Capítulo 5

El Rey Gris

1

—Da la impresión, Lukas, de que se está gastando muy deprisa nuestro dinero —decía doña Sofía Salvara.

—Todo está de nuestra parte —la sonrisa de Locke, que en cualquier otra persona hubiera significado una mueca de dolor, representaba en el rostro de Fehrwight un gran triunfo—. Todo se está haciendo con un ritmo muy encomiable: los navíos, las tripulaciones y el cargamento; así que dentro de muy poco sólo nos quedará preparar vuestro guardarropa para un corto viaje.

—Magnífico, así lo espero.

¿Qué significaban aquellas ojeras? ¿Acaso muestras de recelo? Era evidente que no se encontraba muy a gusto. Locke tomó nota de que no debía llevar las cosas más lejos ni precipitarse. El estar disimulando todo el tiempo con ella, que sabía que él era un cuentista, pero que no sabía que él sabía que ella lo sabía, era un juego muy delicado.

Con un leve suspiro, doña Sofía estampó su sello personal en el cálido lacre azul que certificaba lo escrito en el pergamino. Encima del sello añadió unas breves líneas y su firma en la curva caligrafía de Therin que los nobles cultivados habían puesto de moda recientemente.

—Y si necesita otras cuatro mil más para hoy, sólo tiene que decirlo y las tendrá.

—Os estoy sinceramente agradecido, mi señora.

—Bueno, sé que pagará muy pronto por todo esto —dijo ella—. Y en la debida proporción, si nuestras esperanzas se ven confirmadas —y al decir aquello y entregarle el pagaré, sonrió con tan buen humor que se le formaron unas arrugas imperceptibles en los rabillos de los ojos.

¡Vaya! Mucho mejor. Cuanto más crean controlar la situación que hemos creado para ellos, mejor podremos controlarlos cuando llegue el momento, pensó Locke para sus adentros, recordando una de las viejas máximas del padre Cadenas que él mismo había seguido en incontables ocasiones.

—Por favor, dad mis más efusivas gracias a vuestro esposo cuando regrese de los negocios que tiene en la ciudad —dijo Locke, cogiendo el pergamino lacrado con una mano—. Y ahora me temo que tengo que ir a ver a ciertas personas… para efectuar ciertos pagos que no constarán en el libro de cuentas.

—Por supuesto. Ya sé a lo que se refiere. Conté le mostrará la salida.

El malhumorado y curtido hombre de armas estaba un tanto pálido, y le pareció a Locke que su zancada no era tan firme como antes. Era evidente que el pobre diablo intentaba compensar alguna parte dañada de su anatomía. Una oleada de simpatía, ciertamente inconsciente, brotó del estómago de Locke al recordar los incidentes de aquella noche.

—Disculpe, Conté —dijo Locke muy educadamente—, pero ¿se siente bien? Estos últimos días… discúlpeme por decirlo de esta manera… parece un tanto incómodo.

—Estoy bien en líneas generales, maese Fehrwight —Locke pudo apreciar una leve tensión en las comisuras de sus labios—. Será por el tiempo.

—¿Nada serio?

—Quizá alguna fiebre intermitente. Suele darme en esta época del año.

—Vaya, una de las faenas de su clima. Yo no he sentido nada parecido.

—Bueno —dijo Conté, el rostro carente de expresión—, pues entonces ha tenido suerte. Maese Fehrwight, Camorr puede ser un lugar muy peligroso cuando uno menos se lo espera.

¡Vaya! Así que también le han metido en el ajo; pues mejor. Veo que este hombre tiene tanto orgullo como Sofía, demasiado para desaprovechar la oportunidad de amenazarme. Tomaré buena nota, pensó Locke.

—Soy la precaución en persona, mi querido Conté —Locke metió el pagaré dentro de su chaleco negro y se ajustó las flotantes corbatas mientras se acercaban a la puerta principal de la mansión de los Salvara—. Siempre tengo mis aposentos muy bien iluminados para mantener a raya los miasmas y me pongo anillos de cobre después de la Falsa Luz. Es lo más apropiado para sus fiebres intermitentes. Apostaría a que unos cuantos días en el mar le dejarían como nuevo.

—No lo dudo —dijo Conté—. El viaje. Tengo que prepararme para… el viaje.

—Entonces todos estamos pensando en lo mismo —Locke aguardó a que el hombre de confianza del noble le abriera la puerta de hierro y cristal, y cuando salió al aire húmedo de la Falsa Luz inclinó la cabeza, leve pero cordialmente, para despedirse de él—. Mañana rezaré por su salud, buen amigo.

—Es muy amable, maese Fehrwight —el ex soldado llevó una mano a la empuñadura de uno de sus puñales, quizá inconscientemente—. Le aseguro que yo también rezaré por usted.

2

Locke comenzó a caminar hacia el sur con paso tranquilo, cruzando desde la isla de Durona hasta el Prado de las Dos Platas, como él y Calo habían hecho varias noches atrás. Puesto que el Viento del Ahorcado era más fuerte de lo usual, mientras caminaba a través del parque bajo la luz deslavada del cristal antiguo que iluminaba la ciudad, los silbidos y los roces de las hojas le parecieron los suspiros de criaturas enormes escondidas en el verdor que le rodeaba.

Justo un poco menos de diecisiete mil coronas en media semana; el juego de Don Salvara iba un poco adelantado respecto al calendario original, que preveía un intervalo de dos semanas entre el primer sablazo y la estampía final. Locke estaba seguro de poder darle otro sablazo más al noble con completa impunidad… hasta alcanzar las veintidós mil o veintitrés mil coronas y luego desaparecer. Esconderse, tomárselo con calma durante unas pocas semanas, estar alerta y dejar que el asunto del Rey Gris se resolviese por sí solo.

Y entonces, como un milagro añadido, disuadiría al Capa del compromiso con su hija, y lo haría sin tener que llegar a grandes extremos. Locke suspiró.

