Interludio

Locke da explicaciones

—Fue un accidente —terminó por decir Locke—. Ambos fueron accidentes.

—¿Cómo dices? Perdóname. Creo que no te he escuchado —el padre Cadenas entornó la mirada bajo la débil luz rojiza de la lamparilla de cerámica de Locke—. Podría jurar que acabas de decir lo siguiente: «Arrójame por encima del parapeto, pues soy un maldito tipejo que no sirve para nada y que está dispuesto a morir en este preciso momento».

En el transcurso de la conversación, Cadenas había ido caminando hasta el tejado del templo, donde ambos se sentaban confortablemente debajo de los altos parapetos que hubieran debido hallarse repletos de plantas colgantes. Los jardines colgantes de la Casa de Perelandro, secos desde hacía mucho tiempo, eran una pequeña muestra, aunque no por ello menos importante, del sacrificio y la tragedia del Sacerdote Sin Ojos; una muestra más del montaje realizado para suscitar la simpatía de la gente, pero medida en monedas.

Enfrente de ellos, las nubes se habían hecho más densas, reflejando las luces multicolores de la iluminación nocturna de Camorr, que hacía palidecer la de las lunas y las estrellas. Mientras el chico intentaba aclararse, el Viento del Ahorcado se convirtió en algo más que una opresión húmeda que desplazaba el aire pegajoso que rodeaba a Locke y a Cadenas.

—¡No! No, sólo quería hacerles daño. Eso es todo. Hacerles daño. No sé cómo… no sé nada de lo que les sucedió.

—Bueno… eso casi puedo creérmelo —Cadenas golpeteó con el dedo índice de su mano derecha la palma de la izquierda, haciendo la seña del mercado de Camorr que significa prosigue—. Cuéntamelo todo. Ese casi es tu mayor problema. Haz que lo comprenda todo, comenzando con el primer chico.

—Veslin —susurró Locke—, y Gregor; pero primero Veslin.

—Pues Veslin —concedió Cadenas—. El tal Veslin. Pobre diablo, con un orificio superfluo en la garganta debido a tu viejo maestro. El Hacedor de Ladrones debió de comprarle al Capa uno de esos preciosos dientes de tiburón y usarlo. ¿Por qué?

—En la colina, algunos de los chicos y chicas más mayores habían dejado de ir a trabajar —Locke juntó los dedos y los miró como si fueran a darle la contestación que estaba buscando—. Nos quitaban las cosas que traíamos a diario. Nos pegaban. Informaban al maestro por nosotros, omitiendo en ocasiones algunas cosas.

Cadenas asintió.

—Privilegios de la edad, de la estatura y del peloteo. Si logras sobrevivir a esta conversación, descubrirás que lo mismo sucede en la mayoría de las bandas. En la mayoría.

—Y había un chico, Veslin. Hacía más cosas. Nos daba patadas, nos pegaba, nos quitaba las ropas. La mayor parte de las veces mentía al maestro acerca de lo que habíamos traído. Le entregaba algunas de las cosas a las chicas mayores de los Ventanas, y a nosotros, los Calles, nos daba menos comida, sobre todo a los ganchos —las manitas de Locke se habían ido separando para convertirse en puños mientras hablaba—. Y si intentábamos contárselo al maestro, él se reía, sólo se reía, ¡como si estuviera al tanto de todo y lo encontrara divertido! Y después de que se lo contáramos, Veslin… ¡Veslin nos trataba mucho peor!

Cadenas asintió y volvió a tamborilear en su palma con el dedo índice.

—Estuve pensando en todo eso. Lo estuve pensando durante mucho tiempo. Ninguno de nosotros podía luchar con él, porque era muy grande. Ninguno de nosotros tenía amigos tan grandes en la colina. Y si formábamos una banda contra Veslin, todos sus amigos mayores irían contra nosotros.

»Veslin salía a diario con algunos de sus amigos. Nosotros los veíamos mientras estábamos trabajando; no se metían en lo que hacíamos, sólo nos vigilaban, ¿comprendes? Y Veslin decía cosas —el ceño fruncido de Locke hubiera sido cómico de mostrarse en un chico menos sucio, menos enflaquecido, de mirada menos famélica; pues Locke parecía una pequeña gárgola dispuesta a saltar encima de uno—. Decía cosas cuando regresábamos. Respecto a lo vagos o a lo torpes que éramos, porque no nos afanábamos demasiado. Y entonces nos empujaba más, y nos pegaba más y se burlaba aún más de nosotros, y yo pensaba y pensaba y pensaba en lo que había que hacer.

