Jean Tannen
Locke creció bastante en el transcurso del primer año que pasó con Cadenas, aunque no todo lo que a él le hubiera gustado; y a pesar de que no era fácil adivinar su edad con cierta exactitud, era evidente que tenía más años de los que indicaba su cuerpecillo achaparrado.
—Te faltaron bastantes alimentos cuando eras muy pequeño —le decía Cadenas—. Estás mucho mejor desde que llegaste a este lugar, pero sospecho que siempre serás un poquito… bueno, de estatura mediana.
—¿Siempre?
—No te sientas demasiado contrariado —Cadenas se tocó con las manos la prominente barriga y cloqueó—. Un hombre pequeño puede escapar de apuros de los que no podría librarse un hombre más grande.
Luego tuvo que asistir a clase, siempre a clase. Más aritmética, más historia, más geografía, más lengua. En cuanto Locke y los Sanza tuvieron una base sólida para hablar en vadraní, Cadenas comenzó a instruirles en la fonética. Pasaban varias horas a la semana en compañía de un hombre de Vadran que remendaba velas, el cual, mientras iba pasando sus largas y espantosas agujas por metros y metros de velas plegadas, les echaba en cara su «torpe destrozo bucal» de la lengua del norte. Ellos intentaban hablar de cada una de las materias que dominaba aquel hombre, pero él corregía hasta la exasperación cualquier consonante que fuera demasiado corta y cualquier vocal que fuese demasiado larga. También hay que decir que, a medida que se prolongaban las sesiones, se iba poniendo cada vez más colorado y beligerante, pues Cadenas pagaba sus servicios con vino.
Hubo exámenes, algunos sencillos y otros no tanto. Cadenas ponía a prueba constantemente, y casi implacablemente, a sus muchachos; pero cuando había acabado cada nueva pregunta siempre les hacía subir al tejado del templo para explicarles lo que quería de ellos, así como el significado de las penas sufridas. Su sinceridad hacía que aquellos juegos a los que les sometía fueran más llevaderos, por no hablar de que conseguían el efecto añadido de unir a Locke, a Calo y a Galdo en contra de todo lo que les rodeaba. Cuanto más los ataba Cadenas en corto, más amigos se hacían los muchachos, y cuanto con más agrado trabajaban ellos juntos, menos les tenía que decir él que prepararan un plan entre todos.
La llegada de Jean Tannen cambió todo aquello.
Era el mes de Saris, en el septuagésimo séptimo año de Iono, a finales de un otoño inusualmente seco y frío. Las tormentas que azotaran el Mar de Hierro habían respetado curiosamente Camorr, ya fuera por algún capricho de los vientos o de los dioses, y las noches eran más agradables que cualesquiera otras que Locke recordara. Se sentaba en las gradas al lado del padre Cadenas, doblando los dedos y aguardando ansioso la llegada de la Falsa Luz, cuando descubrió al Hacedor de Ladrones cruzando la plaza que conduce a la Casa de Perelandro.
Los dos años pasados en ella habían atenuado el miedo que antaño sintiera Locke por su anterior maestro; pero no podía negar que aquel tipo viejo y delgaducho aún conservaba cierto magnetismo.
Los esqueléticos dedos del Hacedor de Ladrones se abrieron como un haz cuando hizo una reverencia, y los ojos se le encendieron al divisar a Locke.
—Mi querido y endiablado muchacho, no sabes qué placer siento al ver la vida tan provechosa que llevas en la Orden de Perelandro.
—El éxito se lo debe a tu antigua disciplina, por supuesto —la sonrisa de Cadenas le llegaba hasta la venda de los ojos—. Es lo que le ayudó a convertirse en el joven resuelto y moralmente crecido que es hoy.
—¿Crecido? —el Hacedor de Ladrones bizqueó delante de Locke, haciendo como si se concentrara—. Bueno, si insistes te concederé que ha crecido unos centímetros. Pero no importa. Te traigo al joven del que estuvimos hablando, el de la Esquina Norte. Da un paso adelante, Jean. No puedes ocultarte detrás de mí más de lo que te ocultaría una moneda de cobre.
