Interludio

El Último Error

1

La primera experiencia de Locke con el vino de espejo de Tal Verrar tuvo más repercusiones en su cuerpo de muchacho mal nutrido que lo que Cadenas había esperado. La mayor parte del día siguiente la pasó Locke inquieto, revolviéndose en su jergón, con la cabeza como si se la estuvieran moliendo a golpes y los ojos incapaces de soportar ni la más pequeña cantidad de luz.

—Tengo fiebre —murmuró Locke entre sábanas empapadas de sudor.

—Tienes resaca. —Cadenas pasó una mano entre los cabellos del chico y le acarició la nuca—. Realmente es culpa mía. Los gemelos Sanza absorben el licor como esponjas. No hubiera debido permitir que sobrepasaras tus límites. Hoy no tienes que trabajar.

—¿El licor hace esto? ¿Incluso después, cuando ya estás sobrio?

—Una broma cruel, ¿no te parece? Es como si los dioses tuvieran que ponerle precio a todo. A menos que bebas brandy Austershalin.

—¿Aus… qué?

—Austershalin. Viene de Emberlain. Entre sus muchas otras virtudes, no causa resaca. Algún componente alquímico presente en la tierra de los viñedos. Es una cosa cara.

Cuando llegó la Falsa Luz después de muchas horas de duermevela, Locke descubrió que podía levantarse y caminar, aunque le diera la impresión de que el cerebro quería salírsele del cráneo haciendo un agujero por el cuello. Cadenas insistió en que irían a visitar a Capa Barsavi («Los únicos que faltan a su cita con él son los que viven en las torres de cristal y tienen grabados sus retratos en las monedas, e incluso éstos se lo piensan dos veces»), aunque consintió en permitir que Locke empleara un medio de transporte más confortable.

Dio la casualidad de que la Casa de Perelandro tenía un pequeño establo oculto en la parte trasera, en cuya cuadra, olorosa por lo pequeña, vivía un chivo apaciguado.

—No tiene nombre —dijo Cadenas, mientras subía a Locke encima de la criatura—, porque he sido incapaz de encontrar ninguno, ya que no atendería a él.

Locke jamás había desarrollado la repulsión instintiva que la mayoría de chicos y chicas sienten por los animales apaciguados: había visto demasiada fealdad en su vida para preocuparse por la mirada vacía de una de aquellas criaturas de ojos tan blancos como la leche.

Existe una sustancia llamada piedra fantasma: es un material tan blanco como la tiza que se encuentra en ciertas cavernas lejanas. Aquella materia no se crea de un modo espontáneo, sino sólo en los túneles vitrificados que, presumiblemente, fueron abandonados por los Antiguos, la misma raza inquieta que, hacía de aquello muchas eras, fundara Camorr. En estado sólido, la piedra fantasma no posee sabor ni olor y es inerte. Hay que quemarla para activar sus singulares propiedades.

Los físicos han comenzado a identificar los diferentes medios y canales por los que el veneno ataca los cuerpos de los seres vivos; éste ataca al corazón, este otro agua la sangre, y otros producen daños en el estómago o en los intestinos. El humo de la piedra fantasma no envenena ningún órgano, pues lo que hace es quemar la propia personalidad. La ambición, la tenacidad, el ánimo, el temple, el vigor… todas esas cosas se desvanecen con sólo respirar un poco de aquella arcana bruma. La exposición accidental a pequeñas cantidades puede dejar a una persona apática durante semanas; una cantidad mayor, y el efecto será permanente. Las víctimas siguen con vida, pero completamente despreocupadas por todo… no responden al oír sus nombres, o al ver a sus amigos, o ante un peligro mortal. Pueden ser estimuladas para comer, excretar o llevar cualquier cosa, pero poco más. Las cataratas de color blanco lechoso que crecen en sus ojos hasta cubrirlos son la expresión, puertas afuera, de la vacuidad que domina sus corazones y sus mentes.

Antaño, por el tiempo del Trono de Therin, se empleó para castigar a los criminales, pero han pasado siglos desde que la última ciudad-estado de Therin autorizó el empleo de la piedra fantasma en hombres y mujeres. No deja de ser curioso que a una sociedad que aún cuelga a los niños por los robos de poca cuantía y que entrega a sus prisioneros como pasto de las criaturas marinas, el empleo de la piedra fantasma le produzca un desasosiego imposible de soportar.

Así pues, el apaciguamiento se halla reservado a los animales… por lo general, bestias de carga dedicadas al servicio urbano. Los estrechos confines de una ciudad tan peligrosamente rica como Camorr se amoldan perfectamente al proceso; se puede confiar en que los ponies apaciguados jamás podrán desarzonar a los niños de la nobleza. Se puede confiar en que los caballos y las mulas apaciguados jamás cocearán a quienes los montan o en que jamás arrojarán un cargamento caro al canal. Debe colocarse encima del hocico del animal un saco de arpillera con una pizca de la piedra blanca y una cerilla de combustión lenta, mientras que los humanos que tratan con él se apartan a donde corre el aire. Pocos minutos después, los ojos de la criatura han adquirido el color de la leche recién ordeñada, y aquélla jamás vuelve a actuar por iniciativa propia.

