Capítulo 3

Hombres imaginarios

1

Por segunda vez en dos días seguidos, don Lorenzo Salvara volvía a verse amenazado por unos hombres enmascarados y cubiertos con capuchas a los que no conocía. En aquella ocasión fue justo después de la medianoche, y ellos estaban esperándole en su estudio.

—Cerrad la puerta —dijo el intruso más bajo. Su acento era de Camorr, áspero, malhumorado y, ciertamente, acostumbrado a que hicieran todo lo que decía—. Tomad asiento, mi señor, y no os molestéis en llamar a vuestro hombre. Se halla indispuesto.

—¿Quién diablos es usted? —con un acto reflejo, la mano de Salvara se dirigió hacia su espada, pero de su cinturón no pendía vaina alguna. Cerró con suavidad la puerta tras de sí y no hizo movimiento alguno para sentarse en la silla que se hallaba junto a su mesa de escritorio—. ¿Cómo han llegado hasta aquí?

El intruso que había hablado se le acercó y bajó la tela negra que le cubría nariz y boca. Su rostro era flaco y anguloso; sus cabellos, oscuros; su negro bigote, fino y perfectamente recortado. Una cicatriz blanca en forma de arco cruzaba su mejilla derecha. Hurgó entre los pliegues de su negra capa, excelentemente cortada, y extrajo de ella una pequeña cartera de cuero negro que abrió con un capirotazo para que el noble pudiera ver su contenido: un pequeño escudo de armas dorado, engarzado en un intrincado diseño de cristal esmaltado.

—Por los dioses —sin pensárselo dos veces, Lorenzo se dejó caer en la silla—. Son Merodeadores de la Medianoche.

—Exactamente —el hombre cerró la cartera y la guardó dentro de su capa. El otro intruso, aún con la máscara y la capucha, se desplazó por el estudio para quedarse detrás de don Lorenzo, a muy pocos pasos de él, interponiéndose entre el noble y la puerta—. Disculpad nuestra intrusión, pero los asuntos que nos han traído hasta aquí son muy delicados.

—¿He… ofendido en algo a Su Excelencia?

—No que yo sepa, mi señor de Salvara. De hecho, podría decirse que hemos venido para impedir que podáis hacer algo que le ofenda.

—Yo… yo, ah, bien. ¿Y qué le han hecho a Conté?

—Sólo le hemos administrado algo inocuo para ayudarle a dormir. Sabemos lo leal y peligroso que es. Queríamos evitar cualquier… malentendido.

Como para subrayar aquellas palabras, el hombre que permanecía de pie junto a la puerta dio un paso adelante para acercarse hasta don Lorenzo y depositó con sumo cuidado los estiletes de Conté encima de la mesa.

—Comprendo. Confío en que se encuentre bien —don Lorenzo tamborileó con los dedos sobre la mesa y miró fijamente al intruso de la cicatriz—. Me sentiría muy molesto si no fuera así.

—Se encuentra sano y salvo, os doy mi palabra de hombre del Duque.

—Eso será suficiente. Por ahora.

El hombre de la cicatriz suspiró y se frotó los ojos con dos dedos enguantados.

—No queríamos comenzar con mal pie, mi señor. Os pido perdón por la brusquedad de nuestra presentación y los modales empleados al entrar en este lugar, pero creo que descubriréis que vuestro bienestar es de capital importancia a los ojos de nuestro mutuo señor. Se me ha pedido que os pregunte si os habéis divertido en la Fiesta de hoy.

—Sí —Salvara midió las palabras como si se encontrara ante un abogado o prestando declaración—. Supongo que ésa sería la palabra más apropiada.

—Bien, bien. Estabais acompañado, ¿no es así?

—Doña Sofía iba conmigo.

—Me refiero a alguien más. A alguien que no era súbdito de Su Excelencia. Que no era de Camorr.

—Ah, el mercader. Un mercader llamado Lukas Fehrwigth, de Emberlain.

—De Emberlain. Claro —el hombre de la cicatriz cruzó los brazos y recorrió con la mirada el estudio del aristócrata; se detuvo por unos instantes en la pareja de pequeños retratos, enmarcados en vidrio, de los padres de don Lorenzo, dispuestos en un marco cubierto con crespones de luto—. Pues ese hombre no es más mercader de Emberlain que yo o que vos, mi señor de Salvara. Es un fraude. Un impostor.

—Yo… —al oír aquello don Lorenzo estuvo a punto de dar un salto por la impresión; luego, recapacitando en el hombre que se encontraba a su lado, sopesó lo que acababa de escuchar—. No comprendo cómo puede ser posible. Él…

—Os ruego que me perdonéis, mi señor —el hombre de la cicatriz hizo una mueca horrible al sonreír de un modo forzado, tal y como el hombre que jamás ha tenido hijos sonreiría a un niño en apuros—, pero debo preguntaros si alguna vez habéis oído hablar del hombre al que llaman la Espina de Camorr.

2

—¡Si robo es porque mi querida y vieja familia necesita el dinero para vivir!

Locke Lamora acababa de hacer aquella declaración con la copa de vino en alto; él y los restantes Caballeros Bastardos se sentaban ante la vieja mesa de madera de álamo negro de la opulenta madriguera dispuesta bajo la Casa de Perelandro, con Calo y Galdo a su derecha, Jean y Bicho a su izquierda. Ante ellos se encontraban los manjares de un banquete de grandes proporciones que el celestial lustre iluminaba con su familiar luz dorada. Los demás comenzaron a burlarse.

—¡Mentiroso! —gritaron a coro.

—¡Sólo robo porque este mundo malvado no me permite hacer un trabajo honesto! —exclamó Calo mientras alzaba su vaso.

—¡MENTIROSO!

—¡Sólo robo para mantener a mi pobrecito hermano gemelo, porque es tan vago que su indolencia le rompe el corazón a mi madre! —Calo dio un codazo a Galdo mientras pronunciaba aquellas palabras.

—¡MENTIROSO!

—Sólo robo —dijo Jean— porque frecuento malas compañías.

—¡MENTIROSO!

Finalmente, cuando a Bicho le tocó formar parte de aquel ritual, alzó el vaso, un poquito temblón, y exclamó:

—¡Sólo robo porque es tremendamente divertido!

¡BASTARDO!

En medio del clamor general de alaridos y gritos, los cinco ladrones entrechocaron sus vasos; la luz incidió sobre el vidrio para luego iluminar las verdes y brumosas profundidades del vino de Verrar especiado con menta. Los cuatro hombres apuraron de un solo trago el contenido de sus respectivos vasos y luego los dejaron boca abajo, con un golpe, encima de la mesa. Bicho, cuyos ojos estaban a punto de hacerle chiribitas, trató el suyo con un poco más de deferencia.

—Caballeros, tengo entre mis manos los primeros frutos de nuestras largas semanas de estudio y sufrimiento —Locke sostenía en alto un rollo de pergamino provisto de las cintas y el sello azul de lacre de uno de los miembros de la nobleza menor de Camorr—. Una carta de crédito por importe de cinco mil coronas contantes y sonantes que mañana sacaremos de los fondos que don Lorenzo tiene en el Meraggio. Y también, me atrevo a decir, el primer tanto que debe apuntarse nuestro miembro más joven.

—¡El chico del barril! —exclamaron al unísono los hermanos Sanza.

Momentos después, un panecillo de corteza de almendras salió de algún lugar de entre sus asientos, para, luego de describir un arco, alcanzar a Bicho entre los ojos y caer encima de su plato, vacío, con un sonido sordo. Bicho lo partió en dos trozos y devolvió la cortesía, apuntando bien a pesar de lo mareado que estaba. Locke siguió hablando mientras Calo fruncía el ceño y se quitaba las migajas de los ojos.

—El segundo contacto de esta tarde fue muy fácil. Pero no hubiéramos ido tan lejos y tan deprisa si no hubiera sido por la presteza que Bicho demostró ayer. ¡Hay que ver la tontería que hizo, tan estúpida, imprudente, idiota y ridícula! ¡No tengo palabras para expresar mi admiración! —mientras hablaba, Locke había hecho un juego de manos con la botella de vino, de suerte que los vasos vacíos volvían a estar llenos—. ¡A la salud de Bicho! ¡El nuevo azote de la Guardia ciudadana de Camorr!

Cuando los vivas y el contenido de aquel brindis se terminaron, y Bicho dejó de recibir en los hombros las palmadas que, dado su número y consistencia, hubieran bastado por sí solas para desplazar el contenido de su cráneo, Locke sacó un vaso de gran tamaño que dejó en el centro de la mesa y que comenzó a llenar muy despacio.

—Sólo una cosa más antes de cenar —mantuvo el vaso en alto mientras los demás guardaban silencio—. Una libación al aire por un amigo ausente. Echamos muchísimo de menos al viejo Cadenas y deseamos que su alma esté en paz. Que el Guardián Avieso cuide y bendiga por siempre a su avieso servidor. Era un hombre bueno y piadoso según el estilo que nos es propio.

Muy despacio, Locke dejó el vaso en el centro de la mesa y lo cubrió con un pequeño trapo negro.