Y era cierto que detrás del Hacedor de Ladrones se encontraba un chico, pues cuando aquel hombre mayor le obligó a que se mostrara ante todos, Locke comprobó que se le parecía en la edad; tendría unos diez años, aunque en todo lo demás fuese todo lo contrario. El chico nuevo era gordo, coloradote, con la forma de una pera sucia a la que le hubieran puesto un sombrerete grasiento de cabellos negros encima de la cabeza. Sus ojos eran grandes y nerviosos; todo el tiempo se estrujaba las manos.
—Ahhh —dijo Cadenas—. Ahhh. No soporto verlo, aunque las cualidades que el Señor de los Vigilados busca en sus sirvientes no están al alcance de los ojos humanos. ¿Eres piadoso, muchacho? ¿Eres sincero? ¿Eres tan pleno como aquellos a quienes nuestro maestro celestial ha traído hasta este rebaño?
Y entonces dio a Locke una palmadita en la espalda, entre un estruendo de grilletes y cadenas. Por su parte, Locke se quedó mirando al recién llegado y no dijo nada.
—Así lo espero, señor —dijo Jean con voz tímida y asustada.
—Bien —dijo el Hacedor de Ladrones—, la esperanza es lo que nos hace capaces de vivir, ¿no es así, muchacho? El bondadoso padre Cadenas es ahora tu maestro. Te dejo a su cuidado.
—No al mío, sino al cuidado del más alto poder a quien sirvo —le corrigió Cadenas—. Oh, antes de que te vayas, toma esta bolsa que casualmente encontré esta mañana encima de las gradas del templo —y le tendió una pequeña bolsa de cuero bastante grasienta y repleta de monedas, que agitó en dirección a donde se encontraba el Hacedor de Ladrones—. ¿No será tuya por un casual?
—¡Diantre, lo es! ¡Vaya si lo es! —el Hacedor de Ladrones arrancó la bolsa de las manos de Cadenas y la hizo desaparecer en uno de los bolsillos de su casaca gastada por el uso—. ¡Qué feliz coincidencia! —luego se inclinó una vez más, se dio la vuelta y comenzó a andar en dirección a la Colina de las Sombras silbando de un modo disonante.
Cadenas se levantó, se frotó las piernas y batió palmas.
—Permitámonos poner fin por hoy a nuestros quehaceres cotidianos. Jean, te presento a Locke Lamora, uno de mis iniciados. Por favor, ayúdale a llevar este caldero al interior del santuario. Cuidado, que pesa.
Ambos chicos, el gordo y el flaco, subieron el caldero escaleras arriba y entraron en el húmedo santuario; el Sacerdote Sin Ojos recogió sus cadenas y subió con ellos hasta guarecerse en la seguridad de su interior. Después de que Locke manipulara el mecanismo de las paredes para cerrar las puertas del templo, Cadenas se sentó en el centro del patio.
—El amable caballero que acaba de dejarte a mi cuidado —dijo Cadenas— me contó que sabes hablar, leer y escribir en tres idiomas.
—Sí, señor —dijo Jean, mirando a su alrededor con gran turbación—: Los de Therin, Vadran e Issavrai.
—Muy bien. ¿Y eres capaz de hacer sumas un poco complicadas? ¿El balance de un libro de cuentas?
—Sí.
—Excelente. Entonces podrás ayudarme a contar los ingresos del día. Pero antes acércate y dame la mano. Así, muy bien. Y ahora, Jean Tannen, veremos si posees los talentos necesarios para convertirte en un iniciado de este templo.
—¿Qué… tengo que hacer?
