Capítulo 2

Segundo contacto en el Espectáculo de los Dientes

1

El Día Ocioso, a la undécima hora de la mañana, en la Fiesta Cambiante. Mientras quemaba un arco de la vacía bóveda celeste y derramaba su calor sobre la piel, el sol volvía a tener la misma blancura que la víspera, la funesta blancura de un diamante arrojado al fuego. Locke, ataviado con las ropas y el amaneramiento que tan bien cuadraban a Lukas Fehrwight, estaba de pie bajo el toldo de seda de la barcaza de recreo de don Lorenzo, mientras contemplaba cómo se iba congregando la gente para la Fiesta.

A su izquierda había una tropa de bailarines de cintas encaramados en lo alto de la plataforma de un bote: cuatro de ellos se mantenían de pie encima de un diamante dibujado en el suelo a unos cinco metros de distancia. La gran cantidad de cintas de seda desplegadas en toda su longitud que había entre los bailarines, rodeando sus brazos, pechos y cuellos… hacía suponer que cada uno de ellos manejaba a la vez varias cintas. Los extremos de éstas formaban entre los bailarines una malla siempre cambiante de la que pendían, merced a los bien diseñados enganches que había en la misma, toda suerte de objetos de mediano tamaño: espadas cuchillos, telas, botas, estatuillas de cristal, baratijas brillantes. Todos aquellos objetos se movían paulatinamente en diferentes direcciones a medida que los bailarines giraban los brazos y movían las caderas, deshaciendo unos nudos y haciendo otros, que aseguraban con suaves gestos imposibles.

Aquélla era una de las maravillas menores de un río atestado de maravillas, una de las cuales, y no precisamente la menos importante, venía a ser la barcaza de don Lorenzo y doña Sofía. Mientras que otros nobles se limitaban a sacar árboles de sus huertos para dejarlos flotar encima del agua, los anfitriones de Locke iban más allá, pues su barcaza de recreo era un huerto flotante en miniatura. De algo menos de veinte metros de largo y siete de ancho, era un rectángulo de madera, con doble casco y lleno a rebosar de arena, que contenía una docena de robles y olivos. Sus troncos eran del color de la noche, y la cascada susurrante de sus hojas era de un color esmeralda innatural, tan brillante como la laca… testimonio palpable de la sutil ciencia de la botánica alquímica.

Unas grandes escalinatas circulares, surcadas por los retazos de sombras del follaje, se enroscaban en algunos de aquellos árboles hasta llegar al puesto de observación forrado con seda de don Lorenzo, confortablemente instalado entre las ramas para ofrecer a sus ocupantes una perspectiva exenta de obstáculos. A ambos lados de aquella muestra de excesiva ostentación que venía a ser la floresta flotante se encontraban veinte remeros de alquiler, sentados en estructuras de balancín que impedían que la sección central de la barcaza cabecease por el peso.

Aunque el puesto de observación podía albergar con holgura a veinte personas, aquella mañana sólo lo ocupaban Locke, Jean, don Lorenzo, doña Sofía y el siempre al acecho Conté, que atendía una vitrina de licores tan bien surtida que cualquiera la habría confundido con el laboratorio de un farmacéutico. Locke volvió a mirar a los bailarines de cintas, sintiendo una extraña afinidad con ellos. Aquella mañana no eran los únicos a los que se ofrecía la gran oportunidad de arruinar un acto público.

—¡Maese Fehrwight, sus ropas! —doña Sofía Salvara compartía con él la barandilla del puesto de observación, sus manos muy cerca de las suyas—. Aunque estará muy elegante con ellas en sus inviernos de Emberlain, ¿por qué se ve obligado a soportarlas en este verano nuestro? ¡Tiene las mejillas tan encendidas como rosas! ¿No puede quitarse algo?

—Mi señora…, yo, os lo aseguro… me encuentro de lo más confortable. —¡Por los Trece Dioses, estaba coqueteando con él! Y la sonrisita que aparecía y desaparecía en el rostro de su marido le advirtió a Locke de que los Salvara habían planeado todo aquello de antemano: una pizca de atención femenina para confundir al desmañado maese mercader era algo perfectamente ensayado y muy corriente. Un juego antes del juego, por decirlo de alguna manera—. Encuentro que cualquier molestia que estos ropajes puedan ocasionarme en vuestro… interesantísimo clima… sólo servirá para… aguijarme… a estar más concentrado. En mantenerme más alerta, ya veis. En ser, ah, mejor hombre de negocios.

Jean, que se encontraba a pocos pasos cerca de ambos, se mordió la lengua. Echarle rubias a Locke Lamora era como echarle lechuga a los tiburones, y doña Sofía era muy rubia: una de aquellas hermosísimas rarezas de Therin que tenían la piel como el ámbar quemado y el cabello del color de la mantequilla de almendras. Sus ojos eran profundos y despiertos, y sus curvas, que, quizá premeditadamente, no velaban el vestido veraniego de color naranja oscuro y las enaguas blancas como la leche que llevaba debajo, se le marcaban bajo la ropa. Bueno, los Salvara habían tenido la mala fortuna de tropezarse con un ladrón que tenía un gusto de lo más peculiar en asuntos de mujeres. Pero Jean admiraba a la aristócrata por los dos, aunque el limitado papel que le tocaba jugar aquel día (y sus «heridas») apenas le permitieran hacer gran cosa.

—Nuestro maese Fehrwight está hecho de una pasta inusualmente dura, querida —don Lorenzo se apoyaba indolentemente en el extremo más alejado de la barandilla, vestido con unos ropajes de seda blanca muy holgados y un chaleco de color naranja que rivalizaba con el vestido de su esposa. La pañoleta que llevaba al cuello estaba muy poco apretada, pues sólo se abrochaba el botón superior del chaleco—. Ayer recibió más palos que en toda su vida y hoy aún lleva la lana suficiente para abrigar a cinco hombres, mientras desafía las inclemencias del sol. Debo decir, Lukas, que cada vez estoy más contento por haberle apartado de las garras del señor de Jacobo.

Locke saludó al risueño aristócrata con una leve reverencia y una sonrisa simpática, aunque desmañada.

—Al menos beba algo, maese Fehrwight —doña Sofía posó brevemente su mano sobre la de Locke, aunque el tiempo suficiente para que éste sintiera el surtido de callosidades y de quemaduras de origen alquímico que no podía ocultar la manicura. Así que era una auténtica alquimista botánica; aquella barcaza no sólo guardaba el resultado de sus trabajos, sino que había sido diseñada por ella misma. Y aquel formidable talento suyo la convertía en una mujer calculadora. Era evidente que Lorenzo era el más impulsivo de ambos y que, aunque fuera inteligente, sopesaría lo que le dijera su mujer antes de aceptar la propuesta de Lukas Fehrwight. Así que Locke, para que ella pensara que le tenía en el bote, la obsequió con una sonrisita de vergüenza y una tos embarazosa.

—Un trago sería algo muy agradable —dijo—, pero, ah, me temo, amable doña Sofía, que no conocéis mi trabajo. He hecho bastantes negocios en vuestra ciudad y sé que sólo se bebe después de que los hombres y las mujeres hayan cerrado un trato.

—«La mañana para el sudar y la noche para el pesar» —dijo Salvara mientras se apartaba de la barandilla y llamaba por señas a su criado—. Conté, creo que maese Fehrwight necesita un jengibre escaldado.