—Se habría sentido muy orgulloso de ti, Bicho.

—Así lo espero —el chaval se quedó mirando el vaso cubierto que se hallaba rodeado por la opulenta cristalería y la vajilla de bordes dorados—. Me hubiera gustado conocerle.

—Tú habrías sido el proyecto más sosegado de sus años de vejez —Jean se besó el dorso de la mano, así era como los sacerdotes del Decimotercero Sin Nombre impartían la bendición—. ¡Un sosiego más que bienvenido por todo lo que había sufrido para darnos de comer a los cuatro!

—Jean está siendo generoso. Él y yo éramos unos santos. Los hermanos Sanza eran quienes le mantenían en vilo hasta tarde, rezando seis de cada siete noches —Locke se dirigió a uno de los platos cubierto con un mantel—. A comer.

—¡Querrás decir que se quedaba rezando para que tú y Jean llegarais a ser tan ágiles y hermosos como nosotros dos! —dijo Galdo, alargando la mano y cogiendo a Locke por una muñeca—. ¿No has olvidado algo?

—¿Qué?

Calo, Galdo y Jean subrayaron aquella pregunta mirándole fijamente. Bicho miró tímidamente al lustre.

—¡Por todos los dioses!

Locke se levantó de su silla sobredorada y se dirigió a un armario; cuando volvió a la mesa llevaba un vaso minúsculo, más pequeño que un catavinos de licor. Introdujo en él una pequeñísima cantidad de vino mentolado. No la levantó en alto, sino que la llevó hasta el centro de la mesa, al lado del vaso que había tapado previamente.

—Una libación al aire por alguien ausente. Ignoro dónde pueda encontrarse ella en este momento y rezo para que todos vosotros, salvo Bicho, os atragantéis; muchas y muy desgraciadas gracias.

—Es una bendición que suena poco elegante, sobre todo viniendo de la boca de un sacerdote —Calo se besó el dorso de la mano izquierda y la agitó por encima del minúsculo vaso—. Ya era una de los nuestros antes de que tú llegaras, garrista.

—¿Habéis comprendido el sentido de mi oración? —Locke apoyó las manos en el borde de la mesa y los nudillos se le pusieron blancos—. Quizá algún día, cuando seáis capaces de ver más allá de vuestras narices, descubráis el amor.

—Hacen falta dos para romper un corazón —con gran gentileza, Galdo posó su mano izquierda sobre la derecha de Locke—. No me habría acordado de sus malditas historias sin tu hábil ayuda.

—Y yo me atrevo a decir —era el turno de Calo— que supondría un tremendo descanso para todos nosotros que tuvieras la cortesía de salir a buscarte una mozuela y que te quedaras con ella largo y tendido. ¡Por los dioses, vayámonos ahora los tres! No será por falta de fondos.

—Estoy seguro de que sabes que mi paciencia en lo que respecta a esa cuestión se agotó hace muchísimo tiempo.

Jean agarró a Locke por el bíceps izquierdo cuando éste levantó tanto la voz que estuvo a punto de convertirse en un grito; la mano de Jean casi cubría el brazo de Locke.

—Era una buena amiga, Locke. Lo era y aún lo es. Le debes un poco más de amistad que todo eso —Jean tomó la botella de vino y llenó el vasito hasta arriba. Lo levantó hacia el lustre y apartó la mano del brazo de Locke—. Una libación al aire por una amiga ausente. Deseamos a Sabetha todo lo mejor. Y para nosotros pedimos fraternidad.

Locke se le quedó mirando durante un segundo que duró como varios minutos y luego suspiró profundamente.

—Lo siento. No quería estropear este momento. Fue un brindis miserable y… me arrepiento de ello. Debería haber pensado más en mi responsabilidad.

—Yo también lo siento —Galdo hizo una tímida mueca—. No te censuramos por sentirte mal. Sabíamos que era… que era… muy suya.

—Pues yo no me arrepiento de lo que te dije de ir a buscar una mozuela —Calo se encogió de hombros como si, aún burlándose, quisiera disculparse—. Y hablo completamente en serio, chaval. Moja la mecha. Echa el ancla. Vete a buscar una dama donde envainar la daga. Te sentirás mucho mejor.

—¿No es evidente que ahora acabo de quedarme bien? No necesito sentirme mejor. ¡Esta tarde tú y yo tenemos cosas que hacer! Por el amor del Guardián Avieso, ¿podemos terminar de una vez con este asunto y arrojar a la bahía su puñetero cadáver?

—Lo siento —dijo Calo después de unos cuantos segundos y de la mirada feroz que le echó Jean—. Lo siento. Ya sabes, Locke, que no lo decíamos con mala intención. Ambos lo lamentaremos si nos seguimos pinchando. Pero ella está en Parlay y nosotros en Camorr, y es obvio que…

Calo habría seguido hablando si un panecillo de almendras no hubiera rebotado en el caballete de su nariz, interrumpiéndole. Otro panecillo le dio en la frente; otro, describiendo un arco, cayó en el regazo de Jean, mientras Locke conseguía levantar una mano para parar el que iba hacia él.

—¡Tranquilidad! —Bicho agarró otros panecillos más con las manos que acababa de proyectar hacia delante y las mantuvo en aquella posición como si fueran ballestas cargadas—. ¿Esto es lo que se supone que debo aguardar con ilusión cuando sea mayor? ¡Pensaba que estábamos celebrando el ser más ricos y más astutos que nadie!

Locke miró al muchacho apenas un momento y luego cogió el vasito de manos de Jean, sonriendo mientras lo hacía.

—Bicho tiene razón. Dejemos toda esta mierda y pongámonos a cenar —acercó el vaso todo lo que pudo a la luz del lustre—. ¡A nuestra salud… más ricos y más astutos que nadie!

—¡MÁS RICOS Y MÁS ASTUTOS QUE NADIE! —le respondió el coro de voces.

—Brindemos a la salud de los amigos ausentes que nos ayudaron a ser lo que ahora somos. Los echamos de menos —Locke se llevó a los labios el vaso minúsculo y tomó un trago igual de minúsculo antes de devolverlo boca abajo a la mesa—. Y aún los queremos —dijo, con voz serena.

3

—La Espina de Camorr… es un rumor particularmente ridículo que se suscita en las sobremesas cuando algunos de los nobles más sugestionables de Camorr no evacuan el vino de la manera apropiada.

—La Espina de Camorr —dijo con tono amistoso el hombre de la cicatriz— abandonó esta tarde, muy pronto, vuestra barcaza de placer con un pagaré firmado por vos, por un importe de cinco mil coronas de hierro blanco.

—¿Quién? ¿Lukas Fehrwight?

—El mismo.

—Lukas Fehrwight es de Vadran. Mi madre era de Vadran, ¡conozco su idioma! Lukas es de la sangre de Emberlain. ¡Se cubre de lana y retrocede seis pasos cada vez que una mujer le guiña un ojo! —don Lorenzo se quitó las gafas por lo enfadado que estaba y las dejó encima de la mesa—. Ese hombre apostaría las vidas de sus hijos para conseguir a buen precio unos cuantos barriles llenos de tripas de arenques, y eso lo haría todos los días de su vida. He tratado con ese tipo de personas demasiadas veces. Ese hombre no es de Camorr, ¡y tampoco es un ladrón legendario!

—Mi señor, tenéis veinticuatro años de edad, ¿estoy en lo cierto?

—De momento, sí. ¿Acaso es eso relevante?

—No pongo en duda que, en los años transcurridos desde que vuestros padres se fueron (y espero que ahora gocen de la paz del Largo Silencio), habréis conocido a muchos comerciantes. Muchos comerciantes y muchos de ellos de Vadran, ¿correcto?

—Completamente correcto.

—Y si un hombre, un hombre muy astuto, quisiera haceros creer que era un comerciante… ¿cómo pensáis que se vestiría para presentarse ante vos? ¿Como un pescador? ¿Como un arquero mercenario?

—No consigo entender a qué se refiere.

—Me refiero, mi señor de Salvara, a que han empleado contra vos lo que vos mismo estabais esperando. No me cabe duda de que tenéis un sexto sentido para descubrir a los negociantes. Durante el poco tiempo en que lleváis personalmente los asuntos de vuestra familia, habéis aumentado varias veces su fortuna. Por eso mismo, cualquier hombre que deseara haceros caer en alguna trampa no podría actuar de un modo más inteligente que comportándose como un consumado hombre de negocios. Para poner de manifiesto, de manera deliberada, todas vuestras expectativas. Para mostraros con toda exactitud lo que esperabais y deseabais encontrar.

—Creo que si acepto su argumento —dijo lentamente el aristócrata—, la verdad, evidente por sí, de todas las cosas que son ciertas podría convertirse en el fundamento de la demostración de que son falsas. Afirmo que Lukas Fehrwight es un comerciante de Emberlain porque tiene todas las trazas de serlo; usted dice que esas mismas trazas son las que demuestran su falsedad. Necesito una prueba más convincente que la que me aporta.

