Locke se queda a cenar
—¿Qué? —poco le faltó a Locke para dar un salto—. ¿De qué estás hablando?
—Muchacho —dijo Cadenas—, mi querido y joven muchacho, tan brillante a veces; tus horizontes son muy estrechos. Eres lo suficientemente listo para jugarle a alguien una broma pesada, pero no tanto para prever las consecuencias de tus actos. Hasta que aprendas a calcular las repercusiones de lo que vas a hacer no harás sino poneros en peligro a ti mismo y a todos los que te rodean. Aunque no puedes evitar tus pocos años, ya es tiempo de que dejes de comportarte como un estúpido. Así que escucha atentamente.
»Tu primer error fue éste: Aceptar una moneda de la Guardia no es una ofensa que se pague con una paliza, sino con la muerte. ¿Está claro? Aquí, en Camorr, es la Guardia quien acepta nuestras monedas y no a la inversa. Es una regla grabada en piedra que carece de excepciones, no importa el tipo de ladrón que seas o cuáles sean tus intenciones. Significa la muerte. Significa que te rebanen el cuello, que te arrojen a los tiburones; supone una ofensa que te hace ir al encuentro de los dioses, ¿entendido?
Locke asintió.
—Así pues, cuando la armaste con Veslin, realmente la armaste de verdad. Y la fastidiaste del todo cuando usaste la moneda de hierro blanco. ¿Sabes el valor exacto de una corona entera?
—Vale un montón.
—Ja. «Un montón» no es un «valor exacto». ¿No hablas en therinés o es que, realmente, no sabes hablarlo?
—Creo que no sé hablarlo.
—Bueno, aunque todo hubiera ido mejor y no se hubiese llegado a lo que se llegó, esa pequeña moneda de lustroso hierro blanco seguiría valiendo cuarenta solones de plata. ¿Qué te parece? Doscientos cuarenta cobres. Abres unos ojos como platos. ¿Significa eso que comprendes la suma enorme de la que te hablo?
—Sí. ¡Uff!
—Sí, uff. Permíteme que amplíe tu perspectiva. Para que un casaca amarilla, uno de nuestros abnegados e infinitamente atareados guardias ciudadanos, pudiera cobrar esa cantidad, tendría que estar trabajando diariamente durante más de dos meses. Y, comparados con la gente corriente, los guardias están bien pagados, y tan seguros como la mierda bendita porque no les pagan con hierro blanco.
—Oh.
—Así pues, no sólo se trataba de que Veslin estuviera cogiendo dinero, sino de que había cogido demasiado dinero. ¡Una corona entera! Seguro que Morgante lloró. Puedes comprar una muerte por mucho menos, la tuya incluida.
—¿Y… humm… cuánto pagaste por mi…? —Locke se dio una palmada en el pecho, sobre el que aún colgaba la señal de muerte, oculta bajo la camisa.
—Aunque no intento menoscabar la alta opinión que tienes de ti mismo, no estoy seguro de haber obrado sabiamente al pagar dos cobres por ti —al ver la expresión del chico, Cadenas no pudo reprimir la risotada que le salió muy natural; su voz sonó tan seria como siempre cuando añadió—: Sigue pensándolo, muchacho. Aunque seguimos con la misma cuestión. Por mucho menos hubieras podido disponer de varios tíos cachas. Hubieras podido comprar cinco o seis negocios importantes, si sabes a qué me refiero. Así que, cuando metiste una moneda de hierro blanco entre las cosas de Veslin…
—¿Era demasiado dinero… para algo… tan simple?
—Lo era. Era muchísimo para ser sólo por conseguir información o por cumplir algún recado. Nadie en su sano juicio le hubiera dado una corona entera a un jodido raterillo de cementerio. A menos… que a ese ladronzuelo le hubieran pagado para hacer algo gordo. Matar a tu antiguo maestro, por ejemplo. Llenar de humo la Colina de las Sombras para hacer salir a todos los que estuvieran dentro. Y si el pobre Hacedor de Ladrones se sintió desconcertado al descubrir que Veslin estaba en el ajo, podrás imaginarte cómo se sintió al descubrir cuánto dinero había en juego.
Locke asintió vigorosamente.
—Ahhhhh, eso. Dos errores. Tu tercer error fue comprometer a Gregor. ¿Se suponía que a Gregor le tenía que alcanzar aquel feo asunto?
—No, pero no me gustaba. Quizá quería que le tocara algo a Gregor, pero no tanto como a Veslin.
—Eso tuvo que ser. Tenías un blanco al que acertar, pero no controlaste la situación. La jugada con Veslin se te escapó de las manos y el cuchillo acabó por darle también a Gregor Foss.
—Creo que es lo mismo que dije antes, ¿o no? ¡Ya lo he confesado!
—¿Te enfadas? Pues sí, deberías estar… enfadado por haberla jodido. Enfadado por no ser tan astuto como suponías. Enfadado porque los dioses le dieran a mucha gente la misma clase de cerebro que le dieron a Locke Lamora. ¿A que jode?