Pero como Locke tenía un espantoso dolor de cabeza y, además, se estaba acostumbrando a la idea de ser un criminal que vivía en un país encantado y exclusivo, hecho de cristal, el sorprendente comportamiento, un tanto mecánico, de aquel chivo no conseguía incomodarle.

—Este templo seguirá exactamente en el mismo sitio donde lo dejé cuando regrese más tarde, al atardecer —dijo el padre Cadenas cuando terminó de vestirse para la aventura que le aguardaba en el exterior; el Sacerdote Sin Ojos se había desvanecido completamente para ser reemplazado por un hombre de mediana edad y moderados medios. La barba y el cabello los había untado con alguna suerte de pasta parda; el chaleco y la capa corta de tela de algodón cubrían con holgura la camisa de color crema que no llevaba lazo ni corbata.

—Seguirá exactamente en el sitio en que lo dejaste —dijo uno de los Sanza.

—Y sin haberse incendiado ni nada parecido —dijo el otro.

—Si vosotros, muchachos, pudierais incendiar la piedra y el cristal antiguo, los dioses habrían dispuesto para vosotros algo mejor que ser mis simples aprendices. Comportaos bien. Me llevo a Locke para su, ahh…

Cadenas miró de reojo al muchacho que se hacía llamar Lamora. Entonces hizo como si se echara un trago y luego se cogió la mandíbula como si le doliera.

—¡Ohhhhhhhhh! —dijeron Calo y Galdo, formando un dúo perfecto.

—En efecto —Cadenas se puso un pequeño bonete de cuero encima de la cabeza y cogió las riendas del chivo de Locke—. Esperadnos levantados. Por lo menos, esto será interesante.

2

—Creo que del tal Capa Barsavi —iba diciendo Locke mientras Cadenas conducía al chivo sin nombre por uno de los estrechos puentes de cristal que se encuentran entre la Fauria y la Hilera de los Besamonedas— me habló mi antiguo maestro en cierta ocasión.

—Tienes toda la razón. Creo que fue cuando incendiaste la Viña del Cristal Antiguo.

—Ah, ya lo sabías.

—Bueno, en cuanto tu antiguo maestro comenzó a hablarme de ti… ya no paró en varias horas.

—Si yo soy tu pethon, ¿tú eres el pethon de Barsavi?

—En efecto; has explicado nuestra relación de manera clara y sencilla. Todos aquellos que llamamos la Buena Gente son soldados de Barsavi. Sus ojos, sus oídos, su agentes, sus súbditos. Sus pethons. Barsavi es… una especie particular de amigo. Yo hice algunas cosas para él cuando comenzó a ser importante. Podría decirse que ambos prosperamos juntos… Yo me hice con cierta consideración especial y él se hizo, ah, con toda la ciudad.

—¿Cierta consideración especial?

Era una de aquellas noches magníficas para pasear que suelen darse en Camorr por el verano. Menos de una hora antes había caído una lluvia intensa, y el frescor de la bruma que desplegaba sus volutas alrededor de los edificios como si fueran las manos de algún gigante espectral que quisiera agarrarlos era un poco más fría de lo usual y su olor aún no se había saturado con los relentes de la sal, de los pescados muertos y de los desechos de la gente. Como después de la Falsa Luz solía caminar muy poca gente por la Hilera de los Besamonedas, Locke y Cadenas podían hablar con toda libertad.

—Una consideración especial. La de la distancia. Veamos… En Camorr hay cien bandas, Locke. Bueno, más de cien. La verdad es que no puedo acordarme de todas. Algunas de ellas son demasiado recientes o demasiado ingobernables para que Capa Barsavi confíe demasiado en ellas. Por eso siempre les tiene un ojo echado encima… insiste en que le informen con frecuencia, infiltra en ellas a gente de confianza o las ata en corto. De aquellos de nosotros que no sufren ese escrutinio —Cadenas se señaló con el dedo y luego señaló a Locke— hay que suponer que hacen las cosas de un modo honesto, a menos que se demuestre lo contrario. Seguimos sus reglas, le damos una tajada de lo que ganamos y él piensa que puede confiar, más o menos, en que sigamos haciendo bien las cosas. Nada de auditores, nada de espías, nada de tonterías: «la distancia». Es un privilegio por el que vale la pena pagar dinero —Cadenas metió una mano en uno de los bolsillos de su capa para suscitar el agradable tintineo de las monedas que llevaba en él—. De hecho, vengo a ofrecerle una pequeña muestra de respeto. Las tres décimas partes de lo que esta semana nos dio el puchero de la caridad de Perelandro.

—¿Más de cien bandas, dices?

—Esta ciudad tiene más bandas que malos olores, muchacho. Algunas de ellas son más antiguas que las familias más rancias del Alcegrante, y poseen rituales más estrictos que algunas de las órdenes sacerdotales. Diablos, en cierta ocasión llegó a haber casi treinta capas, y cada uno tenía cuatro o cinco bandas bajo su mano.

—¿Treinta capas? ¿Y todos como Capa Barsavi?