—Permitidme que haga una digresión, mi señor, y una nueva pregunta —el hombre de la cicatriz guardó las manos en los negros pliegues de su capa y se quedó mirando al joven noble—. Si fuerais un ladrón que se cebara exclusivamente en los nobles de nuestro ducado de Camorr, ¿cómo ocultaríais vuestras actividades?

—¿Sólo esas actividades? Ya estamos otra vez con su Espina de Camorr. No puede existir tal ladrón. Hay acuerdos… la Tregua Secreta. Otros ladrones tomarían cartas en el asunto en cuanto alguien rompiese la Tregua.

—¿Y si nuestro ladrón pudiera evitar que le capturaran? ¿Y si nuestro ladrón pudiera ocultar su identidad a sus perseguidores?

—Demasiados «síes». Dicen que la Espina de Camorr roba a los ricos —don Lorenzo se llevó una mano al pecho— y que entrega hasta el último cobre a los pobres. ¿Acaso ha oído hablar de alguna bolsa de oro encontrada recientemente entre la basura del Fuego Encendido? ¿De algún fogonero o matarife a quien hayan visto de repente pasearse vestido con chalecos de seda y botas recamadas? Por favor. La Espina sólo es un cuento de bebedores de cerveza. Maestro espadachín, seductor de las damas, un fantasma que atraviesa las paredes. Ridículo.

—Vuestras puertas tienen la cerradura echada y vuestras ventanas están aseguradas con barras, lo que no es óbice para que nosotros estemos ahora en vuestro estudio, mi señor.

—Concedido. Pero ustedes son hombres de carne y hueso.

—Eso dicen. Nos estamos apartando del tema. Nuestro ladrón, mi señor, confiaría en vos y en vuestros semejantes a la hora de mantener ocultas sus actividades. Hipotéticamente hablando, si Lukas Fehrwight fuera la Espina de Camorr y vos supierais que se paseaba con una pequeña fortuna sacada de vuestros cofres, ¿qué haríais? ¿Llamaríais a la Guardia? ¿Pediríais públicamente socorro en el tribunal de Su Excelencia? ¿Mencionaríais el asunto delante de don Paleri Jacobo?

—Eso que dice… tiene algo más de sentido. Me pregunto si…

—¿Querríais que toda la ciudad se enterara de que os habían robado? ¿Que os habían engañado? ¿Acaso los hombres de negocios volverían a confiar en vuestro juicio? ¿Acaso vuestra reputación volvería a ser algún día la que fue?

—Supongo que sería… bastante difícil.

La mano derecha del hombre de la cicatriz volvió a aparecer, sin guante y pálida bajo la penumbra de la capa, con el dedo índice apuntando hacia fuera.

—Su señoría doña Rosalina de Marre perdió diez mil coronas hace cuatro años a cambio de los títulos de propiedad de unos supuestos huertos que debían encontrarse río arriba —un segundo dedo se unió al primero—. El señor y la señora de Feluccia perdieron el doble hace menos de dos años. Pensaban estar financiando un golpe en Talisham que hubiera hecho de la ciudad un patrimonio familiar.

»El pasado año —el hombre de la cicatriz exhibió un nuevo dedo— el anciano señor de Javarriz pagó quince mil coronas a un adivino que aseguraba poseer la capacidad de devolverle la vida a su primogénito —el dedo meñique se juntó con los demás, y entonces movió la mano extendida hacia don Lorenzo—. Ahora tenemos al señor y a la señora de Salvara comprometidos en un trato secreto que resulta tan tentador como conveniente. Decidme, ¿habéis oído hablar de los problemas que tuvieron los caballeros y damas de los que he hecho mención?

—No.

—La señora de Marre visita el jardín de vuestra esposa dos veces por semana. Ambas discuten de alquimia botánica. Habéis jugado a las cartas muchas veces con los hijos del señor de Javarriz. ¿Y todavía os sorprende lo que os cuento?

—Sí, completamente, se lo aseguro.

—También le sorprendió a Su Excelencia. Mi señor ha invertido dos años en seguir los débiles rastros de las pruebas que relacionan entre sí estos crímenes, mi señor. Una fortuna como la vuestra se desvanecerá en el aire y habrá que recurrir a las órdenes del Duque para apalancar los labios de las partes perjudicadas. Y sólo porque el orgullo les incita al silencio.

Don Lorenzo se quedó mirando a la superficie de su escritorio durante bastante rato.

—Fehrwight ha tomado una habitación en el Hogar Vacilante. Tiene un criado, ropas de calidad, unas gafas de cien coronas. Posee… los secretos de la Casa de Bel Auster —don Lorenzo miró al hombre de la cicatriz como el que presiente alguna dificultad y recaba la ayuda de un abogado—. Cosas que los ladrones no tienen.

—¿Acaso unas ropas caras pueden ser inasequibles para el hombre que ha robado más de cuarenta mil coronas? Y, respecto a la barrica de brandy sin envejecer… ¿acaso vos o yo o cualquier otra persona que no sea de la Casa de Bel Auster seríamos capaces de saber que es, realmente, lo que parece? O, ¿a qué debe saber? Es un simple fraude.

—¡Le reconoció por la calle un secretario legal, uno de los del bufete de Razona que están pared con pared con el Meraggio!

—Claro que le reconoció, porque comenzó a urdir la identidad de Lukas Fehrwight hace mucho tiempo, quizá antes de conocer a la señora de Marre. Tiene una cuenta muy auténtica en el Meraggio, abierta con dinero auténtico hace cinco años. Posee todos los signos de prosperidad que cuadran con un hombre de su posición, pero Lukas Fehrwight es un fantasma. Una mentira. Un personaje de teatro interpretado ante una audiencia tan privada como selecta. Llevo persiguiéndolo durante años.

—Sofía y yo somos personas intuitivas. Seguramente… seguramente habríamos sido capaces de percibir algo fuera de lugar.

—¿Fuera de lugar? ¡Todo el asunto está fuera de lugar! Mi señor de Salvara, os lo suplico, escuchadme con atención. Sois un comerciante de licores caros. Una vez a la semana dedicáis una plegaria a la sombra de vuestra madre en un templo de Vadran. ¿No es una coincidencia fascinante que os topéis con un hombre de Vadran en apuros que, casualmente, trabaja en vuestro mismo negocio?

—¿Y a cuál otro lugar iría a rezar un hombre de Vadran que visita Camorr sino al templo de las Aguas Afortunadas?

—A ningún otro, por supuesto. Pero ved que las coincidencias se van amontonando unas encima de otras. ¿Un comerciante de licores de Vadran que necesita que le ayuden, justo cuando se dispone a hacerle una visita al señor de Jacobo? ¿A vuestro mortal enemigo? ¿A un hombre de quien todo el mundo sabe que lo aplastaríais como fuera si no fuese porque el Duque os lo ha prohibido?

—¿Estaban observándonos… cuando nos conocimos?

—Sí, muy estrechamente. Os vimos a vos y a vuestro criado cuando os acercabais al callejón a rescatar a un hombre que suponíais en peligro. Nosotros…

¿Que suponía? ¡Lo estaban estrangulando!

—¿De veras? Los hombres de las máscaras eran sus cómplices, mi señor. La pelea era teatro. Era la manera de que conocierais al comerciante imaginario y a la oportunidad imaginaria que iba a brindaros. ¡Todo aquello a lo que dais valor lo usaron como cebo! Vuestra simpatía por la gente de Vadran, vuestro sentido del deber, vuestro valor, vuestro interés por los buenos licores, vuestro deseo de derrotar al señor de Jacobo. ¿Y también es una coincidencia que el plan de Fehrwight sea un secreto? ¿Que su calendario haya que cumplirlo paso a paso por ser muy corto? ¿Que, justamente, alimente todas las ambiciones que se os conocen?

El noble miró fijamente la pared más distante de su estudio, tamborileando con los dedos sobre el escritorio cada vez más deprisa.

—Es toda una sorpresa —dijo finalmente, con voz débil y vencida.

—Perdonadme por todo esto, mi señor de Salvara. La verdad suele ser desagradable. Por supuesto que la Espina de Camorr no mide tres metros de alto. Por supuesto que no puede atravesar las paredes. Pero es un bandido muy real; se hace pasar por un natural de Vadran llamado Lukas Fehrwight y ahora tiene cinco mil coronas vuestras y le está echando el ojo a otras veinte mil más.

—Debo enviar unos hombres al Meraggio para que mañana no pueda cobrar mi pagaré —dijo don Lorenzo.

—Con todos mis respetos, mi señor, os digo que no podéis hacerlo. Mis instrucciones son claras. No sólo queremos a la Espina sino a todos sus cómplices. Sus contactos. Sus fuentes de información. Toda su red de ladrones y espías. Como ahora le tenemos en campo abierto, podremos seguirle mientras sigue con sus negocios. Un leve atisbo de que su juego ha sido desenmascarado, y se escapará. La oportunidad que ahora tenemos no volverá a presentarse. Su Excelencia el duque Nicovante ha sido tajante al respecto: ninguno de los relacionados con estos crímenes será identificado y apresado. Para tal fin se solicita y requiere vuestra más absoluta cooperación, en nombre del Duque.