Cuando llegaba la auténtica noche, la Falsa Luz no se extinguía de golpe, como si la extrajeran del cristal que la contenía porque un acreedor exigente la hubiera reclamado, sino que se iba atenuando lentamente. Por eso mismo las sombras comenzaron a hacerse más grandes y oscuras hasta que se tragaron el parque. En los árboles, aquí y allá, algunas linternas de color esmeralda volvían a la vida con una luz intermitente que era tan plácida e irreal como singularmente relajante. Ofrecían la iluminación suficiente para ver los senderos de grava que serpenteaban entre los muros formados por árboles y setos. Locke sintió que la tensión reprimida en su interior comenzaba a liberarse como un resorte, aunque no con toda la celeridad que a él le hubiese gustado; estaba atento al sonido que hacían sus pisadas sobre la grava, e incluso en algunas ocasiones le sorprendió descubrir que se hallaba poseído por una sensación peligrosamente rayana con el bienestar.

Estaba vivo; era rico; había tomado la decisión de no ocultarse ni de humillarse servilmente ante los problemas que concernían a su banda, la de los Caballeros Bastardos. Y entonces, en medio de las ochenta y ocho mil personas y del ruido desagradable, molesto y siempre creciente del comercio y de la maquinaria de la ciudad que las contenía, se sintió solo, con la única compañía de aquellos árboles del Prado de las Dos Platas que se mecían con tanta gracia.

Solo.

Entonces se le erizaron los cabellos de la nuca, y el antiguo miedo, el compañero inseparable de quien se ha criado en el arroyo, se despertó dentro de él para atenazarle con sus fríos dedos. Pero era de noche, era verano y estaba en el Prado de las Dos Platas, el parque público más seguro de toda la ciudad, patrullado constantemente por dos o tres escuadras de casacas amarillas provistos de pértigas con linternas. Lleno de tanta gente que en ocasiones hasta parecía una comedia, con los hijos e hijas de las clases adineradas recorriéndolo cogidos de la mano, aplastando insectos y buscando la intimidad de sombras y escondrijos.

Locke escrutó de arriba abajo los retorcidos senderos que se abrían ante su vista; estaba realmente solo. En el parque no había más sonidos que el susurro de las hojas y el zumbido de los insectos; nada de voces o de ruido de pasos que llegara a sus oídos. Retorció el antebrazo derecho y un estilete delgado de acero pavonado fue desde la manga de su casaca hasta la palma de su mano con la empuñadura por delante. Lo llevó apoyado en el brazo, invisible a cierta distancia, mientras se apresuraba hacia la puerta sur del parque.

Se estaba levantando una bruma húmeda, cargada con los vapores que la hierba lanzaba hacia la noche. A pesar de aquel aire cálido y denso, Locke se estremeció. La bruma era perfectamente natural. Toda la ciudad se cubría con aquella sábana dos noches de cada tres. En ocasiones no se llegaba a ver ni la punta de la propia nariz. No obstante…

La puerta sur del parque. Locke estaba delante de la puerta sur del parque, mirando hacia fuera, hacia la vereda empedrada y vacía del puente cubierto por un sudario de bruma. Era el Arco de los Antiguos, con sus linternas rojas brillando de un modo siniestro en medio de la niebla.

El Arco de los Antiguos que llevaba hacia el norte, a la isla de Durona.

Se volvió en redondo. ¿Cómo era posible? El corazón le latía muy deprisa, y entonces… Doña Sofía. Esa zorra astuta. Debía de haberle hecho algo… de haberle echado algo alquímico en el pergamino. ¿La tinta? ¿El lacre? ¿Sería algún veneno que embotaría sus sentidos antes de hacerle efecto? ¿Y si era otra droga capaz de causarle alguna dolencia? ¿No estaría preparando los prolegómenos de una venganza mayor con la que saciarse a su debido momento? Buscó el pergamino sin acertar con el bolsillo interior de la casaca, consciente de que sus movimientos eran demasiado lentos y confusos para que todo aquello fuera simplemente producto de su imaginación.

Unos hombres se movían entre los árboles.

Uno a su izquierda y otro a su derecha… el Arco de los Antiguos había desaparecido; él había vuelto al lugar de los senderos que se cruzaban, en medio de una oscuridad sólo interrumpida por la luz esmeralda de las linternas. Se ahogó, se agachó, sacó el estilete y la cabeza le dio vueltas. Los hombres llevaban capas; llegaban por ambos lados. Oía el sonido de unas pisadas sobre la grava que no eran las suyas. La silueta incierta de las ballestas, las siluetas más precisas de los hombres… la cabeza le dio vueltas.

—Maese Espina —dijo una voz de hombre amortiguada en la lejanía—, le ordenamos que nos dedique una hora.

—Por el Guardián Avieso —dijo Locke, jadeando, y entonces incluso los pálidos colores de los árboles se fueron borrando de su vista y toda la noche se llenó de negrura.

3

Volvió en sí con un sobresalto. Era una sensación extraña. Ya había regresado en otras ocasiones de la negrura producida por heridas o por drogas, pero aquello era diferente. Era como si alguien acabara de poner en marcha el mecanismo de su consciencia del mismo modo que un escolar abre la espita de una clepsidra de Tal Verrar.

Estaba en el salón público de una taberna, sentado en una silla al lado de una mesa.

Podía ver la barra, la parte central de la taberna y el resto de las mesas, pero aquel lugar estaba húmedo y vacío y olía a moho y a polvo. Una luz naranja parpadeaba encima de su cabeza… la luz de una linterna de aceite. Las ventanas, llenas de grasa y empañadas, no dejaban entrar la luz; a través de ellas no podía ver nada del exterior.

—Hay una ballesta apuntando a su espalda —dijo una voz que estaba detrás y a menos de un metro de él… la voz agradable de un hombre cultivado, ciertamente camorrí, aunque con un dejo de extranjerismos en algunos momentos. ¿Un nativo de Camorr que había estado fuera mucho tiempo? La voz le era completamente desconocida—, maese Espina.

Los escalofríos que Locke sentía en la columna vertebral fueron en aumento. Se estrujó ferozmente el cerebro para recordar los últimos segundos que había pasado en el parque… ¿no le había llamado así uno de aquellos hombres? Tragó saliva.

—¿Por qué me llama por ese nombre? Me llamo Lukas Fehrwight. Soy un ciudadano de Emberlain que trabaja para la Casa de Bel Auster.

—Podría creerme eso que dice, maese Espina. Su acento es convincente, y su buena disposición para soportar las ropas de lana negra tiene algo de heroicidad. Don Lorenzo y doña Sofía creían, ciertamente, en Lukas Fehrwight hasta que usted mismo les hizo creer lo contrario.