Locke apagó su lamparilla con un soplido y luego la lanzó por encima del parapeto, tan alto como se lo permitía su delgado brazo, describiendo un arco. El ruido que hizo al estrellarse se perdió en el murmullo de la ajetreada noche camorrí. El chico cruzó los brazos sobre su cuerpo, a la defensiva.
—Bueno, muchacho, realmente es de agradecer que te hayas liberado del peligro de esa lámpara —Cadenas aspiró una última bocanada de humo y luego aplastó los restos del cigarrillo en las piedras del tejado—. ¿Iba a informarle al Duque? ¿Planeaba asesinarlos?
Locke no dijo nada, los dientes apretados y el labio inferior hacia delante. Petulancia, según el lenguaje no verbal de los que son muy jóvenes. Cadenas emitió un bufido.
—Me creo todo lo que me has contado, Locke, porque tuve una larga charla con tu antiguo maestro antes de librarte de sus manos. Como dije, él me lo contó todo. Me habló acerca del último error que cometiste, que era el mayor. El que sirvió para ponerle sobre aviso a él y el que te trajo hasta aquí. ¿No adivinas cuál pudo ser?
Locke denegó con la cabeza.
—¿No puedes o no quieres?
—Realmente no lo sé —dijo Locke, la mirada gacha—. No había… pensado en ello.
—¿No les enseñaste a los otros chicos de los Calles la moneda de hierro blanco? Te habían ayudado a conseguirla. A algunos de ellos les dijiste para qué podría servir. Y aunque les ordenaste que no lo contaran… ¿qué hiciste luego para respaldar esa orden?
Locke abrió unos ojos como platos; en cuanto le abandonaba la petulancia volvía a hacer pucheros.
—Ellos… también odiaban a Veslin. Querían cazarlo.
—Claro que sí. Y quizá eso hubiera servido durante un día. Pero ¿y después? Después de que Veslin y Gregor hubieran muerto, ¿no iba a tener tu maestro la ocasión de desanimar a unos cuantos en cuanto reflexionasen sobre la situación? ¿Y si comenzaba a hacer preguntas sobre cierto chico apellidado Lamora? ¿Y si cogía a algunos de tus pequeños compañeros, los que estaban con los Calles, y les preguntaba muy educadamente si habían visto que Locke Lamora hubiera hecho algo… inusual, incluso para lo que él acostumbraba hacer?
—Oh —el chico hizo una mueca de dolor.
—Oh, oh, oh —Cadenas le dio una palmadita en el hombro—. ¡La iluminación! Cuando llega es como un ladrillazo en la cabeza, ¿no?
—Supongo.
—Así pues —dijo Cadenas—, acabas de comprender por qué todo salió mal. Locke, ¿cuántos chicos y chicas hay en aquella colina? ¿Cien? ¿Ciento veinte? ¿Más? ¿A cuántos crees, realmente, que tu antiguo maestro hubiera podido manejar si se hubiesen vuelto contra él? Uno o dos no serían un problema, pero ¿y cuatro? ¿Y ocho? ¿Y todos ellos?
—Nosotros… hum… Creo que nosotros jamás… pensamos en eso.
—Porque él no gobierna en su cementerio mediante la lógica, muchacho, sino mediante el miedo. El miedo que sienten por él hace que los más mayores no se desmanden. El miedo que sentís por él hace que los mierdecillas como tú no se aparten de la línea. Todo lo que socave ese miedo supone una amenaza a su posición. ¡Y entonces entró Locke Lamora enarbolando la bandera de la tontería y pensando de sí mismo que era mucho más listo que el resto del mundo!
—Yo realmente… no pienso… que sea más listo que el resto del mundo.
—Lo pensabas hace apenas tres minutos. Escucha. Yo soy un garrista. Eso quiere decir que soy el jefe de una banda, aunque sea pequeña. Tu antiguo maestro también es un garrista, el garrista de la Colina de las Sombras. Y cuando te entrometes con la manera en que el jefe dirige su banda, entonces salen a relucir los cuchillos. ¿Durante cuánto tiempo crees que el Hacedor de Ladrones hubiera podido controlar la Colina de las Sombras si se hubiese corrido el rumor de que te habías cachondeado de él de un modo tan gracioso? ¿De que habías estado tirando de él como si fuera un gato con correa? Jamás volvería a recobrar el control efectivo de sus huérfanos y ellos seguirían dale que dale hasta que todo terminara en sangre.
—¿Y por eso se ha librado de mí? ¿Y qué hay de los Calles? ¿Qué pasa con los que me ayudaron a tenderle la trampa a Veslin?
—Buenas preguntas. Y fáciles de contestar. Tu antiguo maestro recoge a los huérfanos de las calles y los mantiene consigo durante unos pocos años; por lo general, están con él hasta que cumplen doce o trece años. Les enseña lo básico: cómo robar y hablar en jerga, y cómo mezclarse con la Buena Gente; cómo comportarse en la banda y cómo salir de un lío. Cuando ya ha terminado con ellos se los vende a las bandas mayores, las bandas de verdad. ¿No lo ves? Acepta pedidos. Quizá los Caras Grises necesitan una chica para robar en un segundo piso. Quizá los Chicos del Arsenal necesitan un pequeño matón. Es una gran ventaja para las bandas, porque les proporciona nuevos reclutas sin necesidad de tener que molestarse en buscarlos.
