PRÓLOGO

El muchacho que robaba demasiado

1

Cuando el largo y húmedo verano del septuagésimo séptimo año de Sendovani estaba en su culmen, el Hacedor de Ladrones de Camorr fue al templo de Perelandro para hacerle una visita inesperada al Sacerdote Sin Ojos, con intención de venderle del modo que fuera al chico apellidado Lamora.

—¡Vengo a proponerte un trato! —le espetó sin más el Hacedor de Ladrones con evidente falta de tacto.

—¿Como cuando me vendiste a Calo y a Galdo? —replicó el Sacerdote Sin Ojos—. Aún estoy intentando arrancarles a esos idiotas sonrientes los malos hábitos que tomaron de ti, pues quiero reemplazarlos por otros igual de malos que me serán mucho más útiles.

—Vamos, Cadenas —el Hacedor de Ladrones se encogió de hombros—, cuando cerramos el trato te dije que eran unos monicacos arrojamierdas y no pareció importarte…

—¿Y si me propusieras un trato igual de bueno que el que propusiste al venderme a Sabetha? —la voz profunda y sugerente del sacerdote consiguió que el Hacedor de Ladrones se tragara la objeción que aún no había acabado de formular—. Estoy seguro de que, después de vendérmela, me echarías la culpa de todo, excepto de las rótulas de mi madre, que en paz descanse. Tendría que haberte pagado en cobre y ver cómo te herniabas al cargar con toda la calderilla.

—¡Ahhhhhh, pero es que ella era especial, lo mismo que este chico! —repuso el Hacedor de Ladrones—. Posee todos los requisitos que tenían Calo y Galdo, los requisitos que te interesaban. ¡Tiene lo mismo que tenía Sabetha! Aunque camorrí, es mestizo. Sangre de Therin y de Vadran. Lleva el latrocinio en el corazón, tan cierto como que la mar está llena de meados de pez. Incluso podría hacerte un… descuento.

El Sacerdote Sin Ojos estuvo rumiando la proposición durante un buen rato.

—No te importará —dijo finalmente— que, antes de ir al encuentro de esa inesperada generosidad que muestras, me fíe de mi experiencia, la cual me dice que me arme y que apoye la espalda contra el muro.

Y aunque el Hacedor de Ladrones se esforzó en conseguir que una vaga expresión de sinceridad se insinuara en su propio rostro, para su evidente desagrado sólo obtuvo una mueca. Cuando se encogió de hombros como despreocupado, sólo hacía el más puro teatro.

—Sí, es cierto que, hum, el chico tiene un problema. Pero sólo se debe a que depende de mí. Cuando tú cuides de él, estoy seguro de que, ahhhh, desaparecerá.

—Vaya, vaya. Así que tienes un chico mágico. ¿Por qué no lo has dicho antes? —el sacerdote se rascó la frente por debajo de la venda de seda blanca que le cubría los ojos—. Magnífico. Lo plantaré en el puñetero suelo para que salga una planta con la que llegar a la tierra encantada que se encuentra al otro lado de las nubes.

—¡Ahhhhh! ¡Ja, ja, ja! Cadenas, ya había paladeado antes el sabor de tu sarcasmo —la reverencia que hizo el Hacedor de Ladrones era más propia de un bufón artrítico—. Dime, ¿puedo tener el atrevimiento de sugerir que estás un poquitín interesado?

El Sacerdote Sin Ojos escupió.

—Supongamos que Calo, Galdo y Sabetha pudieran disfrutar de un nuevo compañero de juegos o, al menos, de un saco de arena para boxear. Supongamos que yo estuviera dispuesto a gastar tres cobres y un orinal por un inesperado chico-prodigio. ¿Qué problema hay con él?

—El problema —dijo el Hacedor de Ladrones— es que, si no consigo vendértelo, tendré que cortarle el gaznate y arrojarle a la bahía. Y tendré que hacerlo esta misma noche.

2

La noche en que el chico que se apellidaba Lamora pasó a depender del Hacedor de Ladrones, el viejo cementerio de la Colina de las Sombras se hallaba repleto de niños que aguardaban con silenciosa atención la llegada de sus nuevos hermanos de ambos sexos para conducirlos al interior de los mausoleos.

Todos los pupilos del Hacedor de Ladrones llevaban velas; sus frías luces azules brillaban en medio de las cortinas plateadas, creadas por la niebla del río, como las lámparas de la calle a través del cristal de una ventana, mugriento por el humo. Una línea de luz espectral bajaba serpenteante desde lo alto de la colina, recorriendo los mojones de piedra y los senderos ceremoniales hasta el ancho puente de cristal que cruzaba el canal del Humo de Carbón, parcialmente visible en medio de la niebla tan cálida como la sangre que, durante las noches del verano, rezuma hacia lo alto desde los húmedos huesos de Camorr.

—Venid, mis amorcitos, mis joyas, mis adquisiciones más recientes, mantened el paso —susurró el Hacedor de Ladrones mientras le daba un codazo al último de la treintena, más o menos, de los huérfanos procedentes del Fuego Encendido que cruzaban el puente del canal del Humo de Carbón—. Esas luces son de vuestros nuevos amigos, que acuden a guiaros hasta lo alto de mi colina. Moveos, tesoros míos. No desaprovechemos la oscuridad, pues tenemos que hablar de muchas cosas.

En sus raros momentos de reflexión vana, el Hacedor de Ladrones se tenía por un artista. Un escultor, para ser preciso, que creía que los huérfanos eran su arcilla y el viejo cementerio de la Colina de las Sombras su estudio.

Ochenta y ocho mil almas generaban un volumen considerable e ininterrumpido de desperdicios, los cuales incluían un goteo constante de niños perdidos, desechados y abandonados. Los traficantes de esclavos capturaban, de eso no había ninguna duda, a algunos de ellos para llevárselos fuera, a Tal Verrar o a las islas de Jerem. Técnicamente, la esclavitud era ilegal en Camorr, pero ante el hecho de tomar a alguien por esclavo solía hacerse la vista gorda, siempre, claro, que no quedase nadie para hablar a favor de la víctima.

Así pues, los traficantes de esclavos se llevaban a unos cuantos y la simple estupidez a otros más. La inanición y las enfermedades que allí estaban presentes solían convertirse en las escapatorias usuales para aquellos a quienes les faltaba el coraje o la habilidad para vivir a expensas de la ciudad que los rodeaba. Y entonces, ciertamente, aquellos que tenían el coraje, pero no la habilidad, acababan balanceándose en el Puente Negro que se halla enfrente del Palacio de la Paciencia. Los magistrados del Duque colgaban a los pequeños ladrones con la misma cuerda empleada antes para los mayores, aunque sin privarse de atarles unos pesos en los tobillos para que colgaran con mayor prestancia.

A todos los huérfanos que seguían vivos después de soportar aquellas posibilidades tan coloristas que les brindaba el azar, los cogían los hombres del Hacedor de Ladrones, uno a uno o en pequeños grupos, para que escucharan su voz tranquilizadora y se tomaran una comida caliente. No tardaban mucho en descubrir qué tipo de vida les aguardaba bajo aquel cementerio que era el corazón de su reino, donde siete veintenas de niños abandonados doblaban la rodilla ante un único hombre anciano y contrahecho.

—Apresuraos, mis amorcitos, mis nuevos hijos e hijas; seguid la hilera de luces y llegad a la cima. Ya casi estamos en casa, ya casi vamos a comer. Ya se acabó la lluvia, la bruma y el calor apestoso.

Las plagas suponían una ocasión especialmente interesante para el Hacedor de Ladrones, y, en aquella ocasión, los huérfanos del Fuego Encendido habían escapado por los pelos de la que era su favorita: el Susurro Negro. Luego de que el Susurro Negro penetrase en el distrito del Fuego Encendido por diferentes sitios no localizados y de que la cuarentena se diese por terminada (cualquiera que intentara cruzar un canal o escapar en un bote era castigado con la pena de muerte: ahogado en un pozo lleno de ropa), el resto de la ciudad se salvó de la plaga, aunque no de la intranquilidad y de la paranoia. El Susurro Negro suponía una muerte miserable para cualquier persona que hubiese superado la edad de once o doce años (en decir de los físicos, pues la plaga no solía cosechar sus víctimas según reglas claramente definidas) y unos cuantos días de ojos hinchados y mejillas enrojecidas, algo sin importancia, para los que fueran más jóvenes.

Al quinto día de la cuarentena cesaron los gritos y los intentos de cruzar los canales, de suerte que el distrito del Fuego Encendido se libró de lo que le había dado el nombre, que muchas veces había caído sobre él durante los años de pestilencia. Al undécimo día, cuando se levantó la cuarentena y los Gules del Duque llegaron para examinar los daños producidos por el desastre, de los cuatrocientos niños que allí vivían, aproximadamente uno de cada ocho había logrado sobrevivir. Y habían formado bandas para protegerse los unos a los otros y aprendido algunas de las crueles necesidades que supone el vivir lejos de los adultos.

El Hacedor de Ladrones esperó a que todos acabaran de reunirse y les sacó del siniestro silencio de su antiguo entorno.

Pagó buenas monedas de plata por los treinta mejores y muchas más para que los Gules y los guardias no dijeran que se había llevado a los niños. Luego los condujo, aturdidos, las mejillas hundidas y tan apestosos como el infierno, a la negrura y a las brumas cálidas y húmedas de la noche camorrí, hacia el viejo cementerio de la Colina de las Sombras.

El niño que se hacía llamar Lamora era el más menudo y joven del lote, con unos cinco o seis años de edad, facciones cadavéricas y huesos a punto de salírsele por la piel, muy rica, eso sí, en mugre. Aunque el Hacedor de Ladrones no le había escogido, Lamora decidió seguir a los demás, como si formara parte de ellos. Y aunque el Hacedor de Ladrones lo vio, no dijo nada, porque, dada la vida que llevaba, un solo huérfano de la plaga era como una fruta caída que no podía desperdiciarse.

