Estudio preliminar

El Modernismo literario hispanoamericano significó una renovación capital para el verso y la prosa. El aporte básico —las innovaciones en el instrumento expresivo— abrió nuevos cauces y posibilidades para la narrativa. En este género representó, además, la incorporación de nueva temática, el enriquecimiento de las técnicas y procedimientos, la flexibilización de las formas del relato y el predominio de personajes de cierta índole en ellos.

En la narrativa argentina, los narradores más destacables del movimiento son Enrique Larreta, autor de la mayor novela histórica modernista, La gloria de Don Ramiro (1907); Leopoldo Lugones, el más logrado cuentista; Atilio Chiappori, quien produjo un novelín, La eterna angustia (1908), y un par de volúmenes de cuentos: Borderland (1907), su mejor obra, y La isla de las rosas rojas (1925); y Angel de Estrada, novelista en Redención (1906), La ilusión (1910) y otras, y autor de relatos breves en Cuentos (1896) y en las fantasías orientales contenidas en La voz del Nilo (1903).

Lugones escribió cuentos casi desde su arribo a Buenos Aires, en 1896, hasta el año de su muerte; es decir, a lo largo de cuarenta y dos años. Sólo parte de lo producido lo colectó en volúmenes. El primero, La guerra gaucha (1905) y luego Las fuerzas extrañas (1906)[1]. En el Lunario sentimental (1909) incluyó cuatro: “Inefable ausencia”, “Abuela Julieta”, “La novia imposible” y “Francesca”, alternando con las poesías y algunos esquema dramáticos: En 1916, en un folleto que tituló Cuentos, recogió “Los pastorcitos”, “¿Una mariposa?”, “Un buen queso”, “Piuma al vento”, “La tortilla de Juanito”, “Las manzanas verdes” y “Flores de durazno”. En un mismo año, 1924, publicó una compilación de cinco relatos, Cuentos fatales, y un volumen misceláneo, Filosoficula, donde se concitan páginas reflexivas, apólogos, parábolas, cuentos breves y algunos poemas. Dos años después editó la única novela que compusiera: El ángel de la sombra[2].

El virtuosismo de Lugones como narrador le permitió una empresa insólita: la producción en un mismo período breve de piezas de las más diversas temáticas y de muy diferenciados registros expresivos. Así, por dar un ejemplo, entre 1897 y 1899 compone simultánea o coetáneamente cuentos que se incorporaron a La guerra gaucha (“Estreno”), a Las fuerzas extrañas (“El milagro de San Wilfrido”, “La metamúsica”, “Un fenómeno inexplicable” y “El escuerzo”), al Lunario (“Abuela Julieta” y “La novia imposible”) o a la compilación de 1916 (“Los pastorcitos” y “¿Una mariposa?”). No podemos hablar, pues, de sucesión de preferencias, temas, intereses o modalidades estilísticas, sino de coexistencia de todas esas posibilidades simultáneamente en su potencia creadora.

Las fuerzas extrañas consta de dos partes: la primera, constituida por doce cuentos, y la segunda, por un “Ensayo de cosmogonía en diez lecciones”. Las ficciones fueron compuestas entre 1897 —“El milagro de San Wilfrido”, de ese año, es la más antigua— y el año de publicación del volumen, “La fuerza Omega” es de 1906.[3]

El título hace referencia a un campo semántico vasto y complejo. Lo de fuerzas alude a virtudes, eficacias o potencias que los seres o los objetos reservan en sí y que actualizan o liberan en determinados momentos. El adjetivo extrañas se orienta hacia el ámbito de lo infrecuente, insólito, inexplicable, desconocido, raro, inverosímil, sorprendente, anormal o excepcional. En todas las piezas del libro están presentes, manifiestas por su poder de acción y sus efectos, potencias provocadoras de alteraciones o cambios, que se revelan para sorpresa, admiración, maravilla u horror de los testigos o protagonistas.

Podrían tentarse varias formas de clasificación de la docena de piezas narrativas. Por ejemplo, según la índole de las fuerzas actuantes en cada una de las ficciones tendríamos: 1) Fuerzas de naturaleza física: “La fuerza Omega”, “La metamúsica”, “Viola acherontia” y “El psychon”; 2) Fuerzas de naturaleza humano-psicológica: “Yzur”, “Un fenómeno inexplicable”, “El origen del diluvio”; 3) Fuerzas de naturaleza divina: “El milagro de San Wilfrido”, “Los caballos de Abdera”, “La lluvia de fuego” y “La estatua de sal”; y 4) Fuerzas de naturaleza maléfica o diabólica: “El escuerzo”.

También podríamos clasificarlos por temas: 1) Cuentos de ficción científica o de ciencia ficción: “La fuerza Omega”, “La metamúsica”, “Viola acherontia”, “Yzur” y “El psychon”. 2) Cuentos metapsíquicos, parapsicológicos o paranormales: “Un fenómeno inexplicable” y “El origen del diluvio”, y 3) Cuentos legendarios: “El milagro de San Wilfrido” (leyenda cristiana), “La estatua de sal” y “La lluvia de fuego” (leyendas bíblicas), “Los caballos de Abdera” (leyenda mítica griega) y “El escuerzo” (leyenda folklórica).