—Ahora comprendo. Por eso… me ha vendido a ti.
—Sí. Porque tú eres un caso muy especial. Tienes habilidades aprovechables, aunque lo hecho hasta ahora haya sido terrible. ¿Y tus amiguitos de los Calles? ¿Crees que tienen tus dones? No son más que pequeños carteristas del montón, ladronzuelos de lo más corriente. No están maduros. Nadie, excepto los traficantes de esclavos, daría un cobre por ellos, y si tu antiguo maestro, por triste y viejo que sea su corazón, tuviera una pizca de auténtica conciencia, no tendría que vender ni uno solo de ellos a los infames que los reclutarán por fuerza, ni siquiera por todas las monedas de Camorr.
—Es… lo que has dicho. Tenía que… hacer algo a los que conocíamos lo de la moneda. A todos los que podían… imaginarse algo o contarlo. Y yo era el único al que podía vender.
—Correcto. Y en cuanto a los demás… —Cadenas se encogió de hombros—. Hay que ser rápido. En dos o tres semanas a partir de ahora ya nadie recordará sus nombres. Ya sabes cómo funciona todo en la colina.
—Yo los he matado.
—Sí —Cadenas no endulzó el tono de su voz—. Realmente los mataste. Y tan cierto como que intentabas hacer daño a Veslin, causaste la muerte de Gregor y de cuatro o cinco de los pequeños camaradas que estaban contigo en el asunto.
—Mierda.
—¿Puedes ver ahora cuáles han sido las consecuencias? ¿Comprendes por qué tienes que hacer movimientos lentos, pensando antes y controlando la situación? ¿Por qué necesitas que las cosas se asienten, aguardando el momento preciso para que tus sentidos se emparejen con el talento que posees para las picardías? Disponemos de años para trabajar juntos, Locke. Años para que tú y mis otros diablos pequeños practiquéis sin prisas. Y éstas son las normas, por si quieres quedarte aquí: nada de juegos, nada de timos, nada de tonterías, nada de nada excepto cuando y en donde yo te lo diga. Cuando alguien como tú empuja al mundo, el mundo se vuelve hacia él. Otros que lo intentan suelen hacerse daño. ¿He sido claro?
Locke asintió.
—Ahora —echó los hombros hacia atrás con un chasquido y giró la cabeza de uno a otro lado; hubo una serie de ruidos como si algo crujiera en su interior—… ahhh. ¿Sabes lo que es una ofrenda de muerte?
—No.
—Es algo que hacemos por el Benefactor. Lo hacemos los que hemos sido iniciados a los Trece. En ocasiones, alguno de nosotros se descarría por lo que sea, como le sucede a la Buena Gente de Camorr. Cuando perdemos a alguno de los nuestros, cogemos algo que sea de verdadero valor y lo tiramos. De verdad, al mar, al fuego, o a donde sea. Lo hacemos para que nuestros amigos no se pierdan por el camino. ¿Me sigues?
—Sí, pero mi antiguo maestro…
—Oh, también lo hace, créeme. Aunque sea un auténtico avaro y siempre se comporte como tal, lo hace por todos los que se pierden. Sabes que no te lo diría. Y ahora llegamos a lo importante… Hay una regla que regula la ofrenda. No se puede ofrecer lo que uno quiera. No se puede dar lo que ya se tiene. Tiene que ser algo obtenido mediante el robo, o sea, sin el permiso o la aquiescencia de la persona a la que se roba. ¿Me sigues? Tiene que ser el resultado de un genuino robo.
—Uh, claro.
El padre Cadenas chasqueó los nudillos.
—Locke, tienes que hacer una ofrenda de muerte por cada uno de los chicos o chicas que han muerto por tu culpa. Una por Veslin, otra por Gregor. Y otras más por cada uno de los amiguitos que tenías entre los Calles. Seguro que dentro de pocos días sabrás cuántos son.
—Pero yo… no eran…
—Claro que eran amigos tuyos, Locke. Eran muy buenos amigos, porque gracias a ellos vas a aprender que el matar a alguien siempre tiene consecuencias. Una cosa es matar a alguien en duelo, en defensa propia o por venganza, y otra matar a alguien por descuido; así que esas muertes permanecerán en tu conciencia hasta que seas lo suficientemente cuidadoso para hacer llorar a los santos de Perelandro. Tu ofrenda de muerte será la suma de mil coronas enteras por cabeza. Todas ellas robadas con propiedad y por tu propia mano.
—¿Qué? ¿Mil coronas? ¿Por cada uno? ¿Mil?
—Y podrás arrancarte del cuello la señal de muerte que llevas en él cuando hayas acabado de ofrecer la última de todas esas coronas, pero no antes.