Con suma diligencia, Conté fue a cumplir lo ordenado, seleccionando primeramente una copa alta de cristal para luego llenarla hasta una altura de dos dedos con el aceite de jengibre más puro de Camorr, que poseía el color del cinamomo quemado, a lo que añadió unas abundantes gotas del lechoso brandy de peras, seguido por un licor tan fuerte como transparente llamado ajento, que era vino cocido con rábanos. Cuando se mezclaron todos los componentes de aquel cóctel, Conté enrolló una toalla húmeda alrededor de los dedos de su mano izquierda y se acercó al braserillo cerrado que ardía al lado de la vitrina de los licores. Sacó de él una delgada varilla metálica que relucía en uno de sus extremos con un color rojo-anaranjado y la introdujo en el cóctel; entonces brotó de él, con un silbido perfectamente audible, una pequeña bocanada de vapor que olía a especias. Después de que la varilla se hubiera enfriado, Conté removió la bebida con fuerza sólo tres veces, y luego se la presentó a Locke en una delgada escudilla de plata.

Aunque a lo largo de los años Locke había practicado aquel ritual muchas veces, cuando el ardor frío del jengibre escaldado rozó sus labios (llenando hasta la menor de sus grietas con un escozor ardiente y todos los recovecos de sus encías y dientes con un dolor exquisito, incluso antes de que acusara su efecto en la lengua y el paladar), los recuerdos que guardaba de la Colina de las Sombras se cubrieron en su mente con una espesa niebla: las amonestaciones del Hacedor de Ladrones, el fuego líquido que parecía reptar por los senos frontales y arder detrás de los ojos hasta que no tenía más remedio que llorar para expulsarlo. Expresar desagrado al primer sorbo de aquella bebida era mucho más fácil que fingir interés en doña Sofía.

—Excelente —dijo entre toses y luego, con rápidos movimientos espasmódicos, aflojó los nudos de las negras pañoletas que llevaba al cuello, mientras los Salvara se sonreían mutuamente con afectación—. Acabo de recordar por qué tengo tanto éxito al vender licores más suaves a vuestra gente.

2

Una vez al mes, había un día en el que no se trabajaba en el Mercado Flotante. Una de cada cuatro veces seguidas que caían en Día Ocioso, los mercaderes salían del gran círculo donde se guarecían, lindando con el río Angevino, y se dirigían hacia éste o anclaban en sus proximidades, mientras media ciudad acudía a ver la Fiesta Cambiante.

Como Camorr jamás había contado con un gran anfiteatro de piedra o de cristal antiguo, incurría en la curiosa costumbre de reconstruir a cada nueva fiesta el círculo formado por los espectadores. Enormes barcazas de observación de muchos pisos eran remolcadas y luego ancladas sólidamente en los rompeolas de piedra que rodeaban el Mercado Flotante, como rodajas en flotación que alguien hubiera cortado del corazón de un gran estadio. Cada una de aquellas barcazas se hallaba tripulada por una familia rival o por un monopolio de mercaderes, ataviados todos ellos con la misma librea, que competían ferozmente entre sí para sentarse, y las peleas entre la clientela habitual de las barcazas no eran infrecuentes.

Cuando estaban dispuestas en el orden correcto, aquellas barcazas ocupaban un arco de la circunferencia del Mercado Flotante; se dejaba un canal para que las barcas entraran y salieran del centro de las aguas en calma, y el resto de la periferia se reservaba a las barcazas de recreo de los nobles. En cada fiesta podía haber cien o más de éstas, e incluso ciento cincuenta en cada uno de los festejos importantes como aquél; apenas quedaban unas semanas para el Día de Mediados del Verano y el Día de los Cambios.

Incluso antes de que comenzara el espectáculo propiamente dicho, la Fiesta era todo un espectáculo en sí misma, una enorme marea de ricos y pobres, de gente que iba en barco y a pie y que se daba de empujones para conseguir un sitio en lo que constituía una contienda tradicionalmente establecida, muy querida por su carencia de reglas. Allí estaban presentes en masa los casacas amarillas, aunque más para prevenir palabras malsonantes y puñetazos en las gradas que para impedir, realmente, los disturbios que pudieran producirse. La Fiesta era una juerga de dimensiones ciudadanas, un servicio público de actos poco edificantes que el Duque se complacía en pagar con el dinero del Tesoro. A la hora de quitarles las uñas a los descontentos antes de que pudieran armarla, nada era mejor que una buena Fiesta.

Sintiendo que el fuego del mediodía se iba aproximando, y eso a pesar de los toldos de seda que, colgando encima de sus cabezas, lo apaciguaban, Locke y sus anfitriones se refrescaron bebiendo jengibre escaldado, mientras miraban a través del caliginoso ambiente a los millares de camorríes que atestaban las barcazas de la gente del pueblo. Conté lo había preparado para sus señores (aunque, posiblemente, con un poquito menos aceite de jengibre) y «Graumann» lo había servido tal y como prescribía para aquellas ocasiones la etiqueta de Camorr. El vaso de Locke estaba medio vacío; el licor formaba una bola ardiente que se expandía por su estómago y traía recuerdos muy vívidos a su corazón.

—Negocios —dijo, finalmente—. Ambos os habéis mostrado… muy gentiles con Grau y un servidor. Y voy a devolveros esa gentileza al referiros los negocios que me han traído a Camorr. Por tanto, si os place, hablemos de ellos.

—Jamás habrá tenido audiencia tan ferviente en toda su vida, maese Fehrwight —los remeros de don Lorenzo los estaban llevando al corazón mismo de la Fiesta Cambiante, por lo que veían pasar docenas de barcazas de recreo de aspecto más tradicional, algunas de ellas repletas con millares de invitados. Los ojos del aristócrata se animaron con una curiosidad voraz—. Adelante.

—El reino de los Siete Compañeros ha comenzado a desmoronarse —dijo Locke con un susurro—, lo cual no es ningún secreto.

Los Salvara degustaron despreocupadamente sus bebidas y no dijeron nada.

—El cantón de Emberlain se encuentra en la periferia del conflicto importante. Pero el Graf von Emberlain y la Tabla Negra conspiran en sentidos, hum, opuestos para que se comprometa en él de manera sustancial.

—¿La Tabla Negra? —preguntó don Lorenzo.

—Disculpadme —se echó un trago minúsculo de bebida y dejó que el renovado fuego le quemara poco a poco la lengua—. La Tabla Negra es lo que podríamos llamar la junta formada por los mercaderes más poderosos de Emberlain. Mis superiores de la Casa de Bel Auster pertenecen a ella. En todos los aspectos, salvo el militar y el que concierne a la recogida de impuestos, gobiernan el cantón de Emberlain. Y están cansados del Graf y, también, del gremio de mercaderes que domina los seis cantones restantes de los Compañeros. Cansados de las limitaciones. Emberlain bulle con nuevos métodos de especulación y de empresa. La Tabla Negra ve en los viejos gremios un peso que cuelga de su cuello.

—Es curioso —dijo doña Sofía— que haya dicho «su cuello» y no «nuestro cuello». ¿Tiene algún significado?

—Hasta cierto punto —otro trago de bebida y otro instante de fingido nerviosismo—. La Casa de Bel Auster está de acuerdo en que los gremios ya no sirven para nada y en que las prácticas comerciales de los siglos pasados no deberían ser acogidas por los gremios como si hubieran sido escritas sobre piedra. Pero nosotros no estamos necesariamente de acuerdo en que —se echó otro trago y se rascó la nuca— el Graf von Emberlain sea depuesto mientras se encuentra fuera del cantón con la mayoría de su ejército para mostrar su enseña a sus primos de Parlay y Somnay.