—Nada, sólo coloca las manos encima de la venda que me cubre los ojos… No, así, suavemente. Y ahora cierra los ojos. Concéntrate. Deja que los pensamientos virtuosos que hay en tu interior suban como burbujas a la superficie…
—No me gusta —dijo Locke—. No me gusta nada.
Eran las primeras horas del día siguiente y él y Cadenas preparaban el desayuno; mientras Locke hervía una sopa, hecha con ajo cortado en lonchas y unos pequeños cubos oscuros de forma irregular, sobras de carne de vaca, Cadenas intentaba romper el lacre de un tarro de miel. Al fracasar con dedos y uñas volvía a la carga con un estilete, mascullando para sus adentros.
—¿Que no te gusta nada? Eso es una tontería —dijo la voz un tanto lejana de Cadenas— pues ni siquiera lleva un día con nosotros.
—Es gordo. Es fofo. No es uno de los nuestros.
—Claro que lo es. Le hemos mostrado el templo y la madriguera; le he tomado el juramento de pethon. Y le llevaré a ver al Capa dentro de uno o dos días.
—No me refiero a uno de nosotros, los Caballeros Bastardos. Me refiero a uno de los nuestros. No es un ladrón. Sólo es un gordo fofo…
—Un comerciante. Es hijo de comerciantes. Pero ahora es un ladrón.
—¡No robará nada! ¡No sirve para coger nada ni encantusar a nadie! Contó que antes de que nos lo trajeran llevaba muy pocos días en la colina. No es uno de los nuestros.
—Locke —Cadenas dejó de pelearse con el tarro de miel y le miró fijamente, el ceño fruncido—, Jean Tannen es un ladrón porque voy a educarle para que lo sea. Tienes que recordar que mi trabajo en este lugar es entrenar a ladrones de un tipo particular. ¿Todavía no te has dado cuenta?
—Pero es que él…
—Está mejor instruido que cualquiera de vosotros. Escribe de un modo muy claro y ágil. Entiende de negocios, de llevar las cuentas, del haber y del debe y de muchas otras cosas. Tu antiguo maestro sabía que yo podría encauzarle por el buen camino.
—Está gordo.
—Y yo también lo estoy. Y tú eres feo. Y Calo y Galdo tienen unas narices que parecen máquinas de asedio. Y a Sabetha le estaban saliendo granos en la cara la última vez que la vi. ¿No tienes nada mejor que decirme?
—Nos ha estado fastidiando toda la noche. No dejaba de llorar y no cerraba la boca.
—Lo siento —dijo una voz tímida a sus espaldas. Locke y Cadenas se volvieron (este último más despacio que el primero); Jean Tannen estaba de pie delante de la puerta que conducía a los dormitorios con los ojos enrojecidos—. No quería molestaros, pero no pude evitarlo.
—¡Ja! —Cadenas volvió a pelearse con el estilete y el tarro de miel—. Los chicos que viven en una madriguera de cristal no deberían hablar tan alto de los que se encuentran en la habitación de al lado.
—De acuerdo, no vuelvas a repetirlo, Jean —dijo Locke, bajando de un salto del taburete de madera donde solía subirse para llegar al fogón. Se dirigió a uno de los armaritos de las especias y comenzó a revolver los frascos, buscando algo—. La próxima vez cierra el pico y déjanos dormir. Calo, Galdo y yo no lloramos.
—Lo siento —dijo Jean, dando la impresión de que estaba a punto de llorar—. Lo siento, es que… mi madre. Mi padre, soy… soy huérfano.
—¿Qué? —Locke sacó un frasco de rábanos encurtidos que tenía un tapón de piedra como las pociones alquímicas—. Yo soy huérfano. Todos los que estamos aquí somos huérfanos. Cierra el pico y deja dormir a los demás. Los gimoteos no harán que tu padre y tu madre vuelvan a vivir.