Todo aquello sucedía durante el verano del septuagésimo séptimo año de Gandolo, Padre de las Oportunidades, Señor de la Moneda y del Comercio. Y el Hacedor de Ladrones caminaba sin hacer ruido en medio de la noche velada, pastoreando aquella hilera de niños andrajosos.

En apenas dos años estaría rogando al padre Cadenas, el Sacerdote Sin Ojos, que le quitara de las manos al chico que se hacía llamar Lamora y afilando sus cuchillos por si el sacerdote se negaba a ello.

3

El Sacerdote Sin Ojos se rascó el cuello, que tenía tan gris como un rastrojo.

—¿Así, sin más?

—Sí, tal y como te lo cuento.

El Hacedor de Ladrones llevó una mano a la parte delantera de su jubón, raído desde hacía incontables años, y extrajo de él una bolsa de piel, cerrada con una fina cuerda de la misma materia; la bolsa estaba manchada con el color rojizo de la sangre seca.

—Fui a ver al gran hombre y le pedí permiso. Al chico lo rajaré de oreja a oreja y lo mandaré a los peces para que le den unas cuantas lecciones de dientes.

—Dioses. A fin de cuentas es una historia triste —para ser ciego, el sacerdote acababa de clavarle al Hacedor de Ladrones los dedos en el esternón con gran rapidez y pericia—. Búscate otra mejor para conmover los grilletes de tu conciencia.

—La conciencia, Cadenas, es como querer llegar con la meada a lo más alto de una chimenea. Estoy hablando de avaricia, de la tuya y de la mía. No puedo quedarme con el chico y te ofrezco una oportunidad única, un buen trato.

—Y si el chico es demasiado difícil de gobernar, ¿por qué no le haces entrar en razones para que madure y sea lo suficientemente mayor para venderlo?

—Es totalmente imposible, Cadenas. Mis opciones son limitadas. No serviría de nada darle de bofetadas, porque no puedo permitir que ninguno de los otros mierdecillas sepan lo que, ahhh, hizo. Si uno solo de ellos se sintiera mínimamente decidido a repetir lo que hizo… ¡por los dioses!, jamás podría volver a controlarlos. O le mato cuanto antes o le vendo lo más deprisa que pueda. No sacaré provecho con una suma insignificante. ¿Cuál de las dos opciones supones que prefiero?

—¿El chico ha hecho algo que ni siquiera puedes contárselo a los demás? —Cadenas se masajeó la frente por encima de la venda y suspiró—. Mierda. Creo que valdrá la pena escucharlo.

4

Un antiguo proverbio camorrí afirma que lo único constante en el alma humana es la inconstancia; todo puede pasarse de moda, incluso algo tan útil como una colina atestada de cadáveres.

La Colina de las Sombras era el primer cementerio importante en la historia de Camorr, situado estratégicamente para mantener fuera del alcance de la zarpa salada del Mar de Hierro los huesos de los que antaño estuvieron bien alimentados. Pero con el paso del tiempo, el poder, en las vueltas que da, fue a parar a las familias de los constructores de criptas, de los embalsamadores y de los que se vestían profesionalmente con paños mortuorios; a medida que la cercana Colina de los Susurros iba ofreciendo mayor espacio para panteones más grandes y vistosos a costa de comisiones mucho mayores, cada vez se enterraba a menos gente de calidad en la Colina de las Sombras. Las guerras, las plagas y las intrigas ocasionaron que el número de familias vivas que aún cuidaban de los panteones que poseían en la Colina de las Sombras fuera en declive a lo largo de las décadas. Eventualmente, los únicos que los visitaban con regularidad eran los sacerdotes y sacerdotisas de Aza Guilla, que dormían en sus tumbas durante su aprendizaje, y los huérfanos sin techo que se acurrucaban en el polvo y las tinieblas de las desatendidas criptas funerarias.

El Hacedor de Ladrones (que, ciertamente, no era tan célebre por entonces como ahora) decidió compartir una de aquellas criptas cuando su vida tocó fondo, cuando ya no era más que una miserable curiosidad, un carterista con nueve dedos rotos.

Al principio, su relación con los huérfanos de la Colina de las Sombras fue una mezcla de súplicas y de bravuconerías, siendo muy posible que los vestigios de la necesidad por encontrar una figura autoritaria les impidieran acabar con él mientras dormía. Por su parte, aunque a regañadientes, él había comenzado a explicarles algunos trucos de su oficio.

A medida que sus dedos fueron recuperándose lentamente (en cierta manera, la mayor parte de ellos serían para siempre como ramas partidas en dos), comenzó a enseñar su retorcida sabiduría a los niños cochambrosos que compartían con él la lluvia y las visitas de la Guardia ciudadana. Y como su número aumentó en igual proporción que lo que le traían, pudieron disponer de más sitio en las húmedas estancias del viejo cementerio.

Con el tiempo, aquel ratero de huesos quebradizos se convirtió en el Hacedor de Ladrones, y la Colina de las Sombras en su reino.

El chico que se hacía llamar Lamora y sus compañeros, los huérfanos del Fuego Encendido, entraron en aquel reino unos veinte años después de su fundación; lo que aquella noche vieron sólo fue un cementerio no más profundo que la suciedad amontonada encima de las viejas tumbas. Una extensa red de túneles y galerías conectaba entre sí las tumbas importantes; sus paredes sólidas estaban apuntaladas con unos soportes que parecían las costillas de dragones de madera muertos desde hacía mucho tiempo. Los anteriores inquilinos habían sido desenterrados en silencio y arrojados a la bahía. Por aquel entonces, la Colina de las Sombras se parecía a uno de esos montículos que levantan las hormigas, aunque lleno de ladrones huérfanos.

Los huérfanos del Fuego Encendido entraron por la negra boca del mausoleo más alto y descendieron por los túneles apuntalados con maderos, bajo el parpadeante fuego plateado de los fríos globos alquímicos, perseguidos por los pegajosos rizos de la niebla que se aferraban a sus tobillos. Los huérfanos de la Colina de las Sombras los vigilaban desde cada uno de sus escondrijos y madrigueras. El aire del estrecho túnel estaba saturado por los relentes nocturnos de la tierra húmeda y del olor a rancio de los cuerpos… un olor que los huérfanos del Fuego Encendido no tardarían en incrementar con su sola presencia.

—¡Adentro, adentro! —exclamaba el Hacedor de Ladrones, frotándose las manos—. ¡Sed bienvenidos a mi casa, que es la vuestra! Aquí todos tenemos una cosa en común… carecemos de padre y de madre. Y aunque eso sea muy de lamentar, ahora podréis disponer de todos los hermanos y hermanas que queráis y de un poco de tierra seca donde apoyar la cabeza. Un hogar… una familia.

Un contingente de huérfanos de la Colina de las Sombras bajaba rápidamente por el túnel después de despertarse, tragándose por la nariz el irreal humo de sus inquietantes velas azules hasta que la radiación plateada de los globos de las paredes iluminó el camino que debían seguir.

En el corazón del reino del Hacedor de Ladrones había una oquedad espaciosa y cálida cuyo suelo estaba lleno de mugre, la cual tenía una altura similar al doble de la estatura de un hombre alto y algo menos de treinta metros de longitud y de anchura. Sólo una silla de respaldo alto, fabricada con la aceitosa madera del álamo negro, se apoyaba en la lejana pared; en ella, gozando del espectáculo, se sentaba apaciblemente el Hacedor de Ladrones.

Varias docenas de mantas raídas estaban esparcidas por el suelo, cubiertas con alimentos: cuencos de pollos huesudos marinados con vino barato de almendras, marrajo, colas revenidas de gambas envueltas en panceta y emborrachadas en vinagre, y pan oscuro con sabor a grasa de salchichas. También había guisantes salteados y lentejas, así como cuencos de peras y de tomates pasados. Era una comida bastante pobre, pero en tan gran cantidad y variedad que la mayoría de huérfanos del Fuego Encendido jamás habían visto antes nada parecido. Sus acometidas a la comida eran súbitas y faltas de coordinación; el Hacedor de Ladrones sonreía con indulgencia.

—No soy tan estúpido para interponerme entre vosotros y un plato decente, queridos. Así que comed hasta hincharos. Comed más de lo que podáis. Comed como si fuera la última vez que coméis. Luego hablaremos.

Y mientras los huérfanos del Fuego Encendido hinchaban los carrillos, los huérfanos de la Colina de las Sombras se arremolinaron a su alrededor, mirando, sin decir nada. Poco después la habitación se llenó hasta los topes y el aire comenzó a oler mal. El festín prosiguió hasta que, literalmente, no quedó nada; quienes habían sobrevivido al Susurro Negro se chuparon de los dedos los últimos restos de vinagre y de grasa y luego dirigieron con cautela sus miradas hacia el Hacedor de Ladrones y sus paniaguados. El Hacedor de Ladrones levantó tres dedos torcidos para llamar la atención.

—¡Negocios! —exclamó—. Tres cuestiones sobre los negocios.

—La primera —dijo— es que estáis aquí porque he pagado por vosotros. He pagado un extra para que nadie pudiera adelantárseme. Puedo aseguraros que todos aquellos de vuestros amiguitos por los que no pagué fueron a parar a los traficantes de esclavos. Eso es lo que suele hacerse con los huérfanos. No hay lugar para vosotros, nadie quiere llevaros consigo. La Guardia vende vuestro futuro por dinero para comprar vino, queridos; a los sargentos de la Guardia no les importa el omitiros en sus informes y menos a los capitanes de la Guardia, a quienes no les importáis ni una mierda.