—¡Por los Doce Benditos! —don Lorenzo movió la cabeza como si quisiera eliminar de ella lo que acababa de escuchar—. No puede decirlo en serio. ¡Emberlain es… más pequeña que Camorr! Expuesta al mar por ambos lados. Imposible de defender.

—Pero los preparativos ya han comenzado bajo cuerda. Los bancos y firmas comerciales de Emberlain tienen al año un volumen de ventas cuatro veces superior a los de los restantes cantones de los Compañeros. La Tabla Negra lo comprendió. Aunque el oro pueda ser considerado una de las fuentes del poder, la Tabla Negra se confunde al creer que es el poder en sí —terminó su bebida de un trago deliberadamente largo—. Dentro de dos meses habrá estallado la guerra civil. Los acontecimientos se complicarán. Los Strada y los Dvorim, los Razul y los Strig… son todo sables en alto y desfiles. Y mientras hablamos, los comerciantes de Emberlain han comenzado a moverse para arrestar a la nobleza que el Graf ha dejado dentro de sus fronteras. Para llamar a la Marina. Para efectuar una leva de «ciudadanos libres». Para contratar mercenarios. Por decirlo pronto y claro, ahora están intentando separarse de los Compañeros. Es inevitable.

—¿Y eso qué tiene que ver específicamente con el hecho de que usted esté aquí? —los nudillos de doña Sofía se le habían puesto blancos al agarrar con fuerza su vaso; comprendía por completo la importancia de la historia que Fehrwight acababa de contarles. Una guerra más grande que cualquiera de las que habían tenido lugar en siglos, una guerra civil mezclada con un posible desastre económico.

—En la opinión de mis superiores, la Casa de Bel Auster, las ratas de la bodega tienen muy pocas probabilidades de hacerse con el timón de un barco que está a punto de irse a pique. Pero a esas mismas ratas les sería muy fácil abandonar el barco.

3

En el centro de la Fiesta Cambiante habían hundido en el agua gran número de jaulas de hierro. Algunas de éstas servían para sostener las tablas de madera en las que actores, víctimas, luchadores y ayudantes iban a subirse; algunas de dichas jaulas, particularmente pesadas, mantenían a raya ciertas formas oscuras que, como signo de mal agüero, nadaban en círculo por debajo de las, aunque grises, traslúcidas aguas. Desde unos botes con plataformas encima que las rodeaban daban golpes con los remos a intervalos regulares, exhibiendo en ellos a bailarines de cintas, lanzadores de cuchillos, acróbatas, juglares, forzudos y otras curiosidades; los gritos de excitación que los barqueros emitían a través de largos altavoces de bronce resonaban sobre la superficie del agua.

Las peleas de presos encabezaban siempre los eventos de cualquier Fiesta, en el transcurso de las cuales, cualquiera que cumpliera una condena menor en el Palacio de la Paciencia podía presentarse voluntario para participar en ellas a cambio de una reducción de la condena o de una ligera mejoría de sus condiciones de vida. En aquel momento, un nichavezzo («la mano que castiga») enormemente musculoso, que pertenecía a la propia guardia personal del Duque, sacaba a los contendientes. Aquel soldado llevaba una armadura de cuero negro con una placa pectoral de acero reluciente y un yelmo de acero que ostentaba a modo de motivo heráldico la aleta recién cortada de un pez volador gigante. Las escamas y las espinas chispeaban a medida que el soldado se movía bajo la brillante luz del sol, golpeando a su antojo con una maza forrada de hierro.

El nichavezzo se mantenía de pie encima de una plataforma que, aunque pequeña, se balanceaba constantemente; le rodeaban una serie de planchas de madera separadas entre sí por intervalos de agua de una anchura igual a la longitud de un brazo. Aquellas plataformas inestables que tanto se bamboleaban estaban ocupadas por cerca de dos docenas de prisioneros delgados y de apariencia desagradable, armado cada uno de ellos con una pequeña porra de madera. Un ataque concertado hubiera desbordado a su verdugo acorazado, pero aquel montón de gente carecía del temperamento necesario para el trabajo en común. Al aproximarse al nichavezzo uno a uno o en pequeños grupos, acababan por caer uno tras otro bajo los golpes que les machacaban el cráneo. Unas barcas daban círculos alrededor para pescar a los prisioneros inconscientes antes de que se deslizaran para siempre bajo las aguas. En su piedad, el Duque no permitía que las peleas de presos fuesen deliberadamente mortales.

—Mmmm —Locke mantuvo un segundo entre sus dedos el delgado vaso vacío; Conté se lo quitó de ellos con la misma gracia con que un espadachín hubiera desarmado a su oponente. Cuando el hombre de confianza de don Lorenzo dio un paso hacia la vitrina, Locke se aclaró la garganta—. No es necesario que me llene de nuevo el vaso, Conté. Muy amable, muy amable. Pero con vuestro permiso, mi señor y mi señora de Salvara, me gustaría ofreceros un par de regalos. Uno de ellos es una cuestión de simple hospitalidad. El otro… bueno, ahora lo veréis. ¿Graumann?

Locke chasqueó los dedos y Jean asintió con la cabeza. El hombretón se dirigió a una mesa de madera que se encontraba al lado de la vitrina de los licores y tomó de ella dos cartapacios de cuero bastante pesados, cada uno de ellos con las esquinas reforzadas de hierro y pequeñas cerraduras del mismo metal en su parte frontal. Jean los puso delante de los Salvara para que pudieran verlos y retrocedió para que Locke abriera las cerraduras con una delicada llave de marfil labrado. Del primer cartapacio extrajo una barrica de madera aromática de color claro, de unos treinta centímetros de longitud y la mitad de diámetro, que tendió a don Lorenzo para que la examinara. La marca negra hecha con fuego en la superficie de la barrica permitía leer claramente lo siguiente:

BRANDVIN AUSTERSHALIN 502

Con un silbido, don Lorenzo dejó escapar entre los dientes el aire de sus pulmones; aunque quizá también se estremecieran sus fosas nasales, Locke, que mantenía el educado semblante propio de Lukas Fehrwight, no pareció acusar lo sucedido.

—Por los Doce Dioses, una de 502. Lukas, si antes pude dar la impresión de que me desagradaba que no quisiera compartir sus mercancías con nosotros, ahora le ruego que acepte mis más profundas…

—Oh, no hace falta, no hace falta —Locke alzó una mano para imitar el gesto de la víspera, cuando el aristócrata había hecho como si borrara las palabras del aire—. Por vuestra valiente intervención para con mi persona, don Lorenzo, y por vuestra excelente hospitalidad a lo largo de esta mañana, hermosa doña Sofía, os ruego que aceptéis este adorno sin importancia para vuestras bodegas

—¡Sin importancia! —el noble tomó la barrica y la acunó como si fuera un recién nacido que no tuviera ni cinco minutos de vida—. Tengo una de 506 y un par de 504. Pero no conozco a nadie de Camorr que tenga una de 502, excepto posiblemente el Duque.

—Bueno —dijo Locke— mis jefes aún disponen de unas cuantas, incluso después de que se comentara que era una mezcla particularmente buena. Podréis usarla para… romper el hielo en asuntos de gran importancia comercial —en honor a la verdad, aquella barrica representaba una inversión de casi ochocientas coronas y un viaje por barco a la costa de Ashmere, en el transcurso del cual Locke y Jean se la habían ganado a un noble excéntrico de poca alcurnia haciendo trampas con las cartas. La mayor parte del dinero lo habían gastado ora en huir de los asesinos que aquel hombre mayor les había enviado, ora en pagarles por sus vidas; la serie 502 había llegado a convertirse en algo demasiado precioso para bebérselo sin más.