Locke se volvió y dio dos pasos en dirección al fogón, de suerte que no pudo ver que Jean acababa de acercarse a él. Sólo sintió el brazo de Jean cuando éste le cogió del cuello por detrás; aquel abrazo no podía ser tan vigoroso, máxime cuando quien lo daba era un chico de diez años. Locke soltó los rábanos encurtidos; Jean le tiró al suelo, le dio la vuelta y luego le golpeó.
Los pies de Locke abandonaron el suelo en el mismo momento en que el frasco de los rábanos se estrellaba contra él; un segundo después la parte posterior de la cabeza de Locke rebotó contra la dura madera de la mesa, cayendo él al suelo y aterrizando dolorosamente sobre sus enjutas posaderas.
—¡Cierra el pico tú! —en aquellos momentos no había nada de mansedumbre en Jean; gritaba con el rostro encendido y lloraba a mares—. ¡Cierra el pico tú! ¡Cierra tu sucia boca! ¡Y no vuelvas a hablar jamás de mi padre y de mi madre!
Locke alzó las manos e intentó levantarse; uno de los puñetazos de Jean afectó tanto a su campo de visión que vio borroso medio mundo. Otro puñetazo le quitó del todo la visión y le obligó a retorcerse como una de esas galletitas con forma de lazo. Cuando recobró parte de sus sentidos abrazaba una pata de madera; la habitación daba vueltas a su alrededor como si bailara un minué.
—Wrrblg —dijo, la boca llena de sal y dolor.
—Ahora, Jean —dijo Cadenas, apartando a aquel peso pesado de Locke—, creo que tu mensaje ha sido recibido en todo lo que vale.
—Uff. Eso duele de verdad —dijo Locke.
—Sin rencor —Cadenas soltó a Jean, que abría y cerraba los puños mientras miraba a Locke y se estremecía—. Realmente te lo merecías.
—Uff… ¿sí?
—La verdad es que todos los que estamos aquí somos huérfanos —dijo Cadenas—. Mis padres murieron mucho antes de que nacieras. Tus padres se fueron hace ya muchos años. Lo mismo les pasó a Calo, a Galdo y a Sabetha. Pero Jean los perdió sólo hace cinco noches.
—Oh —Locke se levantó con un quejido—. No… no lo sabía.
—Pues ya lo sabes —Cadenas había conseguido abrir el tarro de miel; el lacre se rompió con un crujido perfectamente audible—. Siempre que no sepas las cosas que deberías saber, será el momento de cerrar tu maldito pico y de ser educado.
—Fue en un incendio —Jean aspiró profundamente sin dejar de mirar a Locke—. Ardieron vivos. Toda la tienda ardió. Se perdió todo —se volvió y regresó a los dormitorios, la cabeza gacha, frotándose los ojos.
Cadenas le dio la espalda a Locke y comenzó a darle vueltas a la miel para romper la cristalización que había tenido lugar en algunos puntos.
Entonces escucharon el eco del ruido que siempre hacía al caer la puerta secreta del templo que se encontraba más arriba, la puerta por la que se bajaba hasta la madriguera; momentos más tarde, Calo y Galdo entraban en la cocina, ambos vestidos con sus hábitos blancos de iniciados, ambos balanceando una tierna hogaza de pan en la cabeza.
—Ya hemos vuelto —dijo Calo.
—¡Con pan!
—¡Lo cual es obvio!
—¡No, vosotros sí que sois obvios!
Los gemelos se quedaron callados al ver que Locke se apoyaba en el borde de la mesa, los labios hinchados, la sangre goteando de las comisuras de la boca.
—¿Qué nos hemos perdido? —preguntó Galdo.
—Chicos —dijo Cadenas—, es posible que me olvidara de contaros algo la pasada noche, cuando os presenté a Jean. Vuestro antiguo maestro de la Colina de las Sombras me previno de que, aunque Jean suela hablar de un modo educado y tranquilo, posee un temperamento muy vivo y violento.
Moviendo la cabeza, Cadenas se acercó a Locke y le ayudó a mantener el equilibrio.