»Ah —prosiguió—, y ahora que se ha terminado la cuarentena en el Fuego Encendido, todos los traficantes de esclavos de Camorr y todos los que han pensado serlo van a estar muy excitados y muy en alerta. Sois libres de marcharos y de abandonar esta colina siempre que lo deseéis… pues estoy seguro de que no tardaríais en convertiros en unos chupapollas o en ser encadenados a un remo para el resto de vuestras vidas.

»Esto me lleva a la segunda cuestión. Todos estos amigos míos que veis a vuestro alrededor —y señaló con un ademán a los huérfanos de la Colina de las Sombras que se alineaban a lo largo de las paredes— pueden salir cuando quieran, y la mayoría lo hacen cuando les entra en gana, porque se hallan bajo mi protección. Yo sé —añadió con rostro serio y solemne— que no soy nada especialmente formidable si se me considera como individuo; no os engañéis. Pero tengo amigos poderosos, queridos míos. Lo que os ofrezco es la seguridad que me viene de esos amigos. Si alguien, un traficante de esclavos, por ejemplo, se atreviera a ponerle la mano encima a uno cualquiera de mis chicos de la Colina de las Sombras, o de mis chicas, entonces las consecuencias serían inmediatas y, gratamente para mí, ahhh, crueles.

Y como ninguno de los recién llegados pareció entusiasmarse en demasía por aquellas palabras, el Hacedor de Ladrones se aclaró la garganta.

—Haría que matasen a esos miserables bastardos. ¿Entendido?

Por supuesto que lo habían entendido.

—Lo que nos lleva directamente a la tercera cuestión que, ciertamente, os interesa a todos vosotros. Esta pequeña familia siempre se halla necesitada de nuevos hermanos y hermanas, así que podéis consideraros invitados y también animados, ahhh, a condescender en concedernos el placer que supondría para nosotros vuestra aquiescencia íntima y permanente al respecto. Haced de esta colina vuestro hogar, de mí vuestro maestro, y de estos buenos chicos y chicas vuestros hermanos y hermanas. Seréis alimentados, abrigados y protegidos. O ahora mismo podéis iros y acabar como fruta fresca en alguna casa de putas de Jerem. ¿Os atrevéis a intentarlo?

Ninguno de los recién llegados dijo nada.

—Sabía que podría contar con vosotros, mis queridas joyas del Fuego Encendido —el Hacedor de Ladrones abrió los brazos y sonrió, revelando una medialuna de dientes tan marrones como el agua de un pantano—. Pero también tendréis responsabilidades, por supuesto. Hay que dar y recibir, esto por lo otro. La comida no me sale por el ojo del culo. Los orinales no se vacían por sí mismos. ¿Pilláis lo que quiero decir?

La mitad de los huérfanos del Fuego Encendido asintieron tímidamente.

—¡Las reglas son sencillas! Las aprenderéis a su debido tiempo. Por ahora debe bastaros con esto: el que trabaja come. Y lo que nos lleva a trabajar es la cuarta cuestión… ¡oh, queridos! Niños, niños, hacedle a un viejo de mente olvidadiza el favor de imaginar que ha levantado cuatro dedos. Ésta es la cuarta cuestión importante.

»Ahora os diré las tareas que tenemos que hacer aquí, en la colina, aunque también tenemos que cumplir ciertas tareas en otros sitios. Ciertas tareas… delicadas y poco corrientes. Tareas interesantes y divertidas. Todas en la ciudad, algunas de día y otras de noche. Requerirán valor, destreza y, ahhh, discreción. Apreciaríamos mucho el poder disponer de vuestra asistencia en esas… tareas especiales.

Y señaló al chico que no había comprado, al pequeño parásito cuyos ojos duros y malhumorados le miraban desde más arriba de una boca aún pringosa de pulpa de tomate.

—Tú, chico sobrante, trigésimo primero de treinta. ¿Qué me dices? ¿Eres de la especie de los serviciales? ¿Querrás ayudar a tus nuevos hermanos y hermanas en sus interesantísimas tareas?

El muchacho rumió durante unos segundos lo que iba a contestar.

—Te refieres —dijo con una vocecita chillona— a que quieres que robemos cosas.

Durante un largo momento el viejo miró en silencio al chiquillo, mientras algunos huérfanos de la Colina de las Sombras hacían esfuerzos por contener la risa.

—Sí —terminó por decir el Hacedor de Ladrones, asintiendo lentamente—. Quiero decir eso, aunque veo que tú posees, ahhh, una visión muy poco comprometida respecto a cierto ejercicio de iniciativa personal que nosotros preferimos formular en términos más ingeniosos e imprecisos. Y no espero que tenga un significado para ti. Chico, ¿cómo te llamas?

—Lamora.

—Tus padres tenían que ser bastante míseros para darte sólo un apellido. ¿No te pusieron un nombre?

Dio la impresión de que el chico reflexionaba acerca de lo que le habían preguntado.

—Me llamaron Locke —dijo, al fin—. Por mi padre.

—Muy bien. Hace vibrar la lengua. Bien Locke-por-tu-padre-Lamora, ven aquí y charla conmigo. Los demás, desapareced. Vuestros hermanos y hermanas os mostrarán dónde habréis de dormir esta noche. También os mostrarán dónde habéis de vaciar eso y dónde llevar a cabo aquella… tarea, creo que me comprendéis. Por ahora, sólo lo necesario para mantener aseada esta habitación, pues ya habrá más tareas para vosotros en los días venideros. Os prometo que, cuando descubráis cómo me llaman en el mundo que se encuentra más allá de nuestra pequeña colina, todo tendrá sentido para vosotros.

Locke avanzó para ponerse al lado del Hacedor de Ladrones, mientras éste se sentaba en su trono de alto respaldo; la muchedumbre de recién llegados se levantó y se arremolinó hasta que los huérfanos de la Colina de las Sombras, más grandes y mayores que ellos, los cogieron por el cuello y comenzaron a darles instrucciones. Al poco tiempo, Locke y el amo de la Colina de las Sombras estaban tan solos como habían deseado.

—Muchacho —dijo el Hacedor de Ladrones—. Suelo mostrar cierta reticencia al dirigirme a mis nuevos hijos e hijas la primera vez que llegan a la Colina de las Sombras. ¿Sabes a qué tipo de reticencia me refiero?

El chico apellidado Lamora negó con la cabeza. Su flequillo grasiento, de color marrón sucio, se pegaba a su carita redonda, y las manchas de tomate que rodeaban su boca se veían secas e indecorosas. El Hacedor de Ladrones las limpió delicadamente con uno de los puños de su gastada casaca azul; el chico no se acobardó.

—Me refiero a que les han dicho que robar cosas es malo, así que yo tengo que trabajar con el nuevo concepto hasta que se acostumbren a él. ¿Comprendido? Bueno, como veo que no pareces resentirte por reticencias parecidas, ambos podemos proseguir. ¿Has robado alguna vez?

El chico asintió.

—¿Antes de la plaga?

Otro asentimiento.

—Lo suponía. Querido, mi querido muchacho… ahhh, no perdiste a tus padres por culpa de la plaga, ¿verdad?

El muchacho bajó la mirada y apenas negó con la cabeza.

—Así que has estado cuidando de ti mismo durante algún tiempo. No es algo de lo que ahora tengas que avergonzarte. Incluso puede proporcionarte una posición de respeto en este lugar, siempre que pases las pruebas.

A modo de respuesta, el muchacho apellidado Lamora hurgó entre sus andrajos y le entregó algo al Hacedor de Ladrones. Dos pequeñas bolsas de piel cayeron sobre la palma abierta del hombre mayor… pequeñas, llenas y manchadas, cuyas respectivas aberturas estaban ceñidas por cuerdas deshilachadas.

—¿De dónde las has sacado?

—De los hombres de la Guardia —dijo Locke con un su-surro—. Algunos de ellos nos recogieron y nos llevaron consigo.

El Hacedor de Ladrones dio un respingo como si una avispa acabara de clavarle su dardo en la espina dorsal y se quedó mirando las bolsas como si no se lo creyera.

—¿Así que se las quitaste a los jodidos hombres de la Guardia? ¿A los casacas amarillas?

Locke asintió, en aquella ocasión con más entusiasmo que antes.

—Nos recogieron y nos llevaron consigo.

—¡Por los dioses! —musitó el Hacedor de Ladrones—. ¡Oh, dioses! Has podido jodernos a todos de un modo soberbio, Locke-por-tu-padre-Lamora. Ciertamente soberbio.

5

—Aquel bastardo pequeño y descarado apenas me conocía y ya acababa de romper la Tregua Secreta —el Hacedor de Ladrones se sentaba confortablemente en el jardín del tejado más alto del templo donde vivía el Sacerdote Sin Ojos y mantenía entre sus manos una copa de piel embreada llena de vino. Y, a pesar de que, por lo agriado que estaba, pareciera vino de recuelo y supiese a vinagre, supo que era un buen presagio de que las negociaciones iban bien—. Jamás había sucedido antes y no volvió a suceder después.

—Si alguien le enseñó cómo robar de una casaca, no le dijo que los casacas amarillas estaban fuera de su alcance —el padre Cadenas frunció los labios—. Es muy curioso. Ciertamente lo es. A nuestro querido Capa Barsavi le gustaría conocerle.

—Jamás supe quién le había enseñado. El muchacho siempre alegó que había aprendido por sí mismo, pero eso es una tontería. Cadenas, cinco años jugando con peces muertos y boñigas de caballo no te enseñan de repente cuáles son los mejores modos de palpar una bolsa y de llevártela.

—¿Qué hiciste con las bolsas?