—¡Es imposible! ¡Tendré que llevarla encima… para siempre!
—Te llevará años. Pero aquí, en mi templo, somos ladrones, no asesinos. Y el precio que voy a poner a tu vida es que muestres respeto por los muertos. Esos chicos y chicas son tus víctimas, Locke. Métetelo en la cabeza. Los dioses son testigos de que te hallas en deuda con ellos. Así que, si quieres quedarte a vivir aquí, tendrás que reconocerla con un juramento de sangre. ¿Querrás cumplirlo?
Dio la impresión de que Locke se lo pensaba durante unos segundos. Luego agitó la cabeza como si quisiera echar fuera aquellos pensamientos y asintió.
—Entonces extiende la mano izquierda.
Mientras Locke hacía lo ordenado, Cadenas extrajo de sus ropas un delgado estilete de acero pavonado y cruzó con él la palma de su propia mano izquierda; luego, sosteniendo firmemente la mano de Locke, hizo un doloroso corte en ella, aunque superficial, que iba del pulgar hasta el índice. Después se estrecharon las manos con firmeza hasta que en sus respectivas palmas se mezcló la sangre de ambos.
—Ya eres un Caballero Bastardo, como todos nosotros. Yo soy tu garrista y tú eres mi pethon, mi pequeño soldado. ¿Tengo tu palabra, rubricada en sangre, de que harás lo que acabo de pedirte que hagas? ¿Harás las ofrendas de que hablamos para las almas de aquellos a quienes hiciste daño?
—Las haré —dijo Locke.
—Bien. Eso significa que puedes quedarte a cenar. Bajemos del tejado.
Detrás de la puerta cubierta con una cortina que se encontraba en la trasera del templo había una sala mugrienta que conducía a varias habitaciones igual de pringosas: la humedad, el moho y la pobreza se desplegaban allí de un modo exuberante. Había celdas con jergones iluminadas por lamparillas de aceite que desprendían el olor de la cerveza barata. Varios rollos de papiro y códices estaban desperdigados por los jergones; unos hábitos en un discutible estado de limpieza colgaban de todos los percheros de las paredes.
—He aquí una estupidez necesaria —Cadenas movía las manos de un lado para otro mientras conducía a Locke hacia la habitación más cercana a la cortina, como si estuviera enseñándole un palacio—. Por lo general, el juego de los invitados solemos hacérselo a los tutores o a los sacerdotes itinerantes de la Orden de Perelandro, para que vean lo que se supone que tienen que ver.
El propio jergón de Cadenas (Locke sabía que era el suyo porque los grilletes que había visto antes en una pared no hubieran permitido que las cadenas pudieran llegar a ningún otro dormitorio) descansaba encima de un bloque de sólida roca, una especie de anaquel muy consistente que sobresalía de la pared. Cadenas alargó una mano por debajo de las mantas mohosas, giró algo que hizo un chasquido metálico y entonces el jergón se levantó como si fuera la tapa de un ataúd; las mantas se metieron en una especie de panel de madera con goznes que entraba en la piedra. Una incitante luz dorada brotó del interior del bloque de piedra, junto con los aromas a especias de la alta cocina de Camorr. Locke sólo los conocía por olerlos en el distrito de Alcegrante o porque se escapaban de algunas posadas y casas.
—¡Adentro! —dijo Cadenas con un gesto, y Locke miró furtivamente por encima del borde del bloque de piedra. Una tosca escalera de madera bajaba por un pozo cuadrado sólo un poco más ancho que los hombros de Cadenas, el cual se terminaba unos siete metros más abajo en un suelo de madera pulimentada—. ¡No te quedes ahí como un tonto, baja!
Locke obedeció. Los peldaños de la escalera eran grandes, toscos y con mucho espacio entre sí; no tuvo problemas para bajar por ella, así que cuando salió del pozo se encontró en un pasadizo estrecho que bien hubiera podido hallarse en la torre del mismísimo Duque. El suelo era de madera pulimentada, con largos tablones rectos de color dorado oscuro que crujían placenteramente bajo sus pies. El techo abovedado y las paredes estaban completamente recubiertos con una sustancia cristalina de tonos similares a los de la leche tostada, los cuales proporcionaban una tenue luz, como la del sol al insinuarse detrás de las oscuras nubes en la estación de las lluvias. Con una serie de porrazos, gruñidos y tintineos (pues Locke acababa de descubrir que llevaba el pequeño saco de arpillera con las monedas donadas aquel día), Cadenas bajó tras él y se quedó esperándole. Dio un tirón de la soga atada a la escalera y el falso jergón que se encontraba más arriba se replegó y quedó cerrado.
—¿No te gusta más este sitio?
—Sí —Locke pasó una mano por la superficie lisa de una de las paredes. El vidrio estaba a menor temperatura que el aire del entorno—. Es cristal antiguo, ¿no?