—Cuando el mundo deje de dar vueltas —dijo—, no te olvides de limpiar los rábanos y los vidrios rotos.
Aquella noche Locke y Jean se mantuvieron a saludable distancia el uno del otro en la mesa de la cocina, sin decir nada. Calo y Galdo se intercambiaron miradas de exasperación a un ritmo aproximado de varios cientos de veces por minuto, pero sin esforzarse en suscitar ninguna conversación. Los preparativos de la cena tuvieron lugar casi en silencio, con Cadenas aparentemente feliz por estar en tan hosca compañía.
Después de que Locke y Jean se hubieran sentado a la mesa, Cadenas puso delante de cada uno de ellos una caja tallada en marfil. Eran cuadradas, de aproximadamente treinta centímetros de lado, con tapas provistas de bisagras. Locke las reconoció inmediatamente por lo que eran: cajas resolutoras, delicados aparatos de Tal Verrar que empleaban complicados mecanismos, como molduras que se deslizaban y perillas de madera que giraban, con los cuales cualquiera que estuviera familiarizado con ellas podía hacer rápidamente una serie de operaciones matemáticas. Aunque conocía lo más básico del artilugio, habían pasado muchos meses desde la última vez que usara uno de ellos.
—Locke y Jean —dijo el padre Cadenas—. Atendedme, por favor. Tengo novecientos noventa y cinco solones de Camorr, y voy a tomar un barco para Tal Verrar. Me complacería mucho convertirlos en solari al llegar, teniendo el solar el valor de, ah, cuatro quintos de una corona de Camorr. ¿Cuántos solari me darían los cambistas sin deducir su comisión?
Jean abrió inmediatamente la tapa de su caja y comenzó a trabajar con ella, toqueteando las perillas, apretando las molduras y corriendo unas varitas de madera delante y detrás. Locke, confundido, intentó hacer lo mismo. Sus nerviosos toqueteos a la máquina no fueron lo suficientemente rápidos, de suerte que Jean se le adelantó, anunciando al poco tiempo:
—Treinta y un solari, y me sobra un décimo —sacó la punta de la lengua y calculó durante unos segundos más—: Cuatro volani de plata y dos cobres.
—Maravilloso —comentó Cadenas—. Jean, esta tarde puedes cenar. Locke, me temo que no has tenido suerte. No obstante, gracias por intentarlo. Podéis cenar en vuestras habitaciones, si queréis.
—¿Cómo? —Locke sintió que la sangre se le agolpaba en las mejillas—. ¡Pero si nunca antes lo hemos hecho así! ¡Siempre nos has dado a cada uno el problema que teníamos que resolver! ¡Y no usaba esa caja desde…!
—Entonces, ¿quieres que te ponga otro problema?
—Sí.
—Muy bien. Jean, ¿eres tan amable de acompañarnos en las operaciones? Veamos… un galeón de Jeresh zarpa del Mar de Hierro, y su capitán es un individuo piadoso. Cada hora ordena a uno de los marineros que arroje al mar un bollo de bizcocho como ofrenda a Iono. Y cada bizcocho pesa cuatrocientos veinte gramos. El capitán también es un individuo previsor; compra el bizcocho por barricas, cada una de ellas de un cuarto de tonelada. Se hace a la mar para una semana. ¿Cuántas barricas tendrá que abrir? ¿Y cuánto bizcocho recibirá el Señor de las Aguas Codiciosas?
Una vez más los chicos manipularon sus cajas, y una vez más Jean levantó la mirada mientras Locke se afanaba en su caja, perlada su pequeña frente de gotitas de sudor.
—Sólo abrirá una barrica —dijo Jean— y gastará unos setenta kilos y medio de bizcocho.
El padre Cadenas aplaudió en sordina.
—Muy bien, Jean. Sigues cenando esta noche con nosotros. En cuanto a ti, Locke… bueno ya te llamaré a la hora de hacer la limpieza.