—Regresé al destacamento que la Guardia tenía en el Fuego Encendido y besé culos y botas hasta que los labios se me quedaron negros. Expliqué al capitán de la Guardia en cuestión que uno de los recién llegados no sabía cómo funcionaban las cosas en Camorr, y luego les devolví las bolsas con sus intereses, dándoles las gracias por su magnanimidad y gentileza, etcétera, etcétera.

—¿Y lo aceptaron?

—Cadenas, el dinero hace alegres a los hombres. Llené de plata las bolsas hasta reventar. Luego entregué a todos y cada uno de los hombres del destacamento dinero para que bebieran durante cinco o seis noches y acordamos que alzaran algunas copas a la salud de Capa Barsavi, quien, a buen seguro, no lo necesitaba, ahhh, pues parecía una cosa sin importancia que su leal Hacedor de Ladrones la hubiera cagado al permitir que un chico de cinco años rompiera la puñetera Tregua.

—Así que eso fue lo sucedido la primera noche que te asociaste con mi misterioso muchacho, el que acabas de ofrecerme a precio de ganga —dijo el Sacerdote Sin Ojos.

—Me congratula, Cadenas, que te decidas a emplear el posesivo con ese chaval, aunque sólo sea para darle un poco de color al asunto. De veras que no sé cómo plantearlo. He tenido a chicos que no sabían si el robar se hacía de tal o cual manera y chicos que se resignaban a robar porque no sabían hacer nada más. Pero nadie, y recalco nadie, tuvo jamás tantas ganas de robar como este chico. Si le sangrara el gaznate porque se lo hubieran abierto de oreja a oreja y un físico intentara cortarle la hemorragia, Lamora le robaría hilo y aguja y moriría riendo. Él… roba demasiado.

—Roba demasiado —repitió el Sacerdote Sin Ojos—. Roba demasiado. De todas las quejas imaginables, jamás hubiera pensado que escucharía ésa de la boca de un hombre que lleva toda la vida entrenando a pequeños ladrones.

—Ríete todo lo que quieras —dijo el Hacedor de Ladrones—, porque ahí es donde me duele.

6

Pasaron los meses. Parthis se convirtió en Festal, que se convirtió en Aurim, y los chubascos cargados de neblina del verano dieron paso a las lluvias torrenciales del invierno, mucho más molestas. El septuagésimo séptimo año de Gandolo se convirtió en el septuagésimo séptimo año de Morgante, el Padre de la Ciudad, Señor del Dogal y de la Paleta.

Ocho de los treinta y un huérfanos del Fuego Encendido que no habían conseguido aficionarse a las delicadas e interesantes tareas del Hacedor de Ladrones se balancearon en lo alto del Puente Negro, que está enfrente del Palacio de la Paciencia. Y cuando sucedió tal cosa, los sobrevivientes se afanaron tanto por las tareas delicadas e interesantes que tenía que cumplir cada uno de ellos, que apenas se preocuparon por lo sucedido.

La sociedad de la Colina de las Sombras, como Locke no tardaría en descubrir, se hallaba férreamente dividida en dos tribus: los Calles y los Ventanas. La última era un grupo más pequeño y restringido que recogía todas sus ganancias después de la puesta de sol. Se arrastraban por los tejados y bajaban por las chimeneas, abrían con ganzúas las cerraduras y se deslizaban por los alféizares protegidos por barras, robándolo todo, desde monedas y joyas hasta los bloques de manteca de las despensas desprotegidas.

Por otra parte, durante el día, los chicos y chicas que pertenecían a los Calles rondaban en busca de presas por los paseos, las callejuelas y los puentes de los canales, formando equipos. Los muchachos más mayores y experimentados (los tironeros) centraban su trabajo en los bolsillos, bolsas y puestos que estaban a la vista, mientras que los más jóvenes y menos capacitados (los ganchos) preparaban distracciones, llorando por madres inexistentes, o fingiéndose enfermos, o dando vueltas como locos por todas las direcciones gritando «¡Alto! ¡Al ladrón!», dando tiempo a que los tironeros se hicieran con su botín.

Al regresar al cementerio después de todas y cada una de las incursiones realizadas en el exterior, cada uno de los huérfanos era extorsionado por otro chico mayor o más grande, de suerte que todo lo robado o recogido recorría el escalafón de pegones y de matones hasta llegar al Hacedor de Ladrones, que anotaba los nombres y lo recogido durante el día en una lista inquietante y muy precisa que llevaba en la cabeza. Los que habían producido beneficios cenaban; los que no, aquella misma tarde eran castigados a realizar dos salidas para practicar.

Noche tras noche, el Hacedor de Ladrones organizaba un desfile por las madrigueras de la Colina de las Sombras cargado con los monederos, los pañuelos de seda, los collares, los botones de metal y una docena de toda suerte de cosas raras que valía la pena llevarse de un tirón. Sus pupilos tropezaban con él disimulada o accidentalmente; aquellos a los que descubría o sentía mientras intentaban robarle eran castigados en el acto. Como el Hacedor de Ladrones prefería no dañar físicamente a quienes no pasaban aquellos juegos de entrenamiento, les obligaba a beberse una botella de aceite de jengibre sin diluir, mientras sus pares se reunían a su alrededor y entonaban cánticos de burla. El aceite de jengibre de Camorr es algo impresionante, aunque sin parangón (según la opinión del mismísimo Hacedor de Ladrones) con el hecho de tragarse las cenizas ardientes del veneno de roble.

A los que no querían abrir la boca se lo echaban por la nariz, mientras los chicos más mayores los mantenían echados hacia atrás, la cabeza erguida. Hay que decir que nadie había sufrido aquel castigo dos veces.

Poco después, aquellos que aún seguían con la lengua escaldada y la garganta hinchada aprendían los rudimentos de cómo hacer un corte en las casacas y de cómo «llevarse prestadas» las mercancías de los comerciantes muy poco atentos y aún menos despiertos. El Hacedor de Ladrones les instruía con gran entusiasmo en la arquitectura de los jubones, de los chalecos, de las levitas y de las bolsas que se llevan a la cintura, poniéndose al día en todos los avances de la moda a medida que los chicos llegaban a puerto; sus pupilos aprendían qué podía cortarse, qué podía rasgarse y qué debía acariciarse con ágiles dedos.

—La cuestión, queridos, estriba en no agarraros a la pierna del sujeto como si fuerais un perro, o en no cogeros de su mano como niñitos extraviados. Con frecuencia, medio segundo de contacto con el sujeto suele ser demasiado tiempo, realmente muchísimo —el Hacedor de Ladrones hizo como si acabaran de ponerle un nudo corredizo alrededor del cuello y sacó la lengua fuera—. Tres son las reglas sagradas gracias a las cuales viviréis o moriréis. La primera, aseguraos siempre de que el sujeto está completamente distraído, ya sea por las tonterías que haréis o por algo que vuestra truhanería os permita improvisar sobre la marcha, como una pelea o decir que tal o cual casa está en llamas. Los incendios son magníficos para nuestros propósitos; mimadlos. La segunda, minimizad, y subrayo minimizad, el contacto con el sujeto, incluso cuando esté distraído —se liberó del lazo invisible e hizo una mueca llena de socarronería—. Y, finalmente, la tercera es que, una vez que hayáis finalizado vuestro asunto, salgáis pitando del vecindario, aunque la víctima sea más tonta que una caja de maracas. ¿Qué os he enseñado?

—Da un tirón y escaparás. Da otro tirón y colgarás —cantaron a coro sus alumnos.

Los nuevos huérfanos llegaban de uno en uno y por parejas; daba la impresión de que, cada dos semanas, los chicos más mayores abandonaban la colina sin que nadie los echara de menos. Locke suponía que aquello revelaba la existencia de una disciplina superior a la del aceite de jengibre, pero, puesto que se encontraba muy por debajo en la delicada jerarquía de la colina, no se atrevió a hacer ninguna pregunta, pues aún menos confiaba en las respuestas que pudiera obtener.

En lo que respecta a su propio entrenamiento, Locke salió con los Calles el mismo día que llegó, los cuales le relegaron inmediatamente a los ganchos (como castigo, había supuesto). A finales del segundo mes, su destreza le había valido un ascenso entre las filas de los tironeros. Y aunque dicho ascenso fuera considerado un paso adelante en su grupo social, Lamora fue el único en toda la colina que prefirió seguir trabajando con los ganchos después de tener la facultad de no hacerlo.

Dentro de la colina era taciturno y no tenía amigos, pero cuando hacía de gancho era todo un artista; y aquello le devolvió las ganas de vivir. Perfeccionó el empleo de la pulpa de naranja excesivamente masticada como sustituto del vómito; mientras que los otros ganchos se limitaban a sujetarse el estómago y quejarse, Locke sazonaba sus actuaciones vomitando una bocanada de gachas blanco-anaranjadas a los pies de su devota audiencia o (siempre que fuera el caso de encontrarse con pésimo humor) encima de sus dobladillos y polainas.

Otro de sus recursos favoritos consistía en una ramita larga y seca atada a uno de sus tobillos y oculta bajo la pernera de las calzas. Al arrodillarse súbitamente la ramita se rompía con un ruido que todos podían escuchar; dicho ruido, seguido por un penetrante baladro, era un magnífico imán para suscitar atención y simpatía, sobre todo si algún vehículo se hallaba cerca de él. Y cuando estaba a punto de sobrepasar el tiempo que podía engañar a los parroquianos, entonces llegaban otros ganchos que anunciaban en voz alta hallarse dispuestos a «llevárselo a casa, al lado de madre», para que le atendiera un físico. Y la habilidad para caminar la recobraba milagrosamente en cuanto doblaba la esquina.