—Entonces, ¿qué tengo que hacer?

—Proseguir como si aún os creyerais la historia de Fehrwight. Dejadle que cobre el dinero. Dejadle que saboree algo de éxito. Y cuando vuelva para pediros más dinero…

—¿Sí?

—Entonces dádselo, mi señor. Dadle todo lo que os pida.

4

Después de recoger la vajilla de la cena y de que a Bicho, un tanto achispado, le fuera encomendada la tarea de dejarla reluciente con agua caliente y arena blanca («¡Es excelente para tu educación moral!», le había dicho a gritos Jean mientras el muchacho apilaba la porcelana y la cristalería), Locke y Galdo se dirigieron al guardarropa de la madriguera para comenzar los preparativos del tercer contacto, el más decisivo, del juego de Don Salvara.

La bodega de cristal antiguo que se encontraba bajo la Casa de Perelandro estaba dividida en tres secciones: la cocina; los dormitorios, con tabiques de madera que separaban las camas; y el guardarropa.

Todas las paredes del guardarropa se hallaban cubiertas por hileras de percheros de los que colgaban cientos de trajes y vestidos organizados según su procedencia, la estación del año, la confección y la clase social. Había trajes de tela de saco, monos de trabajadores y mandiles de carnicero con manchas de sangre secas. Pesados mantos de invierno y mantos ligeros de verano, baratos y caros, sin adornos y decorados con todo lo imaginable, desde guarniciones de metales preciosos hasta plumas de pavo real. Había allí hábitos y accesorios de la mayoría de las órdenes religiosas de Therin: las de Perelandro, Morgante, Nara, Sendovani, Iono y muchas más. Había blusas de seda y jubones astutamente acorazados, guantes, lazos y corbatas, así como el suficiente número de varas y bastones de paseo para equipar a una compañía mercenaria de viejos achacosos.

Cadenas había comenzado aquella colección hacía más de veinte años, y sus estudiantes la habían ampliado con los beneficios obtenidos a lo largo de años de estafas. Apenas se tiraba nada de lo que se ponían encima los Caballeros Bastardos; incluso las ropas más apestosas y mojadas por el sudor del verano se lavaban y empolvaban con pomadas alquímicas para luego ser colgadas cuidadosamente en perchas. Siempre podían volver a dejarlas malolientes si se presentaba la ocasión.

Un espejo de la altura de un hombre dominaba el centro del guardarropa; otro mucho más pequeño colgaba del techo, provisto de una especie de polea, de suerte que podía girar en redondo y ser puesto en la posición deseada. Locke, vestido con un jubón de terciopelo tan negro como la noche y unas calzas a juego, se miró en el espejo más grande; sus medias eran del mismo color escarlata-sangre que las aguas al atardecer y su lazo sencillo, al estilo de Camorr, casi iba a juego con ellas.

—¿Crees, realmente, que este sangriento melodrama es tan buena idea? —Calo estaba vestido de un modo muy parecido, aunque sus medias y su lazo fueran grises. Se arremangó las mangas de la camisa por encima del codo y las aseguró con unos alfileres de perlas negras.

—Es una buena idea —dijo Locke, ajustándose el lazo—. Somos Merodeadores de la Medianoche. Estamos imbuidos de nuestra propia esencia. En medio de la noche más oscura, ¿qué clase de espías que se respetaran a sí mismos entrarían en una mansión vestidos de verde, naranja o blanco?

—Los de la clase que se acercan hasta ella y llaman a la puerta.

—Aprecio el comentario, pero no voy a cambiar el plan. Don Lorenzo ha tenido un día muy ajetreado. Estará muy receptivo para el agradable susto que le pondrá fin. No podemos darle un buen susto vestidos de lavanda y carmín.

—Bueno, un susto como el que estás pensando, no.

—Este jubón me molesta mucho en la espalda —murmuró Locke—. ¡Jean! ¡Jeeeeaaaaaaaan!

—¿Qué pasa? —dijo el grito devuelto por el eco algún tiempo después.

—¿Qué va a pasar? ¡Que me gusta pronunciar tu nombre! ¡Ven aquí!

Poco después, Jean entraba al paso en el guardarropa, un vaso de brandy en una mano y un libro muy sobado en la otra.

—Pensaba que Graumann tenía hoy la noche libre —dijo.

—Y la tiene —Locke señaló con impaciencia la espalda de su jubón—. Necesito los servicios de la costurera más fea de Camorr.

—Galdo le está ayudando a fregar a Bicho.

—Ajústate las gafas, cuatro ojos.

Jean enarcó las cejas por encima de sus gafas de lectura, dejó el libro y el vaso y abrió una arqueta de madera que estaba apoyada en una de las paredes del guardarropa.

—¿Qué estás leyendo? —Calo había prendido un pequeño alfiler de plata y amatista en el centro de la corbata que se había puesto y lo examinaba con el vaso minúsculo de la víspera, dando su aprobación.

—Kimlarthen —contestó Jean mientras enhebraba una aguja de hueso con hilo negro, intentando no pincharse en los dedos.

—¿Los romances de Kor? —Locke dio un bufido—. Bobadas sentimentales. No sabía que te gustaran las aventuras fantásticas.

—Resulta que constituyen la crónica, muy importante desde el punto de vista cultural, del Trono de Therin —dijo Jean mientras daba unos pasos detrás de Locke, la arqueta en una mano y la aguja enhebrada en la otra—. Más de tres caballeros fueron descabezados por la Bestia de Vuazzo.

—Por casualidad, ¿está ilustrado el manuscrito?

—Los mejores pasajes no —Jean manipuló la espalda del jubón con una delicadeza que jamás había empleado en abrir una cerradura o el bolsillo de la chaqueta de una víctima.

—No te molestes más. No me importa que no quede bien; de todos modos, lo tapará la capa. Podremos arreglarlo más tarde.

—¿Podremos? —Jean lanzó un bufido mientras ensanchaba el jubón con unos cuantos cortes estratégicos—. Di, más bien, que yo podré. Arreglas las ropas como los perros escriben poesía.

—Y estoy dispuesto a admitirlo. Oh, dioses, mucho mejor. Ahora ya queda sitio para esconder la cartera con el sello y alguna que otra sorpresa, llegado el caso.

—Me siento raro ensanchando algo para ti en lugar de achicarlo —Jean introdujo en la arqueta los útiles de costura, dejándolos en la misma posición que ocupaban antes, y luego la cerró—. Recuerda tu entrenamiento; no queremos que ganes ni un cuarto de kilo.

—Bueno, la mayor parte de mi peso corresponde al cerebro —Locke se remangó las mangas de la camisa y las sujetó como Calo.

—Un tercio de ti son malas intenciones; otro tercio pura avaricia; un octavo aserrín. Lo que queda, tendrá que pertenecer al cerebro.

—Muy bien, puesto que estás aquí y eres tan gran experto en lo que concierne a mi pobre persona, ¿por qué no traes el arcón del maquillaje y me ayudas a pintarme la cara?

Jean se entretuvo unos instantes para echarse un sorbo del vaso de brandy antes de arrastrar un arcón de madera muy gastada, lleno de innumerables cajoncitos.

—¿Qué hacemos primero, el cabello? Lo quieres negro, ¿no?

—Tanto como la brea. Sólo tendré que hacer este papel unas dos o tres veces más, como mucho.

Jean cubrió los hombros del jubón de Locke con una toalla blanca que dobló y aseguró por delante con un pequeño broche de hueso. Entonces abrió un tarro de pasta y se embadurnó los dedos con su contenido, un gel oscuro bastante consistente que olía muy bien a cítricos.

—Hmm. Parece carbón vegetal, pero huele a naranja. Jamás entenderé el sentido del humor de Jessaline.

Locke sonrió cuando Jean comenzó a untar su cabellera de color rubio oscuro con aquella sustancia.

—Incluso un farmacéutico negro necesita divertirse de vez en cuando. Cuando tuvimos que vérnoslas con la guardia canina de la señora de Feluccia, ¿recuerdas la vela de inconsciencia que nos entregó, ésa que olía a carne de vaca?

—Fue muy gracioso —Calo frunció el ceño mientras retocaba sus propios afeites—. Al olerla, los gatos callejeros llegaron corriendo desde todos los rincones de Camorr. Uno tras otro en pos del mismo rastro, hasta que la calle se llenó con sus cuerpecillos. El viento cambiaba sin cesar de dirección y todos nosotros dábamos vueltas corriendo para ponernos detrás del humo…

—No fue uno de nuestros mejores momentos —dijo Jean. Casi había terminado lo que estaba haciendo; la sustancia daba la impresión de haber sido absorbida por los cabellos de Locke, porque les confería la naturalidad de los profundos tonos oscuros propios de la gente de Camorr, aunque sin apenas darles brillo. Pero como muchos de los hombres de Camorr empleaban cremas, tanto para fijar el peinado como para perfumar sus cabellos, aquella falta de brillo no se notaría.

