Interludio

El chico que lloraba por un cadáver

1

Tras la visita al Último Error, el padre Cadenas no dio ningún respiro a Locke en lo concerniente a sus estudios; al día siguiente, aún con dolor de cabeza por la resaca del ron con azúcar negro, Locke comenzó a estudiar los sacerdocios de Perelandro y del Benefactor. Aprendió señas secretas y entonaciones rituales, diferentes formas de saludo y los significados de los adornos de los hábitos. El cuarto día que llevaba al cuidado de Cadenas, Locke se sentó en los peldaños como uno más de los «iniciados de Perelandro», vestido de blanco e intentando dar una apariencia más humilde y patética, a tono con su condición.

A medida que pasaron las semanas, las enseñanzas de Cadenas fueron en aumento. Locke tuvo que leer y escribir durante dos horas al día; poco a poco, los garabatos que hacía con el stilus fueron haciéndose menos ilegibles, hasta que los hermanos Sanza le anunciaron que ya no escribía «como un perro con una flecha en el cerebro». Dicha alabanza motivó tanto a Locke que roció sus jergones con pimienta roja. Los Sanza se sintieron muy turbados por el hecho de que la broma que le habían gastado se hubiese visto desbaratada por la tremenda paranoia de Locke. Era evidente que aún arrastraba consigo las experiencias sufridas en la Colina de las Sombras y en la plaga del Fuego Encendido; era imposible acercarse a hurtadillas hasta él o pillarlo mientras dormía.

—En lo concerniente a las travesuras, los gemelos jamás habían podido encontrarse antes de ahora con la horma de su zapato —comentó Cadenas mientras cierto día muy caluroso se sentaba con Locke en los escalones—. Ahora serán muy cautelosos contigo. Y cuando comiencen a acercarse a ti hablando de consejos… entonces podrás estar seguro de que los has domesticado.

Locke sonrió sin decir nada, pues precisamente aquella mañana Calo se había ofrecido para ayudarle con la aritmética a cambio de que el más pequeño de los Caballeros Bastardos les contara, a él y a su hermano, cómo había conseguido descubrir las pequeñas trampas que le habían puesto y cómo las había desactivado.

Y aunque Locke les reveló con cuentagotas algunos de sus mejores trucos de supervivencia, aceptó que los dos hermanos le ayudaran con la aritmética. La única recompensa que recibía de Cadenas después de cada acierto era un nuevo problema más difícil. Por entonces comenzó a aprender la lengua de Vadran; Cadenas sólo la hablaba para darles órdenes, y en cuanto Locke estuvo razonablemente familiarizado con ella, solía ordenarles con frecuencia que la practicaran durante horas. Incluso mientras cenaban, tenían que hablar la áspera e ilógica lengua del norte; y hubo ocasiones en que a Locke le pareció imposible decir nada en vadraní que no sonara como si estuviera enfadado.

—No se la oiréis hablar a la Buena Gente, pero sí, y mucho, a los comerciantes, y también la escucharéis en los muelles, eso puedo garantizároslo —comentó Cadenas—. Y cuando veáis que alguien la habla, no permitáis que sepa que la sabéis, a menos que sea absolutamente necesario. Os sorprendería lo arrogantes que se muestran algunos de esos tipos del norte en lo que se refiere a su lengua. Haceos, simplemente, los sordos y jamás conoceréis las tonterías que hubieran podido decir.

Luego aprendió las artes culinarias; Cadenas y Locke trabajaban como esclavos en los fogones un día sí y otro no, con el vigoroso concurso de Calo y Galdo.

—Es vicce alo apona, la quinta de las bellas artes de Camorr —dijo Cadenas—. Los jefes del gremio dominan mejor los ocho estilos que su propia polla, pero tú sólo aprenderás por ahora las técnicas básicas. Recuerda que son las mejores de todas. Sólo las de Karthain y de Emberlain se les acercan un poco; la mayor parte de los vadraníes no distinguirían la buena cocina de una mierda de rata en aceite de lámparas. Mira, esto es pimienta con un toque dorado, y esto otro aceite de oliva de Jeresh, y ahora voy a añadir una corteza seca de limón al cinamomo…

Locke guisó pulpo e hirvió patatas; partió en rodajas peras, manzanas y cierta fruta obtenida por hibridación alquímica que rezumaba un jugo con olor a miel. Añadió especias y sazonó mientras se mordía la lengua por la intensa concentración que le embargaba. Con mucha frecuencia era el arquitecto de horripilantes mezcolanzas que abandonaban a toda prisa el templo para convertirse en la pitanza del chivo. Y como iba mejorando en todo lo que concernía a su persona, también mejoró en lo concerniente a sus actividades en el fogón, de suerte que los Sanza dejaron de burlarse y comenzaron a confiar en él como ayudante, aunque poseído por una extraña creatividad.

Cierta noche en que Locke llevaba en la Casa de Perelandro más de año y medio, él y los Sanza colaboraron en la preparación de una fuente llena hasta arriba de crías de tiburón; se trataba de practicar la vicce enta merre, la primera de las bellas artes, la cocina de las criaturas marinas. Calo destripó los pequeños tiburones de piel suave y los rellenó con pimientos rojos y verdes, que antes Locke había atiborrado de salchichas y queso rojo-sangre; los diminutos e inmóviles ojos de las criaturas fueron reemplazados por aceitunas. Después de que les arrancaran las mandíbulas, les llenaron la boca con zanahorias glaseadas y arroz y les cortaron las aletas y la cola para hacer con ellas sopa.

—Ahhh —comentó Cadenas después de que el manjar hubiera sido cocinado y pasado por los cuatro gaznates que debían degustarlo—, es genuinamente excelente, muchachos. Pero mientras limpiáis y fregáis los platos, quiero oíros hablar en vadraní…

Y así siguieron las cosas; a Locke le enseñaron después el arte de poner la mesa y de servir a la gente de mucha categoría. Aprendió a presentar la silla para que se acomodaran en ella y a servir vino y té; él y los Sanza, con la seriedad de unos físicos que abrieran a un paciente, realizaban elaborados rituales de poner la mesa. Luego aprendió lo relacionado con el vestir: cómo atarse la corbata, cerrar las hebillas de los zapatos y tener gustos caros, como llevar las calzas de moda. De hecho, recibió una vertiginosa variedad de instrucciones en todas las esferas del comportamiento humano, excepto en las relacionadas con el robo.