De hecho, había desarrollado en tan poco tiempo tan gran repertorio de trucos bien pensados, que el Hacedor de Ladrones no tuvo más remedio que llamarle a su lado para mantener con él una nueva conversación privada (aquello sucedió después de que Locke fuera responsable del inconveniente desmayo en público de una joven dama a quien, mediante los rápidos y precisos golpes de un estilete, había despojado de falda y corpiño).

—Atiende, Locke-por-tu-padre-Lamora —dijo el Hacedor de Ladrones—, esta vez nada de aceite de jengibre, te lo aseguro, aunque preferiría, y con mucho, que tus trucos dejaran de ser un entretenimiento y se convirtieran en algo práctico.

Locke se limitó a mirarle fijamente desde su poca estatura y a mover los pies.

—Así que voy a hablarte claramente. Los demás ganchos salen día tras día para verte, a ti, dejando de lado sus puñeteros asuntos. No os estoy dando de comer para que os convirtáis en mi compañía privada de teatro. Lo que quiero es que mi tropa de pequeños desarrapados felices se preocupe de sus propios trucos y dejen de pensar en querer ser una celebridad como tú.

Y algún tiempo después, todo volvió a quedar en calma.

Entonces, justo seis meses después de llegar a la colina, Locke prendió fuego accidentalmente a la taberna llamada la Viña del Cristal Antiguo y propició un tumulto que dio lugar a una cuarentena en la que bien poco faltó para que el Estrecho fuera borrado del mapa de Camorr.

El Estrecho era un valle repleto de madrigueras y casuchas que se encontraba en el extremo más septentrional de los bajos fondos de la ciudad; con forma de riñón y parecido a un vasto anfiteatro, el corazón de la isla estaba en una depresión de algo más de quince metros de profundidad respecto a sus límites exteriores. Varias hileras ladeadas de bloques de casas y tiendas sin ventanas sobresalían de las gradas de tan colosal cazuela; las fachadas se apoyaban en otras fachadas y las callejas se entrecruzaban con otras callejas, plateadas bajo la bruma, haciendo del suelo del Estrecho algo tan angosto que sólo permitía el apretujado paso por él de dos hombres a la vez.

La Viña del Cristal Antiguo se acurrucaba encima de los guijarros de la carretera que iba hacia el oeste, la cual llevaba, gracias a un puente de piedra, desde el Estrecho hasta las verdes profundidades de la Mara Camorazza. Era como una bestia yacente de tres plantas cuyas maderas hubiesen sido deformadas por el clima, con escaleras raquíticas por dentro y por fuera que, al menos, dejaban tullido cada semana a uno de sus parroquianos (de hecho, los clientes asiduos hacían unas apuestas muy divertidas acerca de cuál de ellos sería el siguiente en romperse el cráneo). Era un antro de gente que fumaba en pipa y de adictos a la Mirada Fija, capaces, delante de todos, de instilarse en los ojos las preciadas gotas de aquella droga y de quedarse inmóviles, estremeciéndose por las visiones, mientras los desconocidos se llevaban sus pertenencias o los usaban a ellos a modo de mesas.

Cuando apenas acababa de comenzar el septuagésimo séptimo año de Morgante, Locke Lamora irrumpió en el salón de la Viña del Cristal Antiguo sollozando y sorbiéndose los mocos a sus anchas, mostrando sobre su rostro las mejillas ardientes, los labios sangrantes y los ojos enrojecidos que eran característicos del Susurro Negro.

—Por favor, señor —dijo en voz baja a uno de los matones del local que le miraba aterrorizado, mientras jugadores de dados, camareros, putas y ladrones se quedaban inmóviles, mirándole—. Por favor, padre y madre están enfermos; no sé qué les pasa. Soy el único que puede andar… usted (un sorbetón)… ¡ayuda! Por favor, señor…

Después de escuchar aquellas palabras, al matón sólo se le ocurrió gritar a voz en cuello «¡El Susurro! ¡El Susurro Negro!», de suerte que sólo él fue el responsable de que todos los que se encontraban en la Viña del Cristal Antiguo abandonaran de cabeza el establecimiento. Ningún chico de la estatura de Locke Lamora hubiera sido capaz de sobrevivir a la orgía de empujones y de pánico que aconteció entonces, a menos de tener sobre el rostro la enseña de la enfermedad, que era mejor que cualquier escudo. Los dados repiquetearon encima de las mesas y los naipes cayeron volando al suelo como hojas caídas; las jarras de peltre y las embreadas, todas llenas de cerveza negra, lanzaron salpicaduras de bebida barata al golpear el suelo. Se volcaron las mesas, los cuchillos y las porras alcanzaron a otros al salir volando, y los de la Mirada Fija fueron pisoteados cuando una marea indisciplinada de detritos humanos brotó por cada una de las puertas, excepto aquella ante la que se encontraba Locke, que no había dejado de suplicar en vano (o eso parecía) a los gritos y a las espaldas que los demás le ofrecían.

Cuando la taberna se hubo vaciado de todo el mundo, excepto de unos pocos adictos gemebundos (e inmóviles) a la Mirada Fija, los compañeros de Locke entraron cautelosamente en su busca: una docena de los ganchos y tironeros más rápidos de los Calles, especialmente invitados por Lamora a la incursión. Se desplegaron entre las mesas caídas y la barra en desorden y saquearon como salvajes todo lo que podía tener algún valor. Aquí un puñado de monedas caídas a un lado, ahí un buen cuchillo, allá un juego de dados de hueso de ballena adornados con puntitos de color granate. De la despensa, cestas de pan duro, aunque aprovechable, y mantequilla salada envuelta en papel encerado, así como una docena de botellas de vino. Medio minuto fue todo lo que Locke les concedió, contando mentalmente mientras se quitaba el maquillaje del rostro; al terminar la cuenta, hizo una seña a sus socios para que salieran y se adentraran en la noche.

No tardaron en sonar los tambores que, siempre que había un tumulto, servían para llamar a la Guardia; poco después, sobreponiéndose a su sonido rítmico, se escuchó un tenue sonido de gaitas; aquel sonido helaba la sangre, porque servía para llamar a los Gules del Duque, la Guardia de Cuarentena.

Los participantes en la aventura de tan imponente latrocinio dirigido por Locke se abrieron paso entre la muchedumbre creciente que formaban los habitantes del Estrecho, cada vez más confusos y asustados, y echaron a correr hacia su hogar dando un rodeo por la Mara Camorazza y por el distrito de Humo de Carbón.

Luego entraron en él con el mayor botín de enseres y de alimentos que jamás recordaran los huérfanos de la Colina de las Sombras, por no hablar del montón de medios barones de cobre mayor de lo que Locke hubiera esperado (ignoraba que la gente que juega a los dados o a las cartas lo hacía con dinero, puesto que aquel tipo de juegos era del exclusivo dominio de los huérfanos de mayor edad y popularidad, características que él no compartía).

Durante algunas horas, el Hacedor de Ladrones se sintió sencillamente abrumado.

Aquella noche unos borrachos asustados prendieron fuego a la Viña del Cristal Antiguo, y la gente huyó a centenares del Estrecho cuando la Guardia de la ciudad fue incapaz de localizar al chico que había desatado el pánico. Los tambores del tumulto sonaron hasta el amanecer, los puentes fueron bloqueados y los arqueros del duque Nicovante ocuparon los canales que rodeaban el Estrecho, subidos en barcas de fondo plano y provistos de flechas para toda la noche y algunas horas más.

A la mañana siguiente el Hacedor de Ladrones volvía a tener una conversación en privado con el huérfano más joven de la plaga.

—El problema que tengo contigo, Locke-y-jode-Lamora, es que no eres circunspecto. ¿Sabes qué significa circunspecto?

Locke negó con la cabeza.

—Permíteme que te lo explique. Esa taberna tenía un dueño. Ese dueño trabajaba para Capa Barsavi, el gran hombre en persona, al igual que yo. Bien, pues el dueño de la taberna pagaba al Capa, al igual que yo, para evitar accidentes. Gracias a ti, ha tenido un accidente muy jodido, aunque él se estuviera gastando el dinero para que no sucediera. Y ahora llego a donde quería: incitar a un hatajo de malditos borrachos que son como animales a quemar ese lugar hasta los cimientos, por miedo a una plaga falsa, es lo contrario de lo que significa llevar a cabo una operación con circunspección. ¿Puedes comprender lo que esto significa?

Al escuchar aquello, Locke supo que era el momento apropiado para asentir con la cabeza.

—A diferencia de la última vez en que intentaste llevarme a la tumba, en esta ocasión no puedo sobornar a nadie, pero, gracias a los dioses, no lo necesito, porque el lío es colosal. La última noche, los casacas amarillas aporrearon a doscientas personas antes de darse cuenta de que ninguna de ellas tenía el Susurro; el Duque llamó a sus puñeteros soldados y estuvo a punto de darle al Estrecho un buen restregón de aceite ardiente. La única razón, y subrayo la palabra única, de que ahora no estés flotando con cara de pasmado dentro del estómago de algún tiburón se debe a que la Viña del Cristal Antiguo sólo es un montón de cenizas; nadie sabe que robaron en ella antes de que se convirtiera en ese montón de cenizas. Nadie excepto nosotros.

»Así pues, debemos ponernos de acuerdo para que nadie de esta colina cuente lo sucedido, y ahora vas a conocer parte de esa reticencia a la que me referí la primera vez que llegaste a este lugar. ¿Recuerdas lo que significa reticencia, verdad?

Locke asintió.

—Sólo quiero muy pocas cosas de ti, Lamora. Quiero trabajos buenos y bien hechos. Quiero una bolsa aquí, una salchicha allá. Quiero que te tragues tu ambición, que la cagues como si fuera una comida que te hubiera sentado mal y que, durante el próximo millón de años, sigas siendo un joven gancho, pero circunspecto. ¿Puedes hacer esto por mí? No robes a ningún casaca amarilla más, no quemes más tabernas, no comiences ningún jodido tumulto más. Sólo intenta ser un carterista sin imaginación como tus hermanos y hermanas. ¿Entendido?