—Tan cierto como que el infierno no está pintado de blanco —Cadenas azuzó a Locke para que recorriera el pasadizo de la izquierda, cuya esquina habrían luego de doblar—. El sótano del templo está completamente cubierto por esta materia. Forrado con ella. Hace cientos de años que el templo se construyó encima. Por lo que sé, lo recubre completamente con excepción de uno o dos túneles estrechos que llevan a otros tantos lugares interesantes. Es a prueba de inundaciones, pues jamás llega hasta aquí abajo ni una sola gota del agua de arriba, ni aunque se desborde y a la gente que vaya por la calle le llegue a la cintura. Y mantiene alejadas a las ratas, a las cucarachas, a las arañas chupadoras y a toda esa peste mientras efectuamos nuestras correrías e incursiones.
El repiqueteo de las cacerolas de metal y las risitas de los hermanos Sanza llegó a sus oídos en cuanto doblaron la esquina y se encontraron en una cocina instalada de una manera bastante confortable, con altos armarios de madera y una larga mesa de madera de álamo negro rodeada por sillas de respaldo alto. Locke entornó los ojos al ver los cojines de terciopelo negro de las sillas y las hojas de oro que esmaltaban las superficies de los objetos que se encontraban sobre la mesa.
Calo y Galdo trabajaban en un horno de ladrillos instalado en uno de los armarios, revolviendo cazuelas y cortando con los cuchillos encima de la enorme losa alquímica del hogar, de color blanco. Locke había visto otros bloques de aquella piedra que desprendía calor, aunque no humo, cuando se le echaba agua encima, aunque no tan grandes, porque la que tenía enfrente debía de pesar tanto como el padre Cadenas. Mientras miraba, Calo (¿o era Galdo?), levantó una cacerola y cogió un cántaro de cristal, derramando parte del agua que contenía encima de la losa que siseaba; el gran chorro de vapor que salió de ella arrastró consigo un ramillete de deliciosos aromas culinarios, de suerte que Locke sintió cómo la boca se le hacía agua.
Colgado encima de la mesa de álamo negro ardía un vistoso lustre; en los años siguientes descubriría que se trataba de una esfera armilar hecha completamente de cristal con un eje de oro sólido. En su corazón ardía un globo alquímico que daba el mismo resplandor de color bronce claro que la luz del sol; lo rodeaban las esferas concéntricas que señalaban las órbitas y los movimientos del orbe y de sus primos celestes, incluidas las tres lunas; en su periferia había un centenar de estrellas titilantes que se asemejaban a las gotitas de un cristal que, fundido al hacer explosión, se hubieran congelado en aquel mismo instante. Aunque la luz se movía, desprendiendo luz y calor por todas y cada una de las partes del lustre, había algo en él que no iba bien; era como si los techos y las paredes de cristal antiguo absorbieran la luz del sol alquímico para, después de atenuarla, distribuirla por todas las superficies de cristal antiguo que recubrían el sótano.
—Bienvenido a nuestro auténtico hogar, el pequeño templo que hemos erigido al Benefactor —Cadenas agitó la bolsa con las monedas por encima de la mesa—. Nuestro patrón siempre ha insistido de alguna manera en que la austeridad y la piedad han de ir de la mano; aquí abajo nosotros mostramos el aprecio que tenemos por las cosas apreciándolas, creo que me sigues. ¡Muchachos! ¡Ved quién ha sobrevivido a la entrevista!
—Jamás pusimos en duda que sobreviviera a ella —dijo uno de los gemelos.
—Ni por un instante —dijo el otro.
—¿Podremos saber ahora qué hizo para que le echaran a patadas de la Colina de las Sombras? —la pregunta, hecha al unísono por ambos, tenía todo el tufillo de un ritual practicado en otras ocasiones.
—Cuando seáis mayores —Cadenas enarcó las cejas al mirar a Locke y negó con la cabeza, asegurándose de que pudiera ver aquellos gestos—. Mucho más mayores. Locke, ¿puedo albergar la esperanza de que sabes cómo sentarte a la mesa?
Cuando Locke dijo «no» con la cabeza, Cadenas le condujo hasta un armario bastante alto que se encontraba a la izquierda de la plancha de la cocina, lleno de platos de porcelana; Cadenas cogió uno y se lo acercó a Locke para que éste pudiera apreciar el motivo heráldico pintado a mano en él (un guante de malla metálica que agarraba una flecha y una parra) y el brillo dorado de su borde.
—Tomado prestado —dijo Cadenas— de modo, digamos, permanente de doña Isabella Manechezzo, la vieja tía viuda de nuestro duque Nicovante. Como murió sin hijos y apenas celebró fiestas, es como si ahora las hiciéramos por ella. ¿Comprendes ahora por qué algunos de estos actos nuestros, que a los extraños pueden parecerles crueles y delictivos, son, si los miras bajo la óptica apropiada, más que convenientes? Sólo son obra de la mano del Benefactor, o eso queremos creer. Pero si él no quisiera que obráramos de tal suerte, no podríamos encontrar la diferencia.
