, consciente de haberse quedado boquiabierto.
—Pero… ¿no estaba aquí con vos?
—Se había ido —Barsavi abría y cerraba los puños—. Por lo que sabemos, salió a escondidas. A las dos o a las tres de la mañana. Y… nos la devolvieron a las cuatro y media.
—¿La devolvieron? ¿Quiénes? ¿Qué sucedió?
—Ven y mira.
Vencarlo Barsavi corrió la tela que cubría las andas; sobre ellas estaba Nazca… la piel cerúlea, los ojos cerrados, el cabello mojado. Dos abrasiones de un intenso color púrpura desfiguraban la antaño suave piel de la parte izquierda de su cuello. Locke sintió que los ojos le escocían y se mordió con fuerza el nudillo del dedo índice de su mano derecha.
—Mira lo que le ha hecho ese bastardo —dijo Barsavi con voz muy baja—. Era el vivo retrato de su madre. Mi única hija. Hubiera preferido morir antes que contemplar esto —las lágrimas comenzaron a deslizarse por las mejillas de aquel hombre mayor—. La han… lavado.
—¿Lavado? ¿Qué queréis decir?
—Nos la devolvieron —dijo el Capa— dentro de eso. —Y señaló con un gesto el tonel que se encontraba a menos de un metro de las andas.
—¿En un tonel?
—Mira dentro.
Locke levantó la tapa del tonel y retrocedió cuando le asaltó el hedor de lo que había en su interior.
Estaba lleno de orina. Orina de caballo, oscura y turbia.
Locke se apartó del tonel dando tumbos y se cubrió la boca con ambas manos, a punto de vomitar.
—La mataron —dijo Barsavi— por ahogamiento. La ahogaron en meados de caballo.
Locke mudó de color, luchando con las lágrimas.
—No puedo creerlo —dijo—. No puedo creerlo. No tiene ni el más puñetero sentido.
Regresó al lado de las andas y echó otro vistazo al cuello de Nazca. Las abrasiones púrpura se habían convertido en hinchazones; justo al lado de ellas tenía unos arañazos en línea recta. Locke se quedó mirándolos y volvió a sentir las garras del halcón en su propia piel. Las heridas del antebrazo aún le ardían.
—Vuestra señoría —dijo—, es posible que la devolvieran dentro de esa cosa. Pero estoy casi seguro de que no la ahogaron dentro.
—¿Qué quieres decir?
—Las marcas en el cuello, los pequeños arañazos que tiene al lado —Locke improvisó, adoptando su tono de voz normal y una expresión facial neutra. ¿Qué podía decir que pareciera plausible?—. Vi unos iguales hace varios años, en Talisham. Vi a un hombre asesinado por un halcón-escorpión. ¿Habéis oído hablar de esas cosas?
—Sí —dijo el Capa—, un híbrido innatural, una suerte de criatura ideada por los brujos de Khartain. ¿Eso es lo que le hizo… las marcas en el cuello? ¿Estás seguro?
—A ella le picó un halcón-escorpión —dijo Locke—. Las señales de las garras junto a las heridas son claras. Debió de morir casi al instante.
—Así que… simplemente la dejó en remojo —susurró Barsavi— para ofenderme aún más. Para herirme con mayor crueldad.
—Lo siento —dijo Locke—. Sabía… que no os serviría de consuelo.
—Si estás en lo cierto, al menos tuvo una muerte mucho más rápida —Barsavi apartó la tela de la cabeza de Nazca y pasó los dedos entre sus cabellos antes de taparle el rostro para siempre—. Si fue el único consuelo que pudo recibir mi pequeña, rezaré para que así fuera… Pero ese bastardo gris no recibirá ninguno cuando le llegue la hora.
—¿Por qué lo haría? —Locke se pasó las manos por los cabellos, las pupilas dilatadas por la excitación—. No tiene sentido. ¿Por qué ella, por qué ahora?
—Él mismo te lo dirá —dijo Barsavi.
—¿Cómo? No os comprendo.
Capa Barsavi se metió la mano en el chaleco y extrajo de él un pergamino doblado. Se lo pasó a Locke, que lo abrió y vio que contenía una nota escrita a mano con trazo claro y firme, la cual decía así:
«BARSAVI, lamentamos habernos visto obligados a cumplir lo que estás viendo, lo cual ha sucedido para que seas consciente de nuestro poder y, por lo tanto, de la necesidad de colaborar con Nos. Deseamos fervientemente un encuentro contigo, de hombre a hombre y de la manera más cortés que sea posible, para zanjar de una vez por todas este asunto de Camorr que nos concierne a ambos. Estaremos esperándote en el Agujero del Eco, a las once de la noche del Día del Duque, dentro de tres noches. Estaremos solo y desarmado, aunque por tu parte podrás llevar todos los consejeros que desees, así como las armas que precises. Discutiremos nuestra situación de hombre a hombre para que, con el amable favor de los dioses, puedas evitar la pérdida de más súbditos leales y de más personas de tu propia sangre».
—No me lo creo —comentó Locke—. ¿Una entrevista de buena fe, después de lo sucedido?