Locke asintió una vez más, intentando parecer arrepentido.

—Bien. Y ahora —mientras hablaba, el Hacedor de Ladrones sacó su botella de aceite de jengibre, que estaba casi llena—, démosles un poco de vigor a mis advertencias.

Y algún tiempo después (luego de que Locke recobrara las facultades de hablar y de respirar sin trabas) todo volvió a estar en calma.

Pero el septuagésimo año de Morgante se convirtió en el septuagésimo año de Sendovani, y, aunque durante algún tiempo Locke consiguió ocultar sus acciones al Hacedor de Ladrones, en cierta ocasión bastante notoria dejó de ser circunspecto.

Cuando el Hacedor de Ladrones se enteró de lo que el chico había hecho, acudió a ver al Capa de Camorr y le pidió permiso para realizar una muerte sin importancia. Sólo después se le ocurrió ir a ver al Sacerdote Sin Ojos, pero no movido por la piedad, sino por la posibilidad de obtener un último beneficio, aunque pequeño.

7

El cielo era de un rojo que se desvanecía y nada quedaba del día sino una línea de oro derretido que iba bajando lentamente hacia el horizonte de Poniente. Locke Lamora caminaba a rastras, pisando la larga sombra del Hacedor de Ladrones que lo estaba conduciendo al templo de Perelandro para venderlo en él. Después de mucho tiempo, Locke acababa de descubrir el lugar donde habían desaparecido los chicos más mayores.

Una gran arcada de cristal llevaba desde la base noroccidental de la Colina de las Sombras hasta el límite oriental del largo y ancho distrito del Templo. El Hacedor de Ladrones se detuvo en el ápice de aquel puente y miró hacia el norte. Cruzando las casas sin luz del Silencio y las aguas empenachadas por la bruma del impetuoso Angevino, su vista divisó las umbrosas mansiones y los bulevares de piedra blanca, realzados por las hileras de árboles que seguían su trazado, de las islas Alcegrante, dormidas en su opulencia bajo la imposible altura de las Cinco Torres.

Las Cinco Torres eran las estructuras de cristal antiguo más notables de aquella ciudad repleta de tan arcana sustancia; otra más pequeña y menos majestuosa, Acoje a la Aurora, sólo tenía un poco más de veinticinco metros de anchura y apenas ciento cincuenta de altura. El color original de cada una de aquellas torres había comenzado a mezclarse con los tonos rojizos, como de un horno encendido, de la puesta de sol, y la telaraña de cables y de jaulas de carga que cubría las cimas de las torres apenas era visible al recortarse contra el carmín del cielo.

—Chico, quédate aquí un momento —dijo el Hacedor de Ladrones con voz extrañamente melancólica—. Aquí, encima de mi puente. Tan pocos son los que vienen por aquí para dirigirse a la Colina de las Sombras, que bien pudiera ser mío.

El Viento del Duque que llegaba durante el día desde el Mar de Hierro había rolado; como siempre, la noche estaría gobernada por el polvoriento Viento del Ahorcado, que soplaba desde la tierra hacia el mar, repleto de los relentes de las granjas y del agua estancada de las marismas.

—Ya sabes que voy a librarme de ti —añadió el Hacedor de Ladrones tras una pausa—. Ahhh, en serio, es un adiós para siempre. Es una pena que te falte tanto… sentido común.

Locke no dijo nada y se limitó a alzar la mirada y contemplar las vastas torres de cristal mientras el cielo que le rodeaba iba perdiendo el color; y cuando las estrellas blanco-azuladas comenzaron a brillar, los postreros rayos de sol se desvanecieron por el oeste como si el gran ojo que los lanzaba acabara de cerrarse.

Cuando le dio la impresión de que el primer amago de genuina oscuridad alcanzaba la ciudad, una nueva luz nació y brilló tanto que lo expulsó; aquella luz relucía dentro de las mismísimas Cinco Torres y del cristal translúcido del puente sobre el que se encontraban. Crecía a medida que respiraba, cobrando fuerza hasta bañar la ciudad con la luz feérica que señalaba que el día había terminado.

Era la hora de la Falsa Luz.

Desde las alturas de las Cinco Torres hasta la tersura de obsidiana de los vastos rompeolas de cristal y los arrecifes artificiales cubiertos por olas del color de la pizarra, la Falsa Luz era irradiada por todas las superficies y todos los objetos de cristal antiguo que había en Camorr, por todos los fragmentos de aquel material extraño que tanto tiempo atrás habían dejado las criaturas que dieron forma a la ciudad. Todas las noches, en cuanto el sol se sumía por Poniente, los puentes de cristal se convertían en hebras de luz de luciérnaga; las torres y avenidas de cristal, así como las extrañas esculturas de los jardines hechas con aquella materia, rielaban pálidas de violeta, azur, naranja y gris perla, mientras las lunas y las estrellas mudaban su color en gris.

Esto era lo que sucedía en Camorr al atardecer: el fin de la jornada de trabajo de quienes hacían el turno de día, la llamada de las rondas de la Guardia y el cierre de las puertas de la ciudad; era una hora de luz sobrenatural que no tardaba en dar paso a la auténtica noche.

—Vayamos a nuestro asunto —dijo el Hacedor de Ladrones, y ambos se dirigieron hacia el distrito del Templo, caminando bajo aquella luz tan suave como irreal.

8

Puesto que los templos de Camorr solían cerrar sus puertas en cuanto terminaba la hora de la Falsa Luz, en la Casa de Perelandro el Sacerdote Sin Ojos, sentado en los peldaños de su decrépito templo, no perdió el tiempo que aún le quedaba en llenar el caldero de cobre que se encontraba ante él.

—¡Huérfanos! —dijo con voz tan atronadora que no hubiera desentonado en un campo de batalla—. ¿Acaso antes o después no somos todos huérfanos? ¡Ay de aquellos arrancados del regazo de su madre, pues apenas tienen infancia!

A ambos lados del caldero se sentaba una pareja de muchachos jóvenes y esbeltos, ataviados con sendos hábitos blancos provistos de capucha. Dio la impresión de que, al mirar ellos fijamente cómo los hombres y las mujeres se apresuraban por las plazas y avenidas de los dioses hacia sus respectivos trabajos, el irreal brillo de la Falsa Luz inflamaba la hueca negrura que rodeaba sus ojos.

—¡Ay de aquellos que, a causa de un cruel hado, han sido arrojados a un mundo malvado que no tiene sitio para ellos y que los convierte en esclavos! —proseguía el sacerdote—. ¡Esclavos o, peor, juguetes de placer para la lujuria de los malvados y los impíos, que los obligan a llevar un asomo de vida llena de indecible degeneración al lado de la cual la esclavitud es una bendición!

Locke se maravilló al escuchar aquellas palabras, pues jamás había asistido a una representación teatral ni escuchado a un orador experimentado. Había en ellas tanto desprecio que, si hubiera habido agua encima de las piedras del suelo, se hubiera evaporado; había en ellas tanta protesta que el pulso se le aceleró por la vergüenza que le hizo sentir, pues también él era huérfano. Y deseó seguir escuchando el vozarrón de aquel hombre que vociferaba.

Tan grande era la fama del padre Cadenas, el Sacerdote Sin Ojos, que incluso Locke Lamora había oído hablar de él; era un hombre al final de la madurez, con un pecho tan grande como una mesa de escritorio y una barba pegada a su escarpado rostro como si fuera un trozo de fregona. Una gruesa venda blanca le cubría frente y ojos, unos hábitos de algodón blanco le colgaban hasta los desnudos tobillos y un par de grilletes de negro hierro rodeaban sus muñecas. De aquellos grilletes salían unas pesadas cadenas de acero que, luego de subir por los peldaños del templo, entraban por sus abiertas puertas hasta el interior del mismo. Locke pudo apreciar que, cuando el padre Cadenas hablaba gesticulando a quienes le escuchaban, las cadenas se estiraban al máximo. Su libertad de movimientos estaba al límite.

Durante trece años, o eso decían las habladurías de la gente, el padre Cadenas jamás había puesto un pie fuera de los escalones de su templo. Como muestra de la devoción que sentía por Perelandro, Padre de las Mercedes, Señor de los Vigilados, se había encadenado a sí mismo a los muros de su capilla con grilletes de hierro que no tenían ni cerraduras ni llaves, y pagado a un físico para que le arrancara los ojos delante de la muchedumbre.

—¡El Señor de los Vigilados vela por cada hijo e hija de los fallecidos hasta tal punto que ni siquiera podéis imaginaros! ¡Benditos sean ante él aquellos que, sin verse constreñidos por los deberes de la sangre, reconfortan y ayudan a quienes carecen de padre y de madre…!

Aun sabiendo que, además de ciego, se cubría con una venda, Locke hubiera jurado que el padre Cadenas se había vuelto hacia él y hacia el Hacedor de Ladrones cuando ambos llegaban a la plaza.

—¡… por la indudable bondad de sus corazones, y alimentan y protegen a los niños de Camorr, jamás movidos por la fría avaricia sino por la gentileza y el darse a los demás! ¡Benditos sean aquellos que protegen a los gentiles y menesterosos huérfanos de Camorr! —siseó Cadenas, lleno de fervor.

Cuando el Hacedor de Ladrones llegó ante los escalones del templo y comenzó a subir por ellos, tuvo la precaución de pisar fuerte con los talones en la piedra para anunciar su presencia.

—Alguien se acerca —dijo el padre Cadenas—, creo que son dos, si he de dar crédito a mis oídos.