Jean se limpió los dedos en la toalla blanca que Locke llevaba al cuello y sumergió un trapo pequeño en otro tarro que contenía un gel de color perla. Aquella sustancia tenía la virtud de limpiar los residuos de la pasta empleada anteriormente para teñir, porque hacía que el gel negro se evaporase a su contacto. Jean frotó con el trapo las sienes y el cuello de Locke, eliminando las manchas y goterones que habían quedado después del proceso de teñido.

—¿Cicatriz? —preguntó Jean cuando hubo terminado.

—Por favor —Locke recorrió con el dedo meñique el contorno de su pómulo derecho—. Si puedes, que parezca una cuchillada dada a derechas.

Jean extrajo del arcón del maquillaje un lápiz delgado provisto de una mina de tiza blanca con el que trazó una corta línea en el rostro de Locke, tal y como éste le había indicado. Durante uno o dos segundos, Locke se acobardó por el chisporroteo que hizo la sustancia; en lo que dura un abrir y cerrar de ojos la línea blanca se endureció para convertirse en un pálido arco de piel falsa que imitaba a la perfección una cicatriz.

En aquel instante, Bicho entró por la puerta del guardarropa, las mejillas un poco más coloradas que de costumbre. En una mano sostenía una cartera de piel negra sólo un poco más grande que la que suelen llevar los caballeros.

—Ya está limpia la cocina. Galdo me ha dicho que si no os traía esto y os lo tiraba encima, os lo olvidaríais aquí.

—Por favor, no lo tomes en su significado literal —Locke alargó una de sus manos hacia la cartera mientras Jean le quitaba la toalla blanca de encima de los hombros, satisfecho porque ya se había secado la pasta que cubría sus cabellos—. Rompe esa cosa y te devuelvo rodando a Emberlain dentro de un barril. Yo mismo en persona.

El sello que se encontraba dentro de la cartera, una intrincada manufactura de oro, vidrio y laca esmaltada, era, con mucho, el detalle más caro de todo el juego; incluso la barrica de Austershalin 502 había costado menos. Aquel sello había sido construido artesanalmente en Talisham, que se encuentra a cuatro días de viaje por la costa hacia el sur, pues era evidente que ningún falsificador de Camorr se hubiera sentido tranquilo o a gusto después de copiar habilidosamente el distintivo de la policía secreta del Duque: una araña estilizada encima del sello real del Sereno Ducado; aunque ninguno de los Caballeros Bastardos había visto uno parecido, Locke confiaba en que tampoco ninguno de los miembros de la nobleza menor lo hubiera visto nunca. Y como la Buena Gente de Camorr le había revelado entre susurros los motivos de tan temido distintivo, había aprovechado aquella descripción para pergeñar la falsificación.

—Durant el Patizambo dice que eso de la Araña es una chorrada —comentó Bicho mientras entregaba la cartera. Los Caballeros Bastardos mayores que él, presentes en la habitación, se le quedaron mirando.

—Si echas el cerebro de Durant en un dedal de agua —comentó Jean—, contemplarás un barco perdido en medio de la mar.

—Los Merodeadores de la Medianoche son reales, Bicho —Locke se pasó la mano cuidadosamente por los cabellos y vio que no se le había manchado—. Si acaso algún día decides romper la Tregua, reza para que el Capa te encuentre antes que ellos. Barsavi es el espíritu de la piedad comparado con el hombre que dirige el Palacio de la Paciencia.

—Sé que los Merodeadores de la Medianoche son reales —dijo Bicho—. Lo único que he dicho es que algunos dicen que eso de la Araña es una chorrada.

—Oh, existe de veras. Jean, búscame un bigote. Algo que vaya a juego con estos cabellos —Locke se pasó un dedo por la suave piel que rodeaba sus labios, pues se acababa de afeitar después de cenar—. Detrás de los Merodeadores de la Medianoche se encuentra un hombre. Jean y yo estuvimos varios años intentando descubrir quién podría ser de entre todos los que forman la corte del Duque, pero todas nuestras pesquisas quedaron en nada.

—Incluso Galdo y yo nos sentimos confundidos —añadió Calo—. Que esto te sirva para saber que estamos tratando con un individuo tan sutil como diabólico.

—¿Y cómo podéis estar seguros de eso?

—Permíteme que te lo explique, Bicho —Locke hizo una pausa mientras Jean le pegaba el bigote falso; denegó con la cabeza y Jean volvió a la arqueta del maquillaje para buscar otro—. Cuando Capa Barsavi le hace algo a alguien, nosotros lo sabemos, ¿no? Tenemos contactos y lo que se cuenta pasa de unos a otros. El Capa quiere que la gente conozca sus motivos… aunque sólo sea para evitar futuros problemas, por ejemplo.

—Y cuando el Duque le hace algo a alguien —intervino Calo— siempre deja un rastro: casacas amarillas, soldados del Cristal Nocturno, órdenes de detención, juicios, proclamas.

—Pero cuando la Araña señala con el dedo a alguien… —Locke hizo un leve gesto de asentimiento al segundo bigote que le mostraba Jean—, cuando lo hace la Araña, el pobre bastardo en cuestión desaparece de la faz de la tierra. Y Capa Barsavi se achanta. ¿No lo comprendes? Hace como si nada hubiera sucedido. Así que, si supones que Barsavi no le tiene miedo al Duque…, sólo tienes que mirarle con un poco más de atención… y entonces descubrirás al responsable de que se le mojen los calzones.

—Oh. No te refieres al Rey Gris, ¿verdad?

—Esa tontería del Rey Gris se acabará dentro de pocos meses, Bicho —dijo Calo con un bufido—. Un loco solitario contra tres mil puñales que obedecen a Barsavi… el Rey Gris es un cadáver ambulante. No es tan fácil librarse de la Araña.

—Por lo cual —dijo Locke— esperamos que don Lorenzo dé un salto de casi un metro cuando descubra que estamos esperándole dentro de su estudio. Porque los de sangre azul se sienten muy incómodos cuando les visitan por sorpresa los Merodeadores de la Medianoche, que es lo que nosotros vamos a ser.

—Siento interrumpir —dijo Jean—, pero quiero comprobar si te has afeitado en esta ocasión. Ah, perfecto —y, sirviéndose de un pequeño pincel, aplicó a Locke una línea brillante de pasta transparente en el labio superior; Locke arrugó la nariz con desagrado. Con rápidos movimientos de sus dedos, Jean colocó encima el bigote postizo e hizo presión en él; en menos de dos segundos éste se quedó tan bien pegado como si siempre hubiera estado allí.

—Esta goma se obtiene de las entrañas de un tiburón-lobo —explicó Jean para que Bicho se enterara—, y la última vez que la usamos nos olvidamos de llevarnos un poco de líquido disolvente…

—Y yo tuve que quitarme el bigote por las bravas —dijo Locke.

—Y vaya cómo gritó cuando Jean le hizo los honores —añadió Calo.

—¡Como uno de los hermanos Sanza en una casa de putas vacía! —dijo Locke haciéndole a Calo un gesto bastante vulgar. Calo le devolvió el cumplido haciendo como si le apuntara con una ballesta cargada y la disparase.

—Cicatriz, bigote, pelo, ¿nos hemos dejado algo? —Jean guardó el último de los complementos del disfraz en la caja de maquillaje.

—Creo que no —durante un momento Locke se quedó contemplando su propio reflejo en el espejo grande, y, cuando volvió a hablar, su voz era diferente; una pizca más profunda, un poco más bronca. Su entonación era igual de aburrida y desprovista de humor que la de un sargento de la Guardia al regañar por milésima vez en su carrera a un ladronzuelo de poca monta—. Vayamos a decirle a cierto individuo que tiene un problema con ciertos ladrones.

5

—Por lo que veo —dijo don Lorenzo Salvara—, quiere que siga firmando pagarés al hombre que acaba de describir como el ladrón más capacitado de Camorr.

—Con todos mis respetos, mi señor de Salvara, eso es lo que ibais a hacer antes de nuestra intervención.

Cuando Locke habló no había nada en su voz ni en sus maneras que pudiera relacionarle con Lukas Fehrwight; no había ni rastro de la energía contenida ni de la relamida dignidad del comerciante de Vadran. Aquella nueva creación contaba con el respaldo ficcional del incontrovertible mandato del Duque; se correspondía con la clase de hombre capaz de burlarse de un noble aunque se hallase invadiendo la intimidad de su casa. Tamaña audacia no tenía que ser falsa… Locke tenía que sentirse poseído por ella, sacarla de su interior, arroparse con la arrogancia como si ésta fuera una ropa ya usada que conocía de antes. Locke Lamora se convirtió en una sombra más de sus recuerdos… era un Merodeador de la Medianoche, un oficial de la silenciosa policía del Duque. Las mentiras más complicadas de Locke eran simples verdades en boca de aquel hombre.

—Las sumas de que hablamos… podrían llegar a convertirse en la mitad de lo que poseo.

—Entonces, mi señor, entregadle a nuestro amigo Fehrwight la mitad de vuestra fortuna. Retened a la Espina dándole exactamente lo que desea. Los pagarés le mantendrán ocupado yendo y viniendo de una oficina a otra.