A medida que se acercaba el primer aniversario de la entrada de Locke en el templo, todo aquello cambió.

—Debo algunos favores, muchachos —dijo Cadenas cierta noche, después de que todos ellos subieran a gatas al jardín marchito que se encontraba en el tejado del templo. Aquel lugar era el que prefería a la hora de discutir las cuestiones importantes de su vida en comunidad, al menos cuando no llovía—. Favores que no puedo ignorar cuando ciertas personas me los reclaman.

—¿Como el Capa? —preguntó Locke.

—Esta vez no —Cadenas aspiró profundamente el humo del acostumbrado cigarrillo que se fumaba después de la cena—. En esta ocasión se los debo a los alquimistas negros. ¿Habréis oído hablar de ellos, no?

Calo y Galdo asintieron con desgana; Locke dio a entender que no.

—Bueno —prosiguió Cadenas—, pues es cierto que existe un gremio de alquimistas; pero son muy mirados a la hora de elegir a las personas que los contratan y el trabajo que van a hacer para ellas. La existencia de los alquimistas negros es el motivo de que el gremio posea reglas tan estrictas. Venden sus productos a gente como nosotros y lo hacen en tiendas que les sirven de tapadera. Drogas, venenos, lo que sea. El Capa los gobierna lo mismo que a nosotros, pero nadie los contrata directamente. No son, ah, la clase de personas a las que uno quiera contrariar.

»Jessaline d’Aubert quizá sea la mejor de todos ellos. En cierta ocasión yo, uh, estuve a punto de morir envenenado. Ella me cuidó. Así que, al estar en deuda con ella, ha terminado por recordarme el favor. Necesita un cadáver.

—Del Túmulo de los Mendigos —dijo Calo.

—Y una pala —añadió Galdo.

—No, necesita un cadáver reciente. Aún caliente y jugoso, si es posible. Fijaos, los gremios de los alquimistas y de los físicos obtienen al año cierto número de cadáveres frescos por privilegio ducal. Directamente de la horca, para abrirlos e investigar. Los alquimistas negros no reciben esa deferencia, y Jessaline tiene ciertas teorías que quiere probar. Por lo tanto, he decidido que vais a hacer vuestro primer trabajo en equipo. Quiero que encontréis un cadáver más fresco que el pan que se hace de madrugada. Conseguidlo sin llamar la atención y traédmelo para que pueda mandárselo a Jessaline.

—¿Robar un cadáver? No parece muy divertido —dijo Galdo.

—Considéralo el mejor modo de comprobar vuestras habilidades —dijo Cadenas.

—¿Y luego tendremos que seguir robando más cadáveres? —preguntó Calo.

—No se trata de comprobar vuestras habilidades como ladrones de cadáveres, mi descarado y pequeño bobalicón —dijo amablemente Cadenas—. Quiero ver cómo trabajáis todos juntos en algo que considero más importante que preparar la cena. Podré daros todo lo que me pidáis, excepto consejos. Tendréis que hacerlo por vuestra cuenta.

—¿Todo lo que pidamos? —preguntó Locke.

—Dentro de lo razonable —dijo Cadenas—. Y permitidme que haga énfasis en el hecho de que no podéis «fabricar» el cadáver por vuestra cuenta. Debéis encontrar el de alguien que esté genuinamente muerto, a quien alguien haya matado.

Tan impresionante fue la voz de Cadenas cuando pronunció aquellas palabras, que los hermanos Sanza miraron muy serios a Locke durante varios segundos y luego se dirigieron recíprocas miradas de complicidad.

—¿Y para cuándo lo necesita esa dama? —preguntó Locke.

—Le vendría bien para dentro de una o dos semanas.

Locke asintió, y permaneció mirándose las manos durante unos instantes.

—Calo, Galdo —dijo—, ¿podéis sentaros mañana en las gradas para meditar acerca de esto?

—Sí —contestaron ellos, y al padre Cadenas no le pasó inadvertida la nota de esperanza que había en sus voces. Recordaría aquel momento para siempre: la noche en que los Sanza le permitieron a Locke que se convirtiera en el cerebro de la operación. La noche en que se sintieron aliviados por tenerle a él como cerebro de la operación.

—Genuinamente muerto —dijo Locke—, pero no por nosotros, y que aún no esté tieso. Correcto. Sé que podemos hacerlo. Será fácil, aunque todavía no sepa el cómo ni el cuándo.

—Tu confianza me parte el corazón —dijo Cadenas—, pero debo recordarte que sigues atado en corto. Si resulta que una taberna sale ardiendo o que desatas un tumulto, te arrojaré desde lo alto de este tejado con lingotes de plomo atados al cuello.

Calo y Galdo volvieron a mirar fijamente a Locke.

—Atado en corto. Vale. No te preocupes —dijo Locke—. Ya no soy tan imprudente como antes. Ya sabes, cuando era pequeño.

2

Al día siguiente Locke recorrió todo el distrito del Templo por primera vez, cubierto el rostro con la capucha de los hábitos de la Orden de Perelandro, que llevaban bordados de oro en las mangas, muy tieso ante la gente que pasaba a su lado. Se sentía sorprendido por la deferencia con que miraban sus hábitos (una deferencia que, como él muy bien sabía, apenas era recíproca por parte del pobre loco que los vestía).

La mayor parte de los camorríes consideraban a la Orden de Perelandro con una mezcla de cinismo y de lastimera culpabilidad; la desvergonzada caridad del dios y de su clero no conseguían conmover el duro corazón de la ciudad. Pero la reputación de que gozaba el padre Cadenas, al ser una singularidad colorista llena de piedad, le suponía bastantes dividendos; la gente que, casi con toda seguridad, delante de sus amigos de sonrisa bobalicona solía burlarse de los sacerdotes vestidos de blanco que servían al dios de los mendigos, llenaba de monedas el caldero de Cadenas, aunque, eso sí, apartando la mirada cuando pasaba ante su templo. A ello se debía que cualquier joven iniciado pudiera pasearse por las calles vestido con sus hábitos sin ser molestado; la gente de los corrillos se apartaba en orden y los comerciantes saludaban muy educadamente a Locke cuando éste pasaba cerca de todos ellos.