—Te traigo al chico de quien hablamos, padre —anunció el Hacedor de Ladrones lo suficientemente alto para que varios transeúntes lo oyeran y escucharan lo que iba a decir a continuación—. Le he preparado lo mejor que he podido para las, ahhh, pruebas de aprendizaje e iniciación.

El sacerdote se tambaleó al bajar por los escalones que le conducían hacia Locke, arrastrando tras de sí las ruidosas cadenas. Los muchachos encapuchados cogieron el caldero y le echaron un vistazo a Locke, pero no dijeron nada.

—¿Entonces lo has traído? —el padre Cadenas alargó una mano con alarmante precisión, y sus dedos encallecidos recorrieron como patas de araña la frente, las mejillas, la nariz y la barbilla de Locke—. Un chico bajito, sí, creo que es muy bajito. Aunque, por los recovecos angulosos de su triste rostro de huérfano, debidos a la mala alimentación, puedo aventurar que con cierto carácter.

—Se llama —dijo el Hacedor de Ladrones— Locke Lamora, y apuesto a que la Orden de Perelandro encontrará muchas aplicaciones para su, ahhhh, inusual grado de iniciativa personal.

—Me bastará —dijo el sacerdote con voz sonora— con que sea sincero, sufrido, honesto y proclive a la disciplina. Pero no dudo de que durante el tiempo que ha estado contigo tu afecto y tu cuidado habrán instilado en él esas cualidades, entre otras —batió palmas tres veces y añadió—: Queridos niños, vuestro trabajo por hoy ha terminado; recoged las ofrendas de las buenas personas de Camorr y mostremos el templo a nuestro futuro iniciado.

El Hacedor de Ladrones dio a Locke un ligero pescozón en el hombro y, acto seguido, con mucho entusiasmo, le empujó escalera arriba tras los pasos del Sacerdote Sin Ojos. Cuando los muchachos de los hábitos blancos pasaron el tintineante caldero por delante del Hacedor de Ladrones, éste echó en él una pequeña bolsa de piel, abrió los brazos e hizo una reverencia con la teatralidad de serpiente que le caracterizaba. Lo último que Locke vio de él fue la rapidez con que cruzaba el distrito del Templo, agitando con alegría sus brazos retorcidos y sus hombros huesudos: el pavoneo de un hombre que acababa de recobrar la libertad.

9

El interior del templo de Perelandro era una habitación de piedra mohosa con varios charcos de agua estancada; a causa del moho, los tapices que cubrían las paredes estaban a punto de volver a su estado original de hilos trenzados. Su única iluminación procedía de la claridad pastel de la Falsa Luz y de los desfallecidos esfuerzos de un globo alquímico de color blanco y medio apagado, insertado precariamente en un enganche, el cual quedaba justo encima de la placa de acero que encadenaba al Sacerdote Sin Ojos a la pared del santuario. En la pared de enfrente, Locke vio una puerta oculta bajo una cortina y nada más.

—Calo, Galdo —dijo el padre Cadenas—, sed buenos chicos y atended las puertas, por favor.

Los dos muchachos de los hábitos dejaron en el suelo el caldero de cobre y se dirigieron a uno de los tapices, que levantaron entre ambos para maniobrar un dispositivo oculto; algún enorme e invisible mecanismo hizo crujir las paredes del santuario y, acto seguido, las puertas gemelas que conducían a los peldaños por los que se entraba al templo comenzaron a cerrarse. Cuando terminó aquel proceso, en medio del roce de unas piedras contra otras, el globo alquímico brilló súbitamente con más fuerza.

—Ahora —dijo el Sacerdote Sin Ojos mientras se arrodillaba en medio de los pequeños montículos de acero que formaban las cadenas al dejar de estar en tensión— ven aquí, Locke Lamora, para comprobar si posees algunas de las dotes exigidas para convertirte en uno de los iniciados de este templo.

Con el padre Cadenas de rodillas, Locke y él casi se tocaban con la frente. Como respuesta a las señas que Cadenas le hacía con las manos, Locke se acercó más y aguardó. El sacerdote frunció la nariz.

—Ya veo que a tu anterior maestro no parecía importarle el olor acre de sus pupilos; no importa. Pronto lo arreglaremos. Por ahora, déjame solamente tus manos, así —Cadenas guió con firmeza, pero también con suavidad, las pequeñas manos de Locke hasta que quedaron encima de su venda—. Ahora… simplemente cierra los ojos y concéntrate… concéntrate. Deja que cualquier pensamiento virtuoso que haya en tu interior suba como una burbuja hacia la superficie… deja que el calor de tu espíritu generoso fluya por tus manos inocentes… Ah, sí, así…

Locke se sentía entre alarmado y divertido cuando las arrugas del curtido rostro del padre Cadenas se distendieron y la boca se le quedó colgando como un signo premonitorio de beatitud.

—¡Ahhhhhhh! —musitó el sacerdote, la voz cargada de emoción—. ¡Sí, sí, tienes cierto talento… cierto poder… Puedo sentirlo…! Tiene que ser… ¡un milagro!

Y mientras decía todo aquello, Cadenas echó la cabeza hacia atrás y Locke saltó en el sentido opuesto. En medio de un repiqueteo de cadenas, el sacerdote se llevó las manos con los grilletes a la venda y la arrancó triunfalmente. Locke retrocedió, no teniéndolas todas consigo por lo que aquellas cuencas de los ojos pudieran mostrarle… y entonces comprobó que los ojos del sacerdote eran muy normales: de hecho, Cadenas torció la mirada por el dolor y se los restregó varias veces, estremeciéndose al recibir la luz del globo de cristal.

—¡Ahhhh! ¡Ja, ja, ja! —exclamó, llevando sus manos hacia donde se encontraba Locke—. ¡Me he curado! ¡Me he curado! ¡Puedo VER DE NUEVO!

Por segunda vez en el transcurso de aquella noche, Locke se le quedó mirando con la boca abierta como un abobado, sin saber qué decir. A su espalda, los dos chicos encapuchados lanzaron unas risitas y Locke frunció el ceño sospechando algo.

—En realidad… no estabas ciego —dijo.

—¡Y en realidad tú no eras un idiota! —exclamó Cadenas, levantándose de un salto que hizo crujir sus rótulas. Agitó las manos aún con los grilletes como si fuera un pájaro que intentase levantar el vuelo—. ¡Calo, Galdo! ¡Quitadme estos malditos chismes de las muñecas para que pueda contar las bendiciones recibidas en el día de hoy!

Los dos chicos encapuchados se apresuraron y les hicieron algo a los grilletes que Locke fue incapaz de apreciar; de repente se abrieron y cayeron al suelo con un ruido muy desagradable. Cadenas se masajeó con cuidado la piel que había estado bajo ellos; era tan blanca como la carne de un pescado fresco.

—¡En realidad… no eres sacerdote! —añadió Locke, mientras el hombre mayor seguía masajeándose hasta que sus antebrazos cobraron algo de color.

—Oh, no —dijo Cadenas—. No soy sacerdote. Bueno, no soy un sacerdote de, hum, Perelandro. Ni mis iniciados lo son de Perelandro. Ni tú tampoco serás un iniciado de Perelandro. Locke Lamora, di hola a Calo y a Galdo Sanza.

Los dos chicos que se cubrían con los hábitos echaron hacia atrás sus respectivas capuchas y Locke comprobó que eran gemelos; aunque sólo fueran uno o dos años mayores que él, parecían mucho más robustos. Tenían la piel aceitunada y el cabello negro de los auténticos camorríes; sin embargo, la nariz que poseían en común, larga y ganchuda, desentonaba. Ambos sonrieron y, juntando las manos, le hicieron una reverencia.

—Hum, hola —dijo Locke—. ¿Quién es cada cuál?

—Hoy me toca a mí ser Galdo —dijo el que estaba a la izquierda de Locke.

—Es posible que mañana me toque a mí —dijo el otro.

—O quizá ambos queramos ser Calo —añadió el que había hablado primero.

—Con el tiempo —les interrumpió el padre Cadenas— aprenderás a distinguirlos por el número de cardenales que les habré hecho a patadas en sus respectivos culos. De cualquier manera, uno de ellos siempre quiere estar por delante del otro —se quedó detrás de Locke y, con sus enormes y pesadas manos, puso las cabezas de ambos sobre los hombros del recién llegado—. Idiotas, éste es Locke Lamora. Como habéis podido ver, acabo de comprárselo a vuestro antiguo benefactor, el amo de la Colina de las Sombras.

—Nos acordamos de ti —dijo el que supuestamente era Galdo.

—Un huérfano del Fuego Encendido —dijo el que supuestamente era Calo.

—El padre Cadenas nos compró justo después de que llegaras —dijeron ambos al unísono, haciendo una mueca.

—Dejaos ya de tonterías —dijo el padre Cadenas con voz que casi sonaba regia—. Os recuerdo a los dos que os habéis ofrecido voluntarios para preparar la cena. Peras y salchichas en aceite, y una ración doble para vuestro nuevo hermanito. Vamos. Locke y yo tenemos que hablar del caldero.

Haciendo muecas y gestos de lo más ofensivos, los gemelos se dirigieron hacia la puerta cubierta con una cortina y desaparecieron en su interior. Cuando Locke estaba escuchando el sonido que hacían sus pasos saliendo y entrando de alguna especie de despensa, el padre Cadenas le indicó que se sentara al lado del caldero del dinero.

—Siéntate, chico. Hablemos un poco de lo que hacemos aquí —Cadenas se acomodó encima del suelo húmedo y cruzó las piernas, para luego mirar pensativamente a Locke—. Tu anterior maestro me dijo que sabías hacer sumas sencillas. ¿Es cierto?

—Sí, maestro.