—Se refiere a las oficinas que van a derrochar mi dinero de verdad al dárselo a ese fantasma.

—Sí. En servicio del Duque, ni más ni menos. Animaos, mi señor de Salvara. Su Excelencia es muy capaz de recompensaros por cualquier pérdida que podáis sufrir al ayudarnos a capturar a ese hombre. En mi opinión, la Espina no tendrá tiempo de gastarse el dinero, menos aún de llegar muy lejos, así que el dinero que os robe podrá ser recuperado incluso antes de lo que podamos imaginarnos. También debéis considerar los aspectos de la operación que no son estrictamente financieros.

—¿A qué se refiere?

—A que la gratitud de Su Excelencia en lo concerniente a vuestra ayuda al llevar este asunto hasta su final deseado —dijo Locke— pudiera verse anulada por el displacer que le causaría que cierta indisposición por vuestra parte pudiese alertar al ladrón de la red que estamos tejiendo a su alrededor.

—Ah —don Lorenzo tomó sus antiparras y volvió a asentarlas encima de su nariz—. Apenas puedo argumentar nada al respecto.

—No puedo dirigirme a vos en público. Ningún miembro uniformado de la Guardia de Camorr se acercará hasta vos para comentar nada que tenga que ver con este asunto. Si, finalmente, tengo que hablar con vos, será de noche, en secreto.

—¿Acaso debo decirle a Conté que tenga preparados unos refrescos para la gente que se colará por las ventanas? ¿Le diré a doña Sofía que lleve a mi estudio a los Merodeadores de la Medianoche, si es que se los encuentra en el armario ropero?

—Mi señor, os prometo que nuestras futuras apariciones serán menos alarmantes. Mis órdenes decían que debíamos causaros una gran impresión para que comprendierais tanto la seriedad de la situación como la gran habilidad que demostramos a la hora de… eliminar los obstáculos. Os lo aseguro, no tengo ningún deseo personal de volver a contrariaros. Poner nuevamente a salvo vuestra fortuna será la piedra angular de los muchos años de esfuerzo que pienso invertir en ello.

—¿Y doña Sofía? ¿Su señor ha escrito para ella algún papel en esta… contra-charada?

—Vuestra esposa es una mujer muy extraordinaria. No escatiméis los medios necesarios para informarle de nuestro compromiso. Contadle la verdad acerca de Lukas Fehrwight. Poned todos sus recursos en nuestra causa. Aunque —Locke hizo aquí una mueca maligna—, me temo, mi señor, que tendré que dejaros a vos la tarea de explicárselo todo a vuestro gusto.

6

En la parte de Camorr asentada sobre la tierra firme, unos hombres armados recorrían las antiguas murallas de piedra de la ciudad, siempre al acecho de signos de bandidos o de ejércitos enemigos. En la parte que daba al mar, las torres de vigilancia y las galeras de guerra cumplían el mismo propósito.

En los cuarteles de la Guardia que se levantaban en la periferia del distrito de Alcegrante, sus miembros estaban preparados para proteger a la nobleza menor de la ciudad de la molestia de tener que ver u oler, en contra de su voluntad, a cualquiera de sus súbditos.

Muy poco antes de la medianoche, Locke y Galo cruzaron el Angevino por el gran puente de cristal llamado el Arco de los Antiguos. Dicho puente, por otra parte, magníficamente tallado, unía la parte oeste de Alcegrante con los lozanos jardines semipúblicos del Prado de las Dos Platas, otro de los lugares donde a la gente poco acomodada se la desanimaba, incluso a bastonazos y latigazos, de que se estableciera en él.

Unos cilindros de cristal carmesí muy altos derramaban una luz alquímica sobre los jirones de bruma que se enroscaban ondulantes bajo las corvas de sus caballos; la parte central del puente se encontraba a unos veinte metros por encima del agua, altura que no solía ser sobrepasada por la acostumbrada niebla nocturna. Las lámparas rojas oscilaban suavemente en sus soportes de hierro negro a medida que las agitaba el polvoriento Viento del Ahorcado, de suerte que los dos Caballeros Bastardos bajaron hasta el Alcegrante en medio de aquella luz espectral que los rodeaba como un aura sangrienta.

—¡Alto ahí! ¡Decid vuestro nombre y oficio!

En el lugar donde el puente se juntaba con la ribera norte del Angevino había una casucha baja de madera con ventanas de papel encerado, a través de las cuales salía una débil luminosidad blanca. Una silueta estaba de pie ante ella, el color amarillo de su casaca convertido en naranja por el efecto de las luces del puente. Las palabras de quien había hablado hubieran sonado imperiosas si la voz que las acompañaba no hubiese sido joven y un tanto insegura.

Locke sonrió; puesto que la garita de guardia del Alcegrante siempre estaba ocupada por dos casacas amarillas, el más veterano debía de haber enviado al más joven a la niebla para hacer el trabajo. Mucho mejor… Locke extrajo de su negro manto la preciada cartera con el sello mientras llevaba su caballo al trote hacia la garita.

—Mi nombre no tiene importancia —Locke abrió la cartera con un capirotazo para que el joven guardia vislumbrara el sello—. Cumplo un servicio para Su Excelencia el duque Nicovante.

—Ya… lo veo, señor.

—No he venido por este camino. Nosotros no hemos hablado. Asegúrate de que tu compañero lo comprende tan bien como tú.

El casaca amarilla hizo una reverencia y retrocedió rápidamente un paso, como si tuviese miedo de estar tan cerca. Unos jinetes con capas negras, montados en caballos negros, salidos de la oscuridad y de la bruma… Era muy fácil reírse de aquellas cosas bajo la luz del día. Pero la noche solía ser proclive a añadir consistencia a los fantasmas.

Si la Hilera de los Besamonedas era donde se ponía en circulación el dinero de Camorr, el distrito de Alcegrante solía ser el lugar donde el dinero se tumbaba a descansar. Estaba formado por cuatro islas unidas entre sí, cada una de las cuales era como una colina escalonada que llegaba hasta la base de la meseta que soportaba las Cinco Torres. El dinero viejo se mezclaba con el nuevo de la manera más disparatada que uno pueda imaginarse, en medio de un laberinto de casas señoriales y jardines privados. Aquí los comerciantes, los cambiadores de moneda y los agentes de negocios marítimos miraban por encima del hombro al resto de la ciudad; allá los miembros de la nobleza inferior levantaban la cabeza hacia arriba para mirar con avaricia las torres de las Cinco Familias que lo gobernaban todo.

De vez en cuando, los carruajes se movían estruendosos de aquí para allá, agitando los farolillos y estandartes de sus cabinas de negra madera laqueada para anunciar las armas de quien viajaba en su interior. Algunos eran escoltados por patrullas de jinetes armados, vestidos con jubones acuchillados y pectorales bruñidos, la moda de aquel año para asesinos a sueldo. Algunas yuntas de caballos llevaban arneses iluminados por luces alquímicas en miniatura que parecían a lo lejos cadenas de luciérnagas meneándose en la bruma.

La mansión de don Lorenzo Salvara, de cuatro plantas y forma rectangular, tenía varios siglos de antigüedad y se resentía un poco del peso de los años, pues había sido completamente construida por manos humanas. Era una especie de isla en el corazón de la isla de Durona, la parte más occidental del Alcegrante, rodeada en sus cuatro costados por un muro de piedra de cuatro metros de altura y cercada por tupidos jardines. No compartía pared alguna con las mansiones circundantes. Unas luces ambarinas ardían detrás de las ventanas atrancadas del tercer piso.

Locke y Calo desmontaron silenciosamente en la callejuela que estaba al lado de la fachada norte de la mansión. Las largas noches de cuidadosos reconocimientos efectuados por Locke y Bicho les habían revelado las mejores vías de acceso que, saliendo de la callejuela, debían llevarlos hasta la mansión. Tal y como iban vestidos, ocultos por la bruma y la tiniebla, serían completamente invisibles en cuanto abandonaran la calleja y saltaran el muro.

Cuando Calo amarró los caballos al poste de madera curtido por la intemperie que se encontraba delante del muro, él y Locke sintieron un instante de inefable tranquilidad; no se veía ni un alma. Calo acarició las ralas crines de su caballo.

—Cariño, si no volvemos, échate unos tragos a nuestra memoria.

Locke apoyó la espalda en la base del muro y juntó las manos. Calo puso un pie en aquel improvisado estribo y saltó hacia arriba, impulsado por la fuerza de sus piernas y los brazos de Locke. Cuando llegó hasta lo alto del muro se encaramó en él con mucho cuidado y sigilo y bajó los brazos para izar a Locke: los gemelos Sanza eran tan nervudos como Locke grácil, así que la operación resultó muy fácil. A los pocos segundos, ambos penetraban en la oscuridad húmeda y fragante del jardín y se agazapaban en ella para escuchar.

Las puertas de la planta de calle estaban aseguradas con barras de acero y complicadas cerraduras de seguridad que no podrían abrir por las buenas. Pero el tejado… Bueno, las personas que no eran lo suficientemente importantes para vivir constantemente bajo el miedo de que las asesinaran solían depositar una excesiva confianza en la altura de los muros de sus casas.