No tiene que ver con Barsavi. No puede ser… Barsavi hubiera llevado las riendas de esta conversación siempre que hubiese podido. Hubiera tenido lugar en el corazón de la Tumba Flotante, con todos los Caballeros Bastardos atados en postes y todos los cuchillos que el sabio Amabilidad guarda en una bolsa bien afilados y brillantes ante mi vista, pensó Locke, presa de la desesperación.

—Me llamo Lukas Fehrwight —insistió Locke—. No comprendo qué quieren ustedes ni lo que hago aquí. ¿No le habrán hecho nada a Graumann? ¿Está a salvo?

—Jean Tannen está perfectamente a salvo —dijo aquel hombre—. Como bien sabe. Cuánto hubiera dado por poder verle más de cerca cuando entró en el estudio de don Lorenzo Salvara con la cartera que llevaba ese sello ridículo escondida bajo su capa negra. ¡Destruir la confianza depositada en Lukas Fehrwight del mismo modo en que el padre confiesa blandamente a sus hijos que no existe el Dispensador Bendito! Usted es un artista, maese Espina.

—Creo haberle dicho que me llamo Lukas, Lukas Fehrwight, y que…

—Si repite una vez más que se llama Lukas Fehrwight, le clavaré un dardo en el brazo izquierdo. No le matará, pero le hará la vida más difícil. Un agujero grande y hermoso, quizá un hueso roto. Le estropeará el elegante traje que lleva, y es posible que la sangre cubra por completo ese pergamino que tanto aprecia. ¿Y cómo podrá explicárselo a los empleados del Meraggio? Los pagarés suelen despertar muchísima atención cuando están manchados de sangre.

Locke guardó silencio durante un buen rato.

—Veo que ninguno de los dos insistiremos en lo dicho hasta ahora, Locke. Seguramente ya habrá comprendido que no puedo ser uno de los hombres de Barsavi.

¡Por los Trece! ¿En dónde he cometido un error?, pensó Locke.

Si aquel hombre decía la verdad, si no trabajaba para Capa Barsavi, entonces sólo quedaba una opción. Se trataba de la auténtica Araña. Los genuinos Merodeadores de la Medianoche. ¿Les habrían informado de que Locke había empleado su sello? ¿Acaso el falsificador de Talisham había pensado que podría sacar un beneficio extra si revelaba lo del sello a la policía secreta del Duque? Parecía la explicación más lógica.

—Dese la vuelta. Lentamente.

Locke se levantó e hizo lo que se le pedía, y entonces tuvo que morderse la lengua para evitar el grito de sorpresa que pugnó por escapar de sus labios.

El hombre que se encontraba en la mesa, delante de él, hubiera podido tener cualquier edad comprendida entre los treinta y los cincuenta años; era delgado y de rostro largo y estrecho, con canas en las sienes. La impronta de Camorr podía apreciarse en su rostro; tenía la piel aceitunada tostada por el sol, el cráneo alto y la nariz bien marcada.

Llevaba un jubón de cuero gris encima de una camisa de seda del mismo color; su capa era gris, así como la capucha que llevaba echada hacia atrás. Sus manos, que mantenía cruzadas ante sí, estaban cubiertas por unos finos guantes de espadachín, grises, de piel suave, gastados y llenos de estrías por el uso. El hombre tenía ojos de cazador, fríos, ágiles y calculadores. La luz naranja de la lámpara se reflejaba en sus pupilas negras. Durante un segundo le pareció a Locke que no aguardaba de él una reflexión, sino una declaración; al menos eso le decía el fuego oscuro que ardía detrás de sus ojos. Y a pesar suyo se estremeció.

—susurró, olvidando el acento que empleaba cuando interpretaba a Lukas Fehrwight.

—Nadie más —dijo el Rey Gris—. Abomino de estas ropas que sólo me proporcionan el toque teatral que necesito. De entre todos los hombres de Camorr tú deberías comprenderlo, maese Espina.

—No tengo ni idea de por qué sigues llamándome así —dijo Locke, arrastrando los pies como mejor podía mientras sentía el peso reconfortante del segundo estilete en la otra manga de su casaca—, y no veo la ballesta que habías mencionado.

—Sólo dije que apuntaba a tu espalda.

El Rey Gris hizo un gesto mientras miraba hacia la pared más alejada de ambos y esbozó una leve sonrisa que nada tenía de fingida. Locke giró la cabeza con mucha cautela.

Apoyado en la pared de la taberna, en el lugar exacto donde Locke acababa de mirar, apareció un hombre. Un hombre que se cubría la cabeza con la capucha de la capa que vestía, ancho de hombros, y que se apoyaba con indolencia en la pared mientras mantenía sobre uno de sus brazos una ballesta cargada cuyo dardo apuntaba casualmente al pecho de Locke.

—Yo… —cuando Locke se volvió, el Rey Gris ya no se sentaba junto a la mesa sino que se encontraba a cuatro metros de ella, a la izquierda de Locke, detrás de la barra en desuso del bar. La lámpara de la mesa ni se había movido. Locke pudo ver la mueca de aquel hombre—. No es posible.

—Claro que lo es, maese Espina. El número de tus posibilidades está disminuyendo a cada momento.

El Rey Gris describió un arco con la mano izquierda, como si empujara con ella una ventana; Locke volvió a mirar hacia atrás y vio que el ballestero acababa de desaparecer.

—No me jodas —dijo Locke—, eres un mago mercenario.

—No —repuso el Rey Gris—. No poseo esa ventaja, sólo soy un hombre como tú. Pero sí es cierto que dispongo de un mago mercenario —y señaló hacia la mesa donde había estado sentado.

En ella, sin que Locke hubiera sido capaz de descubrir mediante sus sentidos ninguna suerte de movimiento súbito o de salto, se hallaba sentado un hombre delgado que aún no debía de llegar a la treintena. La barbilla y las mejillas las tenía del color del melocotón, y el borde de la cabellera se encontraba en rápida retirada hacia su nuca. Los ojos los tenía encendidos por la diversión, y Locke no tardó en descubrir en él esa especie de presunción casual de autoridad que la mayor parte de la gente de sangre azul, que lo es por herencia, lleva encima como si fuera una segunda piel.