Descubría por primera vez que caminar entre la gente con un disfraz apropiado le hacía estremecerse de contento.

El sol había comenzado a ascender lentamente hacia la posición que debía ocupar a mediodía y la gente se arremolinaba, llenando de vida la ciudad con sus ecos y sus murmullos. Locke caminó intencionadamente hacia la esquina sudoeste del distrito del Templo, donde un estrecho puente de cristal cruzaba el canal para llegar a la isla de la Ciudadela Vieja.

Aquellos puentes eran otro legado de los Antiguos que habían estado allí antes de la llegada de los hombres: unas estrechas arcadas de cristal no más anchas que las caderas de una persona de tamaño corriente, dispuestas por parejas sobre la mayoría de los canales de Camorr y sobre algunos puntos del recorrido del río Angevino. Aunque parecían tersos desde lejos, sus relucientes superficies eran tan ásperas como la piel del tiburón; para aquellos que poseían ciertas dosis de agilidad y confianza eran el mejor medio de cruzar los canales por bastantes lugares. El tráfico siempre se efectuaba por ellos en un único sentido; un decreto ducal establecía de modo efectivo que quienes siguieran el sentido correcto podían echar de él a empujones a quienes quisieran cruzarlo en sentido contrario.

Mientras se escabullía por aquel puente, meditando con gran concentración, Locke recordó algunas de las lecciones de historia que le había impartido Cadenas. El distrito de la Ciudadela Vieja había sido antaño la patria de los duques de Camorr, muchos siglos antes, cuando todas las ciudades-estado reclamadas por la gente de Therin habían doblado la rodilla ante un único trono, el de la ciudad imperial de Therim Pel. Aquel linaje de la nobleza camorrí, como muestra de respeto supersticioso por las torres de excelente cristal dejadas por los Antiguos, había ordenado levantar un enorme palacio de piedra en el centro de la parte meridional de Camorr.

Cuando uno de los tataratatarabuelos de Nicovante (en lo concerniente al pasado de algunos de los puntos más notables de la ciudad, como aquél, los prodigiosos conocimientos de Locke acerca de casi todo se disolvían en una bruma dominada por las más completa indiferencia) decidió irse a vivir a la torre de cristal conocida por el nombre de El Alcance del Cuervo, la fortaleza de la antigua familia se convirtió en el Palacio de la Paciencia… sede de la justicia municipal de Camorr, pues eso es lo que era. Los casacas amarillas y sus oficiales estaban acantonados en él, así como los magistrados del Duque, doce hombres y mujeres que presidían los juicios vestidos con togas escarlata y máscaras de terciopelo para que sus auténticas identidades jamás fueran del dominio del gran público. Todos y cada uno de ellos recibían los nombres de los meses: juez Parthis, juez Festal, juez Aurim, y así sucesivamente, pues se iban turnando a lo largo del año.

Allí se encontraban las mazmorras y las horcas del Puente Negro que llegaban hasta las puertas de palacio, y más cosas. Y puesto que la Tregua Secreta había reducido drásticamente el número de personas que emprendían el breve trayecto del Puente Negro (y a las que el duque Nicovante no quería ahorcar en público por un exceso de magnanimidad), los servidores del Duque se habían dedicado a inventar otros castigos que eran tan espectaculares como refinadamente crueles, aunque, técnicamente, no fueran mortales.

El palacio era un gran bloque cúbico de piedra negra y gris, de diez pisos de alto; los enormes ladrillos que formaban sus paredes habían sido dispuestos para crear simples mosaicos, cuyas imágenes con el paso del tiempo eran poco menos que espectrales. Las hileras de ventanas de altas arcadas que adornaban todos los pisos de la torre tenían cristales emplomados en los que predominaban los diseños de colores blancos y rojos. De noche, una lámpara ardía siniestramente detrás de cada una de ellas, confiriéndoles la apariencia de ojos rojizos y menudos que miraran hacia todas las direcciones. Aquellas ventanas jamás estaban a oscuras: el mensaje que querían dar era evidente.

Había cuatro torres cilíndricas abiertas por arriba, dispuestas en cada una de las esquinas del palacio, que parecían colgar del aire cuando se las veía desde el octavo o el noveno piso. De sus superficies laterales colgaban unas buitreras de hierro negro donde los prisioneros, aislados para recibir un trato especial, se aireaban durante unas cuantas horas, o incluso algunos días, con los pies colgando. Aunque pueda parecer duro, era como estar sentados en el paraíso si se las comparaba con las jaulas de araña, un espectáculo que Locke pudo contemplar (tapado por las espaldas y los hombros de los adultos) cuando dejó el puente estrecho y se adentró entre la muchedumbre de la Ciudadela Vieja.

De la torre sudeste del Palacio de la Paciencia colgaban media docena de jaulas sostenidas por largas cadenas de hierro, que se movían lentamente al viento como pequeñas arañas que se balancearan de sus hilos de seda. Se fijó en dos de ellas, una que se movía muy despacio hacia arriba y otra muy deprisa hacia abajo. A los prisioneros condenados a las jaulas de araña no se les permitía ni un momento de tranquilidad, al igual que a los prisioneros condenados a trabajos forzados, los cuales se afanaban tirando de los enormes cabrestantes que había en lo alto de la torre, dispuestos en cuadrillas que se movían en el sentido del reloj hasta que el ocupante de la jaula alcanzaba el grado de desquiciamiento o de arrepentimiento requeridos. Tambaleándose, crujiendo y expuestas a la total intemperie, las jaulas subían y bajaban sin parar. Por la noche, incluso a uno o dos distritos de distancia, era frecuente oír a quienes las ocupaban confesar a gritos su culpabilidad.

La Ciudadela Vieja no era un distrito muy cosmopolita. Fuera del Palacio de la Paciencia había muelles y establos reservados a los casacas amarillas, oficinas para los recaudadores de impuestos del Duque, los escribientes y demás funcionarios, y unas cafeterías de mala muerte donde abogados independientes y secretarios legales del juzgado intentaban trabajar de tapadillo para las familias y amigos de los que estaban en el palacio. Unas cuantas casas de empeños y otros negocios se adherían tenazmente a la parte norte de la isla, aunque ésta se encontraba atestada en su mayor parte por los negocios más siniestros del gobierno del Duque.