Con gran lentitud y mucho cuidado los dos ladrones escalaron la fachada norte de la casa señorial, encajando con firmeza manos y pies en las grietas de su cálida y húmeda piedra. Las dos primeras plantas estaban a oscuras y en silencio; las luces de la tercera se encontraban en el lado opuesto de aquel que estaban escalando. Con el corazón latiéndoles deprisa a causa de la excitación, siguieron subiendo hasta encontrarse justo debajo del parapeto del tejado, donde descansaron un buen rato, la oreja tiesa para descubrir cualquier sonido del interior de la casa que pudiera dar a entender que habían sido descubiertos.

Las lunas se transparentaban, lejanas, tras la diáfana cortina de nubes grises; a su izquierda, la ciudad era un arco impreciso de luces adamantinas que brillaban a través de la bruma; por encima de todo, las inverosímiles alturas de las Cinco Torres se erguían hacia el cielo como sombras negras. Las hebras de luz que quemaban sus parapetos y sus ventanas realzaban, más que atenuaban, su aura amenazante; quedarse mirándolas cerca del suelo era la mejor receta para sentir vértigo.

Locke fue el primero en subirse encima del parapeto; mirando con mucha atención bajo la débil luz que le venía de mucho más arriba, apoyó los pies en la hilera de tejas blancas de la parte central del tejado y se quedó inmóvil. Le rodeaban las oscuras formas de arbustos, macizos de flores, arbolillos y viñas: el tejado estaba lleno a rebosar con los aromas de la vegetación y del olor que por la noche despide la tierra. El jardín que se encontraba a ras de suelo, aunque muy bien atendido, tenía una importancia más mundana, pues constituía la reserva botánica de doña Sofía.

Por lo que Locke sabía, la mayor parte de los alquimistas botánicos solían entusiasmarse por los venenos raros. Comprobó que la capucha y la capa se ceñían estrechamente a su cuerpo y se subió hasta la nariz el pañuelo que llevaba al cuello.

Caminando despacio por el sendero de blanco, Locke y Calo se abrieron camino por el jardín de Sofía con más cautela que si caminaran entre surtidores de aceite de lámpara con las capas ardiendo. En medio del jardín había una ventana abuhardillada con una cerradura sencilla. Durante dos minutos Calo permaneció inmóvil delante de ella para ver si podía escuchar algo, con sus ganzúas favoritas en las manos. Forzarla no le llevó más de diez segundos.

La cuarta planta: el taller de doña Sofía, un lugar en el que los dos intrusos querían aún menos que antes, cuando habían estado en el jardín, tropezar o quedarse en él. Tan silenciosos como maridos culpables que volvieran a casa después de una noche de borrachera, se deslizaron entre las salas oscuras llenas de material de laboratorio y de tiestos, escabulléndose por las estrechas escaleras de piedra que conducían a uno de los pasillos laterales del tercer piso.

Los entresijos de la mansión de Salvara les eran sobradamente conocidos a los Caballeros Bastardos: don Lorenzo y su esposa tenían sus habitaciones privadas en la tercera planta, al otro lado del vestíbulo del estudio de Lorenzo. La segunda planta era el solar, una sala para banquetes y recepciones que apenas se utilizaba cuando el matrimonio no tenía amigos a los que entretener. En la primera planta se encontraban la cocina, varios salones y los cuartos de los criados. Además de Conté, los Salvara mantenían a una pareja de mayordomos de mediana edad y a un muchacho que hacía de mensajero y de chico para todo. Debían de hallarse durmiendo en el primer piso; ninguno de ellos representaba ni la más pequeña fracción de la amenaza que Conté suponía para cualquier intruso.

Ahí radicaba la parte del plan que no podía ser planeada de un modo preciso: tenían que localizar al viejo soldado y aplicarle el tratamiento apropiado antes de poder tener con don Lorenzo la conversación que habían pensado.

Unos pasos sonaron en algún lugar del piso; Locke, que iba delante, se agachó y echó un vistazo por la esquina de la izquierda. Entonces vio el largo pasillo que dividía en dos partes la tercera planta; don Lorenzo acababa de dejar abierta la puerta del estudio antes de desaparecer en su dormitorio. Cerró aquella puerta tras de sí y un momento después resonó por la sala el sonido de una cerradura.

—Qué casualidad —susurró Locke—. Sospecho que estará atareado ahí dentro durante algún tiempo. Puesto que no ha apagado la luz de su estudio, es que piensa volver a él… Acabemos con la parte más difícil.

Locke y Calo se deslizaron por el vestíbulo del estudio; aunque habían comenzado a sudar, mantuvieron sus pesadas capas ceñidas al cuerpo para evitar tirar algo mientras se movían. El largo pasillo estaba decorado primorosamente con tapices que colgaban de las paredes y candelabros alojados en los nichos de las mismas, cuyos cristales apenas arrojaban más luz que unas brasas. Al otro lado de la gruesa puerta que conducía a los aposentos de los Salvara alguien reía.

La escalera que se encontraba al final del pasillo era amplia y de caracol; sus peldaños de mármol blanco, intercalados con cartas geográficas de Camorr hechas con mosaicos, bajaban en espiral hasta el solar. Al llegar ante ella, Calo agarró a Locke de una manga, se llevó un dedo a los labios y movió varias veces la cabeza hacia abajo.

—Escucha —murmuró.

Clang, clang… sonido de pasos… clang, clang.

Aquella secuencia de sonidos se repitió varias veces, aumentando ligeramente en intensidad en cada una de ellas. Locke hizo una mueca a Calo. Alguien caminaba por el solar, comprobando metódicamente una a una las cerraduras y las barras de hierro que protegían las ventanas. En tan altas horas de la noche sólo había una persona en la casa capaz de hacer tal cosa.

Calo se arrodilló junto a la balaustrada, exactamente a la izquierda de donde se terminaban los peldaños. Cualquiera que subiera por la escalera de caracol tendría que pasar directamente por debajo de él. Rebuscó dentro de su capa y extrajo un saco de cuero que seguía plegado y una soga delgada de seda negra; luego hizo algo con la soga por dentro y por fuera del saco que Locke no consiguió distinguir. Locke se arrodilló al lado de Calo y echó un vistazo al largo pasillo por el que habían llegado…, pues, aunque no era muy probable que el aristócrata volviera por él, no había que olvidar lo que se decía del Benefactor, que convertía a los ladrones incautos en sabrosos ejemplos para los demás.

Por debajo de donde se encontraban, los rápidos y precisos pasos de Conté resonaron en la escalera.

Puesto que en una lucha limpia sabían que el hombre de confianza de don Lorenzo no dudaría en pintar las paredes con su sangre, la lucha tenía que ser todo lo sucia que pudieran. En el momento en que la coronilla de la calva cabeza de Conté asomó por debajo de ellos, Conté se apoyó en la balaustrada y le echó encima la capucha de inmovilidad que había preparado.

Para todos aquellos que jamás tuvieron la ocasión de que los secuestraran y vendieran como esclavos en cualquiera de las ciudades del Mar de Hierro, digamos que una capucha de inmovilidad, cuando cae, se parece a una tienda de campaña que ondea al viento. El aire agita su parte inferior antes de que caiga sobre la cabeza de su blanco y se asiente encima de sus hombros. Conté se sobresaltó muchísimo cuando Calo tiró de la cuerda de seda negra y cerró la capucha alrededor de su cuello.

Y para evitar que cualquiera con gran presencia de ánimo pueda quitarse la capucha en pocos segundos, siempre se moja su interior con una generosa dosis de cierto narcótico volátil de olor dulzón, surtido por algún farmacéutico negro. Conociendo la naturaleza del hombre a quien intentaban doblegar, Locke y Calo se habían gastado treinta coronas en la sustancia que Conté respiraba en aquellos momentos y que Locke deseaba fervientemente que le aprovechara.

A cualquier persona, hombre o mujer, le bastaba con dar una sola boqueada de pánico dentro de aquella capucha, cerrada herméticamente, para caer desvanecida. Pero cuando Locke bajó las escaleras para ocultar el cuerpo de Conté, vio que aquel hombre aún seguía de pie, intentando quitarse la capucha con las manos…, por supuesto que débil y desorientado, pero aún despierto. Un pequeño golpe en el plexo solar haría que abriera la boca y que la droga penetrara en su organismo. Locke se acercó para propinárselo y para agarrar a Conté por el cuello, justo debajo de la capucha. Así pondría fin a aquella parte del juego.

Pero Conté echó los brazos hacia delante, frustrando el golpe que Locke preparaba, con cierto desánimo, antes de que éste tuviera lugar, y le golpeó ferozmente una, dos, tres veces, en el estómago y en el plexo solar. Con las tripas convertidas en una constelación de dolores, Locke perdió el equilibrio y cayó hacia su supuesta víctima. Entonces Conté le lanzó a Locke una patada tan feroz con la pierna derecha que, si no hubiese sido porque, final y afortunadamente, la droga acababa de dejar fuera de combate al viejo soldado, le hubiera sacado los dientes por las orejas. Y aunque la pierna apenas le rozó en la barbilla, la bota en que se terminaba su pie le alcanzó en la ingle y le lanzó hacia atrás. La cabeza de Locke, en cierto modo protegida por el tejido de la capucha, rebotó en el duro mármol de la escalera; y allí se quedó él, intentando respirar, aún colgando torpemente de uno de los brazos de Conté.