—Sí y no. Sí en lo que concierne al hecho de gobernar a las bandas y darles órdenes y rajar a los hombres desde las pelotas hasta los ojos cuando se cabreaban; no en que no se parecían en nada a Barsavi. Esos treinta cabecillas de los que te hablo mandaron sólo hace cinco años. Treinta reinos diminutos, todos luchando, robando y sacándose las tripas por la calle los unos a los otros. Todos en guerra con los casacas amarillas, que solían matar a veinte de ellos por semana. Y eso las semanas flojas.

»Entonces Capa Barsavi llegó de Tal Verrar. Era uno de los eruditos de la Universidad de Therin, ¿puedes creértelo? Enseñaba retórica. Se hizo con el control de unas pocas bandas y comenzó a cortar por lo sano. No como hubiera hecho un sacamuelas de callejón, sino como un físico que extirpase un chancro. Cuando Barsavi desbancaba a otro capa, se hacía con sus bandas. Pero no las utilizaba a menos que lo necesitase. Les asignaba un territorio y les dejaba elegir a sus propios garristas, para luego moldearlos a su estilo.

»Así que, hace sólo cinco años, había treinta capas. Hace cuatro, sólo diez. Hace tres, uno solo. Capa Barsavi y sus cien bandas. Toda la ciudad, toda la Buena Gente, los presentes incluidos, en el bolsillo. No más guerras que ensangrentaran los canales. No más hileras de ladrones maniatados que ingresaran de golpe en el Palacio de la Paciencia…, sólo dos o tres que entran de vez en cuando, como ahora.

—¿Debido a la Tregua Secreta? ¿La que yo rompí?

—Sí, la que tú rompiste. Has supuesto bien, porque a eso me refería. Sí, muchacho, ésa es la clave del peculiar éxito de Barsavi. Luego llegó a ella, a ese acuerdo duradero con el Duque, llevado a cabo por uno de los agentes de éste. Las bandas de Camorr no tocarían a los nobles; no pondríamos un dedo encima de los barcos, de los carros que transportaban la cerveza o de los embalajes que llevaran encima un genuino escudo heráldico. A cambio, Barsavi es el auténtico gobernante de algunos de los sitios de la ciudad que resultan más interesantes: el Fuego Encendido, el Estrecho, la Desolación de Madera, la Trampa, y parte de los muelles. Por no mencionar que la Guardia está mucho más… relajada de lo que debiera.

—¿Entonces podemos robar a cualquiera que no sea noble?

—Sí, o que no sea un casaca amarilla. Podemos disponer de los comerciantes, de los cambistas de moneda y de los que van y vienen. Muchacho, por Camorr pasa mucho más dinero que por cualquier otra ciudad de esta costa. Cientos de barcos cada semana; miles de marineros y oficiales. Dejando a un lado a la aristocracia, no tenemos problemas.

—¿Y eso no enfada a los comerciantes y a los cambistas de moneda?

—Se enfadarían muchísimo si lo supieran. Por eso la palabra «Secreta» va después de «Tregua». Y por eso Camorr es un lugar tan elegante, encantador y seguro para vivir en él; realmente, si no tienes mucho dinero sólo tienes que preocuparte por la manera de perderlo.

—Oh —dijo Locke, acariciando el colgante que tenía el diente del tiburón—. De acuerdo. Pero, ahora que lo pienso… dijiste que mi antiguo maestro pagó por el derecho de, uhm, poder matarme. ¿Te has metido en problemas con Barsavi por no… matarme?

Cadenas se rió.

—Muchacho, ¿cómo iba a traerte conmigo para que le vieras si tuviera algún problema con él? No, tu señal de muerte me pertenece, y puedo ejecutar ésta o no según me convenga. La compré. ¿No lo entiendes? El Capa no se preocupa de lo que hagamos con ella, con tal de que reconozcamos que el poder sobre la vida y la muerte le pertenece. Es como si fuera un impuesto que sólo él puede recoger. ¿Lo pillas?

Locke se concedió varios minutos de reflexión para recapacitar en todo aquello. Su dolor de cabeza era una muestra de la dificultad que tenía para comprender lo que había escuchado.

—Permíteme que te cuente una historia —dijo el padre Cadenas tras un instante—. Una historia que te hará comprender con exactitud a qué tipo de hombre vas a conocer, y a jurar fidelidad, esta tarde. Hace algún tiempo, cuando Capa Barsavi gobernaba la ciudad con mano delicada, porque era nuevo en ese oficio, se enteró (era un secreto a voces) de que unos cuantos garristas suyos planeaban librarse de él en cuanto se les presentara la ocasión. Y de que estaban muy prevenidos contra cualquier contraataque suyo; ellos le habían ayudado a hacerse con la ciudad y sabían cómo pensaba.

»Por eso estaban seguros de que no podría cogerlos a todos a la vez; si él intentaba cortar algunas gargantas, las bandas se dispersarían y se avisarían las unas a las otras, de suerte que todo acabaría en una confusión sangrienta, en una larga guerra. Así que no hizo ningún movimiento. Y los rumores de la deslealtad de los otros aumentaron.