—No puede ser de Camorr —dijo Barsavi—. Yo sí que me he hecho camorrí después de llevar aquí tanto tiempo, lo soy más que los nacidos en este lugar. Pero no ese hombre —Barsavi movió vigorosamente la cabeza para dar más énfasis a sus palabras—. No puede comprender la infamia que ha hecho para conseguir mi atención, ni el oprobio con el que mis hijos y yo tendremos que cargar a la hora de negociar con él. Está perdiendo el tiempo con esta carta… y, además, ese tratamiento de plural mayestático. ¡Qué tipo tan afectado!
—Señoría, ¿y si fuera consciente de lo que hizo?
—Esa posibilidad es muy remota, Locke —el Capa rió entre dientes—. Si hubiera recapacitado en lo que se disponía a hacer, no lo hubiese hecho.
—Lo hubiera hecho si quería que la entrevista en el Agujero del Eco fuese una encerrona. Si quisiera haceros salir de la Tumba Flotante para que fuerais a un lugar donde pudiera causaros daño.
—Una vez más tu prudencia —dijo Barsavi, sonriendo con tristeza—. Ya se me había ocurrido, Locke, pero no lo considero posible… Más bien creo que él piensa que, si me asusta lo suficiente, podrá negociar en términos ventajosos para él. Voy a ir al Agujero del Eco. Me entrevistaré con él. Y, en lo que concierne a mis consejeros, me llevaré a mis hijos, a las hermanas Berangias y a cien de mis mejores y más crueles hombres. Y también te llevaré a ti y a tu amigo Jean.
El corazón volvió a latirle a Locke en el pecho como si fuera un pájaro enjaulado. Y estuvo a punto de gritar.
—Por supuesto —dijo—. Por supuesto. Jean y yo haremos lo que nos pidáis. Os… agradezco la deferencia.
—Bien. Porque sólo negociaré con dardos, espadas y puños. Si ese montón de mierda gris cree que va a dictarme sus condiciones sobre el cuerpo de mi única hija, se encontrará con una sorpresa.
Locke apretó los dientes al recordar las palabras del Rey Gris: «Sé que puedo sacarle de esa húmeda fortaleza suya».
—Capa Barsavi —dijo Locke—, ¿habéis considerado… bueno, todas esas cosas que se dicen acerca del Rey Gris, que puede matar a los hombres sólo con tocarlos; que puede atravesar las paredes; que no puede ser herido por espadas o flechas?
—Cuentos de borrachos. Hace lo mismo que yo cuando conquisté esta ciudad: se oculta y elige sabiamente sus blancos —el Capa suspiró—. Admito que es bueno, quizá tan bueno como yo lo era. Pero no es ningún fantasma.
—Quizá haya que contar también… —dijo Locke, pasándose la lengua por los labios. ¿Cuántas cosas de las que se estaban diciendo llegarían a oídos del Rey Gris? Había sido capaz de desenmarañar bastante bien los secretos de los Caballeros Bastardos. Al infierno con él— con un mago mercenario.
—¿Al servicio del Rey Gris?
—Sí.
—Locke, lleva haciendo en la ciudad toda serie de vejaciones durante los últimos meses. Eso podría explicar algunas cosas, pero el coste… el coste. Ni siquiera yo podría pagar los costes de un mago mercenario durante tanto tiempo.
—Los halcones-escorpión —dijo Locke— no fueron creados por los magos mercenarios. Aunque, por lo que sé, son los únicos que cuidan de ellos. ¿Podría un halconero… ordinario entrenar a un ave capaz de matarle accidentalmente con su aguijón? —Vaya tontería, aunque bastante buena, pensó—. Quizá el Rey Gris no hubiera necesitado a uno de ellos todo ese tiempo. ¿Y si el mago mercenario acabara de llegar? ¿Y si sólo hubiera sido contratado para unos pocos días, los que están por llegar, los que son más cruciales para los planes del Rey Gris? Quizá el Rey Gris hubiera hecho correr los rumores sobre sus poderes… para lo que está por llegar.
—Fantástico —dijo Barsavi—, eso explicaría muchas cosas.
—Explicaría por qué al Rey Gris no le importa ir solo y desarmado a la entrevista, escudado en uno de los magos de la Liga que puede hallarse o no presente.
—Eso no cambia la decisión que acabo de tomar —Barsavi apretó con una mano el puño que acababa de hacer con la otra—. Si uno de los magos de la Liga puede vencer a cien puñales, a ti y a mí, a mis hijos, a mis hermanas Berangias, a tu amigo Jean y a sus hachas… entonces será que el Rey Gris ha elegido sus armas mejor que yo. Pero, en lo que a mí concierne, no lo creo.
—¿Pero no descartáis la posibilidad? —insistió Locke.
—No, no la descarto —Barsavi posó una mano en el hombro de Locke—. Debes disculparme, muchacho, por lo sucedido.
—No hay nada que disculpar, vuestra señoría. —Cuando el Capa cambia de conversación, es que da por concluido aquello de lo que está hablando, pensó—. Lo sucedido no fue… por vuestra culpa.