—¡Qué gran detalle, maese Fehrwight! —doña Sofía deslizó una mano por la curva del codo de su marido y le hizo un mohín de mujer posesiva—. Lorenzo, amor, deberías rescatar a los extranjeros de Emberlain más a menudo. ¡Son tan encantadores!

Locke tosió y arrastró los pies.

—¡Ah, no tanto, mi señora! Y ahora, mi señor de Salvara…

—Por favor, llámeme sólo Lorenzo.

—Ah, don Lorenzo, lo que ahora voy a mostraros está relacionado directamente con los motivos que me han traído hasta aquí —y del segundo cartapacio extrajo una barrica similar, sólo que ésta estaba marcada con una «A» estilizada en el interior del círculo formado por unas viñas.

—Ésta —dijo Locke— es una muestra extraída de la destilación del año pasado. La que corresponde al número 559.

Don Lorenzo dejó caer la barrica de 502.

Con la agilidad propia de una muchacha, su esposa proyectó el pie izquierdo para frenar la barrica en medio del aire, llevándola a buen puerto con un suave golpe y no con una patada que la hubiera partido. Al perder el equilibrio, la copa que contenía el jengibre escaldado se deslizó por uno de sus costados y no tardó en encontrarse a siete metros bajo el agua. Los Salvara se tranquilizaron mutuamente y don Lorenzo, con manos temblorosas, dejó en el suelo su barrica de 502.

—Lukas —dijo—, seguramente… seguramente estará bromeando.

4

A Locke no le resultó nada fácil tomarse el almuerzo mientras contemplaba cómo una docena de nadadores eran hechos trizas por un calamar gigante de Jeresh; pero como supuso que el maese mercader de Emberlain por el que se hacía pasar quizá hubiera visto cosas peores en el transcurso de sus muchos viajes por mar (todos ellos tan imaginarios como él mismo), no permitió que su rostro trasluciera sus auténticos sentimientos.

La hora del mediodía pasó rápidamente; las peleas de presos habían terminado y los maestros de ceremonia de la Fiesta anunciaban las pérdidas judiciales. Era una manera educada de decir que todos los hombres que se encontraban en el agua eran asesinos, violadores, traficantes de esclavos, incendiarios y otras cosas por el estilo, y que habían sido escogidos para animar y entretener con su ejecución a la muchedumbre que asistía a la Fiesta. Técnicamente hablando, las armas con las que estaban provistos podían servirles para que se les aplicase una sentencia menor, siempre que, de la manera que fuese, consiguieran matar a las bestias contra las que habían de combatir; pero como dichas bestias eran siempre tan horribles como risibles eran sus armas, la mayor parte de ellos acababan recibiendo la sentencia que merecían.

Los tentáculos del calamar tenían una longitud de cuatro metros, la misma que su ondulante cuerpo surcado por franjas grises y negras. La criatura se hallaba confinada en el interior de una circunferencia de veinte metros de radio formada por jaulas y plataformas, junto con cierto número de hombres que gritaban y se debatían en el agua, la mayor parte de los cuales ya habían perdido las dagas que les habían entregado. Unos guardias nerviosos armados con ballestas y picas patrullaban por encima de las plataformas, devolviendo al agua a los prisioneros que intentaban subir a ellas. En cierta ocasión en que el calamar se dio la vuelta en las agitadas aguas, Locke consiguió distinguir un ojo sin párpado del tamaño de un tazón de sopa, no menor que el que tenía entre las manos.

—¿Más, maese Fehrwight? —Conté se mantenía inclinado sobre él, acunando entre sus manos la sopera de plata llena de sopa helada; unos langostinos blancos del Mar de Hierro flotaban sobre una base espesa de tomate rojo sazonado con ajo y pimienta. El humor de los Salvara era un tanto peculiar.

—No, Conté, muy amable, por ahora me encuentro muy bien.

Locke dejó el cuenco de sopa al lado de la barrica de 559 (llena de la mezcla de una botella barata de 550, que costaba algo menos de cincuenta coronas, y el ron más caro y fuerte que Jean había podido conseguir) y tomó un sorbo del licor ambarino que llenaba su larga copa. Incluso a pesar de no ser lo que aparentaba, el brebaje que habían preparado era delicioso. Graumann se mantenía alerta detrás de los anfitriones de Locke, sentados frente a él en la estrecha mesita de madera plateada bien cuidada. Doña Sofía jugueteaba inconscientemente con unas rodajas de gelatina de naranja muy delgadas, que retorcía para formar tulipanes comestibles. Don Lorenzo miraba con ojos muy abiertos el largo vaso de brandy que tenía entre las manos.

—¡Es un perfecto… sacrilegio! —a pesar de aquel sentimiento, el noble se echó un largo trago del brebaje con la satisfacción impresa en todas las arrugas de su rostro. Debajo de él, aunque un poco lejos, algo que bien hubiera podido pertenecer a un torso humano salió volando de la superficie del agua y volvió a caer en ella con un chapoteo. La muchedumbre lanzó un rugido de contento.

El brandy Austershalin era famoso por recibir después de ser destilado y mezclado un proceso de envejecimiento que, como mínimo, duraba siete años; a los que no eran de Emberlain les era imposible conseguir una barrica de mayor edad. Incluso a los agentes comerciales de la Casa de Bel Auster les estaba prohibido hablar de las destilaciones que iban a ponerse en venta; se decía que el emplazamiento de las bodegas de maduración era un secreto tan bien guardado que incluso se podía matar por él si era necesario. Si don Lorenzo había puesto cara de idiota cuando Locke le había ofrecido una barrica de 559, poco le faltó para desmayarse cuando Locke levantó el tapón que la sellaba y sugirió tomar su contenido con el almuerzo.

—Sí, lo es —cloqueó Locke—, el brandy es la religión de la Casa a la que sirvo; y tratamos con sumo cuidado todo lo que le concierne —ya serio, se pasó rápidamente un dedo por la garganta—. Es posible que seamos las únicas personas de la historia que hayamos tomado un poco de brandy joven con la sopa. Supuse que disfrutaríais con ello.

—¡Y disfruto! —don Lorenzo agitó el licor que tenía en la copa y lo miró de cerca, como si estuviera hipnotizado por su suave transparencia de color acaramelado—. Y me muero por las ganas de saber qué diantre se guarda en la manga, Lukas.

—Muy bien —Locke agitó su propia copa con aire teatral—. En los últimos doscientos cincuenta años Emberlain fue invadida tres veces. Seamos francos, los ritos de sucesión del reino de los Compañeros suelen precisar ejércitos y sangre antes de convertirse en consagraciones y banquetes. Cuando los Grafen pelean entre sí, las montañas de Austershalin son nuestra única barrera natural y el lugar donde suceden los peores combates, que acaban por llegar inevitablemente a las pendientes orientales de las montañas. Y a los viñedos de la Casa de Bel Auster. En esta ocasión sucederá lo mismo. ¡La Tabla Negra llevará la guerra hasta nosotros! Miles de hombres y de caballos atravesando los pasos. Pisoteando los viñedos. Saqueando todo lo que se encuentre ante su vista. Pero podría ser peor, ahora que contamos con el aceite ardiente. Dentro de medio año nuestros viñedos podrían quedar reducidos a cenizas.

—Pero no pueden coger los viñedos y meterlos de golpe en… un barco —dijo don Lorenzo.