»Capa Barsavi solía recibir las visitas en su gran sala… la que aún tiene en la Desolación de Madera. Es un gran navío de Tal Verrar, uno de esos galeones gruesos y enormes que se emplearon para transportar tropas. Aún sigue anclado en el mismo sitio, como una especie de palacio improvisado. Lo llama la Tumba Flotante. Bueno, pues en la Tumba Flotante montó todo un espectáculo al instalar en ella una alfombra muy grande traída de Ashmere, una cosa realmente magnífica, el tipo de alfombra que el Duque colgaría de una pared para conservarla en buen estado. Y se aseguró de que todos los que le rodeaban supieran lo mucho que le gustaba aquella alfombra.

»Y sucedió que toda su corte supo por la alfombra la suerte que iban a correr los que le visitaban; si la alfombra se recogía y se llevaba a otro lugar, habría derramamiento de sangre. Sin excepción. Pasaron los meses. Alfombra arriba, alfombra abajo. Alfombra arriba, alfombra abajo. En ocasiones, los hombres a los que mandaba llamar intentaban salir corriendo en cuanto comprobaban que pisaban el suelo desnudo, lo cual equivalía a admitir en voz alta que habían hecho algo indebido.

»Pero volvamos al problema que tenía con los garristas. Ninguno de ellos era tan estúpido para entrar en la Tumba Flotante sin llevar consigo a su banda o para quedarse a solas con Barsavi. Pero como éste no las tenía todas consigo de que la normativa que estaba aplicando fuese la correcta, esperó… Y cierta noche invitó a cenar a nueve de los garristas que le habían causado problemas. No estaban todos los que eran conflictivos, pero sí los más astutos y tenaces y los que poseían las bandas más numerosas. Y sus espías les habían dicho que aquella magnífica alfombra bordada, la preciada posesión del Capa, estaba puesta en el suelo, como todos podían ver, con una mesa de banquetes encima que se hallaba repleta con más viandas que las que jamás hubieran visto los mismísimos dioses.

»De ese modo, aquellos bastardos estúpidos supusieron que Barsavi hablaba en serio, que sólo quería charlar con ellos. Pensaban que estaba asustado y que querría negociar por las buenas, así que ni llevaron a sus bandas consigo ni prepararon ningún plan alternativo.

»Puedes imaginarte —prosiguió Cadenas— lo sorprendidos que se sintieron cuando ocuparon sus sillas, puestas encima de la alfombra, y cincuenta de los hombres de Barsavi entraron en la sala armados con arcos y arrojaron a aquellos pobres idiotas tantas flechas que un puerco espín en celo hubiera tomado a cualquiera de ellos por uno de los suyos y se lo hubiese follado. Y las gotas de sangre que no fueron a parar a la alfombra se dirigieron al techo. ¿Entiendes a lo que me refiero?

—Sí, ¿a que la alfombra quedó estropeada?

—Un poco. Barsavi sabía cómo crear expectativas, Locke, y cómo emplear esas expectativas en confundir a quienes querían hacerle daño. Se figuraban que su extraña obsesión podía garantizarles la vida. De aquí se deduce que vale la pena acabar con enemigos que son muy fuertes y poderosos a cambio de perder una maldita alfombra.

Cadenas señaló con el dedo hacia delante, hacia el sur.

—El hombre que quiere hablar contigo se encuentra a poco menos de un kilómetro en esa dirección. Te recomiendo encarecidamente que emplees con él un lenguaje muy educado.

3

El Último Error era un lugar donde el inframundo de Camorr subía entre borboteos a la superficie; una taberna llena de fulleros donde la Buena Gente de toda condición podía beber y hablar a las claras de sus negocios y donde los ciudadanos respetables, que resaltaban tanto como las serpientes en un parvulario, no tardaban en salir por la puerta, escoltados por hombres de mirada sórdida y brazos enflaquecidos que tenían muy poca imaginación.

En aquel lugar, las bandas llegaban en bloque para beber, preparar los trabajos por hacer y hacerse notar. Mientras bebían, aquellos hombres argüían en voz alta sobre la mejor manera de estrangular a alguien por la espalda, así como de los venenos más apropiados para mezclar con la comida o la bebida. Proclamaban sin tapujos el desatino de la corte del Duque, o su sistema de impuestos, o sus acuerdos diplomáticos con las restantes ciudades del Mar de Hierro. Rehacían batallas completas con cuadraditos de verduras y huesos de pollo por ejércitos, explicando a voz en cuello cómo ellos habrían girado a la izquierda cuando el duque Nicovante ordenó ir hacia la derecha, cómo ellos se habrían mantenido firmes cuando las cinco mil lanzas negras de la rebelión dirigida por el Conde Loco bajaban desde la Colina de la Puerta de los Dioses hacia ellos.

Pero ninguno de ellos, por mucho que hubiera abusado de licor o de la Mirada Fija o de los extraños polvos narcóticos de Jerem, por mucho que se jactara de los dones de general o de hombre de estado que decía poseer, ni siquiera se hubiera atrevido a sugerirle a Capa Vencarlo Barsavi algo tan nimio como cambiar uno de los botones de su chaleco.