Cadenas le tendió el plato a Locke (que lo agarró con un cuidado exagerado y miró muy de cerca su borde dorado) mientras pasaba con mucho cariño la mano derecha por encima de la superficie de la mesa de madera de álamo negro.
—Ésta era propiedad de Marius Cordo, maestro mercader de Tal Verrar. Estaba en el interior del camarote grandísimo de una galera de tres puentes. ¡Enorme! Ochenta y seis remos. Tuve cierto problema con él, así que me la llevé, junto con las sillas, las alfombras, los tapices y toda su ropa. Lo saqué todo del barco. Le dejé el dinero. Lo hacía con un propósito. Todo, menos la mesa, lo arrojé al Mar de Bronce.
—¡Y eso! —Cadenas señaló con un dedo al celestial lustre—. Eso se lo iban a mandar desde Ashmere al viejo señor de Leviana dentro de uno de los coches de un convoy muy bien vigilado. Sin saber cómo, en el transcurso del viaje se convirtió en una caja llena de paja —Cadenas tomó otros tres platos del armario y los depositó en los brazos de Locke—. Maldición. Antes era mucho mejor que ahora, pues ahora sólo trabajo para comer.
—Uff —dijo Locke, agobiado por el peso de tan excelente loza.
—Oh, sí —Cadenas hizo un gesto hacia la silla que se encontraba en la cabecera de la mesa—. Pon aquí uno para mí. Otro a mi izquierda, para ti. Otros dos a mi izquierda, para Calo y para Galdo. Si fueras mi criado y te dijera que no podías comer conmigo, entonces estaríamos siguiendo la moda. ¿Puedes repetirlo?
—La moda.
—Correcto. Así es como suelen comer la gente de alcurnia y los poderosos cuando están con sus familiares cercanos y, quizá, con uno o dos amigos —el modo en que Cadenas le había mirado y el énfasis que había puesto en la voz sugerían que esperaba que Locke recordara aquella lección, así que comenzó a introducirle en las peculiaridades de la cristalería, las servilletas de lino y la cubertería de plata.
—¿Qué tipo de cuchillo es éste? —a la espera de la inspección de Cadenas, Locke mantenía sobre su mano el utensilio de punta redonda que se emplea para extender la mantequilla—. Está mal hecho. Con esto no puedes matar a nadie.
—Bueno, la verdad es que no con cierta facilidad, eso puedo garantizártelo, chico —Cadenas indicó a Locke dónde debía colocar el cuchillo de la mantequilla, los platos y cuencos más pequeños—. Pero cuando los aristócratas se juntan a cenar, es una falta de educación matar a alguien con otra cosa que no sea veneno. Ese chisme sirve para extender la mantequilla, no para cortar la tráquea en rodajas.
—Con todo esto, es muy complicado incluso ponerse a comer.
—Bueno, en la Colina de las Sombras no hacías ascos cuando comías la panceta fría y las empanadas llenas de porquería que, gracias a los cuidados de tu antiguo maestro, os comíais los unos encima de los culos de los otros. Pero ahora eres un Caballero Bastardo, y hago énfasis en lo de «caballero». Ahora aprenderás a comer de la manera que te digo y cómo servir a la gente que le gusta comer así.
—¿Por qué?
—Porque algún día, Locke Lamora, te verás obligado a cenar con barones, condes y duques. ¡Cenarás con comerciantes, almirantes, generales y damas de todo tipo…! —Cadenas puso dos dedos bajo la barbilla de Locke, consiguiendo que éste alzase la cabeza para que su mirada se encontrara con la suya—. Y cuando lo hagas, esos pobres idiotas no tendrán ni la menor idea de que, en realidad, están cenando con un ladrón.
—¿No es magnífico?
Sobre la mesa espléndidamente aderezada, Cadenas alzó un vaso vacío y brindó a la salud de sus tres jóvenes pupilos; los cuencos de cobre humeantes y la magnífica vajilla de loza mostraban los logros de Calo y los esfuerzos de Galdo en el fogón. Locke, sentado encima de dos cojines para que sus codos quedaran, precisamente, a la misma altura que la mesa, miraba con los ojos muy abiertos los alimentos y la cubertería. Se sentía desconcertado por lo deprisa que había escapado de su antigua vida para caer en aquella otra nueva donde le rodeaba tanta gente disparatada, aunque, curiosamente, agradable.
Cadenas sacó una pequeña botella de algo a lo que llamó «vino alquímico»; aquella sustancia era viscosa y oscura. Cuando quitó el corcho, el aire se llenó con el aroma del junípero; durante un breve instante se impuso al aroma especiado de los platos principales. Cadenas sirvió una cantidad generosa de la sustancia en el vaso vacío que, bajo la brillante iluminación, adquirió el color de la plata fundida. Cadenas alzó el vaso hasta ponerlo delante de sus ojos.
—Una libación al aire para el que sienta con nosotros sin ser visto; el patrón y protector, el Guardián Avieso, el Padre de los Pretextos Necesarios.
—Te damos las gracias por los bolsillos insondables pobremente guardados —dijeron al unísono los hermanos Sanza, y Locke tomó buena nota de lo seria que era su entonación.