—No —se lamentó Locke—. En parte, es la tierra de Austershalin la que da cuerpo al brandy. Si perdemos esos viñedos, pasará lo que ya sucedió antes… que las cosechas y la destilación se detendrán. Durante diez, veinte o quizá treinta años. Si no más. Y puede ser peor. Nuestra situación es terrible. El Graf no puede perder los puertos de Emberlain, y los ingresos desaparecerán si los Compañeros se enfrascan en una guerra civil. Él y sus aliados tomarán el lugar por asalto en cuanto puedan. Pasarán por la espada a la Tabla Negra, embargarán sus mercancías y propiedades, nacionalizarán sus cuentas. Y la Casa de Bel Auster no se librará.

»Por el momento, la Tabla Negra se lo toma con calma, aunque también con firmeza. Grau y yo nos hicimos a la mar hace cinco días; y justo doce horas antes supimos que iban a cerrar el puerto. No se permite salir a ningún navío con bandera de Emberlain; todos están siendo amarrados en los puertos y puestos bajo vigilancia para “reparaciones” o por sufrir alguna “cuarentena”. Los nobles leales al Graf se encuentran en arresto domiciliario y sus guardias han sido desarmados. Los fondos que teníamos en las diferentes casas de préstamo de Emberlain han sido congelados temporalmente. Todos los mercaderes de la Tabla Negra han consentido en ello como gesto de “buena voluntad”. Ninguna Casa puede huir en masa con el dinero y la mercancía. Actualmente, Grau y yo operamos con nuestra línea de crédito local, creada hace años en el Meraggio. Mi Casa… bueno, nosotros no podemos manejar dinero fuera de Emberlain. Sólo un poco aquí y allá para imprevistos.

Locke observaba estrechamente a los Salvara para ver su reacción; aunque las noticias sobre Emberlain fueran todo lo recientes y específicas que habían podido saber, el noble quizá dispusiera de fuentes de inteligencia que, pese a todas las semanas invertidas en vigilancia y en preparación, los Caballeros Bastardos podían haber pasado por alto. Las partes de aquella ficción que se referían a la Tabla Negra y a la inminente guerra civil sólo eran especulaciones, aunque sólidas y bien fundadas; la parte que se refería al cierre súbito de los puertos y a los arrestos domiciliarios era una mentira que se habían inventado. Según los cálculos de Locke, el conflicto de Emberlain podía comenzar en unos pocos meses. Si don Lorenzo estaba al tanto de todo, Conté intentaría clavarle a la mesa con sus estiletes dentro de muy pocos instantes. Y entonces Jean sacaría las hachas que llevaba escondidas en el bajo del chaleco, y todos los de aquel pequeño grupo que se resguardaba bajo las sedas se sentirían muy, pero que muy, a disgusto… liarse a tortazos jamás era un espectáculo agradable.

Pero los Salvara no dijeron nada; se limitaron a mirarle fijamente como invitándole a seguir hablando. Lo que él hizo, ya más animado.

—La situación es insostenible. No queremos ser los rehenes de una causa que apenas compartimos, ni las víctimas de la venganza del Graf después de su inevitable regreso. Hemos elegido… una alternativa un tanto arriesgada. Una alternativa que requiere la sustancial ayuda de un noble de Camorr. Vos, don Lorenzo, siempre que se encuentre dentro de vuestras posibilidades.

Los Salvara se cogieron de la mano por debajo de la mesa; don Lorenzo movió con gran excitación la mano libre para llamar la atención de Locke.

—Podemos entregar el dinero. Al no dar ningún paso para guardarlo a buen recaudo, ganamos tiempo para actuar. Y estamos muy seguros de que volver a conseguir el dinero perdido sólo será una cuestión de tiempo y de esfuerzo. Pero jamás podremos abandonar —Locke rechinó los dientes— nuestros viñedos. Antes los convertiremos en cenizas que dejárselos a nadie. A fin de cuentas, lo que hacemos es mejorar el suelo mediante la alquimia. El suelo natural sólo es el principio. Y el secreto de esa mejora se guarda en los corazones de nuestros maestros plantadores.

—El proceso Austershalin —dijo Sofía con un suspiro, traicionada por su creciente excitación.

—Por supuesto que habéis oído hablar de él. Sabed que el número máximo de maestros plantadores que existen en todo momento es el de tres. Y que el proceso es tan complejo que no se puede detectar analizando el suelo, incluso aunque quien lo analice posea tanto talento como vos, mi señora. Muchos de los abonos empleados por nuestros alquimistas son inertes, pensados sólo para despistar en esta cuestión. Así funciona.

»Lo único que no podemos abandonar son nuestras reservas de mezclas añejas (las de los últimos seis años) guardadas en barriles. Y algunas reservas raras, así como otros licores en fase experimental. Guardamos el Austershalin en barriles de cerca de ciento treinta litros cada uno; y poseemos, aproximadamente, cerca de seis mil barriles. Todo lo que haya que hacer tendrá que hacerse en las próximas semanas, antes de que la Tabla Negra extreme las medidas de control y de que el Graf ponga el cantón bajo asedio. Por ahora, todos nuestros navíos se hallan vigilados y no podemos ni tocar nuestros fondos.

—¿Quieren… quieren sacar todos esos barriles de Emberlain? ¿Todos? —el noble tragó saliva.

—Tantos como sea posible —dijo Locke.

—¿Y cómo podríamos serles de ayuda en eso? —doña Sofía estaba nerviosa.

—Los navíos con bandera de Emberlain no pueden abandonar los puertos, ni entrar en ellos si es que luego quieren volver a salir. Pero una pequeña flotilla de navíos con bandera de Camorr, tripulados por gente de Camorr, fletados por un noble de Camorr… —Locke dejó su copa de brandy y separó las manos.

—Así que… queréis que os proporcione… ¿una expedición marítima?

—Bastaría con dos o tres galeones grandes. Estamos pensando en un cargamento de mil toneladas, sólo con lo que pesan los barriles y el brandy. La tripulación mínima sería de cincuenta o sesenta hombres por navío. Podemos ir a los muelles a echar un vistazo y contratar a los capitanes más sobrios y dignos de confianza. Seis o siete días de barloventear al norte, incluido el tiempo necesario para preparar a la tripulación y a los navíos. Yo creo que con una semana podremos hacerlo.

—Sí… una semana, pero… ¿me está pidiendo que financie todo eso?

—A cambio de una recompensa más que magnífica, os lo aseguro.

—Bueno, pues suponiendo que todo vaya bien, tendremos que hablar ahora mismo del asunto de la recompensa. Aunque los gastos de la compra tan urgente de dos galeones, los sueldos de buenos capitanes y de tripulaciones de confianza…

—Más —añadió Locke— algo que guardar en la bodega durante el viaje hacia el norte. Grano barato, queso seco, fruta fresca del montón. Nada especial. Como Emberlain no tardará en verse asediada, la Tabla Negra se sentirá muy contenta por disponer de una reserva de suministros extra. Y como la posición de Emberlain es demasiado endeble para intentar beneficiarse de la neutralidad soberana de Camorr, mis jefes lo aprovecharán a la hora de que los navíos tengan que entrar y salir. Pero un exceso de precaución no le hará mal a nadie.

—Ya entiendo —dijo don Lorenzo, pellizcándose el labio inferior—. Dos galeones, tripulaciones, oficiales, cargamento barato. Un pequeño puñado de mercenarios, diez o doce por navío. Siempre hay algunos dando vueltas por aquí en esta época del año. Quiero en cada barco un buen puñado de hombres armados… para evitar complicaciones.

Locke asintió.

—Y, exactamente, ¿cómo vamos a sacar los barriles de las bodegas de maduración a la hora de transportarlos hasta los muelles?