4

La Torre Rota es uno de los puntos notables de Camorr que se recorta a treinta metros sobre el cielo por la parte norte de la Trampa, ese distrito bajo y lleno de gente donde los marineros de cien puertos pasan la noche yendo de los bares a las cervecerías en busca de antros de juego, y recíprocamente. El dinero de sus bolsillos va pasando por los cedazos de los taberneros, las putas, los ladrones, la chusma barriobajera y otros chorizos de poca monta hasta que desaparece en la misma proporción en que sus cabezas se van haciendo más pesadas y acaban siendo llevados como fardos al barco del que proceden, para que se curen de la resaca y de las enfermedades que hayan pillado. Llegan con la marea y se van con ella, sin dejar más que un rastro de cobre y de plata (y, en ocasiones, de sangre) para marcar su paso.

Puesto que las artes de los hombres son inefectivas a la hora de romper el cristal antiguo, la Torre Rota tenía que encontrarse en sus condiciones actuales cuando los seres humanos, caminando sigilosamente entre las ruinas de una civilización más antigua, fundaron Camorr. Unas grandes hendiduras afean el cristal y la piedra, ambos de origen no humano, de los pisos superiores de la torre; dichas discontinuidades han sido cubiertas de alguna forma con madera, pintura y otros materiales de origen humano. Aunque la complejidad de aquellos arreglos apenas se cuestione, lo cierto es que no quedan bien, y las habitaciones de alquiler de los seis pisos superiores son las menos demandadas de toda la ciudad, pues sólo se puede acceder a ellas subiendo por los interminables peldaños de la estrecha y retorcida escalera de caracol que contornea el edificio, una estructura ondulante de madera que, bajo el fuerte viento, llega a cimbrearse de una manera que produce mareo. La mayor parte de quienes viven en ellas son asesinos jóvenes pertenecientes a diferentes bandas, para quienes tan insano acomodo supone una extraña enseña de honor.

El Último Error ocupa la planta de calle y la amplia base de la Torre Rota, y después de la caída de la Falsa Luz apenas suele haber en él menos de cien parroquianos. Locke se pegó estrechamente a la espalda de la capa corta del padre Cadenas cuando éste se abrió paso a codazos entre la muchedumbre que tapaba la puerta. La corriente de aire que salía del bar estaba cargada de olores que Locke conocía muy bien: los de cien tipos de licor y de los hombres y mujeres que los bebían; los del sudor rancio y el sudor seco; los de la orina y del vómito; los de las pomadas con especias y el de la lana mojada; el pungente del jengibre y el acre de las nubes de tabaco.

—¿Podemos fiarnos de ese chico de fuera para dejarle nuestro chivo? —preguntó Locke por encima del ruido de tanta gente.

—Claro que sí, claro que sí —Cadenas hizo con la mano una seña bastante elaborada al grupo de hombres que practicaban la lucha libre cerca de la habitación principal del bar; los que sólo estaban de mirones enseñaron los dientes y se fueron—. Por tres razones. La primera, porque se trata de su trabajo. La segunda, porque le he pagado bien. La tercera, porque sólo un loco querría robar un chivo apaciguado.

El Último Error era una especie de monumento al fracaso de los artificios humanos en los momentos críticos; sus paredes estaban cubiertas por una desconcertante variedad de recuerdos, cada uno de ellos contaba un cuento visual que finalizaba con el veredicto de «Aún no es bastante bueno». Encima de la barra había una armadura completa con un agujero cuadrado encima del hombro izquierdo causado por el cuadrillo de una ballesta. Espadas rotas y yelmos partidos cubrían las paredes, junto con fragmentos de remos, mástiles, vergas y jirones de velas. Una de las cosas de las que más se enorgullecía aquel bar era la de tener un recuerdo de todos los barcos que habían naufragado durante los últimos setenta años delante de Camorr.

El padre Cadenas arrastró a Locke Lamora por toda aquella confusión, como una lancha sujeta a la popa de algún enorme galeón. En la pared sur del bar, un poco por encima del suelo, se encontraba un reservado que parecía ofrecer intimidad con sus cortinas parcialmente corridas. Varios hombres y mujeres miraban atentamente hacia el reservado con ojos cargados que barrían a la muchedumbre y manos que jamás se apartaban de sus armas, las cuales mostraban de manera franca y ostentosa: dagas, venablos, mazas de bronce y de madera, espadas cortas, hachas pequeñas e incluso ballestas. Su aspecto iba desde el del delgado ladrón de callejuelas hasta el del masivo asesino de caballos, capaz (a los ojos de Locke, que los tenía abiertos como platos) de taladrar la roca.

Uno de aquellos guardias detuvo al padre Cadenas y ambos intercambiaron unas pocas palabras; otro guardia se dirigió al reservado de la cortina mientras el primero no le quitaba a Cadenas el ojo de encima. Poco después, el segundo guardia reapareció e hizo una seña. Y así fue cómo Locke fue llevado por primera vez a presencia de Vencarlo Barsavi, Capa de Camorr, que se sentaba en una simple silla al lado de una simple mesa. Varios esbirros se apoyaban en la pared que estaba tras él, lo suficientemente cerca para atender lo que pudiera pedirles y lo suficientemente lejos para no poder escuchar una conversación en voz baja.