—Es mi guerra. Es a mí a quien el Rey Gris quiere despedazar.
—Me ofrecisteis un gran trato, señor —Locke se humedeció los labios que se le habían quedado secos—. Mucho me complacerá ayudaros a acabar con ese bastardo.
—Así será. El Día del Duque, a las nueve de la noche, comenzaremos a reunirnos. Anjais se pasará por el Último Error para recogeros a ti y a Jean.
—¿Qué hacemos con los Sanza? Son buenos con los puñales.
—Y con las cartas, por lo que he oído. Me gustaría llevarlos con nosotros, pero son disparatados y chistosos. Para un asunto tan serio necesito gente seria.
—Como digáis.
—Y ahora —Barsavi cogió un pañuelo de seda de uno de los bolsillos de su chaleco y se enjugó con él ojos y mejillas—, déjame, por favor. Vuelve mañana por la noche vestido de sacerdote. Ya he convocado a los demás sacerdotes del Benefactor. Quiero que ella disponga… del ritual apropiado.
A su pesar, Locke se sintió halagado. El Capa sabía que todos los pupilos del padre Cadenas eran iniciados en el culto al Benefactor, y que Locke era todo un sacerdote, aunque hasta aquel momento jamás le hubiera pedido que realizara ningún oficio.
—Por supuesto —dijo con voz tranquila.
Y salió, dejando al Capa bajo la ensangrentada luz de la mañana y, por segunda vez, solo en el corazón de su fortaleza sin más compañía que la de un cadáver.
—Caballeros —decía Locke mientras, resoplando y malhumorado, cerraba la puerta de sus habitaciones en la séptima planta—, esta semana ya nos hemos mostrado bastante, así que estaremos fuera del templo hasta nuevo aviso.
Jean se sentaba en una silla enfrente de la puerta, las hachas encima de los muslos, el gastado volumen de los romances de Kor en las manos. Bicho roncaba encima de un jergón, tumbado en una de esas posiciones tan poco recomendables que siempre suelen dar un ataque de artritis a los que no son demasiado jóvenes ni muy despreocupados. Los Sanza se sentaban junto a la pared del fondo, echando una partida de cartas un tanto deshilvanada; levantaron la mirada cuando entró Locke.
—Nos hemos librado de una complicación —dijo él— para meternos de cabeza en otra, y la muy cabrona muerde.
—¿Qué noticias nos traes? —preguntó Jean.
—Las peores —Locke se dejó caer en una silla, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos—. Nazca ha muerto.
—¿Qué? —Calo se levantó de un salto; Galdo no se quedó atrás—. ¿Cómo sucedió?
—Por obra del Rey Gris. Debió de ser a lo que se refería cuando anoche, mientras yo era su invitado, dijo que tenía que hacer algo más. Y luego le devolvió a su padre el cadáver, pero metido en una cuba de pises de caballo.
—Por los dioses —dijo Jean—. Lo siento mucho, Locke.
—Y ahora —prosiguió Locke—, se supone que tú y yo debemos ir con el Capa para vengarla en el transcurso de la «conferencia clandestina» que tendrá lugar dentro de tres noches. Y que, dicho sea de paso, será en el Agujero del Eco. Y la idea que el Capa tiene de la clandestinidad es la de cien puñales a la carga con los que cortar en pedacitos al Rey Gris.
—Cortarte a ti en pedacitos, querrás decir —dijo Galdo.
—Muchas gracias, pero soy plenamente consciente de los riesgos de pavonearse por ahí con las ropas del Rey Gris. Y ahora estoy discutiendo conmigo mismo si debo o no colgarme una diana en el cuello. Ah, sí, y también si podré dividirme en dos antes del Día del Duque.
—Toda esta situación es una locura —molesto, Jean cerró el libro de golpe.
—Ya era antes una locura; pero ahora se ha vuelto maligna.
—¿Por qué mataría el Rey Gris a Nazca?
—Para llamar la atención del Capa —dijo Locke con un suspiro—. O para asustarle, lo que, ciertamente, no ha conseguido; o para joderle más allá de lo impensable, lo que sí ha conseguido.
—Ahora ya no habrá paz. El Capa matará al Rey Gris o morirá en el intento —Calo se paseaba furioso por la habitación—. El Rey Gris tiene que comprenderlo. No ha facilitado las negociaciones, las ha hecho imposibles. Por siempre jamás.
—Se me ha pasado por la mente —dijo Locke— que quizá el Rey Gris no nos haya contado todos sus planes.
—Entonces salgamos por la Puerta del Vizconde —dijo Galdo—, podemos pasar la tarde preparando el transporte y nuestras pertenencias. Podemos hacer las maletas con toda nuestra fortuna y desaparecer en la carretera. Joder, si no somos capaces de rehacer nuestras vidas con cuarenta mil coronas en la punta de los dedos, es que no nos merecemos vivir. Podríamos comprar unos títulos en Lashain; nombrar conde a Bicho y convertirnos en su séquito.