—Gracias a un truco muy sencillo —dijo Locke—. Disponemos de algunas cervecerías y almacenes donde vendemos un poco de cerveza; es un negocio suplementario, una especie de entretenimiento para nuestros maestros mezcladores. Nuestra cerveza es guardada en barriles que son almacenados en lugares conocidos por todos. Con mucha cautela y cuidado, mientras Grau y yo nos dirigíamos al sur, mis jefes estuvieron llevando barriles de brandy Austershalin a los almacenes de cerveza y cambiándoles las etiquetas. Y seguirán haciéndolo mientras nosotros comenzamos los preparativos y hasta que nuestros navíos aparezcan en el puerto de Emberlain.

—¡Y de esa manera estarán cargando brandy en secreto mientras todos creen que transportan cerveza! —dijo doña Sofía, aplaudiendo.

—Exactamente, mi señora. Incluso un transporte masivo de cerveza para exportar sería menos sospechoso que trasladar el brandy sin envejecer. Será apreciado como una operación comercial; seremos los primeros en darle esquinazo al edicto que pesa sobre los barcos con bandera de Emberlain; llevaremos un montón de suministros para el asedio inminente, obteniendo a cambio, en apariencia, un pingüe beneficio. Entonces, una vez que hayamos embarcado todo el brandy, nos haremos a la mar, llevando con nosotros a sesenta o setenta de las familias de Bel Auster y a sus criados para crear en Camorr el núcleo de nuestras futuras operaciones comerciales. Si después lo descubren, no importará.

—Todo esto supondrá por lo menos —don Lorenzo se sumió en una profunda reflexión— quince mil coronas, por decir algo. Quizá veinte mil.

—Estoy de acuerdo, mi señor. Añadid otras cinco mil más para flecos y ciertas componendas —Locke se encogió de hombros—. Cuando lleguemos a Emberlain, algunos tendrán que mirar hacia otro lado mientras nosotros hacemos lo que hay que hacer, con o sin el truco del almacén.

—Entonces, veinticinco mil coronas. Diablos —Lorenzo apuró el brandy que le quedaba en el vaso, dejó éste y juntó las manos encima de la mesa ante la que se sentaba—. Me está pidiendo más de la mitad de mi fortuna. Usted me gusta, Lukas, pero ya es hora de que discutamos la otra cara de la proposición.

—Desde luego —Lukas iba a servirle al noble un poco más del brandy falsificado como «sin edad», pero se detuvo; aunque don Lorenzo apartó el vaso, sus papilas gustativas vencieron a su buen juicio, así que lo acercó nuevamente. Doña Sofía hizo lo mismo, de suerte que Jean se dio buena prisa en acercarle a Locke el vaso de ella. Cuando hubo servido a los Salvara, Locke, para acompañarlos, se sirvió una cantidad considerable—. Pero antes debéis saber lo que la Casa de Bel Auster puede y no puede ofreceros.

»Jamás conoceréis el proceso Austershalin, que seguirá transmitiéndose oralmente en el estricto seno de la Casa. No podemos ofreceros propiedades de modo colateral o como pago; esperamos quedarnos sin ellas después de huir de Emberlain. Volver a asegurar los viñedos en un futuro es un problema exclusivamente nuestro.

»Cualquier intento por vuestra parte para conocer los detalles del proceso Austershalin, para sobornar a cualquier hombre o mujer de Bel Auster será considerado como una absoluta vulneración de la confianza —Locke se echó un trago de brandy—. No tengo ni idea de las penas específicas que podríamos exigir para expresar nuestro desagrado. Pero serían notificadas en todos sus detalles. Se me ha ordenado que sea completamente claro en este punto.

—Y lo ha sido —doña Sofía puso una mano encima del hombro izquierdo de su marido—. Pero todas esas limitaciones aún siguen sin constituir una oferta.

—Disculpadme, afable doña Sofía, por hablaros de esa manera. Pero debéis saber que esto es lo más importante que jamás le haya sucedido a la Casa de Bel Auster. Grau y yo tenemos en nuestras vulnerables manos el futuro de nuestro monopolio. En este momento no puedo hablaros como Lukas Fehrwight, pues soy la Casa de Bel Auster. Debéis saber que algunas cosas no están encima de la mesa ni siquiera remotamente.

Los Salvara asintieron, Sofía una pizca menos resuelta que Lorenzo.

—Considerad ahora la situación. La guerra está a punto de llegar a Emberlain. Nuestros viñedos podemos darlos por perdidos. Como ya he dicho, sin esos viñedos ya no habrá más Austershalin, pues sólo los Compañeros saben cuánto podrá durar todo esto. ¿Diez años? ¿El tiempo de una generación? Incluso cuando volviéramos a disponer de los viñedos, el terreno necesitaría años para recuperarse. Ya sucedió lo mismo en tres ocasiones. Durante muchos años, el único Austershalin disponible procederá de uno cualquiera de los seis mil barriles que consigamos sacar de Emberlain actuando con nocturnidad, como ladrones. Imaginaos la demanda. La escalada de los precios.

Sin ser consciente de ello, don Lorenzo movió los labios mientras calculaba; doña Sofía miraba fijamente a lo lejos, frunciendo el entrecejo. El brandy de Austershalin era el licor mejor y el más demandado de todos los que se conocían; ni siquiera los vinos alquímicos de Tal Verrar, con sus cien variedades llenas de encanto, eran tan caros. Una botella de poco más de dos litros del Austershalin más joven costaba tres coronas al por menor; el precio aumentaba notablemente con la edad. ¿Cuánto podría llegar a costar después de un corte imprevisto de la producción, de una distribución precaria y de que no hubiera en perspectiva nuevas cosechas de uvas de Austershalin?

—Joder —dijo Conté, incapaz de controlarse en cuanto las operaciones matemáticas implícitas en el proceso saturaron su horizonte mental—. Os ruego que me perdonéis, doña Sofía.

—Te perdono —dijo doña Sofía mientras apuraba el contenido de su vaso de un trago muy poco femenino—. Los cálculos te han sobrepasado. Por lo menos, esto se merece un «requetejoder».

—La Casa de Bel Auster —proseguía Locke— desea establecer con vos una sociedad, con sede en Camorr, para almacenar y vender brandy Austershalin durante nuestro… interregno. A cambio de vuestra ayuda al transportarlo desde Emberlain en este momento de extrema necesidad por el que pasamos, estamos dispuestos a ofreceros el cincuenta por ciento de los beneficios que procedan de la venta de todo lo que llevéis para nosotros. Considerad una vez más la situación, así como el precio del Austershalin durante un recorte de la oferta. Durante el primer año vuestra inversión inicial os produciría, por lo menos, un beneficio diez veces superior. Dadnos cinco o diez años…

—Sí —don Lorenzo jugueteaba con sus antiparras—, pero, perdóneme Lukas. De algún modo, sentado aquí, discutiendo la posible destrucción de su Casa y su traslado a una ciudad situada a casi ochocientos kilómetros al sur, no parece… muy molesto por la situación.

Locke echó mano, entonces, de la mueca divertida que había estado practicando durante semanas delante del espejo.

—Cuando mis jefes comprendieron el espíritu de la presente situación, algunos de ellos sugirieron que, años atrás, deberíamos haber practicado un recorte artificial de la oferta. Pero, estando las cosas como están, nos vemos obligados a hacer de un doloroso ocaso un glorioso amanecer. Esos seis mil barriles, vendidos a los precios que se corresponden con un corte de la producción. Podríamos regresar a Emberlain con una fortuna que eclipsaría todo lo que dejamos atrás. Y en lo concerniente a vuestra propia situación…

—No estamos hablando de cientos o miles de coronas —doña Sofía acababa de volver del lugar al que le habían llevado sus pensamientos—. Sino de millones. Incluso de varios millones para cada uno.