Se vestía con una casaca de color gris magníficamente cortada, rematada por unos puños muy sueltos de seda roja; la piel desnuda de su muñeca izquierda tenía tatuadas tres líneas negras. Encima de la mano derecha, que llevaba cubierta por un tupido guantelete de cuero, se encaramaba el halcón de caza más feroz que Locke jamás hubiese visto, el cual le miraba como si él, Locke, no fuera más que un ratón de campo con ilusiones de grandeza. El ave de presa le miraba directamente a él, sus ojos convertidos en unos nítidos círculos de negro y oro a ambos lados de un pico que parecía tan afilado como una daga. Sus plegadas alas, pardas y grises relucían por lo limpias, y sus garras… algo extraño le pasaba a sus garras. Eran enormes, distendidas, extrañamente alargadas.

—Mi socio, el halconero —dijo el Rey Gris—, un mago de la Liga de Karthain. Mi mago mercenario. La clave para muchas cosas importantes. Y ahora que todos nos hemos presentado, hablemos de lo que se espera que hagas por mí.

4

—Procura no joder a ninguno de ellos —le había dicho Cadenas en cierta ocasión, hacía de eso muchos años.

—¿Por qué no? —por entonces tenía doce o trece años y era más gallito que nunca, lo cual ya es decir bastante.

—Observo que vuelves a dejar a un lado la Historia. Dentro de poco tendrás que leer más —dijo Cadenas con un suspiro—. Los magos de la Liga de Karthain son los únicos brujos del continente, porque no permiten que nadie más estudie su arte.

—¿Y nadie se opone a ellos? ¿No hay nadie que luche contra ellos o que se esconda en la sombra?

—Por supuesto que por aquí y por allá hay algunos que lo hacen. Pero ¿qué pueden conseguir dos, cinco o diez brujos escondidos contra cuatrocientos? Lo que los magos mercenarios le hacen a los extranjeros y a los renegados… haría que Capa Barsavi pareciera un sacerdote de Perelandro a su lado. Son tremendamente celosos, tremendamente despiadados y tremendamente competitivos. Ya han conseguido el monopolio que deseaban. Nadie cobijará a ningún brujo en contra de la voluntad de los magos de la Liga, nadie. Ni siquiera el rey de los Siete Compañeros.

—Entonces es curioso —dijo Locke— que se llamen a sí mismos magos mercenarios.

—Sólo es falsa modestia. Creo que les divierte llamarse así. Cobran unos precios tan absurdos por sus servicios, que para ellos no se trata tanto de hacer un trabajo mercenario como de divertirse cruelmente a costa de sus clientes.

—¿Precios absurdos?

—Un novicio te costaría quinientas coronas al día. Un oficial te saldría por mil. Indican su rango con unos tatuajes que se hacen alrededor de las muñecas. Cuantos más círculos negros veas, tanto más educado tendrás que ser con ellos.

—¿Mil coronas al día?

—Ahora comprendes por qué no se los ve por todas partes, ni siquiera en las cortes de cada noble o de cada señor de la guerra que disponga de un cuantioso tesoro para derrochar. Incluso en tiempos de guerra y de otras crisis extremas sólo pueden ser contratados por tiempo limitado. Cuando te cruces con uno de ellos tendrás la completa seguridad de que su cliente le está pagando por hacer un trabajo efectivo.

—¿Cuál es su origen?

—Karthain.

—Ja, ja. Me refería al gremio. A su monopolio.

—Eso es fácil de contestar. Cierta noche, un brujo poderoso llama a la puerta de otro brujo que lo es menos. «Voy a crear una liga exclusiva», le dice. «Únete a mí o, en este mismo momento, te saco de tus cochinas botas con una explosión». Y eso lo repite todas las veces que le haga falta hasta que trescientos o cuatrocientos miembros de la nueva liga llaman a la puerta del último mago independiente, pues todos lo que dijeron «no» han muerto.

—Tendrán algunos puntos débiles —dijo Locke.

—Claro que los tienen, muchacho. Son hombres y mujeres mortales como nosotros. Comen, cagan, envejecen y mueren. Pero son como las jodidas avispas; métete con uno y los demás te dejarán lleno de agujeros. Que los Trece se compadezcan de cualquiera que mate a un mago mercenario, a propósito o accidentalmente.

—¿Por qué?

—Se trata de la regla más vieja de su gremio, de una regla que no admite excepciones. Mata a un mago de la Liga y todos dejarán lo que estén haciendo para ir por ti. Te buscarán por todos los medios a su alcance. Matarán a tus amigos, a tu familia, a tus socios. Quemarán tu casa. Destruirán todo lo que hayas conseguido hacer. Y antes de que, al fin, te dejen morir, se asegurarán de que tu linaje ha sido barrido de la faz de la tierra, con raíces y ramas.

—Entonces, a fin de cuentas, ¿nadie puede enfrentarse a ellos?

—Oh, puedes enfrentarte a ellos, claro que sí. Puedes intentar resistirte, si es que vale de algo, cuando uno de ellos va a por ti. Pero si llegas a matar a alguno de ellos, entonces no habrá valido la pena. Lo mejor será que te suicides, pues así no matarán a ninguna de las personas a las que amaste y en quien confiaste.

—¡Uff!

—Sí —Cadenas asintió con la cabeza—. La brujería siempre impresiona, aunque sea su cochina actitud la que les hace ser tan dañinos. Y éste es el motivo de que, cuando te encuentres cara a cara con uno de ellos, te inclines y le beses los zapatos, sin olvidarte de llamarle «señor» o «señora».

5

—Bonito pájaro, capullo —dijo Locke.

El mago mercenario le miró fría y fijamente, un tanto perplejo.

—Así que eres el responsable de que nadie pueda dar con tu jefe. A ti se debe que ninguno de los Coronas Enteras pudiera recordar lo que hacían cuando a Tesso el Largo lo clavaron en una pared.

El halcón emitió un chillido estridente y Locke retrocedió acobardado; la criatura expresaba su odio de manera más que evidente. Era algo más que el chillido de un animal enfadado… era algo personal. Locke enarcó las cejas.

—A mi familiar no le gusta el tono de su voz —dijo el halconero—. Siempre he sabido que su juicio era impecable. Yo que usted, refrenaría la lengua.

—Tu jefe espera que haga algo para él —dijo Locke—, lo que implica que debo mantener intactas todas mis funciones. Lo que a su vez implica que la manera en que me dirija a sus jodidos lacayos khartainíes tiene poca importancia. Algunos de los garristas a los que mataste eran amigos míos. ¡Y ahora tengo que enfrentarme a un jodido matrimonio por tu culpa! Así que, mago mercenario, come cáñamo y caga cuerda.