—O nombrarnos condes a nosotros mismos —dijo Calo— y convertir a Bicho en nuestro séquito. Que vaya de aquí para allá. Sería bueno para su educación moral.
—No podemos hacer nada de eso —dijo Locke—. Hay que suponer que el Rey Gris nos seguirá a donde vayamos, o quizá eso lo haga el mago mercenario. Mientras el halconero siga a su servicio no podemos huir. Ésa no es nuestra primera alternativa.
—¿Y cuál es la segunda?
—La que ahora estamos siguiendo, o, al menos, la que yo sigo. Podemos seguir con el plan primitivo: dejar todas las cosas preparadas y, si ya no vemos ninguna otra alternativa y tenemos que salir corriendo, ponernos los arreos y salir con los caballos.
—Lo que sólo nos deja por resolver la adivinanza —dijo Jean— de cómo podrás escaparte la misma noche que debes acudir a la entrevista del Agujero del Eco.
—No es ninguna adivinanza —dijo Locke—. El Rey Gris nos tiene cogidos; pero sabemos que podemos hacernos los locos con Barsavi. Por tanto, me haré pasar por el Rey Gris y buscaré una excusa para no acudir a la entrevista del Capa sin que nos vaya a ejecutar por negarnos a ir con él.
—Tiene que ser una buena excusa —dijo Jean.
—¿Y si eso no fuera necesario? —Calo señaló a su hermano—. Uno de los dos podría hacerse pasar por el Rey Gris, y así tú y Jean podríais acompañar a Barsavi tal y como se os ha ordenado.
—Sí —dijo Galdo—, es una idea excelente.
—No —dijo Locke—. Por dos razones. La primera es que soy mejor actor que cualquiera de vosotros dos, y lo sabéis. Da la casualidad de que los dos sois un poquitín famosos. No podemos arriesgarnos. Y la segunda porque, mientras esté haciendo de Rey Gris, todo el mundo se olvidará de vosotros. Tendréis la posibilidad de ir a donde queráis. Prefiero que nos esperéis en alguno de nuestros puntos de encuentro con el transporte dispuesto, por si las cosas salen mal y tenemos que huir.
—¿Y qué hay de Bicho?
—Bicho —dijo el propio Bicho— ha estado haciendo como que roncaba en estos últimos minutos. Además, conozco el Agujero del Eco; solía ocultarme en él cuando estaba en la banda de la Colina de las Sombras. Me esconderé debajo del suelo, al lado de la cascada y vigilaré por si pasa algo.
—Bicho —dijo Locke—, ¿tú…?
—Si no te gusta mi plan, no tendrás más remedio que encerrarme. Necesitas un observador, y el Rey Gris no te prohibió que tuvieras algunos amigos acechando por las proximidades. Eso es lo que yo hago. Acechar. Y ninguno de vosotros puede hacerlo porque sois más grandes, más lentos y más ruidosos y…
—Por los dioses —dijo Locke—, mis días de garrista están contados; el duque Bicho está dictando los términos de su servicio. De acuerdo, Excelencia. Os asigno un trabajo que os mantendrá cerca de mí… pero acecharéis cuando yo os lo diga, ¿de acuerdo?
—¡Cojonudo! ¡De acuerdo!
—Entonces ya está todo dicho —dijo Locke—, y si nadie más siente la imperiosa necesidad de imitar al grande y al poderoso, o si no quiere matar a cierto amigo mío, creo que podré echar un sueñecito.
—Lo de Nazca ha estado muy, pero que muy, mal —dijo Galdo—, ¡qué hijo de la gran puta!
—Sí —dijo Locke—. De hecho, esta misma tarde voy a comentar con él ese asunto. Con él o con su payaso de mago, con cualquiera de los dos que se presente.
—La vela —dijo Jean.
—Sí. Cuando ambos hayamos terminado lo que tenemos que hacer, después de la Falsa Luz, me aguardarás en El Último Error. Yo me quedaré sentado aquí y esperaré a que aparezcan —Locke hizo una mueca—. Espero que esos cabrones disfruten subiendo por nuestras escaleras.
El día fue claro y apacible, y la tarde más fresca de lo que solía serlo en Camorr; Locke estaba sentado en las habitaciones del séptimo piso, con las ventanas abiertas y las pringosas cortinas echadas, mientras el cielo púrpura se iluminaba con los gallardetes cada vez más nítidos de la luz espectral.
La vela del halconero ardía sin llama encima de la mesa que albergaba las sobras de la frugal cena de Locke, al lado de una botella de vino medio vacía. La otra mitad de aquella botella calentaba el estómago de Locke mientras éste se sentaba enfrente de la puerta, dándose un masaje en la venda limpia con la que Jean, antes de marcharse al Último Error para ocupar allí su puesto, había insistido en vendarle el brazo.
—Guardián Avieso —dijo Locke, hablando a solas—, si por algún motivo he podido ofenderte, no me castigues del retorcido modo que sueles emplear. Y si no te he ofendido, espero que aún me encuentres divertido —flexionó los dedos del brazo herido con una nueva mueca de dolor y tomó nuevamente el vaso y la botella.