Era evidente que Barsavi era un hombre bastante grande y tan ancho como Cadenas, aunque una pizca más joven; la negra y aceitada cabellera la llevaba recogida detrás del cuello, y la barba se le encorvaba en la barbilla formando tres trencillas de cabellos, perfectamente dispuestas cada una encima de la otra. Cuando Barsavi giraba su redonda cabeza, aquellas barbas flotaban alrededor de su rostro, dando la impresión de ser lo suficientemente espesas para, en caso de tocar la piel desnuda de alguien, hacerle daño.

Barsavi se vestía con casaca, chaleco, calzas y botas de un raro cuero negro que incluso a los ojos de Locke, poco ducho en la materia, parecía extrañamente grueso y tieso; poco después el muchacho supuso que debía de ser piel de tiburón. Los singulares botones blancos que salpicaban su chaleco y sus puños, manteniendo en su sitio sus corbatas de seda roja… eran dientes humanos.

Sentada en el regazo de Barsavi, mirando fijamente a Locke, se encontraba una chica de una edad parecida a la suya, de cabellera negra y rizada y rostro en forma de corazón. También ella llevaba una ropa un tanto curiosa; el vestido era blanco con bordados de seda, muy apropiado para la hija de cualquier noble, mientras que las botas que colgaban al aire, por debajo de ella, eran de cuero negro con suela de hierro y púas de acero en puntera y talón.

—Así que éste es el chico —dijo Barsavi con una voz profunda y algo nasal que poseía el agradable acento de Tal Verrar—. El industrioso muchachito que tanto confundió a nuestro querido Hacedor de Ladrones.

—El mismo, vuestra señoría, que ahora nos confunde a mí y al resto de mis pupilos —Cadenas se adelantó y apartó a Locke hacia un lado—. ¿Puedo presentaros a Locke Lamora, antaño de la Colina de las Sombras y ahora uno de los iniciados de Perelandro?

—¿O de algún otro dios, no? —dijo Barsavi riéndose por lo bajo, mientras le acercaba una pequeña caja de madera que había estado todo el tiempo encima de la mesa, cerca de su brazo—. Es agradable verte, Cadenas, cada vez que recobras la vista milagrosamente. Échate al coleto uno de estos enrollados. Son raíz negra de las islas de Jerem, extra finos, hechos esta misma semana.

—No diré que no, Ven —Cadenas aceptó una de aquellas hojas de tabaco envueltas en papel rojo. Mientras los dos hombres se inclinaban encima de una parpadeante lamparilla para encenderlos (al mismo tiempo, Cadenas dejaba caer la bolsita de monedas encima de la mesa), dio la impresión de que la chica acababa de tomar una decisión al respecto de Locke.

—Es un chiquillo muy feo, padre. Parece un esqueleto.

Capa Barsavi tosió después de inhalar las primeras bocanadas de humo y arrugó las comisuras de sus labios.

—¡Y tú eres una muchachita muy poco considerada, querida! —el Capa aspiró una vez más su enrollado y luego exhaló una columna perfectamente derecha de humo traslúcido; el tabaco tenía un agradable sabor a miel y un tenue paladar a vainilla quemada—. Debes perdonar a mi hija Nazca; como soy incapaz de negarle ninguno de sus caprichos, ha adquirido las maneras de una princesa pirata. Sobre todo ahora, después de comprobar el miedo que nos da el estar cerca de sus botas nuevas tan letales.

Jamás voy desarmada —dijo la muchacha, levantando las botas en alto para dar más énfasis a sus palabras.

—Y el pobre Locke no es feo, cariño mío; lo que le pasa es que aún lleva encima la marca de la Colina de las Sombras. Un mes al cuidado de Cadenas y estará tan redondo y listo como una piedra de catapulta.

—Hmmph —la chica siguió contemplándole durante unos segundos más y entonces dirigió la mirada hacia su padre, que se puso a juguetear inconscientemente con una de sus barbas mientras ella le miraba—. ¿Vas a convertirlo en un pethon, padre?

—Sí cariño, eso hemos pensado Cadenas y yo.

—Hmmph. Entonces quiero otro brandy mientras realizáis la ceremonia.

Capa Barsavi entornó los ojos. Las patas de gallo producidas por las continuas sospechas circundaron su mirada, tan gris como el pedernal.

—Cariño, ya te has tomado dos copas esta noche; tu madre me matará si permito que te tomes una tercera. Pídele a uno de los hombres que te sirva una cerveza.

—Pero yo prefiero…

—Lo que tú prefieras, pequeña tirana, no tiene nada que ver con lo que acabo de decirte. En lo que queda de noche podrás beber cerveza o agua; la decisión es completamente tuya.

—Hmmph. Entonces, cerveza.

Barsavi intentó que volviera a echarse en su regazo, pero ella apartó sus pesadas y callosas manos. Sus talones hicieron clak-clak-clak en el suelo de madera del reservado cuando fue al encuentro de alguno de sus esbirros preferidos para ordenarle que le trajera cerveza.