—No me llames «maestro». Eso hace que se me arruguen las pelotas y que me castañeteen los dientes. Ahora que estamos sentados aquí dentro, acércate al caldero y cuenta todo el dinero que hay en su interior —Locke tiró con fuerza del caldero por una de las asas, y comprendió por qué Calo y Galdo habían compartido su peso. Cadenas dio un empellón a la base del caldero y su contenido acabó por derramarse en el suelo, al lado de Locke—. Si quieres levantarlo te será muy incómodo, porque pesa demasiado —explicó Cadenas.

—¿Cómo puedes… cómo puedes pretender hacerte pasar por sacerdote? —preguntó Locke mientras apilaba las monedas enteras de cobre, y las que sólo eran partes, en pequeños montones—. ¿No temes a los dioses? ¿No temes la ira de Perelandro?

—Por supuesto que sí la temo —repuso Cadenas, pasándose los dedos por su encrespada y redonda barba—. Temo mucho a los dioses. Como dije, soy sacerdote, pero no de Perelandro. Soy un servidor iniciado del Decimotercero Sin Nombre, el Que Vela Por Los Ladrones, el Guardián Avieso, el Benefactor, el Padre de los Pretextos Necesarios.

—Pero si los dioses sólo don doce.

—Me resulta muy divertido comprobar que hay mucha gente tan poco informada al respecto, mi querido muchacho. Supón, si eres tan amable, que resulta que los Doce tienen en la familia a un hermano más joven que es, como si dijéramos, la oveja negra, el cual resulta que sólo manda sobre los ladrones como tú y como yo. Y que, aunque los Doce no permiten que nadie escuche ni pronuncie su Nombre, sienten cierto inveterado afecto por su manera divertida y cachonda de hacer las cosas. Esto explica que un viejo avieso y contestatario como yo no acabe fulminado por un rayo ni despedazado por la muchedumbre al usurpar el templo de un dios más respetable como Perelandro.

—¿Eres un sacerdote del… Decimotercero?

—Ciertamente. Un sacerdote de ladrones, y un ladrón que es sacerdote. Como algún día lo serán Calo y Galdo, y como también lo serás tú, siempre que seas digno incluso de la miseria que he pagado por ti.

—Entonces… —Locke recogió la bolsa del Hacedor de Ladrones (el color rojo de su piel tenía tonos como de óxido) del lugar donde descansaba, junto a los montones de monedas de cobre, y se la pasó a Cadenas—, si pagaste por mí, ¿por qué dejó mi antiguo maestro una ofrenda?

—¡Ah! Puedes estar seguro de que pagué por ti, de que me costaste barato y de que lo que hay aquí dentro no es una ofrenda —Cadenas desató la pequeña bolsa y su contenido cayó en su mano… sólo era el blanco diente de un tiburón, tan largo como el pulgar de Locke. Cadenas lo movió para que el chico lo viera—. ¿Habías visto alguno de éstos antes de ahora?

—No… ¿qué es?

—Es una señal de muerte. El diente del tiburón-tigre es el sello personal de Capa Barsavi… el jefe de tu anterior maestro. Mi jefe y el tuyo, en la materia que nos concierne. Significa que eres una cosita muy molesta, cabezona y jodida, y que tu antiguo maestro fue a ver al Capa para obtener el permiso de poder matarte, el cual consiguió.

Cadenas hizo una mueca como si sólo estuviera haciendo una broma de mal gusto. Locke se estremeció.

—¿Servirá esto para que te comportes de un modo más sosegado, muchacho? Entonces bien. Mira esta cosa, Locke. Mírala profundamente, todo lo que quieras. Significa que han pagado por tu muerte. Y que yo he comprado el derecho de matarte cuando te compré por cuatro cuartos. Significa que si el mismísimo duque Nicovante te adoptara mañana y te proclamara heredero suyo, yo podría partirte el cráneo y clavarte en un poste, y nadie de esta ciudad movería ni un puñetero dedo para salvarte.

Cadenas devolvió rápidamente el diente a la bolsa roja y, sirviéndose de la delgada cuerda que servía para cerrarla, se la colgó a Locke del cuello.

—Vas a llevar esto —dijo el hombre mayor— hasta que considere que eres digno de quitártela o hasta que haga uso del poder que me otorga y entonces… —chasqueó los dedos cerca de la garganta de Locke—. Llévala debajo de la ropa y tenla cerca de la piel para que puedas recordar en todo momento lo cerca, lo muy cerca, que estuviste de que esta noche te cortaran el cuello. Si tu antiguo maestro tuviera una sombra[1] más vengativa que codiciosa, no dudo de que ahora estarías flotando en la bahía.

—¿Qué hice mal?

Cadenas hizo algo con los ojos que tuvo el efecto de que el chico se sintiera mucho más insignificante después de haber intentado protestar; Locke manoseó la bolsa que contenía la señal de muerte y jugueteó con ella.

—Por favor, chico, no comencemos con mal pie insultando a nuestras respectivas inteligencias. Sólo hay tres tipos de personas en la vida a las que jamás debes engañar: los prestamistas, las putas y tu madre. Puesto que tu madre ha muerto, yo ocupo su lugar, y soy a prueba de tonterías —la voz de Cadenas se hizo más seria—. Conoces perfectamente los motivos que tenía tu antiguo maestro para estar molesto contigo.

—Dijo que yo no era… circunspecto.

—Circunspecto —repitió Cadenas—. Buena palabra. Por supuesto que no lo eres. Él me lo contó todo.

Locke apartó la mirada de los montoncitos de monedas, los ojos abiertos como platos y muy húmedos.

—¿Todo?

—Absolutamente todo —Cadenas se quedó mirando al chico durante un momento tan largo que resultó embarazoso, y luego suspiró.

—¿Qué aportaron hoy los buenos ciudadanos de Camorr a la causa de Perelandro?

—Me parece que treinta y siete barones de cobre.

—Hummm, creo que eso es más de cuatro solones de plata. Un día poco animado. Pero eso es mejor que cualquier otra manera de robar que yo conozca.

—¿También le robas este dinero a Perelandro?

—Claro que sí, muchacho. Creo haber mencionado que era un ladrón, ¿o no? Pero no el tipo de ladrón al que estás acostumbrado, sino uno mejor. Toda la ciudad de Camorr está llena de idiotas que no hacen más que correr para acabar ahorcados, y todo porque creen que el robar es algo que hay que hacer con las manos —el padre Cadenas escupió.

—Hum… y tú, padre Cadenas, ¿qué parte del cuerpo empleas para robar?

El sacerdote barbudo se tamborileó en una de las sienes con dos dedos de una mano y luego hizo una gran mueca, tras lo cual prosiguió su tamborileo, pero esta vez en los dientes.

—El cerebro y la boca, si es bien grande, muchacho, cerebro y boca grande. Aquí planté mi culo hará ya trece años, y los píos mamones de Camorr me han alimentado desde entonces con monedas. Además, soy famoso desde Emberlain a Tal Verrar, y si sigo aquí es por el frío metal.

—¿No te resulta incómodo vivir aquí sin salir jamás? —preguntó Locke, contemplando el triste interior del templo.

—La auténtica realidad de mi templo se reduce a la vida entre estos tristes y pequeños bastidores, del mismo modo que tu antigua casa era realmente un cementerio —Cadenas rió entre dientes—. Los que vivimos aquí dentro somos ladrones de un tipo diferente, Lamora. El engaño y el llevar a la gente por el mal camino son nuestras herramientas; no creo en el trabajo duro cuando un rostro falso y una buena retahíla de disparates pueden hacer mucho más.

—Entonces… sois como los… ganchos.

—Es posible, siempre que un barril de aceite ardiente se parezca a un pellizco de pimienta roja. Por eso pagué por ti, muchacho, porque te falta hasta el sentido común que los dioses le dieron a la zanahoria. Mientes más que una alfombra. Eres más retorcido que la espina dorsal de un acróbata. Sólo podré hacer algo de ti si decido que eres de fiar.

Sus ojos siempre inquietos se posaron una vez más en Locke, y el chico supuso que le había llegado la hora de decir algo.

—Me gusta —dijo en voz baja—. ¿Qué tengo que hacer?

—Puedes comenzar por hablar. Quiero escuchar lo que hacías en la Colina de las Sombras; toda la mierda que tuviste que revolver para que tu antiguo maestro se disgustase contigo.

—Pero… si dijiste que te habías enterado de todo.

—Sí, pero ahora, lisa y llanamente, quiero escucharlo de ti, y quiero que me lo cuentes todo de un tirón, sin tener que dar marcha atrás ni comerte ninguna parte. Si intentas esconder algo que a mi entender debas mencionar, no tendré otra opción que considerarte indigno de mi confianza… y obraré en consecuencia con lo que llevas colgado del cuello.

—¿Por dónde quieres que comience? —preguntó Locke, con una pizca de nerviosismo.

—Podemos comenzar por tus trasgresiones más recientes. Sólo hay una ley que los hermanos y hermanas de la Colina de los Sueños no pueden quebrantar, la cual, en palabras de tu antiguo maestro, quebrantaste en dos ocasiones, pensando que serías lo suficientemente listo para salir de rositas.

Las mejillas de Locke se tiñeron de un profundo arrebol y él se quedó mirándose los dedos de la mano.

—Cuéntamelo, Locke. El Hacedor de Ladrones dijo que tú urdiste los asesinatos de otros dos chicos de la Colina de las Sombras, y que él no descubrió tu implicación en el primero hasta que no sucedió el segundo —Cadenas se pasó los dedos por la cara y se quedó mirando tranquilamente al chico que llevaba colgada del cuello la señal de muerte—. Quiero saber por qué los mataste, y quiero saber cómo lo hiciste, y quiero escucharlo de tus propios labios, así que adelante.