—Una libación al aire para una amiga ausente —dijo, mientras llenaba el vaso con aquel vino rojo y oscuro, una retsina Nacozza que procedía de los viñedos que Salvara tenía río arriba. Un regalo que le había hecho a Lukas Fehrwight después de que éste se fuera de su barcaza de recreo, hacía ya muchos días de aquello… o quizá no tantos. Era como si ya hubiera pasado toda una vida—. Echamos de menos a la señorita Nazca Barsavi y le deseamos todo lo mejor. Era una excelente garrista que intentaba ayudar a su pethon en una situación que ninguno de ambos podía resistir. Se merecía algo mejor. Humíllame si así lo deseas, pero haz por ella todo lo que puedas. Te lo pido como servidor tuyo.
—Si deseas medir el arrepentimiento de un hombre —dijo el halconero— sólo tienes que observarle cuando cree comer a solas.
La puerta principal acababa de cerrarse tras el mago mercenario. Locke no la había visto abrirse, tampoco la había oído. La había cerrado con cerrojo a causa del asunto en que estaban comprometidos. El halconero, que no llevaba a su ave, vestía la misma casaca gris de grandes faldones y puños de escarlata, adornada con botones de plata, que Locke le había visto la noche anterior. Sobre la cabeza llevaba echada hacia atrás una gorra de terciopelo gris, adornada con un alfiler de plata que sujetaba una pluma, evidentemente, de Vestris.
—Jamás había visto a un hombre tan arrepentido —prosiguió—. Ni jamás me habían cansado tanto unas escaleras.
—Tu cansancio me parte de pena el corazón —comentó Locke—. ¿Dónde está tu halcón?
—Volando en círculos.
De repente, Locke reparó en las ventanas abiertas, que hasta aquel momento le habían parecido bien como estaban. Las mallas que las cubrían no impedirían entrar al halcón.
—Esperaba que quizá te acompañara tu amo.
—Mi cliente —rectificó el mago mercenario— está ocupado con otro asunto. Yo hablo por él y le repetiré lo que me diga. Suponiendo que tenga algo que decirme.
—Siempre tengo algo que decir —comentó Locke—. Palabras como «completamente lunático». Y «jodido idiota». ¿Acaso se os ocurrió a ti o a tu cliente que la única manera segura de conseguir que un camorrí jamás negociara con vosotros de buena fe era matar a alguien de su sangre?
—Cielos —dijo el halconero—. Ésta sí que es una mala noticia. Y eso que el Rey Gris estaba seguro de que Barsavi interpretaría el asesinato de su hija como un gesto amistoso —el halconero enarcó las cejas—. Y ahora le preguntaré si eso que me ha dicho quiere decírselo por usted mismo o si quiere que salga corriendo para darle tan estupenda revelación.
—Qué gracioso eres, chupapollas de medio cobre. Mientras acepto bajo coacción hacer cabriolas por ahí vestido como tu amo tendrás que admitir que devolverle a su única hija metida en una cuba de meados va a complicar mi puto trabajo.
—Qué pena —dijo el mago de la Liga—, pero el trabajo sigue en pie, lo mismo que la coacción.
—Halconero, Barsavi me quiere de su parte en la entrevista. Me lo ha pedido esta mañana. Quizá antes hubiera podido escabullirme, pero no ahora. El asesinato de Nazca me ha metido en un atolladero de cojones.
—Usted es la Espina de Camorr. Yo, personalmente, me sentiría muy decepcionado si no diera con la manera de vencer esta nueva dificultad. Lo de Barsavi es una petición; lo de mi cliente, un requerimiento.
—Tu cliente no me contó todo lo que debía.
—Puede estar seguro de que conoce su oficio mejor que usted el suyo —con los dedos de la mano derecha, el halconero movía de un lado para otro un hilo delgado que tenía un extraño brillo plateado.
—Condenación —musitó Locke, entre dientes—. Quizá no me importe lo que le suceda al Capa, pero Nazca era amiga mía. La coacción puedo aceptarla; pero el mal por simple diversión, no. Vosotros, cabrones, no teníais necesidad de hacer lo que le hicisteis.
El halconero estiró los dedos y el hilo relució, convertido en una especie de trampa para gatos en miniatura; luego movió lentamente los dedos, estirando algunas partes y aflojando otras, con la misma destreza con que los Sanza se pasaban la moneda por el dorso de la mano.
—No puedo decirle —dijo el brujo— qué peso acaba de caer sobre mi conciencia al enterarme de que hemos perdido su graciosa aquiescencia.
Entonces musitó una palabra; una simple sílaba en una lengua que Locke no conocía. Aquel sonido denotaba algo malo y cobarde; resonó en la habitación como si proviniera de muy lejos.
Las contraventanas de madera que estaban detrás de Locke se cerraron de golpe y él saltó de la silla.
Una tras otra, las demás ventanas se cerraron violentamente y sus pequeños cierres quedaron echados, manejados por una mano invisible. El halconero movió nuevamente los dedos, y la red que tenía entre las manos brilló, y Locke se ahogó… y sintió un repentino dolor en las rodillas como si éstas hubieran recibido sendas patadas por ambos lados.