El otro sitio notable del distrito era el Puente Negro, que cruzaba el ancho canal que separaba la Ciudadela Vieja de la Mara Camorazza, un largo arco de piedra negra, construido por el hombre, que estaba adornado con lámparas rojas dispuestas encima de unos sudarios negros ceremoniales, los cuales podían ser bajados con unos cuantos tirones de cuerda; se suponía que las almas en pena de los condenados eran arrastradas hacia el mar si morían encima de una corriente de agua. Algunos pensaban que entonces podrían reencarnarse en los cuerpos de los tiburones, lo cual explicaba el problema que tenía Camorr con aquellas criaturas, idea que no parecía descabellada. Al menos, en lo concerniente a la mayor parte de los camorríes, parecía justo que pudieran cambiarse las tornas.

Locke se quedó mirando al Puente Negro un buen rato, mientras ejercitaba aquella capacidad de connivencia que Cadenas había reprimido por la fuerza durante muchos meses. Aunque era demasiado joven para autoanalizarse, los prolegómenos del plan que debía urdir le producían un auténtico placer, como si la boca de su estómago se estremeciera con una sensación cálida y agradable. Y aunque aún no tuviera claro lo que se disponía a hacer, los pensamientos que giraban en su mente comenzaron a concretarse en un plan, y cuanto más vueltas le daba más le gustaba. Y fue conveniente que la capucha blanca ocultara su rostro a la mayoría de los transeúntes, porque, de lo contrario, cualquiera hubiera podido ver cómo aquel iniciado de Perelandro que miraba fijamente las horcas sonreía de un modo muy siniestro.

3

—Necesito la lista de la gente que van a ahorcar durante las próximas dos semanas —dijo Locke al día siguiente, cuando él y Cadenas se hallaban sentados en los peldaños del templo.

—Si fueras emprendedor —comentó Cadenas—, y ciertamente lo eres, podrías obtener por ti mismo esa información y dejar tranquilo a tu pobre, viejo y gordo maestro.

—Podría, pero necesitaría algo más para conseguirla. No funcionaría si alguien me hubiera visto rondar por el Palacio de la Paciencia antes de los ahorcamientos.

—¿Qué no funcionaría?

—El plan.

—Oh, oh. Ladronzuelo presumido de la Colina de las Sombras, pensabas dejarme en la inopia. ¿Qué plan?

—El plan para robar un cadáver.

—Ajá. ¿No te gustaría contarme algo de él?

—Que es brillante.

Un transeúnte arrojó algo en el caldero. Locke hizo una reverencia y Cadenas, con un estruendo metálico, movió las manos en dirección al hombre y exclamó:

—¡Cincuenta años de prosperidad para ti y tus hijos, junto con la bendición del Señor de los Vigilados! —y luego, cuando se hubo ido aquel hombre, añadió en voz baja—: Debieran haber sido cien, porque sonó como medio cobre cortado. Y ahora tu brillante plan. Aunque bien sé que has concebido planes audaces, no estoy muy seguro de que éste sea brillante.

—Lo es, puedo asegurártelo. Pero necesito esos nombres.

—Si así es, si así es —Cadenas apoyó la espalda en los escalones para rascarse, gruñendo de satisfacción a cada restregón que se daba—, los tendrás antes de medianoche.

—Y también algo de dinero.

—Ah, bien, ya lo suponía. Toma de la cripta lo que necesites y apúntalo en el libro de cuentas. Y no vayas a desanimarte, ya que…

—Lo sé. Lingotes de plomo, gritos, muerte.

—Algo parecido. Aunque tu aportación no sea gran cosa, supongo que Jessaline podrá aprender una o dos cosas de ese cadáver.

4

El Día de la Penitencia era el día tradicionalmente reservado en Camorr para ahorcar a la gente; una vez a la semana, una turba resentida de prisioneros salía al trote del Palacio de la Paciencia, rodeada por guardias y sacerdotes. Las doce del mediodía era la hora en que eran ahorcados.

A las nueve de la mañana, cuando los funcionarios del patio del palacio abrían los batientes de madera de sus ventanas y se acomodaban para un largo día en el que no se cansarían de repetir a todos los que fueran a verlos «os fastidiáis en nombre del Duque», tres iniciados de Perelandro vestidos con sus hábitos introdujeron una estrecha carreta de madera en el patio. El más bajo de los tres fue a buscar al primer funcionario que encontró disponible; su pequeño rostro lampiño apenas llegaba al borde superior de la ventanilla de su oficina.

—Qué extraño —dijo el funcionario, que resultó ser una mujer de mediana edad, cuyo vestido, aparte de darle la apariencia de un saco de patatas, no le confería aires de simpatía ni de cordialidad—. ¿Puedo ayudarte en algo?

—Sí, van a ahorcar a un hombre —dijo Locke—. Hoy, a mediodía.

—No deberías decirlo. Yo creía que era un secreto de estado.

—Se llama Antrim. Antrim el Manco, así le llaman. Él tiene…

—Sólo una mano. Sí, caerá hoy. Incendio, robo, trata de esclavos. Un hombre encantador.

—Iba a decir que tenía esposa —repuso Locke—. Tiene cierto asunto que le concierne a él.

—Atiende, ya ha expirado el plazo para apelar. Saris, Festal y Tatris sellaron la pena de muerte. Ahora Antrim el Manco es de Morgante, y después lo será de Aza Guilla. Ni siquiera uno de los astutos alevines del dios de los mendigos puede hacer nada por él.

—Lo sé —dijo Locke—. No estoy aquí para implorar por su vida. Y a su mujer no le importa que lo ahorquen. He venido aquí por su cadáver.

—¿De veras? —los ojos de la funcionaria chispearon, movidos por una genuina curiosidad—. Ahora sí que es extraño. ¿Y qué pasa con el cadáver?

