NUESTRA TEORÍA ANTE LA CIENCIA
Fácilmente se echa de ver que estas ideas nada tienen de semejante con el sistema de Laplace, hoy en vigencia; pero intentemos demostrar que no son anticientíficas.
El sistema de Laplace empieza suponiendo una nebulosa ígnea surgida del espacio ex nihilo, o al impulso del azar, que es la misma cosa[1]. Cualquiera nota la inferioridad de este comienzo, así como la consiguiente embrolla en la organización de los movimientos que impulsan a la nebulosa en cuestión, haciéndola girar, aplastarse, desprender anillos, dividirlos y reunirlos en esferoides; si bien existe con nuestra teoría un punto común: los arcos procedentes de la división de los anillos en que se descompone la nebulosa tienden a unirse por sus extremos engendrando los esferoides, así como los provenientes de la división de nuestro rayo primordial, lo hacen para formar las ruedas luminosas. La diferencia está en que el sistema de Laplace supone la existencia previa del espacio y de la materia tal como los conocemos, para describir la vida de su nebulosa; mientras que el nuestro acomete radicalmente el problema de los orígenes. El positivismo nada quiere saber de esto, y le daríamos razón, si no empezara por faltar a su propio método construyendo a su vez hipótesis como ésta de Laplace; pero cuando él lo hace, el mismo derecho nos asiste y usaremos ampliamente de él.
Ahora bien, como la ciencia quiere hechos y el método positivo afirma que teoría es “hipótesis verificada”, diremos que de todas las nebulosas conocidas, ninguna confirma la hipótesis de Laplace. Algunas se hallan en un estado de homogeneidad muy primitivo, pues su espectro sólo manifiesta la raya del hidrógeno, lo cual hace suponer que están formadas de este gas exclusivamente; pero ninguna presenta uno solo de los supuestos anillos. Adoptan las más variadas formas, bajo un aspecto común de masas profundamente atormentadas, y algunas han cambiado de forma, imposibilitando así el argumento de que si no se las ve anillarse, es debido a la gran lentitud de su evolución. Las más regulares, las que afectan precisamente una forma lenticular, han resultado no ser nebulosas, sino sistemas de estrellas, vías lácteas semejantes a la nuestra[2]. Ya veremos de dónde resulta esa forma atormentada de las nebulosas.
Falta, entonces, el testimonio de los hechos; a no ser que se quiera darle por confirmación, harto lejana ciertamente, la subordinación planetaria al sol de nuestro sistema; pero como la ciencia admite que esta subordinación puede ser ejercida por los soles sobre los cometas, no queda ya mucho para la teoría.
No hemos olvidado, naturalmente, a Saturno, que con sus anillos parece presentar un testimonio, bien que ellos estén considerados sólidos, lo cual es un obstáculo sobremanera grave; pero una excepción evidente entre los astros no puede servir para verificar una hipótesis, con mayor razón cuando ella se refiere a las nebulosas donde no hay nada parecido, y cuando de conformidad a su enunciado los astros sólidos no debieran presentar esa conformación[3].
Saturno es realmente un defectuoso del espacio, y de aquí que la astrología lo considere el planeta de las malas influencias; pero esto puede ser desdeñado por el lector, sin más trámite.
Otra cosa que la hipótesis de Laplace no explica es el origen del movimiento rotatorio, ya muy complicado, de su supuesta nebulosa originaria, que como todas las masas esferoidales del espacio giraba sobre sí misma y se trasladaba a la vez; para no hablar de los movimientos secundarios engendrados por los dos anteriores. La nebulosa en cuestión era un organismo bastante complejo, según se ve, y por templada que sea la curiosidad positivista, ha de sentir tentaciones de buscar más simples antecedentes.