—Ésta es la segunda vez —dijo el mago de la Liga— que me habla a la ligera. Como no consigo descubrir por qué puede parecerle tan divertido, me veo obligado a insistir en las instrucciones de mi cliente, tomándome mi tiempo mientras lo hago.
Locke rechinó los dientes; cuando el dolor de sus rodillas se hizo más intenso y éstas palpitaron e irradiaron el dolor a otras partes, acudieron a sus ojos unas lágrimas que no deseaba. Entonces sintió como si una llama de hielo le atenazara la rótula por detrás; incapaz de sostener su propio peso, cayó hacia delante; y mientras, infructuosamente, se agarraba las piernas con una mano, con la otra intentó apoyarse en la mesa. Miró al mago mercenario e intentó hablar, descubriendo que los músculos del cuello se le llenaban de espasmos.
—Es una propiedad, Lamora. Pertenece al Rey Gris. A él no le importa que Nazca Barsavi fuera amiga suya; tuvo el infortunio de ser hija del padre que los dioses le asignaron.
Los espasmos bajaron por la columna vertebral de Locke hasta llegar a los brazos, luego descendieron por las piernas para encontrarse con el dolor helado como de mordedura que las atenazaba, y se mezclaron con él en una amalgama monstruosa. Cayó de espaldas, boqueando y estremeciéndose, el rostro convertido en una máscara ritual, las manos retorcidas como garras por encima de su cabeza.
—Parece un insecto arrojado al fuego. Y esto es una simple muestra de mi arte. No sabe lo que podría hacerle si tuviera su auténtico nombre bordado en una tela o escrito sobre un pergamino… Es evidente que «Lamora» no es el apellido que le dieron; es el término que en el lenguaje del Trono de Therin significa «sombra». Pero su nombre de pila, ahora que… me bastaría con él si tuviera que emplearlo.
El halconero movió los dedos de adelante hacia atrás, haciéndose borroso para Locke, estirando y encogiendo los hilos de plata al tiempo que el tormento de Locke crecía en proporción directa al movimiento de aquel diseño reluciente. Sus talones golpeaban el suelo, sus dientes castañeteaban en su mandíbula; era como si alguien intentara sacarle los huesos de los muslos cortándolos con unos carámbanos. Una y otra vez intentó aspirar el aire suficiente para poder gritar, pero sus pulmones no se movían; tenía la garganta llena de espinas y el mundo se iba volviendo negro y rojo en los márgenes…
Cuando terminó fue muy doloroso; yacía en el suelo como si no tuviera huesos, sintiendo los fantasmas del dolor latiendo en todo su cuerpo. Las lágrimas le caían por las mejillas.
—No es un hombre particularmente inteligente, Lamora. Un hombre inteligente jamás me hubiera hecho perder el tiempo de forma deliberada. Un hombre inteligente hubiera comprendido los matices de la situación en que se encontraba sin necesidad de… tener que repetirla.
Otro movimiento de lo que Locke veía de color plateado con el rabillo del ojo, y un nuevo dolor brotó de su pecho, como si una flor de fuego le rodeara el corazón. Podía sentirla allí dentro, quemándole en el propio centro de su ser; le daba la impresión de que podía oler la carne que crepitaba por el fuego, mientras el aire de sus pulmones se calentaba tanto como el pan en el horno. Locke gimió, se retorció, echó la cabeza hacia detrás y, finalmente, gritó.
—Le necesito —dijo el halconero—, así que me dominaré para que sea humilde y agradecido. Sus amigos son otro cantar. ¿Qué tal si le hago esto mismo a Bicho, mientras usted lo ve? ¿Y si se lo hago a los Sanza?
—No… por favor, no —exclamó Locke, doblado en dos por la agonía, agarrándose con ambas manos la parte izquierda del pecho. Entonces cayó en la cuenta de que se estaba desgarrando la camisa, como si fuera un animal enloquecido de dolor—. ¡A ellos no!
—¿Por qué no? No significan nada para mi cliente. Son prescindibles.
El dolor ardiente disminuyó, produciéndole a Locke una nueva conmoción al desaparecer por completo. Se acurrucó sobre un costado, respirando afanosamente, sin poder creer que un dolor tan fuerte pudiera desaparecer tan deprisa.
—Otra palabra hiriente —dijo el mago—, otra observación ocurrente, otra exigencia más, cualquier atisbo de cualquier cosa que no sea la más completa abyección, y ellos pagarán el precio de su orgullo —levantó de la mesa el vaso de retsina y lo probó. Luego chasqueó los dedos de la otra mano y el líquido del vaso se desvaneció en un instante, evaporado sin un asomo de llamas—. ¿Hemos conseguido librarnos de todos los malentendidos?
—Sí —dijo Locke—, de todos. Sí. Por favor, no les hagas daño. Cumpliré lo exigido.