—Aunque su esposa sepa que se merece que lo cuelguen, quiere ofrecerle una suerte mejor. Ya sabe, con la Señora del Largo Silencio. Así que nos ha pagado para que recojamos el cadáver y lo llevemos a nuestro templo. Una vez allí, durante tres días seguidos encenderemos velas e invocaremos el nombre de Perelandro para que interceda por él. Y después le daremos sepelio.

—Entiendo —dijo la oficinista—. Por lo general, descolgamos los cadáveres una hora después y los amontonamos en fosas excavadas en el Túmulo de los Mendigos. Más de lo que se merecen, porque es un entierro decente. Pero no solemos entregarlos a cualquiera que nos lo pida.

—Lo sé. Mi maestro es invidente y no puede abandonar nuestro templo, de otro modo hubiera venido en persona a explicárselo todo. Creo que puedo decirle que conoce las molestias que todo esto puede ocasionarle a usted.

La manita de Locke apareció en el borde de la ventanilla con una pequeña bolsa de cuero que dejó en él.

—Es muy considerado por su parte. Todos conocemos la devoción del padre Cadenas —la oficinista empujó la bolsa con la mano hasta quedar bajo el mostrador; cuando le dio un golpecito y ésta tintineó, emitió un gruñido de placer—. Pero aún queda un pequeño problema.

—Mi maestro agradecería cualquier ayuda que pudiera proporcionarnos —otra bolsa más apareció junto a la ventanilla y la oficinista sonrió.

—Está dentro de lo posible —dijo—. Aunque, por supuesto, no puedo asegurártelo.

Locke hizo aparecer una tercera bolsa, y la oficinista se dio por vencida.

—Hablaré con los maestros de las sogas, pequeño.

—Incluso hemos traído una carreta —dijo Locke—. No queremos tener ningún problema.

—Estoy segura de que no lo tendréis —durante unos segundos su talante se hizo más dulce—. Chico, espero que no tomaras a mal lo que dije acerca del dios de los mendigos.

—No lo tomé a mal, señora. A fin de cuentas, eso es lo que hacemos —le dedicó lo que suponía que era su mueca más simpática—. Y ahora, dígame: ¿No me habrá concedido lo que le pedí por la simple bondad de su corazón, sin haber mediado en ello las monedas?

—Claro que sí —y le guiñó un ojo.

—Entonces veinte años de prosperidad para usted y sus hijos —dijo Locke con una reverencia, para luego desaparecer bajo la ventanilla—, y las bendiciones del Señor de los Vigilados.

5

Fue una ejecución rápida y limpia; los maestros de las sogas, al servicio del Duque, eran muy duchos en su oficio. No era la primera ejecución a la que asistía Locke, ni sería la última. Incluso él y los hermanos Sanza podían realizar los ademanes rituales si uno de los condenados solicitaba en el último minuto la bendición de Perelandro.

El tráfico por el Puente Negro quedó detenido mientras se procedía con las ejecuciones; el grupo no excesivamente numeroso de guardias, espectadores y sacerdotes atravesó el puente una vez terminada la ejecución. Más abajo, entre los crujidos de las sogas de las que pendían los cadáveres, éstos se mecían en la brisa; por respeto, Locke y los Sanza se mantenían apartados de los demás, junto a su carreta.

Como siempre, los casacas amarillas comenzaron a descolgar los cuerpos uno tras otro bajo la mirada vigilante de los sacerdotes de Aza Guilla, para depositarlos cuidadosamente en un carro sin toldo tirado por dos caballos negros vestidos con las gualdrapas negras y plateadas de la Orden de la diosa de la muerte. El último que descolgaron fue el de un hombre enjuto de barba larga y cabeza rapada; su mano izquierda se terminaba en un muñón rojo y arrugado. Cuatro casacas amarillas llevaron su cuerpo hacia la carreta de los muchachos; una sacerdotisa de Aza Guilla iba con ellos. Locke sintió que un escalofrío recorría su columna vertebral cuando la inescrutable máscara engarzada en plata se inclinó sobre él.

—Pequeños hermanos de Perelandro —dijo la sacerdotisa—, ¿qué tipo de intercesión solicitáis para este hombre? —su voz era la de una mujer joven de quizá no más de dieciséis o diecisiete años. Sólo aquel simple detalle sirvió para hacerla más inquietante a los ojos de Locke, quien sintió que la garganta se le había secado de repente.

—Cualquier intercesión que pueda serle concedida —respondió Calo.

—Puesto que la voluntad de los Doce no es nuestra, nada podemos decir de ella —añadió Galdo.

La sacerdotisa inclinó la cabeza muy despacio.

—Me han dicho que la viuda de este hombre ha pedido que lo ingresen en la Casa de Perelandro antes del sepelio.

—Al parecer, ella pensaba que su marido podría necesitar que alguien pidiera perdón por él —dijo Calo.

—Hay precedentes de eso. Pero lo más frecuente es que la persona afligida solicite la intercesión de la Dama.

—Nuestro maestro —medió entonces Locke— prometió, ah, solemnemente a esa pobre mujer que nosotros cuidaríamos de su marido. Aunque no deseamos ofenderos a vos ni a la Dama Bellísima, nos vemos obligados a mantener la palabra dada.

—Por supuesto. No quería dar a entender que os hubierais comportado de un modo inapropiado; la Señora lo pesará, dijera lo que dijese e hiciera lo que hiciese, antes de que su receptáculo haya sido enterrado —y entonces hizo una seña a los casacas amarillas y éstos depositaron el cadáver encima de la carreta. Uno de ellos extrajo un sudario barato de algodón y cubrió con él el cuerpo de Antrim, pero no su cabeza—. Las bendiciones de la Señora del Largo Silencio sean con vosotros y con vuestro maestro.

—Las bendiciones del Señor de los Vigilados —dijo Locke, mientras él y los Sanza le hacían al mismo tiempo una ceremoniosa reverencia; la cuerda trenzada con plata que la sacerdotisa llevaba al cuello indicaba que había sobrepasado el nivel de iniciado en el que aún se encontraban los muchachos— sean con vos y con vuestros hermanos y hermanas.

Cada uno de los hermanos Sanza se situó delante de la carreta y tomó el extremo que le correspondía, mientras Locke se situaba detrás para que el peso y el empuje quedaran equilibrados. Al instante lamentó haber escogido aquella posición, porque, como el ahorcado se había ensuciado encima, el olor a su propia porquería era cada vez más fuerte. No obstante, apretando los dientes, exclamó:

—A la Casa de Perelandro, y mantengamos la dignidad.