—Y, cariño, si sólo uno más de mis hombres recibe una patada en la espinilla, llevarás sandalias de carrizo durante un mes —dijo Barsavi a voz en grito; luego echó otra calada y se volvió hacia Locke y Cadenas—. Es como un barril de aceite ardiente. La semana pasada se negó a dormir sin tener su porra debajo de la almohada. «Sólo es como uno de los guardaespaldas de papá», adujo ella. No creo que sus hermanos hayan caído en la cuenta de que el próximo Capa Barsavi llevará vestidos veraniegos y sombreretes.

—Comprendo lo que debieron de divertiros las historias que el Hacedor de Ladrones os contó acerca de este muchacho —dijo Cadenas, dándole a Locke unas palmaditas en los hombros mientras hablaba.

—Claro que sí. Desde que mis hijos crecieron encima de mis rodillas ya no me asusto de nada. Pero no estás aquí para discutir ese asunto…, me has traído a este hombrecito para que pueda hacer su juramento definitivo como pethon. Unos pocos años antes de lo debido, me parece. Ven aquí, Locke.

Capa Barsavi extendió la mano derecha y cogió a Locke de la barbilla, levantándole la cabeza para que éste pudiera mirarle a los ojos mientras hablaba.

—¿Qué edad tienes, Locke Lamora? ¿Seis años? ¿Siete? Y ya eres responsable de una ruptura de la Tregua, una taberna incendiada y seis o siete muertes —el Capa sonrió con afectación—. Tengo asesinos con cinco veces tu edad que tendrían que ser tan atrevidos como tú. ¿Te ha contado Cadenas qué tipo de camino has de seguir en mi ciudad y bajo mis leyes?

Locke asintió.

—Sabrás que en cuanto pronuncies este juramento no podré ser tan benigno contigo como hasta ahora. Ya ha pasado el tiempo de ser temerario. Si Cadenas tiene que eliminarte, lo hará. Y si yo le digo que te elimine, lo hará.

Locke asintió nuevamente. Nazca regresó al lado de su padre, bebiendo cerveza de una jarra de cuero; se quedó mirando a Locke por encima del borde de la jarra que cogía con ambas manos.

Capa Barsavi chasqueó los dedos; uno de los tipos serviles que se hallaba a su espalda se desvaneció detrás de una cortina.

—Entonces ya no podré pasar por alto ninguna de tus tretas, Locke. Esta noche vas a convertirte en un hombre. Harás lo que hacen los hombres y sufrirás la suerte de los hombres si fastidias a tus hermanos y hermanas. Serás uno de nosotros, uno más de la Buena Gente; se te darán las palabras y los signos, que habrás de usar con discreción. Al igual que Cadenas, tu garrista, está unido a mí por juramento, tú lo estarás a mí por mediación de él. Yo soy tu garrista por encima de todos los demás garristas. Soy el único duque de Camorr al que deberás pleitesía. Dobla la rodilla.

Locke se arrodilló delante de Barsavi; el Capa alzó la mano izquierda y puso la palma hacia el suelo. Llevaba un anillo adornado con una perla negra engastada en hierro blanco; dentro de la perla, introducida mediante algún proceso arcano, se veía una manchita roja que tenía que ser sangre.

—Besa el anillo del Capa de Camorr.

Y Locke lo besó; la perla estaba fría al contacto de sus resecos labios.

—Pronuncia el nombre del hombre a quien vas a prestar juramento.

—Capa Barsavi —murmuró Locke. En aquel momento, el sirviente del Capa regresó al reservado y entregó a su amo un pequeño receptáculo de cristal que contenía un líquido pardo bastante denso.

—Ahora —dijo Barsavi—, al igual que debe hacer todo el que quiera convertirse en mi pethon, beberás a mi salud —el Capa hurgó en uno de sus bolsillos y extrajo de él un diente de tiburón un poco mayor que el de la señal de muerte que Locke llevaba colgada al cuello. Barsavi dejó caer el diente dentro del recipiente y agitó el contenido varias veces. Luego se lo entregó a Locke—. Es ron con azúcar oscuro del Mar de Bronce. Bébetelo todo, incluido el diente. Pero, pase lo que pase, no te tragues el diente. Mantenlo dentro de la boca. Sácatelo después de que te hayas bebido el licor. Y no vayas a cortarte.

Aunque a Locke le picó la nariz al sentir el aroma pungente del licor que se evaporaba en el vaso y sintió un retortijón en el estómago, apretó la mandíbula y bajó la mirada hacia la forma, ligeramente distorsionada, del diente que estaba dentro del ron. Rezando en silencio a su nuevo Benefactor para que le sacara del aprieto, vertió en su boca el contenido del vaso, con diente y todo.

Tragarse el licor no le resultó tan fácil como había esperado. Sirviéndose de la lengua, sujetaba el diente contra la encía, por detrás de los dientes de la mandíbula superior, sintiendo el contacto de sus aristas. El licor quemaba; aunque comenzó a tragarlo muy despacio, no tardó en atragantarse. Después de unos pocos segundos que le parecieron interminables, se estremeció y se tragó lo que le quedaba de licor, aliviado porque el diente no se había movido de su sitio.