—Y la idea, la fatídica idea —dijo Cadenas—, ¿se te ocurrió a ti?

—Sí —el muchacho lo afirmó categóricamente—. Sólo a mí. Estaba solo cuando se me ocurrió. Vi a algunos de los casacas amarillas patrullando y entonces pensé… pensé… en sus garrotes y en sus espadas y pensé: «¿Qué tal si le zurraran a Veslin y si tuvieran algún motivo para enfadarse con él?».

Locke hizo una pausa para cobrar aliento.

—Y seguí pensando, pero no podía hacerlo. No sabía cómo. Y entonces pensé: «¿Y si no estuvieran enfadados con Veslin? ¿Y si yo me sirviera de ellos como excusa para que el maestro se enfadara con Veslin?».

Cadenas asintió, imaginando lo que iba a decirle.

—¿Y cómo conseguiste la moneda de hierro blanco?

Locke suspiró.

—Con ayuda de los Calles. A ninguno de nosotros nos gustaba que Veslin nos quitara dinero. Vigilamos, agarramos y trabajamos muy duro. Nos llevó semanas. ¡Fue como toda una vida! Yo quería un hierro blanco. Y finalmente le quité uno a un hombre gordo vestido de negro. Lana negra. Casaca y corbata muy graciosas.

—Uno de Vadran —Cadenas parecía divertido—. Posiblemente un mercader que acababa de llegar para hacer algún negocio. Demasiado orgulloso para vestirse según la estación y, en ocasiones, demasiado tacaño para visitar a alguno de los sastres de la ciudad. Así que le cogiste una moneda de hierro blanco. Una corona entera.

—Todos querían verla. Todos querían tocarla. Se la dejé y les dije que guardaran silencio. Les hice prometer que no dirían nada. Y entonces les conté cómo podríamos librarnos de Veslin.

—Y ¿qué hiciste con la moneda?

—La guardé en una bolsa, en una pequeña bolsa de cuero. La tuvimos guardada todo el tiempo y luego la escondimos fuera, en la ciudad, para que no pudieran quitárnosla. Conocíamos un sitio en el que no podía entrar ninguno de los chicos grandes, porque no cabían. Y después de asegurarme de que Veslin y sus amigos habían abandonado la colina, cogí la moneda y salí, regresando a las primeras horas del día siguiente. A las chicas mayores de la puerta les di cobres y pan, pero la moneda se quedó en mi zapato.

Locke hizo una pausa y jugueteó con la lamparilla, haciendo que su luz rojiza le diera en la cara.

—La dejé en la habitación de Veslin, donde él y Gregor dormían, que era una de las mejores tumbas porque estaba seca. En el centro de la colina. Encontré una piedra suelta y oculté la bolsa bajo ella, y cuando me aseguré de que nadie me había visto, solicité ver al maestro. Le dije que algunos de nosotros habían visto a Veslin en uno de los puestos que los casacas amarillas tienen en el Estrecho. Fuertes, estaciones, bueno, no sé realmente cómo se llaman. Y que le habían dado dinero. Y que nos lo había enseñado y que nosotros le habíamos dicho que si iba a vendernos a los casacas amarillas.

—Asombroso —Cadenas se rascó la barba—. ¿Sabías que no debes tartamudear y hablar bajo cuando estás explicando cómo jodiste a alguien?

Locke parpadeó y luego alzó la barbilla y mantuvo la mirada de Cadenas. El hombre mayor rió.

—No era una crítica, hijo. No quería que se te cortase el rollo. Prosigue con la historia. ¿Cómo sabías que tu antiguo maestro se sentiría muy ofendido? ¿Acaso en alguna ocasión los casacas amarillas os habían ofrecido dinero a ti o a tus amigos?

—No —dijo Locke—, pero sí sabía que el maestro les daba dinero a ellos. Por favores, por información. En ocasiones le veíamos meter dinero en bolsas. Por eso pensé que podría funcionar al revés.