—Claro que lo cumplirá. Le he traído la ropa que llevará en el Agujero del Eco. La encontrará al otro lado de la puerta. Es teatralmente apropiada. Creo que no será necesario decirle que haga bien su papel; estará en el Agujero del Eco a las diez y media de la noche, para la entrevista. Yo le guiaré desde allí y le diré lo que tenga que decir.
—Barsavi —Locke tosió—. Barsavi… intentará matarme.
—¿Acaso pone en duda que puedo seguir castigándole en este sitio todo lo que yo quiera hasta que enloquezca de dolor?
—No… no.
—Entonces no debe poner en duda que le protegeré de cualquier despropósito que el Capa pueda emplear contra usted.
—¿Y cómo vas a decirme lo que debo decir?
—No necesito el aire —dijo la voz del mago de la Liga, resonando en la cabeza de Locke con tanta fuerza que le hizo estremecerse— para que mis instrucciones lleguen hasta usted. Cuando, en la entrevista con Barsavi, necesite algo, yo se lo daré. Cuando tenga que exigir algo o aceptar alguna exigencia, yo le diré cómo habrá de proceder. ¿Está claro?
—Sí… sí. Perfectamente claro. Gracias.
—Debería estar agradecido por lo que mi cliente y yo hemos hecho por usted. Mucha gente tiene que esperar años para gozar de la gracia de Capa Barsavi. Eso es lo que nosotros le hemos servido en bandeja. ¿No somos generosos?
—Sí… ciertamente.
—Así es. Ahora le sugiero que encuentre el medio de librarse del servicio que le ha pedido. Así podrá concentrarse en el otro servicio que requerimos de usted. No queremos que divida su atención en el crítico momento, porque eso le causaría angustia.
El Último Error estaba medio vacío, un fenómeno que Locke jamás había presenciado con anterioridad. Las conversaciones habían enmudecido, las miradas eran frías y pesarosas, las bandas se hacían notar por su ausencia. Los hombres y las mujeres llevaban ropa que abrigaba más de lo que exigía la estación; más capas cortas, más casacas y más chalecos largos. Así era más fácil llevar armas debajo sin que se notara.
—¿Qué diablos te ha sucedido?
Jean se levantó para ayudarle a sentarse; ambos se dirigieron a la mesita que se encontraba cerca de una de las paredes agrietadas de la taberna desde donde se podía ver bien la puerta. Locke se sentó en una silla con un leve eco de los dolores imaginarios del halconero aún en las articulaciones y los músculos del cuello.
—El halconero —explicó en voz baja— quería exponer unas cuantas opiniones y, como ves, no resultó tan encantador como suponía —pasó un dedo por su camisa rota y suspiró—. Ahora la cerveza, la puta más tarde.
Jean le pasó una jarra de cerámica llena de la reconfortante cerveza negra de Camorr, y Locke se bebió la mitad en dos sentadas.
—Bueno —dijo después de limpiarse la boca—, creo que no fue acertado decirle lo que le dije. No creo que los magos de la Liga estén acostumbrados a que los insulten.
—¿Pudiste hacer algo?
—Nada —Locke se bebió la cerveza que le quedaba y dejó la jarra boca abajo antes de depositarla encima de la mesa—. Fue algo espantoso. Creía que me iba a morir, aunque en cierto modo fue aleccionador.
—Ese cabrón —Jean se estrujó las manos—. No sabes lo que le haría antes de matarle. Abrigo la esperanza de poder echarle el guante.
—Resérvate para el Rey Gris —musitó Locke—. He pensado que, si sobrevivimos a lo que vaya a suceder el Día del Duque, tendremos que impedir que vuelva a contratar al halconero. Y cuando el mago de la Liga le deje…
—Le haremos otra visita al Rey Gris. Con puñales.
—Correcto. Le seguiremos, si eso es lo que hay que hacer. No sabíamos en qué invertir nuestro dinero… bueno, pues podemos empezar por ahí. Sea lo que sea que haya planeado ese bastardo, cuando ya no pueda pagar a su mago le enseñaremos lo mucho que nos gusta que nos peguen como si fuéramos simples pelotas. Aunque tengamos que seguirle por el Mar de Hierro y rodear el cabo de Nessek y llegar a Balinel en el Mar de Bronce.
—No está mal el plan. ¿Qué vas a hacer esta noche?
—¿Esta noche? —repitió Locke con un gruñido—. Seguiré el consejo de Calo. Me voy a dar un paseo por la Cofradía de los Lirios y llenarme la cabeza con chicas. Ellas la devolverán a su situación normal por la mañana, cuando ya se hayan cansado de mí; ya sé que tendré que pagarles un extra, pero no me importa.
—Debo de estar volviéndome loco —dijo Jean—. Ya han pasado tres años y en todo ese tiempo, has estado…
—He estado frustrado y necesito un descanso y ella está a más de mil kilómetros de distancia y creo que, a fin de cuentas, también soy humano, por todos los diablos. Así que no me esperes levantado.
—Iré contigo —dijo Jean—. No es conveniente ir solo en una noche como ésta. La ciudad está soliviantada, ahora que ha corrido la noticia de la muerte de Nazca.