El halcón lanzó un feroz chillido y abandonó volando el guante de su amo. Locke adelantó el brazo izquierdo para proteger su rostro y el ave chocó con él, cortando con sus afiladas garras la tela de la manga de la casaca de Locke. El ave se agarró con fuerza al brazo de Locke, causándole un dolor muy agudo, y batió las alas para estabilizarse. Locke aulló y levantó el puño derecho para golpear al animal.

—Si lo hace —dijo el halconero—, morirá. Mire de cerca las garras de mi familiar.

Mordiéndose los carrillos por dentro para evitar el dolor, Locke hizo lo que el otro le pedía. Las garras de la criatura no eran garras convencionales, sino más bien ganchos curvados que finalizaban en una especie de aguja. Encima de sus garras había unos extraños sacos que latían. Incluso a Locke, que tenía un conocimiento muy limitado en lo concerniente a las aves de presa, aquello le pareció fuera de lugar.

—Vestris —dijo el Rey Gris— es un halcón-escorpión. Un híbrido creado por alquimia y brujería. Uno de tantos con los que los magos mercenarios suelen entretenerse. No hiere con las garras sino con un aguijón. Si ella dejara de mostrarse tolerante contigo, no podrías dar ni diez pasos seguidos antes de caer muerto.

La sangre había empezado a gotear del brazo de Locke; gimió. El ave chasqueó el pico como si quisiera morderle, disfrutando claramente de la situación.

—Y bien —dijo el Rey Gris—, ¿acaso no somos todos los que estamos aquí aves y hombres hechos y derechos? Lo de las funciones, Locke, posee una importancia relativa en este negocio. No me gustaría tener que darte otra demostración de lo relativo que es su valor.

—Lo siento —dijo Locke, rechinando los dientes—. Vestris es una avecilla tan elegante como persuasiva.

El halconero no dijo nada, y Vestris se soltó del brazo izquierdo de Locke, suscitando nuevos pinchazos de dolor. Locke agarró la manga ensangrentada y se masajeó las heridas sin remangársela. Vestris regresó volando al guante de su amo y allí se quedó, mirando fijamente a Locke.

—¿No te lo había dicho, halconero? —el Rey Gris sonreía alegremente a Locke—. Nuestra Espina sabe cómo recuperar el equilibrio. Hace dos minutos estaba demasiado asustada para pensar. Ahora acaba de insultarnos y seguro que ya tiene un plan para salir airosa de esta situación.

—No comprendo —dijo Locke— por qué sigues diciendo que soy la Espina.

—Claro que lo comprendes —dijo el Rey Gris—. Sólo voy a decírtelo una vez, Locke. Lo sé todo sobre vuestra pequeña madriguera, la que se encuentra bajo la Casa de Perelandro. Sobre vuestra cripta. Sobre vuestra fortuna. Sé que no malgastáis vuestras noches en robar como les decís al resto de la Buena Gente. Sé que violasteis la Tregua Secreta para abusar de los nobles que confiaban en vosotros, y sé lo bueno que sois en eso. Sé que no fuiste tú quien propaló ese ridículo rumor sobre la Espina de Camorr, pero tanto tú como yo sabemos que se refiere a tus hazañas, aunque indirectamente. Por último, sé que Capa Barsavi te haría algún trabajito interesante, también se lo haría a tus Caballeros Bastardos, si todo lo que yo sé llegara a sus oídos.

—Por favor —dijo Locke—. No te encuentras en la mejor posición para susurrarle educadamente al oído y pensar que vaya a hacerte caso.

—No soy el único que podría susurrarle al oído —dijo sonriente el Rey Gris—. Si fracasas en la tarea que voy a encomendarte, dispongo de otros, lo suficientemente próximos a él, que lo harán por mí. Espero haberme expresado claramente.

Locke le miró ferozmente durante unos pocos segundos y luego se sentó con un suspiro, volviendo la silla para apoyar el brazo herido en su respaldo.

—Ya veo tu jugada. ¿Y a cambio?

—A cambio de la tarea que requiero de ti, te prometo que Capa Barsavi no se enterará de la doble vida que mantienes en secreto de una manera tan astuta, ni de la de tus compañeros.

—Y eso —dijo Locke, arrastrando las palabras— ¿cuánto me costará?

—Aunque no lo parezca por lo que me cuesta mi mago de la Liga, no soy avaricioso —el Rey Gris salió de detrás de la barra y cruzó los brazos—. Me pagarás con la vida, no con dinero.

—¿En qué consiste el trabajo?

—Un engaño sencillo —dijo el Rey Gris—. Quiero que te conviertas en .

—No te comprendo.

—Ya es hora de abandonar este juego de sombras. Barsavi y yo tenemos que hablar cara a cara. Dentro de muy poco prepararé una entrevista clandestina con el Capa, una entrevista que conseguirá sacarle de la Tumba Flotante.

—No lo conseguirás.

—En eso sí que puedes confiar en mí. Yo soy el arquitecto de los problemas que tiene; te lo aseguro, sé que puedo sacarle de esa húmeda fortaleza suya. Pero no seré yo quien hable con él. Serás tú, la Espina de Camorr. El mayor histrión que jamás haya creado la ciudad. Tú, en el papel que me corresponde. Sólo por una noche. Una representación propia de un virtuoso.

—Una representación por encargo. ¿Por qué?

—Tengo que estar en cierto lugar a la misma hora. La entrevista forma parte de un designio de mayor envergadura.

—¡Pero si yo conozco personalmente al Capa y a toda su familia!

—Acabas de convencer a los Salvara de que eres dos personas diferentes. Y en el mismo día. Te aleccionaré al respecto de lo que habrás de decir y te proporcionaré el disfraz apropiado. Si sumamos tu habilidad y el hecho de que nadie me conoce, nadie sospechará que estás metido en esto ni que no eres el auténtico Rey Gris.

—Un plan divertido. Un plan de pelotas, me resulta atractivo. Pero debes comprender que pareceré gilipollas —dijo Locke— cuando el Capa comience la entrevista con una docena de dardos apuntándome al pecho.

—Será un mal comienzo. Pero estarás perfectamente protegido contra la habitual estupidez de la gente del Capa. El halconero irá contigo.

Locke echó una rápida mirada al mago mercenario, que le sonrió con burlona magnanimidad.