En aquel instante apareció Calo, que acababa de soltar la cuerda que mantenía cerrada la capucha de Conté y bajaba corriendo por la escalera. Deslizó un pie por detrás de las piernas de Conté, que se bamboleaban cada vez más, y le hizo caer por la escalera, agarrándolo por la pechera de su jubón para que no se hiciera daño. En cuanto Conté quedó postrado boca abajo, Calo, inmisericorde, le dio un puñetazo entre las piernas y otro más cuando volvió a moverlas ligeramente, y un tercero que no suscitó ninguna reacción en él. La capucha había terminado por cumplir su función. Teniendo a Conté fuera de combate, al menos por un tiempo, Calo fue a donde se encontraba Locke e intentó que se sentara, pero Locke le dio a entender con un ademán que no era necesario.

—¿Cómo te encuentras? —susurró Calo.

—Como si estuviera embarazado y el pequeño bastardo quisiera abrirse camino con un hacha —sintiendo una opresión en el pecho, Locke se arrancó la máscara para evitar vomitar en ella y dar lugar a un desaguisado imposible de ocultar.

Mientras Locke tomaba aire a grandes bocanadas e intentaba controlar sus estremecimientos, Calo se acuclilló al lado de Conté y le quitó la capucha, apartando con la mano los efluvios enfermizos y dulzones del saco de cuero. Lo dobló cuidadosamente, lo deslizó en el interior de su capa y arrastró a Conté un poco más lejos.

—Calo —dijo Locke, tosiendo—, ¿se me ha estropeado el disfraz?

—Creo que no. No acusa todo lo que ha recibido y así seguirá mientras no arrastres los pies. Quédate aquí un momento.

Calo se deslizó hasta el pie de la escalera y echó un vistazo hacia el solar que seguía a oscuras; la tenue luz de la ciudad se filtraba entre los barrotes de las ventanas, iluminando débilmente una mesa bastante larga y cierto número de vitrinas de cristal apoyadas en las paredes, que contenían platos y otros objetos difíciles de identificar. No había a la vista ningún alma ni se escuchaba ningún sonido que proviniera de abajo.

Cuando Calo regresó, Locke se había puesto a cuatro patas. Conté seguía dormido a su lado, con una cómica expresión de bienestar sobre su trabajado rostro.

—Oh, no creo que le dure mucho esa expresión cuando despierte —Calo agitó en el aire un par de nudillos de bronce forrados con cuero negro para que Locke los viera, y luego los hizo desaparecer en una de sus mangas con un ademán cortesano lleno de gracia—. Tenía puestos este par de pequeños bribones cuando le golpeé.

—Bien, pues tienes toda mi simpatía desde el momento en que me dio tal patada en las pelotas que a punto estuvieron de quedárseme de corbata. —Locke intentó levantarse y no lo consiguió; Calo dispuso su brazo derecho bajo él y le ayudó a ponerse de rodillas, aún tembloroso.

—Por lo menos vuelves a tener resuello. ¿Puedes andar ahora?

—Creo que sólo puedo dar traspiés. Caminaré encogido durante algún rato. Si me concedes unos minutos, podré fingir que todo va bien. Al menos hasta que nos vayamos.

Calo ayudó a Locke a bajar las escaleras hasta el tercer piso. Dejándole allí para que vigilara, hizo lo mismo, en silencio y muy despacio, con Conté. El hombre de don Lorenzo no pesaba mucho.

Molesto y ansioso por volver a encontrarse bien, Locke extrajo dos cuerdas resistentes del interior de su propia capa y ató a Conté de pies y manos con ellas; dobló tres veces un pañuelo y lo usó de mordaza. Extrajo de sus vainas los cuchillos de Conté y se los pasó a Calo, que los guardó en su capa.

La puerta del estudio de don Lorenzo, aún abierta, derramaba su cálida luz por el pasillo; la puerta del dormitorio permanecía cerrada a cal y canto.

—Rezo para que vosotros dos, mi señor y mi señora, recibáis el regalo de una exigencia y una paciencia superior a vuestras expectativas —susurró Calo—. Los ladrones que tenéis en casa agradecerían un breve respiro antes de proseguir mañana con sus obligaciones.

Calo tomó a Conté por debajo de los brazos y Locke, arrastrando los pies por el dolor que sentía, le cogió de los pies cuando Calo intentó cargar él solo con su peso. Con una cautela que ya comenzaba a aburrirles, volvieron sobre sus pasos y depositaron al inconsciente guardaespaldas en el extremo más alejado del pasillo, justo al pie de la escalera que conducía a los laboratorios de la cuarta planta.

El estudio del noble les resultó una vista de lo más agradecida cuando, finalmente, entraron en él pocos minutos después. Locke se hundió en el mullido cojín del sillón que se encontraba en la pared de la izquierda mientras Calo permanecía de pie, en posición de vigilancia. Atenuadas por la pared les llegaron más risas.

—Tendremos que quedarnos un rato más —dijo Calo.

—Los dioses son misericordiosos —Locke miró la alta vitrina de los licores de don Lorenzo; su puerta de vidrio le permitió descubrir que aún era más impresionante que la que había visto en la barcaza de recreo—. Si no fuera porque no le pegaría a nuestro disfraz, ahora mismo podríamos echarnos unos cuantos tragos.

Esperaron diez, quince, veinte minutos. Locke respiraba profunda y regularmente, mientras se concentraba en ignorar el fuerte dolor que le consumía las tripas. Así que, cuando ambos ladrones escucharon el picaporte de la puerta del dormitorio, Locke se puso en pie de un salto, intentando no pensar que las pelotas le dolían como si fueran potes de arcilla que acabaran de estrellarse desde muy alto en el suelo lleno de guijarros. En consecuencia, después de ponerse nuevamente la máscara y de sacar fuerzas de flaqueza, sintió cómo le envolvía una ola de arrogancia genuina.

Tal y como el padre Cadenas había dicho en cierta ocasión, los mejores disfraces son los que salen del corazón y no los que se consiguen sólo con pintarse la cara.

Calo se besó el dorso de la mano izquierda, sin quitarse la máscara, y parpadeó.

Don Lorenzo Salvara acababa de entrar silbando en su estudio, con muy poca ropa y completamente desarmado.

—Cerrad la puerta —dijo Locke. Su voz era tranquila y dominada por la absoluta seguridad que da el mandar—. Tomad asiento, mi señor, y no os molestéis en llamar a vuestro hombre. Se halla indispuesto.

7

Una hora después de la medianoche, dos hombres abandonaban el distrito de Alcegrante con dirección al Arco de los Antiguos. Se vestían con capas negras y llevaban caballos del mismo color; uno de ellos cabalgaba con aire desenvuelto, mientras que el otro, a pie, con el caballo de la brida, caminaba de una extraña manera, arqueando las piernas.

—Acojonantemente increíble —dijo Calo—. Todo salió como habías planeado. Es una pena que no podamos fanfarronear con nadie acerca de lo sucedido. La mejor jugada de todas y lo único que tuvimos que hacer fue contarle lo que le íbamos a hacer.

—Y que nos dieran algunas patadas —murmuró Locke.

—Ah, sí, lo siento. ¡Qué tío más bestia! Alégrate de que se sentirá igual que tú en cuanto abra los ojos.

—Qué gran alivio. Si las promesas pudieran endulzar el dolor, nadie se tomaría la molestia de prensar las uvas.

—¡Por el Guardián Avieso!, jamás escuché tanta autocompasión viniendo de la boca de un hombre rico. ¡Anímate! Más rico y más astuto que nadie, ¿no era así?

—Sí, más rico y más astuto, y caminando de una manera que da risa.

La pareja de ladrones prosiguió su camino hacia el sur atravesando el Prado de las Dos Platas, hacia la primera de las paradas en las que irían perdiendo, gradualmente, sus caballos y sus ropas negras, hasta llegar, finalmente, al distrito del Templo vestidos como simples trabajadores. Saludaron con ademanes amistosos a las patrullas de casacas amarillas cuyas pisadas sonaban con fuerza entre la bruma, precedidas por las linternas que se bamboleaban en lo alto de las picas con las que iluminaban el camino que debían seguir. Y en ninguna ocasión les dieron motivo para que alzaran la mirada.

La sombra furtiva que seguía su pista a través de calles y callejas era más silenciosa que el aliento de un niño pequeño; veloz y elegante, iba de un tejado a otro para no perderlos, mientras seguía todos sus actos con total resolución. Cuando entraron en el distrito del Templo, agitó las alas y se sumió en la negrura volando cada vez más alto en espiral, hasta que se encontró por encima de las brumas de Camorr y se perdió entre la calina gris de las nubes bajas.