Avanzando penosamente, los Sanza llevaron la carreta hacia la orilla oeste del Puente Negro, para luego girar hacia el norte y tomar el puente ancho, a muy poca altura, que les llevaría a la parte más oriental del distrito del Mercado Flotante. Ello les hizo dar un pequeño rodeo para no levantar sospechas… al menos hasta que los tres chicos vestidos con hábitos blancos estuvieran lejos de cualquiera que hubiera podido verlos abandonar la escena de las ejecuciones. Moviéndose un poco más deprisa, y disfrutando todos ellos de la deferencia añadida que les brindaba el muerto (excepto Locke, que se sentía muy alicaído por la futilidad de lo último que aquel pobre diablo había hecho en vida), giraron hacia la izquierda y se dirigieron a los puentes de la Fauria.

Una vez allí, se dieron prisa en dirigirse al sur y cruzaron el distrito de Videnza: una isla relativamente limpia y espaciosa que era patrullada regularmente por los casacas amarillas. En el centro de Videnza se encontraba una plaza cuadrada ocupada por un mercado de artesanos, gente de prestigio que abominaba del caos frenético del Mercado Flotante. Trabajaban en los bajos de sus bonitas y antiguas casas combadas, las cuales eran remozadas periódicamente con mortero nuevo al tiempo que pintaban de blanco sus estructuras de madera. Por tradición, las tejas de sus casas estaban barnizadas con colores brillantes un tanto heterogéneos, azul, púrpura, rojo y verde, que encantaban la mirada al relucir como el cristal bajo el brillante y ardiente sol.

Al entrar por la parte norte de aquella plaza, Calo salió disparado como una flecha y se perdió entre la muchedumbre. Locke abandonó la retaguardia (musitando una oración agradecida) y ocupó su lugar. De tal suerte, él y Galdo tiraron de la carreta hacia la tienda de Ambrosine Strollo, primera dama de los fabricantes de velas de Camorr y abastecedora del mismísimo Duque.

—Si hay en Camorr una pizca de genuina amistad —había dicho Cadenas en cierta ocasión—, un lugar donde el nombre de Perelandro no sea pronunciado con la vergonzosa condescendencia que es usual en toda la ciudad, ese lugar es Videnza. Y aunque los comerciantes vivan míseramente y se vean acuciados por las necesidades diarias, los que consiguen sacar un poco de provecho haciendo lo que han querido hacer, dan la impresión de ser un poquito felices. Y viven en el mejor de los mundos a los que puede acceder la gente corriente. Asumir nuestra suerte es algo que no les molesta.

Locke estaba impresionado por la acogida que él y Galdo acababan de recibir al llevar la carreta hasta la tienda de cuatro plantas de la señora Strollo. Pues tanto los comerciantes como los compradores saludaban con una inclinación de cabeza al cadáver; incluso muchos de ellos hacían la bendición muda de los Doce, llevándose ambas manos a los ojos, después a los labios y, finalmente, al corazón.

—Queridos —dijo la señora Strollo—, qué honor y qué misión tan poco usual debéis de estar cumpliendo —era una mujer delgada que soportaba muy bien el peso de los años, una suerte de antítesis cósmica de la oficinista con la que Locke había tratado aquella misma mañana. Strollo desprendía atención y deferencia; se comportaba como si aquellos dos muchachos coloradotes que sudaban muchísimo bajo sus hábitos fueran los sacerdotes hechos y derechos de cualquier otra orden mucho más poderosa. Y si llegó a oler algo del pestazo de lo que Antrim llevaba dentro de los calzones, no lo dio a entender.

Se sentaba en el mirador de la tienda que daba a la calle, bajo una persiana recogida de recia madera que se desenrollaba de noche para dejar bien cerrado el local y evitar cualquier percance. El mirador tenía unos tres metros de ancho y la mitad de alto; la señora Strollo estaba rodeada de candelas dispuestas en hileras y pisos, unas junto a otras, como si formaran las casas y los torreones de una fantástica ciudad de cera. Puesto que los globos alquímicos habían reemplazado casi en su totalidad a los cirios baratos que eran la fuente de luz de poca intensidad preferida tanto por la nobleza como por las clases bajas, los pocos maestros candeleros que quedaban se esforzaban en crear velas provistas con las mejores mezclas de olores. Además estaban las prácticas ceremoniales de los templos y de los creyentes de Camorr, las cuales consideraban de todo punto inadecuada la fría luz producida por los globos.

—Tenemos que rezar tres días seguidos por este hombre —dijo Locke— antes de que lo enterremos. Mi maestro necesita velas nuevas para la ceremonia.

—¿Te refieres al viejo Cadenas? Pobre hombre. Veamos… Necesitaréis lavanda mientras lo limpiáis, flor de sangre otoñal para las bendiciones y rosas de azufre para la Dama Bellísima…

—Sí, por favor —dijo Locke, sacando una bolsa de cuero de aspecto mísero que tintineó con el sonido de la plata—, y unas cuantas más de las votivas sin olor. Media docena de cada una de ellas.

La señora Strollo escogió cuidadosamente las velas y las envolvió en una tela encerada.

—Estas últimas son regalo de la casa, y quizá añada algunas más —dijo en voz baja, sin darle tiempo a Locke a despegar los labios.

Locke intentó disuadirla por cuestión de formas, pero la mujer mayor se hizo la sorda durante los pocos segundos cruciales que le llevó empaquetar las velas.

Locke le pagó con tres solones que extrajo de la bolsa (haciendo todo lo posible para que pudiera ver que aún le quedaban una docena de monedas en la bolsa) y, mientras salía de la tienda, deseó a la señora Strollo cien años plenos de salud para ella y sus pequeños en nombre del Señor de los Vigilados. Luego dejó el paquete de velas en la carreta, cubriéndolo con la sábana que llegaba hasta la mirada vítrea e inmóvil de Antrim.

Apenas había ocupado su lugar al lado de Galdo cuando se topó con un chico más alto que él, vestido con unas ropas sucias y andrajosas, el cual le hizo caer de espaldas al suelo.