Pero cuando la hipótesis pierde todo su valor, quedando reducida a un mero juego de gabinete, es cuando se considera que una masa rotatoria debe forzosamente trasladarse en una órbita espiral, tal como se acepta actualmente. Suprimidas entonces las curvas cerradas, vale decir, las elipses perfectas de la hipótesis, los supuestos anillos desprendidos de la nebulosa serían largas espirales de materia cósmica difusa, que tenderían a concretarse en cometas, no en planetas concéntricos. El experimento de Plateau falla, entonces, por su base, y los anillos de Saturno se desvanecen definitivamente esta vez[4].
Al experimento de Plateau, que empieza por suponer la nebulosa originaria parada en el espacio (la gota de aceite en el seno del agua alcoholizada), nosotros oponemos nuestra modesta pompa de jabón, que le lleva de ventaja su sencillez, siendo ésta, como es sabido, un atributo de la verdad; y consecutivamente alegamos contra la hipótesis la falta completa de hechos confirmatorios[5].
Tampoco es admisible la nebulosa infinita que supondría esa supuesta falta de movimiento traslaticio, necesario para que el experimento de Plateau se realice; pues con sólo tener en cuenta la aparición en ella de focos que serán los futuros soles centrales, y sus diversas magnitudes, la suposición se vuelve insostenible.
Por otra parte, la astronomía se aleja cada vez más de la suposición de un universo infinito, o siquiera de ilimitadas dimensiones; pues piensa que si ello fuera así, los rayos de las estrellas infinitas llenarían todo el espacio (dado que el rayo de luz no se pierde por razones de distancia, según enseña la física); no habría punto del espacio sin un rayo de luz, y por consiguiente no existiría la noche.
Newcomb supone, basándose sobre los paralajes de las estrellas y por medio de complicados cálculos, cuyo resumen es imposible sin confusión, que nuestro universo es una esfera de siete mil millones de millones de leguas de radio[6]. Sin aceptar especialmente ningún cálculo, opinamos que nuestro universo es limitado en efecto, es decir, un organismo en evolución por enorme que se lo considere; si bien esto no supone que rechacemos la eterna actividad del cosmos en el infinito[7].
Nuestra teoría va apoyada en todo su desarrollo por hechos científicos, desde el rayo primordial hasta la generación de los átomos; consistiendo su diferencia con el criterio positivista en que no hace distinción fundamental entre fuerza y materia, o considera los elementos permutables y provenientes de una sola causa: la energía absoluta. Salvo esta última parte, la ciencia va aceptando la identidad sustancial de fuerza y materia e inclinándose más a nuestra definición: materia es todo lo objetivo, sea o no ponderable. La electricidad y el rádium le imponen esta conclusión.
Los estados de la materia y de la conciencia, así como la generación de unos elementos por otros, puesto que la vida, como hemos dicho, es un perpetuo cambiar de estado, explican mejor la evolución total del universo que la hipótesis cosmogónica de la ciencia, sin subordinarla exclusivamente a la materia ni al azar, que es lo arbitrario, antes conciliando el doble aspecto sustancial de los fenómenos y dando a su producción inicial un carácter determinista; todo lo cual es, por cierto, mucho más filosófico y aceptable.
Expresaremos, para concluir este capítulo, algo que acentúa aun el carácter científico de la teoría.
Apenas la luz primordial se individualiza, comienza ya en el espacio la lucha por la vida (la absorción de unas ruedas por otras) que acarrea de consiguiente la supervivencia de los más aptos, principio progresivo de toda evolución; lo que está lejos de suceder en la demasiado perfecta maquinaria de la nebulosa de Laplace. Las leyes de la vida, ya lo hemos dicho, son las mismas para el insecto que para la nebulosa.
El lector está ya lo bastante informado para elegir entre esa hipótesis o la nuestra; entre el proceso puramente material, o el cambio de estado de la absoluta energía, que al volverse materia engendra simultáneamente al tiempo y al espacio, o mejor dicho, la extensión por el movimiento; la magnitud, la forma, el átomo, es decir, los fundamentos del universo bajo sus múltiples aspectos de ideación, de conciencia, de número y de objetividad.
Veamos ahora cómo prosiguió la evolución de ese universo.