—Esto es ridículo —Locke estaba de mal humor—. ¡Sabe manejar la caja mejor que yo! ¡Has hecho todo esto para que perdiera!
—¿Ridículo? Últimamente has cogido ciertas ínfulas, mi querido muchacho. Ya has llegado a esa edad en que la mayoría de los chicos parecen despojarse del buen juicio que tenían y dejarlo a un lado durante algunos años. Diablos, también le sucedió a Sabetha. Eso es parte del motivo por el que la envié a donde ahora se encuentra. En cierto modo, me parece que levantas la nariz un poco más de lo que debiera hacer cualquier individuo que llevase al cuello una señal de muerte.
Locke se ruborizó profundamente. Jean le lanzó una mirada furtiva; Calo y Galdo, que ya sabían de mucho antes el asunto del diente del tiburón, se quedaron mirando fijamente sus platos y vasos vacíos.
—El mundo está lleno de acertijos que pondrán a prueba tus dotes. ¿Acaso presumes que siempre podrás escoger los que mejor se avengan a tus posibilidades? Si yo tuviera que enviar a un chico para que se hiciera pasar por el aprendiz de un cambista, ¿a quién crees que encargaría el trabajo si tuviera que escoger entre tú y Jean? Creo que sabes la respuesta.
—Yo… supongo.
—Supones demasiado. Te ríes de tu nuevo hermano porque su figura aspira a la noble cintura que yo tengo —Cadenas hizo una mueca y se frotó el estómago—. ¿No se te ha ocurrido pensar que, por eso mismo, encajaría en algunos lugares mejor que tú? Jean parece el hijo de un comerciante, o un noble bien alimentado, o un rollizo y joven estudiante. Su apariencia puede ser de tanto valor para él como la tuya para ti.
—Yo suponía…
—Y si necesitas más demostraciones de que él puede hacer cosas que tú no puedes, ¿por qué no podría enseñarle a zurrarte una vez más?
Locke intentó encogerse dentro de su camisa y desaparecer en el aire. Como no lo consiguió, agachó la cabeza.
—Lo siento —dijo Jean—, no quería pegarte tan fuerte.
—No necesitas estar sintiéndolo todo el rato —murmuró Locke—. Supongo que lo merecía de verdad.
—La amenaza de un estómago vacío activa enseguida la sabiduría —dijo Cadenas con una sonrisa de afectación—. Las privaciones son siempre arbitrarias, Locke. Jamás conocerás las cualidades peculiares que posees o que poseen otras personas si todo lo juzgas de antemano. Por ejemplo, que levanten la mano aquellos que se apelliden Sanza.
Calo y Galdo levantaron la mano a la espera de lo que pudiera suceder.
—Todos los que tengan el apellido Sanza —sentenció Cadenas— acompañarán esta noche a cenar a nuestro nuevo hermano Jean Tannen.
—¡Me encanta que me usen de ejemplo! —dijo Galdo.
—Todo el que tenga el apellido Lamora —dijo Cadenas— cenará, aunque no antes de haber traído todos los platos y de servir a Jean Tannen.
De tal suerte, Locke salió pitando con la vergüenza y el alivio mezclándose en su rostro. La cena era capón asado con relleno de ajos y cebollas, y guarnición de uvas e higos rehogados en una reducción de vino. El padre Cadenas hizo buena muestra de la usual mezcla de brindis y plegarias, dedicando el último de ellos a «Jean Tannen, que, aunque perdió a su familia, no tardó en conseguir una nueva».
Al oír aquello, los ojos de Jean se llenaron de lágrimas y él perdió cualquier ánimo que hubiera podido darle la comida. Al darse cuenta, Calo y Galdo entraron en acción para que no perdiera el buen humor.
—Fue realmente bueno lo que hiciste con la caja —dijo Calo.
—Ninguno de nosotros puede hacerlo tan deprisa —añadió Galdo.
—¡Y eso que somos muy buenos haciendo operaciones!