—¡Oh! —dijo aquel muchacho, que resultó ser Calo Sanza—. ¡Mil perdones! ¡Soy tan torpe! Permíteme que te ayude…

Agarró el brazo que Locke había levantado y tiró de él, logrando que el muchacho se pusiera de pie.

—¡Por los Doce Dioses! ¡Un iniciado! Perdonadme, perdonadme. No os había visto —y con una risita de preocupación quitó de los blancos hábitos de Locke la suciedad del suelo—. ¿Estáis bien?

—Sí, lo estoy.

—Disculpad mi torpeza; no quería ofenderos.

—Nadie ha sido ofendido. Gracias por ayudarme a ponerme en pie.

Después de aquello, Calo hizo una reverencia burlesca y se metió entre la muchedumbre para perderse en ella segundos después. Locke estuvo quitándose el polvo de encima de la túnica (puro teatro) mientras contaba mentalmente hasta treinta. Al llegar a treinta y uno, se sentó de repente al lado de la carreta, se agarró la encapuchada cabeza con ambas manos y comenzó a sorber por las narices. Y pocos segundos después se echó a llorar desconsoladamente. Siguiéndole la corriente, Galdo se acercó y se sentó a su lado, poniéndole una mano encima del hombro.

—¡Chicos! —dijo Ambrosine Strollo—. ¡Chicos! ¿Qué sucede? ¿Os habéis hecho daño? ¿Os ha hecho algo ese atontado de antes?

Galdo hizo como si murmurara algo a Locke en el oído; Locke hizo lo mismo con Galdo hasta que éste, dejándose caer sobre sus posaderas, se quedó sentado. Luego se enderezó, estrujó con ambas manos su capucha en una excelente imitación de frustración y se quedó mirando a la nada.

—No, señora Strollo —dijo, finalmente—, es peor que todo eso.

—¿Peor? ¿A qué te refieres? ¿Qué ha ocurrido?

—La plata —Locke balbució, levantando la mirada para que ella pudiera ver cómo las lágrimas le corrían por las mejillas y las comisuras de los labios, levemente fruncidas con disimulo—. Se llevó mi bolsa. Me ha r-robado.

—Era el dinero que nos había dado la viuda de este hombre —dijo Galdo—. No sólo era para pagar las velas, sino para la estancia, las plegarias y el funeral. Teníamos que entregárselo al padre Cadenas junto con el…

—… el cadáver —Locke se echó a llorar—. ¡Le hemos fallado!

—¡Por los Doce! —musitó la vieja dama—, ¡maldito ladronzuelo bastardo! —y entonces, inclinándose por encima del mostrador que se encontraba junto al mirador, exclamó con voz sorprendentemente enérgica—: ¡AL LADRÓN! ¡ALTO! ¡AL LADRÓN! —y cuando Locke volvió a enterrar su cabeza entre las manos, ella volvió a levantar la suya y exclamó—: ¡LUCREZIA!

—Sí, abuela —dijo una voz que salía por alguna ventana abierta—. ¿Qué es eso de un ladrón?

—Pequeña, despierta a tus hermanos. Que vengan aquí y que traigan garrotes —se volvió para mirar a Locke y a Galdo—. No lloréis, mis queridos niños. No lloréis. Ya veréis cómo conseguimos arreglarlo todo.

—¿Qué es eso de un ladrón? —un sargento de la Guardia muy larguirucho acababa de llegar corriendo, porra en mano, su casaca de color amarillo mostaza pegada a él, con otros dos casacas amarillas tras sus talones.

—¡Vidrik, vaya policía que estás hecho si permites que esos pequeños bastardos del Caldero entren aquí a hurtadillas y roben a los clientes delante de mi tienda!

—¿Cómo? ¿Aquí? ¿Ellos? —el sargento de la Guardia se fijó en los muy preocupados muchachos, en la furiosa anciana y en el cadáver tapado; y fue como si sus cejas quisieran salírsele de la frente cuando dijo—: Ah, eso… bueno… este hombre está muerto

—Claro que está muerto, sesos de mosquito; estos chicos lo llevaban a la Casa de Perelandro para rezar por él y hacerle un funeral. ¡Un ladronzuelo acaba de robarles la bolsa con el dinero que les había dado su viuda para pagar todo eso que te he dicho!.

—¿Que alguien ha robado a los iniciados de Perelandro? ¿A los chicos que ayudan a ese sacerdote ciego? —un hombre con el rostro colorado y una barriga más que lograda, por no hablar de la escuadra entera de papadas supernumerarias que remataban su barbilla, llegaba tambaleándose, con un bastón de caminar en una mano y una hachuela de venenoso aspecto en la otra—. ¡Bastardos apestosos de una rata follada! ¡Qué infamia! ¡Y en Videnza, a la plena luz del día!

—Lo lamento —dijo Locke con un sollozo—. Lo lamento mucho, no suponía… Hubiera debido agarrarla con más fuerza, no suponía… Fue tan rápido…

—No te lamentes, muchacho, no tuviste la culpa —dijo la señora Strollo.

El sargento de la Guardia comenzó a tocar el silbato; el hombre gordo del bastón siguió escupiendo vitriolo, y una pareja de hombres jóvenes apareció en la esquina de la casa de Strollo con unos garrotes curvos forrados de latón. La barahúnda fue en aumento hasta que comprendieron que su abuela no había sufrido daño alguno; y cuando descubrieron el motivo de que los hubiera llamado, no tardaron el apuntarse al coro de quienes proferían amenazas, maldiciones y promesas de venganza.

—Aquí —dijo la señora Strollo—, aquí, muchachos. Las velas os las regalo. En Videnza no pueden pasar estas cosas. No lo permitiremos —y le devolvió los tres solones que Locke le dejara antes encima del mostrador—. ¿Cuánto dinero más tenías en la bolsa?

—Tenía quince solones antes de que le pagara a usted —dijo Galdo—; así que lo robado son doce solones. Cadenas nos expulsará de la Orden.

—No digáis tonterías —dijo la señora Strollo, añadiendo otras dos monedas más al montón mientras la muchedumbre que rodeaba la tienda comenzaba a hacerse más numerosa.