—¿Acaso crees que te hubiera dejado el estilete que aún tienes en la otra manga si las armas pudieran herirme? —prosiguió el Rey Gris—. Intenta herirme. Incluso puedo dejarte una o dos ballestas. No tendrás más suerte con un dardo. Pues gozarás de la misma protección cuando vayas a ver al Capa.

—Entonces es cierto —dijo Locke— que las historias que se cuentan de ti son algo más que simples historias. Tu mago de compañía te ofrece algo más que la habilidad de hacer que mi cabeza parezca tan pesada como si hubiera estado bebiendo toda la noche.

—Sí. Y fue mi gente la que comenzó a difundir todas esas historias con un simple propósito… que las bandas de Barsavi se asustaran tanto por mi presencia que no se atrevieran a acercarse a ti cuando llegara el tiempo de que tuvieras que hablar con él. A fin de cuentas, tengo el poder de matar a la gente con un simple contacto —el Rey Gris sonrió—. Y cuando te hayas convertido en mí, también lo tendrás.

Locke frunció el ceño. Aquella sonrisa, aquel rostro… había algo endiabladamente familiar en el Rey Gris. Nada que poseyera la obviedad de lo que es inmediato…, sino la incómoda sensación de que Locke ya había estado antes frente a él. Se aclaró la garganta.

—Eres muy considerado por tu parte. ¿Y qué sucederá cuando haya terminado mi trabajo?

—Que nuestros caminos se separarán —dijo el Rey Gris—. Tú volverás a tus asuntos y yo a los míos.

—Eso me resulta difícil de creer.

—Locke, cuando haya terminado la entrevista con Barsavi seguirás vivo. Nada has de temer por lo que suceda después; te aseguro que no será tan malo como piensas. Si solamente quisiera asesinarte, sabes que lo hubiera hecho hace mucho tiempo.

—Has matado a siete de sus garristas. Le mantienes apartado de todo, en la Tumba Flotante, desde hace meses. ¿Que no será tan malo como pienso? Después de la muerte de Tesso mató a ocho de los Coronas Enteras, que eran de los suyos. No aceptará de ti una compensación de sangre que sea inferior.

—Barsavi se ha mantenido apartado de todo en la Tumba Flotante. Como te he dicho, Locke, debes confiar en que sabré poner fin a esta situación. El Capa aceptará lo que voy a ofrecerle. El asunto de Camorr quedará zanjado de una vez y para siempre a gusto de todos.

—Te concedo que eres peligroso —dijo Locke—, pero también que tienes que estar loco.

—Locke, puedes atribuirle a mis actos el significado que te plazca con tal que hagas lo que se te pide.

—Me parece —dijo un malhumorado Locke— que no tengo alternativas.

—Esto no sucede por accidente. ¿Estamos de acuerdo? ¿Harás lo que te he pedido?

—¿Me contarás qué quieres que le diga a Capa Barsavi?

—Sí.

—Quiero poner otra condición.

—¿En serio?

—Si voy a hacer este trabajo para ti —dijo Locke—, quiero tener la posibilidad de hablar contigo, o al menos de dejarte un mensaje, siempre que lo desee. Puede suceder algo que me impida esperarte hasta que llegues a mí de un salto, procedente de la nada.

—Es un despropósito —dijo el Rey Gris.

—Es una necesidad. ¿Quieres que tenga éxito en esa tarea o no?

—Muy bien —asintió el Rey Gris—. Halconero.

El halconero se levantó de su asiento; Vestris no apartaba los ojos de los de Locke. El maestro halconero hurgó dentro de su casaca con la mano que le quedaba libre y sacó una vela, un delgado cilindro de cera blanca con una extraña mancha carmesí a su alrededor.

—Enciéndala —dijo el mago mercenario— en un lugar solitario. No puede haber nadie delante. Pronuncie mi nombre; yo lo oiré y acudiré enseguida.

—Gracias, halconero —Locke cogió la vela con la mano derecha y la guardó en su casaca—. Es fácil de recordar.

Vestris abrió el pico sin emitir ningún sonido. Lo cerró de repente y guiñó un ojo. ¿Un bostezo? ¿La versión aviaria de una burla a expensas de Locke?

—No le perderá de vista —dijo el mago mercenario—. Lo que Vestris siente, yo lo siento, y lo que ella ve, yo lo veo.

—Eso aclara un poco las cosas —dijo Locke.

—Si ya estamos de acuerdo —dijo el Rey Gris—, aquí hemos terminado. Tengo algo que hacer esta noche. Gracias, maese Espina, por atender a mis razones.

—Dijo el hombre de la ballesta al hombre de la bolsa —Locke se levantó y deslizó su mano izquierda hasta uno de los bolsillos de la casaca; el antebrazo aún le dolía—. ¿Y cuándo se supone que debe tener lugar el encuentro?

—Dentro de tres noches —dijo el Rey Gris—. No creo que suponga ningún impedimento para el juego de Don Salvara.

—No, aunque no creo que eso te importe gran cosa.

—Entonces, que te vaya bien. Volvamos a nuestros propios asuntos.

—No irás a…

Pero ya era demasiado tarde; el halconero acababa de hacer una seña con la mano que tenía libre y de mover los labios para formar unas palabras que no había pronunciado. La habitación comenzó a girar; la luz naranja de la linterna se convirtió en una tira de color que comenzó a desvanecerse en la negrura de la estancia y luego sólo hubo tinieblas.

6

Cuando Locke recobró plenamente todos los sentidos, se encontró de pie en el puente que unía la Trampa con la Hilera de los Besamonedas; según su cómputo personal, no había pasado ni un instante, pero cuando miró hacia arriba vio que ya no había nubes, que las estrellas habían recorrido vertiginosamente el cielo oscuro y que las lunas se hallaban muy bajas en el oeste.

—¡Hijo de puta! —dijo entre dientes—. ¡Han pasado varias horas! Jean debe de estar muy preocupado.

Pensó todo lo deprisa que pudo. Calo y Galdo habían planeado pasar la tarde haciendo la ronda de la Trampa, con Bicho a sus talones. Probablemente hubieran terminado en el Último Error, jugando a los dados, bebiendo e intentando que no los echaran fuera por marcar las cartas. Jean debía de haber pasado la noche en la habitación de la Torre Rota para dar la impresión de que estaba en ella, al menos hasta la llegada de Locke. En aquel momento Locke recordó que aún estaba vestido como Lukas Fehrwight y se dio un cachete en la frente.