Entonces comenzó a dar vueltas en su boca. En sentido físico, como si lo moviera alguna mano invisible que acababa de hacerle un corte ardiente por dentro de la mejilla izquierda. Locke lloró, tosió y escupió el diente… en la palma de una de sus manos, manchado de saliva y sangre.

—Ahhhhh —dijo Capa Barsavi mientras recogía el diente y lo devolvía a su chaleco, con la sangre y todo lo demás—. Como puedes ver, te encuentras ligado a mí por un juramento de sangre. Mi diente ha probado a qué sabe tu vida, y ésta me pertenece. Ya no somos unos extraños, Locke Lamora. Ya somos Capa y pethon, como quería el Guardián Avieso.

A un gesto de Barsavi, Locke cayó de rodillas ante él, maldiciendo para sus adentros porque la sensación de ebriedad que ya comenzaba a serle familiar acababa de insinuarse en su cabeza. Aunque ya habían desaparecido los síntomas de la resaca del día anterior, le dio la impresión de que la habitación comenzaba a dar vueltas a su alrededor. Cuando volvió a mirar a Nazca, vio que le sonreía por encima de su jarra de cerveza con el mismo aire de tolerancia burlona que los chicos mayores de la Colina de las Sombras le habían mostrado a él y a sus compatriotas de los Calles.

Antes de saber lo que hacía, Locke la miró mientras seguía de rodillas.

—Si vas a ser el próximo Capa Barsavi —dijo, atropellándosele las palabras—, entonces también debo prometerte fidelidad. Y la cumpliré, señora. Señora Nazca. Quiero decir, señora Barsavi.

La muchacha retrocedió un paso.

—Ya tengo criados, chico. Y asesinos. ¡Mi padre posee cien bandas y dos mil puñales!

—¡Nazca Belonna Jenavais Angeliza de Barsavi! —exclamó su padre con voz atronadora—. Al parecer, sólo valoras a los hombres que se hallan a tu servicio por su fuerza. A su debido tiempo, también llegarás a valorarlos por su amabilidad. Me avergüenzo de ti.

En su confusión, la mirada de la muchacha fue varias veces de su padre a Locke. Sus mejillas se fueron tiñendo de arrebol. Tras unos momentos de reflexión, tendió la jarra de cerveza a Locke y dijo, casi a punto de llorar:

—Si te apetece, puedes compartir conmigo la cerveza.

Locke se comportó como si acabaran de otorgarle el honor más grande de toda su vida, mientras se daba cuenta (aunque con muchas más palabras que las que ahora van a emplearse) de que el licor había comenzado a insinuar en su cerebro una especie de tosco parlamento que daba al traste con sus acostumbrados comportamientos sociales… sobre todo en lo concerniente a las chicas. La cerveza era una sustancia negra y amarga, ligeramente salada. Ella bebía como los de Tal Verrar. Locke se echó sólo dos tragos, para ser educado, y le devolvió la jarra, doblando muchísimo el cuello con una extraña reverencia. Como la chica estaba demasiado confusa para decirle nada, se limitó a asentir en señal de reconocimiento.

—¡Ja! ¡Excelente! —Capa Barsavi masticó con fuerza y muy contento su delgado cigarro—. ¡Tu primer pethon! Seguro que tus hermanos se pelearán contigo en cuanto lo sepan.

5

Locke regresó a casa en medio de una bruma húmeda que no le dejaba ver nada; se agarraba al cuello del chivo apaciguado mientras Cadenas los llevaba a ambos hacia el norte, hacia el distrito del Templo, hablando frecuentemente consigo mismo.

—Oh, mi querido muchacho —murmuró—. Mi querido y borrachín muchacho. No te diste cuenta de que todo aquello era una bobería.

—¿Qué era una bobería?

—Lo del diente de tiburón. Hace algunos años Capa Barsavi consiguió que encantaran esa cosa cuando estuvo en Karthain. Nadie puede metérsela en la boca sin cortarse con ella. Desde entonces la lleva a todas partes; todos los años que se pasó estudiando el teatro del Trono de Therin han hecho que sienta una manía especial por lo dramático.

—¿Así que… todo eso no tenía nada que ver con el destino, ni con los dioses ni nada parecido?

—No, sólo era un diente de tiburón con un poco de brujería. Un buen truco, tengo que admitirlo —Cadenas se acarició las mejillas en signo de simpatía y de reconocimiento—. No, Locke, no perteneces a Barsavi. Es un hombre importante por lo que es, un buen aliado para estar a nuestro lado, y un hombre ante el que siempre debes aparentar que le obedeces. Pero no es tu dueño. Ni tampoco yo lo soy.

—Entonces, ¿no tengo que…?

—¿Respetar la Tregua Secreta? ¿Ser un buen pethon? Sólo tienes que dar la impresión de que cumples todo eso, Locke. Y sólo para mantener a los lobos lejos de la puerta. A menos que en los últimos dos días hayas estado ciego y sordo, ya deberías saber que intento hacer de ti, de Calo, de Galdo y de Sabetha —reveló Cadenas con feroz mueca—, la puñetera saeta de ballesta capaz de apuntar al corazón de la tan cacareada Tregua Secreta de Vencarlo.