—Puedo aseguraros —dijo Locke— que mis jefes han preparado otra compensación después de nuestro feliz regreso de Emberlain y de la restauración de los viñedos de Austershalin. Ofrecemos a vuestra familia un incentivo especial en todas las operaciones que Bel Auster haga después; aunque no sea crucial, sí que es digno de tener en cuenta. Un beneficio entre el diez y el quince por ciento. Seríais los primeros extranjeros, y espero que los últimos, a quienes se lo ofrecemos.

Se hizo el silencio.

—Es… una oferta muy tentadora —dijo finalmente don Lorenzo—. Y pensar que todo esto le habría caído en el regazo al señor de Jacobo si no hubiera sido por un descuido. Por los dioses, Lukas, si acaso volvemos a cruzarnos con aquellos bandidos, tendré que darles las gracias por haber hecho que nos conociéramos.

—Bien —dijo Locke, riendo entre dientes—, por mi parte, lo pasado, pasado. Quizá Graumann opine de manera diferente. Pero lo que importa es que, aunque presienta que estaremos celebrándolo dentro de muy poco, aún nos queda conseguir los barcos, poner rumbo a Emberlain y hacernos con el premio. La situación es similar a la de la cuerda que soporta un peso y que comienza a pelarse hasta no ser más que una simple hebra —saludó a los Salvara con su vaso de brandy—. Se partirá.

Fuera, en el agua, el calamar quedó victorioso, y los guardias le recompensaron por su servicio lanzándole con sus ballestas saetas envenenadas. Tuvieron que emplear ganchos y cadenas para subir el cadáver hasta el centro de la Fiesta Cambiante; jamás se devolvía a su jaula a ninguna criatura como aquella después de que hubiera cumplido su propósito. La roja sangre del monstruo se mezcló con la de las víctimas y, poco a poco, se sedimentó hasta formar una gran nube oscura. Incluso aquello iba a jugar una parte deliberadamente importante en lo que tenía que suceder.

5

Los sabios de la Universidad de Therin os dirán, desde la posición confortable que ocupan en las tierras del interior, claro está, que los tiburones-lobo del Mar de Hierro son criaturas hermosas y fascinantes; sus cuerpos son más musculosos que el de un toro; sus costados abrasivos están entreverados con manchas de todos los colores que van desde el verde del cobre viejo al negro de las nubes tormentosas. Pero, también, cualquiera que trabaje en los terrenos ribereños de Camorr o en la cercana costa os confesará que los tiburones-tigre son unos enormes bastardos agresivos a los que les gusta saltar.

Celosamente encerrados en jaulas, muertos de hambre y enloquecidos por la sangre, los tiburones-tigre constituyen el culmen tradicional de la Fiesta Cambiante. Otras ciudades poseen combates de gladiadores; otras ciudades tiran a los hombres a un foso para que luchen contra animales. Pero sólo en Camorr podréis ver a un gladiador armado específicamente para ello (llamado contrarequialla) combatir contra un tiburón que está vivo y coleando, y comprobar cómo sólo en Camorr las mujeres son las únicas a las que por tradición se les permite convertirse en una contrarequialla.

En eso consiste el Espectáculo de los Dientes.

6

Aunque Locke no hubiera podido decir si las cuatro mujeres eran realmente hermosas, lo cierto es que sí eran realmente impresionantes. Todas eran camorríes de piel morena, y todas eran tan musculosas como una granjera, imponentes incluso desde lejos, y casi no llevaban nada encima: unas tiras de algodón negro por encima del pecho, los taparrabos de los luchadores y unos sutiles guantes de piel. La negra cabellera la tenían echada hacia atrás con ayuda de la tradicional guirnalda roja, engarzada con ajorcas de latón y plata que convertían la luz del sol en cadenas de un blanco destellante. El propósito de dichas ajorcas era materia de discusión. Unos decían que servían para confundir la mala vista de los tiburones, mientras que otros argumentaban que su fulgor servía, precisamente, para que los monstruos pudieran ver mejor a su presa.

Cada contrarequialla llevaba dos armas: una jabalina corta en una mano y un hacha de diseño especial en la otra. Los mangos de dichas hachas estaban protegidos por una guarda que les cubría la mano, para que no pudieran perderlas fácilmente; eran asimétricas, con la filosa hoja en un extremo y una púa larga y resistente en el otro. Una luchadora diestra solía intentar cortarle al tiburón las aletas y la cola antes de matarlo; pero sólo muy pocas conseguían matarlo sin emplear la púa. La piel del tiburón-tigre podía ser tan áspera como la corteza de un árbol.

Locke miró fijamente a aquellas mujeres terribles y entonces le invadió la mezcla de melancolía y de admiración que era tan usual en él. A sus ojos, eran tan locas como valientes.

—Ésa que está ahí, a la izquierda del todo, es Cicilia de Ricura —dijo don Lorenzo, señalando a la mujer para provecho de Lukas Fehrwight, mientras se tomaba un descanso después de más de una hora de rápidas negociaciones—. Es una buena chica. Y a su lado está Aganesse, que lleva una jabalina, aunque nunca la use. Las otras dos, bueno, deben de ser nuevas. Por fin algo novedoso en el Espectáculo.

—No habéis tenido la suerte, maese Fehrwight —dijo doña Sofía—, de poder ver hoy a las hermanas Berangias. Son las mejores.

—Posiblemente las mejores de todas las que han estado aquí —don Lorenzo entornó los ojos para evitar parte de la luz que se reflejaba en el agua y así poder calcular el tamaño de los tiburones, que sólo eran visibles como sombras dentro de sus jaulas—. O de todas las que estarán. Pero no han participado en la Fiesta durante los últimos meses.

Locke asintió y se mordió por dentro una de las mejillas. En su condición de Locke Lamora, garrista de los Caballeros Bastardos y ratero respetable, conocía personalmente a las gemelas Berangias, por lo que sabía con exactitud dónde habían estado durante los últimos meses.

Más abajo, en el agua, la primera luchadora tomaba posiciones. La contrarequialla lucha encima de una serie de plataformas escalonadas de una anchura de medio metro cada una de ellas, situadas a menos de veinte centímetros por encima del agua. Aquellas plataformas se asientan sobre una rejilla cuadrada de una anchura de hasta dos metros que deja mucho espacio al contrario para nadar entre ellas. Las mujeres tienen que saltar rápidamente de una a otra de aquellas plataformas para herir a los tiburones cuando éstos se dan la vuelta al saltar; caerse al agua supone el fin de la contienda.

Al otro lado de la hilera de las jaulas de los tiburones (que se abrían con unas cadenas movidas por poleas desde una barca que se encontraba fuera del alcance de cualquier posible actividad tiburonil) se encontraba una barquichuela tripulada por remeros voluntarios (que estaban muy bien pagados), la cual llevaba a los tres observadores tradicionalmente instituidos del Espectáculo de los Dientes. El primero de ellos era el sacerdote de Iono, con su túnica verdemar ribeteada de plata. A su lado, con una túnica negra y una máscara de plata, se encontraba la sacerdotisa de Aza Guilla, Señora del Largo Silencio, diosa de la muerte. El último era un físico, cuya presencia siempre impresionaba a Locke por parecerle un detalle extremadamente optimista.