—O al menos —dijo Galdo— eso pensábamos hasta que tú apareciste.
—No fue nada especial —dijo Jean—, puedo ir mucho más deprisa. Yo… quería decir…
Miró muy nervioso al padre Cadenas antes de proseguir.
—Necesito gafas. Gafas para leer, para ver las cosas más de cerca. No puedo ver bien sin ellas. Yo, hum, podría ir más deprisa con la caja si tuviera puestas unas. Pero… perdí las mías. Uno de los chicos de la Colina de las Sombras…
—Tendrás unas nuevas —dijo Cadenas—. Mañana o dentro de dos días. No podrás llevarlas en público porque eso contravendría nuestro aire de pobreza. Pero podrás ponértelas cuando estés aquí dentro.
—¿Casi no veías cuando me pegaste? —preguntó Locke.
—Sólo veía un poco —dijo Jean—. Pero todo muy borroso. Por eso echaba el cuerpo hacia atrás.
—Un terror matemático —dijo como para sus adentros el padre Cadenas— y un chaval pendenciero bastante bueno. ¡Qué interesante combinación la que el Benefactor acaba de entregar a los Caballeros Bastardos en la persona de Jean Tannen! ¿No te parece, Locke?
—Sí —dijo éste, intentando dar a su voz un tono de enfado—, supongo que sí.
La noche siguiente fue clara y seca; todas las lunas estaban en lo alto, brillando en la negrura como soberanas, y las estrellas eran su corte. Jean Tannen se sentaba debajo de uno de los parapetos del tejado del templo, con un brazo estirado y, al extremo de él, un libro en la mano. Dos linternas de aceite que tenía ante sí hacían más nítida su silueta bajo su cálida luz amarilla.
—No quería molestarte —dijo Locke, y Jean se sobresaltó y alzó la mirada.
—¡Por los dioses! ¡Qué silencioso eres!
—No siempre lo soy —Locke se acercó a menos de un metro del chico más grande—. Puedo hacer mucho ruido, sobre todo cuando me comporto como un estúpido…
—Yo… hum…
—¿Puedo sentarme?
Jean asintió y Locke se dejó caer a su lado. Dobló las piernas y rodeó sus rodillas con los brazos.
—Lo siento —dijo Locke—. Creo que a veces puedo comportarme como un mierda.
—Yo también lo siento. No quería… Cuando te pegué… No soy el mismo cuando me enfado.
—Hiciste bien. No sabía lo de tus padres. Y lo lamento. Hubiera debido… Hubiera debido imaginármelo. He tenido mucho tiempo… para acostumbrarme a saber estas cosas.
Después de aquello, los dos muchachos estuvieron algún tiempo sin hablar; Jean cerró el libro y miró al cielo.
—Quizá ni siquiera fui uno de ellos. Un huérfano auténtico, me refiero —dijo Locke.
—No te comprendo.
—Quiero decir que mi… madre murió. Lo vi. Y lo sé. Pero mi padre… él, hum, se marchó cuando yo era muy pequeño; no me acuerdo de él; jamás lo vi.
—Lo siento —dijo Jean.
—Veo que ambos lo sentimos una barbaridad. Supongo que sería algún marinero o algo parecido. Quizá un mercenario, ¿quién lo sabe? Mi madre jamás quiso hablarme de él. Pero no lo sé. Quizá esté equivocado.
—Mi padre era un hombre bueno —dijo Jean—. Era… Los dos tenían una tienda en la Esquina Norte. Vendían por correo pieles, sedas y algunas gemas. Todas esas mercancías iban por el Mar de Hierro, algunas hacia el interior. Yo les ayudaba. No a empaquetar, sino a llevar las cuentas. A apuntar el dinero. Y cuidaba de los gatos. Teníamos nueve. Mamá solía decir que yo era su único hijo que no iba a cuatro patas.
Se sorbió un poco los mocos y se restregó los ojos.