—Tienen razón, diablos —exclamó el hombre gordo—. ¿Acaso podemos permitir que recaiga en nosotros un deshonor tan mísero y fácil de arreglar? Señora Strollo, ¿cuánto les ha dado? ¡Yo les daré más!

—Que los dioses se te lleven, viejo cochino egoísta, no vas a dejarme en entredicho…

—Yo os daré una cesta de naranjas —dijo una de las mujeres que se encontraba entre la muchedumbre— para vosotros y el Sacerdote Sin Ojos.

—Yo puedo darles un solón —dijo otro comerciante mientras, moneda en mano, intentaba llegar hasta ellos.

—¡Vidrik! —la señora Strollo ya había dejado de discutir con el individuo orondo—. Vidrik, ¡esto es por culpa tuya! ¡Por lo menos le debes algunos cobres a estos iniciados!

—¿Culpa mía? Mira…

—No, ¡mira tú! Cuando hablen de Videnza a partir de ahora dirán: «¡Ah! ¡Ahí es donde roban a los sacerdotes! ¡Ahí fue donde asaltaron a los pobrecitos iniciados de Perelandro! ¡Por el amor de los Doce! ¡Son iguales que los del Fuego Encendido! ¡O peores!» —dijo Strollo, escupiendo las palabras—. ¡Así que ya estás dándoles algo a modo de reparación o le daré tanto la lata a tu capitán que estarás remando en uno de los barcos de la mierda hasta que el cabello se te vuelva gris y los dientes se te caigan de las encías!

Con una mueca, el sargento de la Guardia fue hacia los muchachos y echó mano a su bolsa, pero no pudo llegar hasta ellos a causa del gentío que se apretujaba a su alrededor. Los abrumaban con monedas, frutas y todo tipo de regalos; un comerciante se guardó las monedas de mayor valor en uno de los bolsillos de su chaleco y les entregó la bolsa llena de calderilla. Locke y Galdo adoptaban expresiones muy convincentes de asombro y de sorpresa. Y a medida que los regalos caían sobre ellos, protestaban todo lo que podían, pero sólo para guardar las apariencias.

6

Dieron las cuatro de la tarde antes de que el cadáver de Antrim el Manco estuviera debidamente a salvo en el húmedo refugio de la Casa de Perelandro. Los tres chicos de los hábitos blancos (pues Calo, sin sufrir ningún contratiempo, se había unido a ellos donde comenzaba el distrito del Templo) acababan de bajar los peldaños del templo para sentarse al lado del padre Cadenas, que ocupaba su sitio acostumbrado mientras pasaba uno de sus fornidos brazos por encima del borde del caldero de cobre.

—Entonces, muchachos —dijo Cadenas—, ¿Jessaline tendrá que lamentar el haberme salvado la vida?

—En absoluto —contestó Locke.

—Es un cadáver genial —dijo Calo.

—Huele un poco —añadió Galdo.

—Es más que eso —dijo Calo—, es un cadáver fantástico.

—Ahorcado a mediodía —dijo Locke—. Aún está fresco.

—Estoy muy satisfecho. Muy, pero que muy satisfecho. Mas debo preguntaros… por qué diablos los hombres y mujeres que, desde hace media hora, vienen a echar dinero en el caldero me dicen que sienten lo sucedido en Videnza.

—Será porque sientan lo que ha sucedido en Videnza —dijo Galdo.

—No ardió ninguna taberna, lo juro por el Benefactor —dijo Locke.

—Muchachos, ¿qué hicisteis con el cadáver antes de depositarlo en el templo? —Cadenas les había hablado igual de despacio que cuando se habla a una mascota que acaba de comportarse mal.

—Conseguir dinero —Locke arrojó en el caldero la bolsa que les había dado el comerciante, donde aterrizó con un estrépito de metal—. Veintitrés solones con tres, para ser precisos.

—Y una cesta de naranjas —dijo Calo.

—Y un paquete de velas —añadió Galdo—, dos hogazas de pan de pimienta negra, un cartón encerado de cerveza y unos cuantos globos de luz.

Cadenas permaneció en silencio durante un momento y luego echó un vistazo furtivo al interior del caldero, haciendo como si se ajustase la venda. Entonces Calo y Galdo comenzaron a contarle por encima el plan que Locke había preparado y ejecutado con su ayuda, conteniendo la risa mientras lo hacían.

—Me habéis dejado de piedra —dijo Cadenas cuando hubieron terminado—. Lamora, no recuerdo haberte dicho que tu traílla estuviera lo suficientemente suelta como para permitirte hacer por la calle ese maldito teatro que tanto te gusta.

—Teníamos que recuperar el dinero como fuera —repuso Locke—. Tuvimos que pagar quince platas en el Palacio de la Paciencia para hacernos con el cadáver. Ahora tenemos un poco más, junto con las velas, el pan y la cerveza.

—Y naranjas —dijo Calo.

—Y globos de luz —añadió Galdo—, no vayas a olvidarte de ellos; son muy bonitos.

—Por el Guardián Avieso —dijo Cadenas—, esta misma mañana estaba sufriendo al pensar que había descuidado vuestra educación.

Durante unos instantes todos permanecieron en un silencio cómplice, mientras el sol se ponía por el oeste y las sombras comenzaban a surcar, reptantes, el rostro de la ciudad.

—Bueno, qué diablos —Cadenas agitó los grilletes varias veces para que la sangre volviera a circular por su cuerpo—. Me habéis devuelto lo que os di para gastar. Del dinero extra, vosotros dos, Calo y Galdo, podéis tomar una moneda de plata cada uno para gastárosla en lo que queráis. En cuanto a ti, Locke, puedes disponer del resto para tus… deudas. Lo habéis robado de una manera elegante.

En aquel momento, un hombre muy bien vestido con una casaca de color verde bosque y un sombrero con cuatro picos subía los peldaños del templo. Arrojó un puñado de monedas en el caldero que sonaron como si unas fueran de plata y otras de cobre. Luego alzó su sombrero para saludar a los tres muchachos y dijo:

—Soy de Videnza. Quiero que sepáis lo furioso que me siento por lo sucedido.

—Cien años de salud para vos y los vuestros, así como las bendiciones del Señor de los Vigilados —dijo Locke.