LA VIDA DE LA MATERIA
Al adquirir la tercera dimensión, las lentejas se hacen perceptibles bajo la forma de copos de luz blanca, pues mientras fueron simples cambios de estado de la energía tuvieron una existencia tan invisible como la de las “luces” α, β, γ, que la ciencia conoce ahora. Entonces es cuando empieza a haber propiamente materia y fuerza y a desarrollarse fenómenos más familiares para nosotros.
El primero de ellos (y en relación con la materia ponderable, el primordial) es el calor, o sea, la electricidad bajo este aspecto, resultante de la fricción de los átomos[1].
Átomos dotados de una velocidad casi infinita producen al chocar entre sí una incandescencia enorme, cuyo primer efecto es consumir a muchos, o mejor dicho, refundirlos en otros, condensando así la materia al revés de lo que el calor hace ahora. Los átomos sobrevivientes de esa verdadera lucha por la existencia representan, pues, sumas colosales de energía en equilibrio, explicándose así la procedencia de esta energía que tiene perpleja a la ciencia. La armonía vibratoria formada por proporciones numéricas, que resulta de este acomodo tanto como de la estructura poliédrica de los átomos, es el prototipo de las vibraciones armónicas que llamamos música, y que explica a la vez la “música de las esferas” de Pitágoras y el poder constructor de la lira de Amphion; pues siendo el sonido fuerza primordial, es naturalmente fuerza creadora[2].
El calor se manifiesta al mismo tiempo que la luz roja, la luz más caliente como es sabido; del propio modo que la electricidad fría de los anteriores estados había coincidido con los rayos ultravioletas excitadores de la fosforescencia y de la fluorescencia, manifestaciones a su vez de la radiactividad de la materia.
De aquí que el calor y la luz carezcan (en sentido material) de magnitud y de tiempo, respectivamente. Basta con reflexionar que la más pequeña llama puede encender los fuegos de toda la tierra sin disminuir absolutamente; y que el rayo de luz, según queda enunciado más arriba, no se pierde por razones de distancia, viajando incesantemente. No era necesario el rádium, como se ve, para hacer perceptible la infinitud de la energía, pues bastaba observar la más mísera candela como fuente de luz y de calor; pero la ciencia requiere también sus maravillas. Por lo demás, sostenemos que el olor es también una forma de radiactividad, como lo prueba el ejemplo bien conocido de la partícula de almizcle que perfuma durante un siglo sin variar de peso. Ya veremos todo el alcance de estas consideraciones[3].
La materia, pues, existía ya, cada vez con mayor tendencia hacia la inercia; y para valernos de una analogía gráfica, que encierra una verdad, por otra parte, diremos que la tensión eléctrica se había transformado en gravedad, identificándose con el volumen. La materia es, si se tiene esto en cuenta, electricidad neutra cuya tensión se ha transformado en gravedad[4].
Pero ¿qué era esta materia? Esta materia era el hidrógeno, cuya raya figura única en el espectro de las nebulosas propiamente dicho. El hidrógeno es la electricidad bajo forma de gas, y de aquí sus cualidades características. Todos los gases son formas alotrópicas del hidrógeno, provienen de su átomo; pero este átomo, que es el hexaedro primordial antes mencionado, desarrolla al girar un torbellino formado por espirales concéntricas, según resulta de su forma en rotación, y este torbellino constituye, como quien dice, su cuerpo. Así, cuando la ciencia vea los átomos no ha de ser bajo la forma de menudas chispas[5], sino de torbellinos espiraloides enteramente análogos a los sistemas solares.
Los tres estados que la energía debió asumir al convertirse en materia son inapreciables para nosotros mientras no llegan al perfecto equilibrio y se manifiestan bajo forma de hidrógeno. He aquí por qué en los ocho grupos del sistema de los elementos los compuestos hidrogenados primordiales no tienen clasificación sino a contar desde el cuarto (MH4); los tres restantes son materia radiactiva pura.
Esas masas de gas incandescente sufren diversos percances; explosiones que las destruyen, absorciones, divisiones en regueros espirales que se convierten en cometas y desplazamientos que las arrojan al espacio con movimiento parabólico, bajo forma de cometas igualmente[6]. Este desplazamiento eterno de las masas estelares va dejando el sitio necesario para nuevas formaciones, y así es como vive el infinito, convirtiéndose perpetuamente; todo ello sin contar los cataclismos que semejantes movimientos suponen y que explican la forma atormentada de las nebulosas.
La lucha por la vida es activísima entre esos errantes del espacio. Unos son devorados por los que ya se convirtieron en soles; otros se conjugan y forman seres mixtos; otros se organizan en sistemas; pero al cabo de cierto tiempo ninguno es simple ya, sino una suma de otros, exactamente como el animal que incorpora a su organismo los de diversos seres; y su vida se vuelve singularmente compleja. Menester es que aquí dejemos al astro hipotético, para seguir la evolución de la vida en nuestro planeta.
Antes de pasar a otro capítulo, conviene tener presente, sin embargo, que las leyes primordiales de la vida son comunes a todos los astros y a todos aplicables por analogía; así como que dichos astros nunca pierden su relación sustancial, continuando ésta bajo comunicaciones luminosas, magnéticas, etc. El átomo originario sigue siendo el prototipo de cada ser, tanto en el insecto como en la estrella.