Se despojó de la casaca y de las corbatas, se quitó del caballete de la nariz los anteojos que no necesitaba y los guardó en un bolsillo. Sintió de modo más que evidente los cortes del brazo izquierdo; eran profundos y aún le dolían, pero la sangre se había convertido en costra, así que al menos ya no goteaba sangre.

¡Que los dioses maldigan al Rey Gris y me den la oportunidad de devolverle lo que me ha hecho esta noche!, pensó Locke.

Se despeinó, se desabrochó la ropa, se bajó las mangas de la camisa y se agachó para doblar y ocultar las ridículas cintas de sus zapatos. Las corbatas y los cinturones de adorno fueron a parar al interior de la casaca, que Locke dobló luego y ató por las mangas. En la oscuridad daba la impresión de que cargara con un viejo saco de tela. Sin los floridos adornos de Lukas Fehrwight podría pasar desapercibido al menos durante algún tiempo. Satisfecho, se volvió y echó a andar a buen paso hacia la parte meridional del puente, hacia los perennes ruidos y luces de la Trampa.

Jean Tannen salió de un callejón y cogió del brazo a Locke cuando éste doblaba una esquina para dirigirse a la parte norte de la Torre Rota, desde la que se podía llegar a la entrada principal del Último Error por el suelo de guijarros.

—Jean, por los dioses, me alegro de verte. No estoy bien y creo que tú tampoco lo estás. ¿Dónde se encuentran los demás?

—Cuando vi que no regresabas —dijo Jean, hablándole a Locke en el oído—, me acerqué al Error Final y los envié a nuestras habitaciones, Bicho incluido. Desde entonces he estado recorriendo todas las calles, intentando pasar desapercibido. No quería que todos estuviéramos desperdigados por la noche. Yo… todos temíamos…

—Me cogieron, Jean. Y luego me soltaron. Vayámonos a nuestras habitaciones. Acaban de guisarnos un nuevo problema que quema tanto como el infierno.

7

En aquella ocasión dejaron abiertas las ventanas, que estaban cubiertas por unas hojas delgadas de malla metálica para evitar la picadura de los insectos. El cielo se iba poniendo gris, con unas líneas de color rojo que sólo eran visibles por encima de los alféizares de las ventanas que daban al este, cuando Locke terminó de relatar los eventos de aquella noche. Y aunque las sombras adornaban todos y cada uno de los cansados ojos de sus oyentes, ninguno tenía cara de sueño.

—Al menos sabemos —así concluía Locke— que no intentan matarme como a los otros garristas.

—Al menos no hasta dentro de tres noches —dijo Galdo.

—No se puede confiar en ese bastardo —dijo Bicho.

—Pero cuando llegue el momento —dijo Locke—, tendré que obedecerle.

Locke se había cambiado de ropa; parecía de una clase inferior, lo cual era mejor, dado lo sucedido. Jean había insistido en lavarle el brazo con vino de alta graduación, calentado casi hasta el punto de ebullición en una piedra alquímica. Locke, iluminado por un pequeño globo luminoso, apretaba sobre el brazo una compresa empapada en brandy. Era cosa sabida entre los físicos de Camorr que aquella luz alejaba el aire maloliente y ayudaba a prevenir las infecciones resistentes.

—¿Lo harás? —Calo se rascó la barbilla llena de grasa—. ¿Cuán lejos supones que podríamos llegar si ahora mismo saliéramos pitando?

—¿Y quién lo sabe, con el Rey Gris en nuestros talones? —Locke suspiró—. No creo que mucho, con el mago mercenario.

—Entonces lo que tenemos que hacer —dijo Jean— es quedarnos sentados y dejar que tire de nuestras cuerdas como si fuéramos marionetas en un escenario.

—Sí, nos tiene atrapados —dijo Locke— al decirme que no piensa revelarle a Capa Barsavi nuestros juegos de engaño.

—Todo esto es una locura —dijo Galdo—. ¿Has dicho que ese halconero llevaba tres anillos negros en la muñeca?

—Sí, el que no los lleva es ese maldito halcón-escorpión.

—Tres anillos —murmuró Jean—. Es una locura. Tomar a su servicio a uno de esos… Hace dos meses que comenzaron a circular las historias del Rey Gris. Desde que el primer garrista… ¿Quién fue?

—Gil el Cuchilla, de los Sabuesos del Ron —dijo Calo.

—La suma de dinero que ha debido manejar tiene que ser… desorbitada. No creo que el Duque pueda mantener durante tanto tiempo a un mago de alquiler como ése. Así pues, ¿quién cojones es ese Rey Gris, y cómo puede pagar tanto dinero?

—Ni idea —dijo Locke—. Lo único que sé es que dentro de tres noches, o más bien dos noches y media, ahora que llega el sol, habrá dos Reyes Grises y que luego sólo habrá uno.

—¡Por los Trece! —dijo Jean, sosteniéndose la cabeza con las manos y tapándose los ojos con las palmas.

—Ésas eran las malas noticias. Capa Barsavi quiere casarme con su hija y ahora el Rey Gris quiere que me haga pasar por él en la entrevista secreta que quiere mantener con Barsavi —Locke hizo una mueca—. Las buenas noticias es que el nuevo pagaré por un importe de cuatro mil coronas no se ha manchado de sangre.

—Le mataré —dijo Bicho—. Dadme unos cuantos dardos envenenados y un callejón, y le taladraré los ojos.

—Bicho —dijo Locke—, eso que dices hace que el salto que diste desde el tejado del templo parezca algo razonable.

—¿Quién se lo esperaría? —Bicho, que se sentaba debajo de una de las ventanas que daban al este, volvió la cabeza unos instantes para mirar fuera, tal y como había estado haciendo toda la noche—. Atended, todo el mundo sabe que cualquiera de vosotros podría intentar matarle. ¡Pero nadie se lo esperaría de mí! ¡Sorpresa total, un disparo en la cara y se acabó el Rey Gris!

—Suponiendo que el halconero permitiera que tu dardo alcanzara a su cliente —dijo Locke—, luego acabaría por pillarnos a todos cuando hubiéramos bajado la guardia. Por otra parte, dudo mucho que ese maldito pájaro suyo esté revoloteando ahora alrededor de esta torre, donde podemos verlo y escondernos de él.