—Ah —Cadenas metió la mano entre los bolsillos de su túnica y extrajo una petaca plana forrada de piel que, bajo la luz de la lamparilla de Locke, adquirió el color del ladrillo cocido. Sacó de ella un trozo de papel en el que esparció un polvo negro que acababa de tomar de un rincón de la cartera. Rápidamente, dobló el papel hasta hacer con él un canutillo y, con modales corteses, llevó uno de sus extremos hasta la llama de la lámpara de Locke. Al poco tiempo lanzaba unos remolinos espectrales de humo gris hacia las no menos espectrales y grises nubes; aquella cosa olía como si estuvieran quemando madera de pino alquitranada.

—Discúlpame —dijo Cadenas, desplazándose hacia la derecha para que sus exhalaciones pasaran a más de un metro de donde se encontraba el chiquillo—. Dos cigarrillos por noche es lo único que me puedo permitir; el fuerte antes de cenar y el suave después. Hacen que todo sepa mejor.

—Entonces, ¿vamos a cenar?

—Oh, oh. Mi pequeño golfillo aprovechado. Dejemos que la situación siga en estado fluido. Prosigue y termina tu historia. Engañaste a tu antiguo maestro para que creyera que Veslin trabajaba como miembro auxiliar de la afamada Guardia de Camorr. Debió de sentarle como un tiro.

—Dijo que me mataría si le había mentido —Locke se apartó hacia la derecha, más lejos aún del humo—. Pero yo le dije que escondía la moneda en su habitación. La de él y de Gregor. Así que la puso patas arriba. Yo había escondido bien la moneda, pero él la encontró, como yo había supuesto.

—Mmmm. Y, ¿qué supusiste que ocurriría?

—¡No supuse que fuera a matarlos! —Cadenas no consiguió descubrir ninguna pena auténtica en aquella vocecita menuda y apasionada, aunque sí cierta sensación de aturdimiento y de agravio—. Quería que pegara a Veslin. Y pensé que lo haría delante de todos nosotros. La mayoría de las noches comíamos juntos. Todos los de la colina. Los que la habían cagado tenían que hacer juegos de manos, o servir y limpiarlo todo, o agacharse para que les dieran con la palmeta. O beber aceite de jengibre. Pensé que le tocaría alguna de esas cosas. Quizá todas ellas.

—Bien —Cadenas retuvo el humo durante bastante tiempo, como si el tabaco le infundiera iluminación, y apartó la mirada de Locke. Cuando finalmente lo exhaló, lo hizo en pequeñas bocanadas, formando anillos tambaleantes que oscilaron a lo largo de poco menos de un metro para luego desvanecerse en la calina reinante. Carraspeó con fuerza y se volvió hacia el chico—. Bien, creo que aprendiste bastante bien el valor de las buenas intenciones. Azotado con la palmeta. Servir y limpiar. Je. El pobre Veslin sirvió y limpió, a fin de cuentas. ¿Y qué hizo tu antiguo maestro?

—Salió afuera durante unas pocas horas y esperó a que volviera. En la habitación de Veslin. Cuando Veslin y Gregor regresaron aquella noche, otros chicos más mayores estaban presentes. Así que no pudieron irse a ningún sitio. Y entonces… el maestro los mató. A los dos. A Veslin le cortó la garganta, y entonces… —Locke hizo el mismo movimiento con dos dedos que Cadenas le había hecho antes a él—. También mató a Gregor.

—¡Claro que lo mató! Pobre Gregor. ¿Se llamaba Gregor Foss, no? Uno de esos huerfanitos afortunados que son lo bastante mayores para recordar su apellido pero no para cuidar de sí mismos. Por supuesto que tu antiguo amo también lo mató. Él y Veslin eran buenos amigos, ¿o no? Dos pájaros de un tiro. Era una suposición elemental que uno supiera que el otro había ocultado una fortuna debajo de una piedra —Cadenas suspiró y se frotó los ojos—. Elemental. Así pues, ahora que me has contado tu parte en lo sucedido, ¿querrás explicarme como lo fastidiaste todo? ¿Y cómo has podido permitir que la mayor parte de los amiguitos que tenías entre los Calles, los cuales te ayudaron a conseguir la moneda de hierro blanco, vayan a morir mañana, al amanecer?