—Te damos las gracias por los guardias que se duermen en su puesto —dijo Cadenas.
—Te damos las gracias por la ciudad que nos alimenta y la noche que nos oculta —le respondieron.
—¡Te damos las gracias por los amigos que nos ayudan a gastar las ganancias! —Cadenas bajó el vaso medio lleno y lo dejó en el centro de la mesa. Luego tomó otro más pequeño para verter en él un dedo del líquido plateado—. Una libación al aire para una amiga ausente. Deseamos todo el bien a Sabetha y rezamos para que regrese sana y salva.
—Quizá nos la encontremos un poco menos alocada cuando vuelva —dijo uno de los Sanza, a quien Locke le asignó, mentalmente, el nombre de Calo para disponer de una referencia.
—Y más humilde —Galdo asintió con la cabeza después de pronunciar aquellas palabras—. Sería genial que se hubiera vuelto un poco más humilde.
—Los hermanos Sanza quieren mucho a Sabetha —Cadenas agitó la botellita de licor y miró a los gemelos— y rezan para que regrese sana y salva.
—¡Sí! ¡La queremos mucho!
—Si llegara de una pieza, sería realmente genial.
—Un adorno para nuestra pequeña banda. La única chica que tenemos, la cual suele estar siempre fuera… por cuestiones de educación —Cadenas dejó el vaso al lado del otro dedicado al Benefactor y tomó el de Locke—. Otra muestra del trato especial de nuestro viejo Señor. Al igual que tú, muchacho, hemos sido dotados con un talento preternatural para vejar a los demás.
—Eso era de lo que nos había estado hablando —dijo Calo.
—Ya verás cómo ahora se refiere a ti —Galdo sonrió.
—Menos parloteo, cacatúas —Cadenas vertió un chorrito del mercurial vino en el vaso de Locke y se lo tendió—. Un brindis y una petición más. En honor a Locke Lamora, nuestro nuevo hermano. Mi nuevo pethon. Le deseamos todo lo bueno. Le damos una calurosa acogida. Y pedimos sabiduría para él.
Con ademanes llenos de gracia, sirvió vino a Calo y a Galdo y luego llenó un vaso casi hasta arriba para sí mismo. Cadenas y los Sanza alzaron sus respectivos vasos. Locke los imitó en seguida. La plata chispeaba bajo el oro.
—¡Bienvenido a los Caballeros Bastardos! —Cadenas chocó suavemente su vaso con el de Locke, produciendo un campanilleo que quedó suspendido en el aire antes de desvanecerse paulatinamente.
—¡Deberías haber escogido la muerte! —dijo Galdo.
—¿Te ofreció la opción de morir, no? —añadió Calo mientras chocaba su vaso con el de su hermano para luego acercar ambos los suyos por encima de la mesa hasta chocar al unísono con el de Locke.
—Reíros, muchachos —aquellos brindis con los vasos terminaron rápidamente, tras lo cual Cadenas fue el primero en tomar un sorbo de vino—. Ahhh. Grabad estas palabras. Si esta pobre y pequeña criatura consigue vivir un año más, vosotros dos seréis como monos que bailen al son de su música. Y siempre que quiera hacer algún timo os llamará a los dos. Así que adelante y échate un trago, Locke.
Locke alzó el vaso; la superficie plateada le mostró un reflejo vívido, aunque tambaleante, de su propio rostro y de la habitación brillantemente iluminada en la que se encontraba; el paladar del vino era una confusión de aromas a junípero y a anís que le hizo cosquillas en la nariz. Se llevó a los labios aquella imagen menuda de sí mismo y bebió. Cuando lo tragó, le pareció que aquel licor ligeramente frío seguía dos caminos: el cálido, que le hacía cosquillas, era el que le bajaba por la garganta; el otro, el frío, lo formaban los zarcillos helados que, luego de deslizársele por el paladar subían hasta sus senos frontales. Los ojos se le pusieron saltones; tosió y se llevó una mano a los labios súbitamente entumecidos.
—Es vino de espejo de Tal Verrar. Cosa buena. Ahora come algo o te estallará la cabeza.
Calo y Galdo levantaron rápidamente los trapos húmedos que tapaban los platos de servir y los cuencos, revelando en toda su extensión la comida que les aguardaba. Ciertamente había salchichas, muy bien cortadas y fritas en aceite con peras al cuarto. Había pimientos rojos rellenos de pasta de almendra y espinacas; bolitas de pollo rebozado, fritas hasta que el pan que las cubría era tan transparente como el papel; alubias negras, frías en vino con salsa de mostaza. Sin previo aviso, los hermanos Salza habían comenzado a echar paladas de esto y de lo otro en el plato de Locke, y lo hacían tan deprisa que él no podía seguirles.