—¿No es conveniente? —Locke se rió—. Jean, soy el hombre más a salvo de Camorr. Sé positivamente que soy el único a quien nadie quiere matar esta noche. Al menos hasta que dejen de tirar de mis cuerdas.
—No funciona —dijo, cuando apenas habían pasado dos horas—. Lo siento, no… no es culpa tuya.
La habitación era cálida, oscura y muy acogedora, bien ventilada por el suave shh-shh-shh de un abanico de madera que se movía de uno a otro lado oculto en un respiradero. Unas norias daban vueltas fuera de la adornada casa de la Cofradía de los Lirios, en el extremo norte de la Trampa, moviendo las correas y cadenas que transmitían el movimiento a sus diversos mecanismos de bienestar.
Locke yacía en una cama grande, provista de un suave colchón de plumas y sábanas de seda, que se encontraba cubierta por un baldaquín. Se tumbaba desnudo bajo la suave luz roja de un globo alquímico, apenas más fuerte que el escarlata del claro de luna, y admiraba las suaves curvas de la mujer que le estaba pasando las manos por la cara interior de los muslos. Olía como el vino de manzanas calentado con especias y almizcle de cinamomo. Pero él no parecía excitarse.
—Felice, por favor —dijo—, no ha sido buena idea.
—Estás tenso —susurró Felice—. Es evidente que te obsesiona algo, y este corte del brazo… no creo que te sea de gran ayuda. Déjame intentar unas cuantas cosas más. No hay nada que más me guste que un desafío… profesional.
—No sé qué otra cosa podría serme de ayuda.
—Hmmm —Locke pudo escuchar lo compungida que parecía su voz, aunque, bajo aquel crepúsculo rojo, apenas viera de su rostro más que unas suaves líneas de sombra—. Hay vinos, como bien sabes. Alquímicos, de Tal Verrar. Afrodisíacos. No son baratos, pero servirán —acarició el estómago de él, jugando con la delgada línea de vello que corría por su parte central—. Pueden hacer milagros.
—No necesito vino —dijo él con voz distante, cogiéndole la mano y apartándola de su piel—. Dioses, no sé lo que necesito.
—Entonces, permíteme una sugerencia —ella se movió por la cama hasta que se puso de rodillas junto a su pecho. Con un movimiento preciso (debajo de aquellas curvas también había músculos) se puso a horcajadas encima de su estómago y comenzó a masajear los músculos de su cuello y de su espalda, alternando el masaje con suaves caricias.
—Sugerencia… uhh… aceptada.
—Locke —dijo Felice, cambiando la voz que solía emplear en la habitación, llena de susurros y del haré-todo-lo-que-quieras-para-complacerte que formaba parte de las ilusiones más apreciadas en su oficio—, ¿sabías que nuestras asistentas de la salita de espera nos cuentan los deseos del cliente en cuanto nos entregan la comisión?
—Eso había oído.
—Bueno, pues tú dijiste que querías una pelirroja.
—Uh… más abajo, por favor… ¿qué quieres decir?
—Que sólo hay dos pelirrojas en los Lirios —dijo ella—, y que todo el tiempo solicitan sus servicios. Pero la cuestión es que unos quieren una pelirroja en general y otros una pelirroja en particular.
—Oh…
—Los que quieren una pelirroja en general, pasan el rato y se van. Pero tú… querías una pelirroja en particular. Y yo no doy el tipo.
—Lo siento… Ya te dije que no tenías la culpa.
—Lo sé. Es muy amable por tu parte.
—No me importa haberme gastado el dinero.
—Y eso también es un buen detalle —dijo ella, sonriendo entre dientes—. Pero si no lo hubieras hecho, la habitación se habría llenado de tipos fornidos con garrotes a los que les importan un pito mis pobres sentimientos.
—Mira —dijo Locke—, prefiero esta charla contigo a todas esas chorradas de antes del tipo cómo-puedo-agradarte-amo.
—A algunos hombres les gustan las putas sinceras. Otros sólo quieren oírles decir lo maravillosos que son —le estaba masajeando los músculos del cuello con la parte posterior de las palmas—. Todo es un negocio. Pero, como te decía, dabas la impresión de estar buscando a alguien. Y ahora te has dado cuenta.
—Lo siento.
—No es necesario que te estés disculpando todo el tiempo conmigo. Eres el único que tiene a su enamorada a medio continente de distancia.
—Por los dioses —refunfuñó Locke—. Si encuentras en Camorr a alguien que no lo sepa, te daré cien coronas, te lo juro.
—Pues yo acabo de enterarme por uno de los Sanza.
—¿Uno de los Sanza? ¿Cuál de los dos?
—No lo sé. Insistieron en decírmelo a oscuras.
—Voy a cortarles sus malditas lenguas.
—Oh, shhh —le acarició los cabellos—. No lo hagas, por favor. Ésas nos hacen a las chicas muy buenos servicios.
—Hmmmf.
—Pobre niño tonto. Lo estás pasando mal por ella. Sólo puedo decirte, Locke, que estás jodido —Felice rio en sordina—, pero no por mí.