—¡Camorr! —la mujer joven, posiblemente Cicilia de Ricura, alzó sus armas por encima de su cabeza. La siguió el poderoso murmullo de la muchedumbre, que desapareció para dejar sólo el chapoteo del agua contra las embarcaciones y los rompeolas. Quince mil observadores recibieron el grito colectivo de «¡Dedico esta muerte al duque Nicovante, nuestro señor y patrón!». Tal era el saludo tradicional de las contrarequialla; aquella «muerte» sonaba muy bien, porque podía referirse a cualquiera de los participantes en la batalla.

Entre la floritura de las trompetas y los vivas del gentío, los hombres de la barca que se encontraba lejos de la circunferencia formada por las jaulas soltaron el primer tiburón de la tarde. El pez de más de tres metros de largo, enloquecido por la sangre, salió disparado de su encierro y comenzó a dar círculos alrededor de las plataformas escalonadas, con su siniestra aleta gris cortando el agua y formando una ola. Cicilia se balanceó sobre uno de sus pies y se agachó para chapotear en el agua con el talón del otro mientras lanzaba improperios y gritos de desafío. El tiburón aceptó el señuelo y en pocos segundos se encontró entre las plataformas, con su rechoncho cuerpo agitándose de atrás adelante como un péndulo hecho de dientes.

—¡A ése no le gusta perder el tiempo! —don Lorenzo se secó las manos—. Estoy por apostar que va a saltar.

Apenas habían salido de su boca aquellas palabras, cuando el tiburón salió disparado del agua en medio de una profusión de minúsculas gotitas plateadas, lanzándose hacia la luchadora agachada. Como el tiburón no saltó muy alto, Cicilia pudo esquivarlo saltando hacia la derecha, encima de la plataforma que se encontraba al lado de la suya. Cuando se encontraba en el aire, lanzó la jabalina hacia atrás; el astil se hundió en el flanco del tiburón y permaneció, tembloroso, en él durante un segundo, antes de que aquella masa aerodinámica de músculos regresara al agua con un chapoteo. La reacción de la muchedumbre no fue unánime en sus comentarios: aunque el lanzamiento había dado muestras de una agilidad notable, adolecía de falta de energía. No sólo el tiburón de Cicilia estaba mucho más asustado que antes, sino que ésta había desperdiciado la jabalina.

—Oh, una decisión inapropiada —doña Sofía chasqueó la lengua—. Esa muchacha necesita aprender a tener un poco de paciencia. Ahora veremos si su nuevo amigo le pone las cosas fáciles.

Volteándose y esparciendo una nube de agua rosada a derecha e izquierda, el tiburón maniobró para lanzar otro ataque, persiguiendo en la superficie a la sombra de Cicilia. Ésta saltaba con gran viveza de una a otra plataforma, el hacha bocabajo, para que el pincho quedara hacia arriba.

—Maese Fehrwight —mientras observaba la contienda, don Lorenzo se había quitado las gafas y jugueteaba con ellas, pues no las necesitaba para ver de lejos—, puedo aceptar sus términos, pero debe comprender que la parte que me toca en los preliminares es muy arriesgada, especialmente en lo que se refiere al total de los fondos de que dispongo. Por eso, mi propuesta es que el reparto de las ganancias que se obtengan de las ventas del Austershalin se ajusten al cincuenta y cinco/cuarenta y cinco, a mi favor.

Mientras Locke hacía como si estuviera ponderando aquella propuesta, Cicilia subía los brazos y saltaba para salvar la vida, la rápida aleta gris rasgando el agua justo debajo de ella.

—Estoy autorizado para haceros esa concesión en representación de mis superiores. A cambio… voy a fijar en un cinco por ciento los intereses de la propiedad de vuestra familia que acogerá los viñedos de Austershalin.

—¡Hecho! —el noble sonrió—. Aportaré los fondos necesarios para dos galeones grandes, la tripulación y los oficiales, los arreglos y flecos que se necesiten, y el cargamento que llevaremos al norte. Uno de los galeones estará bajo mi mando, y el otro bajo el suyo. Elegiré los mercenarios que habrán de ir en cada uno de los navíos para mejorar nuestra seguridad. Conté irá con usted; su Graumann se quedará a mi lado. Cualquier gasto que sobrepase nuestro presupuesto en más de veinticinco mil coronas de Camorr tendrá que ser autorizado por mí.

El tiburón volvió a saltar y a fallar; durante unos instantes, Cicilia se mantuvo en la plataforma con un solo brazo mientras movía el hacha con el otro. Los espectadores rugieron cuando el tiburón dio una vuelta desaliñada en el agua y retrocedió para encontrar otro camino.

—Conforme —dijo Locke—. Cada uno de nosotros se quedará con una copia del contrato debidamente firmada; otra adicional se quedará en Therin, en el despacho de un notario que no sea partidario de ninguno de nosotros, para ser abierta y examinada en el caso de que, en el transcurso de un mes, alguno de nosotros sufriera… un accidente mientras transportábamos los barriles. Dejaremos otra copia más, debidamente firmada, en Vadran, al cuidado de un agente que conozco, para que eventualmente se la entregue a mis superiores. Esta tarde necesitaré en el Hogar Vacilante un amanuense y un pagaré de cinco mil coronas con fecha de mañana para cobrar en el Meraggio y así comenzar a trabajar inmediatamente.

—¿Sólo nos queda eso por hacer?

—Así es.

El noble permaneció en silencio durante unos segundos.

—Al infierno con ello. Estoy de acuerdo. Estrechémonos las manos y corramos a la aventura.

Fuera de allí, sobre el agua, Cicilia hizo una pausa y sopesó el hacha, aguardando el momento en que el tiburón, que llegaba por la derecha con un movimiento ondulante, se acercara hasta la plataforma donde se encontraba, ya que se movía demasiado despacio para saltar. En el mismo momento en que Cicilia se levantaba para cargar todo su peso en el golpe, el tiburón saltó en el agua, cerca de uno de los costados de ella, adoptando con su cuerpo la forma de una «U», y volvió a sumergirse. Dicha maniobra hizo que su cola restallara en el aire y alcanzara a la contrarequialla justo debajo de las rodillas. Gritando más por el susto que por el dolor, Cicilia de Ricura cayó al agua de espaldas.

Todo terminó en breves segundos; el tiburón regresó, mordiendo, y debió de atraparla por una pierna, si es que no por las dos. Ambos dieron vueltas y más vueltas en el agua… Locke pudo captar la forma de la aterrada mujer mientras se confundía con el áspero costado oscuro del tiburón; blanco y luego gris; gris y luego blanco. En pocos momentos, la espuma de color rosa volvió a oscurecerse de rojo, y las dos sombras que peleaban entre sí se hundieron en las profundidades que se abrían bajo las plataformas. Mientras la mitad de la muchedumbre expresaba su aprobación con ruidosos gritos, la otra mitad agachó la cabeza en un respetuoso silencio que sólo duró lo que la siguiente joven tardó en entrar en el interior del círculo de agua roja.

—¡Por los dioses! —doña Sofía se quedó mirando la mancha que se iba extendiendo por el agua; las luchadoras sobrevivientes agacharon la cabeza y los sacerdotes hicieron en común alguna suerte de bendición—. ¡Increíble! Atrapada tan pronto y con un truco tan sencillo. Bueno, mi padre solía decir que un momento de despiste en el Espectáculo era mucho peor que diez despistes en otras circunstancias.

Locke le dedicó una profunda reverencia, tomando una de sus manos y besándosela.

—Ciertamente, doña Sofía. Ciertamente.

Sonriendo amablemente, le dedicó otra reverencia y se volvió hacia su marido para estrecharle la mano.