Sirviéndose al mismo tiempo con torpeza de un trinchante de plata de dos puntas y de uno de los cuchillos redondos de los que antes se había burlado, Locke comenzó a llenarse la boca a paladas; ésta se le saturaba de un modo glorioso por los estallidos de los mil aromas mezclados en ella de un modo caótico. Las bolitas de pollo habían sido sazonadas con jengibre y cáscara de naranja. La salsa al vino de la ensalada de alubias le calentaba la lengua; los pungentes vapores de la mostaza le quemaban la garganta. Se descubrió a sí mismo tragando vino para apagar cada uno de los nuevos fuegos que se le iban encendiendo en el gaznate.
Para su sorpresa, los gemelos Sanza no compartían con él lo que le servían; se mantenían sentados con las manos enlazadas sobre el regazo, observando a Cadenas. Cuando el hombre mayor supuso que Locke ya había comenzado a comer, se volvió hacia Calo.
—Eres un noble de Vadran. Digamos que eres vasallo del Graf de uno de los Compañeros menos importantes. Vas a asistir a la cena que se da en Tal Verrar, al igual que otros hombres y mujeres en igual número a quienes les han asignado un asiento. Todos acaban de entrar en el salón de banquetes; la dama que te han asignado te acompaña al entrar y conversa contigo. ¿Qué tienes que hacer?
—En una cena que se celebrara en Vadran, le acercaría la silla sin que ella me lo pidiera —Calo no sonreía—. Pero las damas de Tal Verrar suelen quedarse al lado de la silla para dar a entender que desean que alguien la aparte para ella. Sería una descortesía presuponerlo de antemano. Así que yo aguardaría a que ella hiciera el primer movimiento.
—Muy bien. Ahora —Cadenas señaló al segundo de los Sanza con una mano mientras se servía comida en el plato con la otra— dime, ¿cuánto es diecisiete multiplicado por diecinueve?
Durante unos segundos, Galdo cerró los ojos para concentrarse y respondió:
—Hum… trescientos veintitrés.
—Correcto. Hablando de leguas náuticas, ¿en qué se diferencian la de Vadran y la de Therin?
—Ah… en que la legua de Vadran tiene ciento cuarenta metros más.
—Muy bien. Eso es. Y ahora, a comer.
Mientras los hermanos Sanza se peleaban de manera indecorosa por la posesión de ciertos manjares, Cadenas se volvió hacia Locke, cuyo plato ya estaba medio vacío.
—Cuando lleves aquí unos cuantos días comenzaré a preguntarte lo que vas aprendiendo. Locke, si quieres comer, tendrás que aprender.
—¿Y qué tengo que aprender además de cómo poner la mesa?
—¡Todo! —Cadenas parecía muy complacido consigo mismo—. ¡Todo, muchacho! A luchar, a robar, a mentir con rostro sereno. ¡A cocinar este tipo de manjares! A disfrazarte. A hablar con un noble, a escribir como un sacerdote, a balbucir como si fueras medio tonto.
—Calo ya sabe hacer lo último —dijo Galdo.
—Agh mu agh na mugh baaa —dijo Calo, con la boca llena de comida.
—¿Recuerdas eso que te dije de que no harías lo mismo que los demás ladrones? Locke, aquí somos ladrones de un tipo diferente. Somos actores. Embaucadores. Yo me quedo sentado mientras pretendo ser un sacerdote de Perelandro; durante años la gente me ha estado tirando monedas. ¿Cómo crees que pago lo que hay dentro de esta madriguera de cuento de hadas, toda esta comida? Tengo cincuenta y cinco años; nadie de mi edad puede estar rondando por los tejados y forzando cerraduras para robar. Me pagan mejor por hacerme el ciego que lo que me pagarían por ser ágil y astuto. Y ahora soy demasiado lento y estoy demasiado rollizo para interesarme por nada que valga la pena.
Cadenas se terminó el contenido del vaso y se sirvió otro.
—Pero tú, tú, Calo, Galdo y Sabetha… vosotros cuatro tendréis las ventajas que yo no tuve. Vuestra educación será minuciosa y vigorosa. Refinaré mis ideas y mis técnicas. Y cuando haya terminado, las cosas que los cuatro podréis conseguir… harán que las pequeñas tonterías que hice en este templo parezcan simples y desprovistas de ambición.
—Suena bien —dijo Locke, que ya acusaba los efectos del vino; una cálida confusión de alegría mezclada con conmiseración le recorría el cuerpo, suprimiendo la tensión y la pena que habían llegado a convertirse en su segunda naturaleza cuando era uno de los huérfanos de la Colina de las Sombras—. ¿Por dónde comenzamos?
—Tranquilo. Esta noche, a menos que te encuentres atareado vomitando la primera comida decente en toda tu vida, Calo y Galdo te darán un baño. Y cuando te hayas convertido en una compañía menos aromática, podrás irte a dormir. Mañana te vestirás con unos hábitos de acólito y te sentarás en los escalones con nosotros para recoger las monedas. Por la noche… —Cadenas se rascó la barba mientras echaba un trago del vaso— te llevaré conmigo para que veas al gran hombre. Capa Barsavi. Siempre ha mostrado gran curiosidad por conocerte.