—Ya se me han debido de acabar todas las lágrimas —dijo—. No sé si volveré a sentir esto mismo alguna vez. Mis padres me enseñaron a ser honesto y a saber que las leyes y los dioses aborrecían el robo. Y ahora descubro que el robo tiene hasta un dios. Y tengo que elegir entre morirme de hambre en la calle y en quedarme aquí y vivir confortablemente.
—No es tan malo —dijo Locke—. Jamás hemos hecho nada malo, al menos que yo recuerde. El de ladrón es un negocio honesto que acabará por gustarte como nos pasó a los demás. En ocasiones puede ser un trabajo duro —Locke buscó algo dentro de su camisa y sacó una bolsa de tela suave—. Toma esto —y se la dio a Jean.
—¿Qué… es?
—Dijiste que necesitabas gafas —Locke sonrió—. Hay un montador de lentes en Videnza que es más viejo que los dioses. Y no vigila la ventana de su tienda como debiera. Le he cogido unos cuantos pares para ti.
Jean movió la bolsa, la abrió y vio que contenía tres pares de antiparras; dos eran de montura metálica y sobredorada, con lentes circulares; las otras, en forma de medialuna, tenían la montura plateada.
—¡Gracias… Locke! —se las llevó una tras otra a los ojos y bizqueó a causa de los cristales, frunciendo ligeramente el ceño—. No… no me van… Hum, no quiero ser en absoluto desagradecido, pero no me vale ninguna —se apuntó a los ojos con el dedo y sonrió tímidamente—. Las lentes tienen que ajustarse a las necesidades de quien tiene que llevarlas. Hay personas que no pueden ver de lejos, y yo creo que todos estos pares son para ellas. Tengo lo que se llama ceguera de cerca, no ceguera de lejos.
—Oh, maldición —Locke se rascó la nuca y sonrió con timidez—. Nunca las he llevado, así que no tenía ni idea. Realmente soy un idiota.
—Qué va. Voy a coger las monturas y hacer algo con ellas. Las ajustaré y pondré en ellas las lentes que me vengan bien. Me servirán de repuesto. Gracias de nuevo.
Después de aquello, ambos muchachos siguieron sentados en silencio, pero aquel silencio ya no era como el de antes, pues estaba cargado de amistad. Jean apoyó la espalda en la pared y cerró los ojos. Locke se quedó mirando a las lunas, esforzándose para distinguir en ellas las manchitas azules y verdes que, en cierta ocasión, Cadenas le había dicho que eran bosques donde vivían los dioses. Jean se aclaró la garganta.
—¿Realmente eres tan bueno… robando cosas?
—Tengo que ser bueno en algo. Y si no es en la pelea y en las matemáticas, ya me dirás.
—Tú, hum… el padre Cadenas me habló de una cosa que puedes hacer si hablas con el Benefactor. Lo llamó una ofrenda de muerte. ¿Sabes de qué se trata?
—Oh —dijo Locke—, sé todo lo que hay que hacer, creer en los trece dioses, poner las manos encima del corazón y desear morir.
—Me gustaría hacerla. Por mi madre y mi padre. Pero… jamás he robado nada. ¿No podrías ayudarme?
—¿Enseñarte a robar para que puedas hacer una ofrenda en condiciones?
—Sí —musitó Jean—. Supongo que si los dioses me han traído hasta aquí, tendré que cumplir las costumbres al uso.
—¿Y tú podrías enseñarme a utilizar la caja de los números para que la próxima vez parezca menos tonto?
—Creo que sí —dijo Jean.
—¡Entonces ya está hecho! —Locke cayó de pie de un salto y abrió las manos—. Mañana, Calo y Galdo plantarán sus culos en las gradas del templo. ¡Y tú y yo saldremos a robar!
—Eso parece peligroso —dijo Jean.
—Quizá lo sea para cualquier otro. Pero no para los Caballeros Bastardos, porque eso es, precisamente, lo que hacemos.
—¿Nosotros?
—Nosotros.