—No creas —dijo Bicho—, creo haberlo visto cuando establecimos el primer contacto con don Lorenzo.

—Yo también creo haberlo visto —Calo paseaba un solón por encima de los nudillos de una mano, pero sin prestar atención a la moneda—. Fue mientras fingía que te estrangulaba, Locke. Algo voló por encima. Demasiado grande y rápido para ser un chochín o un gorrión.

—Entonces —dijo Locke— ha estado vigilándonos de verdad y sabe todo lo que hay que saber de nosotros. Aunque someterse a su debido momento sea lo más sabio, habrá algo que ahora podamos hacer.

—¿Quieres que demos ahora mismo por terminado el juego de Don Salvara? —preguntó Bicho con mucha resignación.

—¿Hmmm? No —Locke movió vigorosamente la cabeza—. Ahora no hay ningún motivo.

—Creía que sí lo había —dijo Galdo.

—El motivo de que discutiéramos la conveniencia de finalizar el juego antes de lo acordado sólo se debía al hecho de escondernos para evitar que nos matara el Rey Gris. Ahora estamos condenadamente seguros de que eso no sucederá, al menos en los próximos tres días. Así que proseguiremos con el juego de Don Salvara.

—Sí, durante tres días. Hasta que al Rey Gris ya no le seas de ninguna utilidad —Jean escupió—. El próximo paso de su plan, sea el que sea, será el de… gracias por cooperar conmigo y ahí van unos cuchillos de agradecimiento para la espalda de cada uno de vosotros.

—Es una posibilidad —reconoció Locke—, así que haremos lo siguiente. Tú, Jean, duerme un poco y después sal enseguida a darte una vuelta. Anula los preparativos del viaje por mar. Si tuviéramos que salir a toda prisa nos llevaría demasiado tiempo tener que esperar al barco. Y deja más dinero en la Puerta del Vizconde. Si tenemos que irnos, saldremos por tierra, así que quiero que esa puerta se vaya haciendo cada vez más grande y de más fácil acceso que la de una casa de putas.

»Calo, Galdo, haceos con un carro. Aparcadlo detrás del templo; dejad en él telas enceradas y sogas para empaquetar cuanto antes lo que sea. Conseguid comida y bebida para el viaje. Cosas sencillas y que alimenten. Echad capas. Ropas corrientes. Ya sabéis lo que hay que hacer. Si cualquiera de la Buena Gente os pilla trabajando, dejadle caer que estamos detrás de un jugoso negocio que tendrá lugar dentro de unos días. A Barsavi le encantará saberlo, si es que vuelve a hacerse con el control de todo.

»Bicho, mañana tú y yo vamos a ir a la cripta. Cogeremos todas las monedas que haya en ella y las meteremos en sacos de lona para llevarlas mejor. Si tenemos que salir a la fuga, quiero poder echarlas dentro del carro en muy pocos minutos.

—Tiene sentido —dijo Bicho.

—Vosotros, los Sanza, iréis juntos —dijo Locke—. Tú, Bicho, vendrás conmigo. Nadie tiene que quedarse solo ni siquiera un instante, excepto Jean. A menos que el Rey Gris haya guardado en la ciudad todo un ejército, es el que menos probabilidades tiene de que le molesten.

—Oh, cómo me conoces —Jean se llevó una mano a la nuca y la metió por dentro del holgado chaleco que llevaba encima de su sencilla camisa de algodón. Sacó un par de hachas idénticas, cada una de medio metro de longitud, con mangos cubiertos de cuero y finas hojas negras que cortaban como escalpelos. Estaban equilibradas con unas bolas de acero pavonado, cada una del tamaño de un solón de plata. Las Hermanas Malvadas… las armas preferidas de Jean—. Jamás viajo solo. Siempre vamos los tres.

—Entonces, todo bien —Locke bostezó—. Si necesitamos más ideas brillantes, podremos pensar en ellas cuando nos despertemos. Poned algo pesado detrás de la puerta, cerrad las ventanas y comenzad a roncar.

Cuando apenas los Caballeros Bastardos se habían derrumbado en el suelo para comenzar a poner en práctica tan acertado plan, Jean levantó una mano pidiendo silencio. Las escaleras que se encontraban al otro lado de la puerta, en la pared norte de la habitación, acababan de crujir por la llegada de mucha gente. Instantes después, alguien aporreaba la puerta.

—¡Lamora! —dijo una voz poderosa de hombre—. ¡Abre! ¡Es un asunto del Capa!

Jean deslizó las hachas en una mano y las ocultó detrás de su espalda para acercarse a la pared norte, a un metro de la puerta. Calo y Galdo se metieron la mano dentro de la camisa en busca de las dagas, Galdo poniendo a Bicho detrás de él. Locke se quedó en el centro de la habitación, recordando que sus estiletes aún se encontraban en el lío de ropa que había hecho con la casaca de Fehrwight.

—¿Cuánto cuesta una hogaza en el Mercado Cambiante? —preguntó Locke a voz en cuello.

—Sólo un cobre, pero la hogaza está húmeda —dijo aquella voz a modo de respuesta.

Locke se relajó un poco… acababan de pronunciar el santo y seña que estaban vigentes aquella semana; por otra parte, si hubieran querido sacarle fuera para hacerle algo sangriento, se hubiesen limitado simplemente a echar la puerta abajo de una patada. Indicando a los demás con las manos que estuvieran tranquilos, corrió el cerrojo y se asomó por la puerta lo suficiente para echar un vistazo.

Al otro lado había cuatro hombres de pie en la plataforma, a algo más de veinte metros por encima del Último Error. El cielo tenía el color del oscuro canal que se encontraba por debajo de ellos, pues las pocas estrellas que parpadeaban en él iban desvaneciéndose lentamente por aquí y por allá. Aquellos hombres tenían aspecto de tipos duros, inmóviles y tranquilos en su sitio como luchadores bien entrenados, con túnicas y collares de cuero y pañuelos rojos bajo las gorras de cuero negro. Los Manos Rojas… la banda a la que Barsavi acudía cuando necesitaba al momento cualquier trabajo que requiriera la fuerza de los músculos.

—Te pido perdón, hermano —el que parecía el jefe de los Manos Rojas apoyó una mano en la puerta—. El gran hombre quiere ver a Locke Lamora en este mismo momento, y ni le importa el estado en que se encuentre ni nos permite que aceptemos un no por respuesta.