Si aplicáramos el criterio diferenciador de Todorov estableceríamos que son: extraños, o sea con explicación racional o natural de los hechos, todos los de ficción científica; maravillosos, es decir con explicación sobrenatural, “La lluvia de fuego”, “La estatua de sal”, “El milagro de San Wilfrido” y “Los caballos de Abdera”; y fantásticos, si no se atina a dar explicación valedera, natural o sobrenatural, “El escuerzo”, “Un fenómeno inexplicable” y “El origen del diluvio”.[4]

Si aceptamos la tripartición de Todorov, se vería como abusiva la designación de “cuentos fantásticos” para todas las ficciones del volumen como, en general, los ha designado la crítica. Lo fantástico supone una vacilación en el lector —proyectada a veces del personaje al lector— frente a un suceso, que no se atina a explicar cabalmente. Esa experiencia dubitativa lo deja en la perplejidad, en la ambigua incertidumbre acerca de su significación. Lo fantástico se presenta como una experiencia de límites, una quiebra de la coherencia universal, una fractura que se puede volcar como agresión sobre el mismo lector. Pero ninguna división puede constituirse en canónica; por ejemplo, en “La lluvia de fuego” el protagonista ignora el sentido de castigo divino que el fenómeno implica y lo contempla con perplejidad, buscando primero una razón científica, sin hallarla. El lector, por el asunto y el epígrafe, sabe que se trata de una causa sobrenatural: Dios condena al exterminio a una ciudad por sus pecados. Para el personaje la situación sería fantástica; para el lector es maravillosa. Así, podrían objetarse algunas inclusiones de las propuestas; pero, como se sabe, las clasificaciones son solamente intentos de ordenamiento de la realidad fluida y siempre individual de las obras. Su valor es orientador o didáctico.

En todos los casos las situaciones de los cuentos no se dan a partir de la violación de un límite, de la alteración de un orden, de la ruptura de un equilibrio o estado de cosas. Esto se constituye en una falta, un pecado, una amartía o una jibris, según los niveles y circunstancias; y esa trasgresión debe ser castigada o puesta en evidencia. Los castigos son la locura, la muerte, la ceguera, la vivencia de estados agónicos. Las dos sanciones más leves son las de “El origen del diluvio” e “Yzur”.

Las fuerzas extrañas laten en nosotros (“Un fenómeno inexplicab1e”, “El psychon”), sobre nosotros (“La lluvia de fuego”, "El milagro de San Wilfrido”, “La estatua de sal”), por debajo de nosotros (“El escuerzo”) y en torno de nosotros, en los distintos reinos de la naturaleza “La fuerza Omega” y “La metamúsica”, en el terreno de la física; en el reino vegetal, “Viola acherontia”; en el animal, “Los caballos de Abdera”, “Yzur”, “El escuerzo”; en el espiritual o astral, “El origen del diluvio”. Los cuentos relacionan distintos planos entre sí: materia y espíritu (“El psychon” y “Un fenómeno inexplicable”); lo animal y lo humano; lo humano y lo vegetal, el sonido y la fuerza, el color y el sonido, lo humano y lo divino; lo humano y lo diabólico, lo científico y lo ocultista; mundo y trasmundo, la vida y la muerte, los estadios del tiempo —el pretérito y el presente—, “Yzur” y “La estatua de sal” p. ej. En fin, esto afirma la interrelación de las realidades del universo de la más diversa índole. Esta concepción del mundo tiene su base en la teosofía, que Lugones estudió, practicó y a la que adhirió durante muchos años.

La nota básica común más general, tanto a las ficciones como al Ensayo es la articulación de las concepciones científicas y las teosóficas, en armónico maridaje. Para Lugones teósofo todas son ciencias, las ocultas y las exactas, químicas y físicas, sin contradicciones entre sí.

Todas las fuerzas psíquicas y físicas se asocian. Incluso, tal vez no sea desacertado postular que la distribución barajada de las ficciones en el cuerpo del libro, sin disponerlas por temas, asuntos u otro criterio de distinción; responda a esa visión de entrecruzamiento de las fuerza diversas en la realidad, que ejemplificarían.[5]

No obstante, cabe aclararlo: si bien la obra está construida en dos alas articuladas, una de naturaleza narrativa y otra disquisitiva, asociadas por múltiples elementos, cada cuento es autónomo, se vale por sí mismo y no en función de los otros o del Ensayo que le da respaldo teórico. Las ficciones son válidas estéticamente en sus propios límites tienen esfericidad.[6]

Se observa una situación narrativa dominante en las piezas del libro que condiciona el punto de vista desde el que se presentan los hechos En las ficciones científicas, excepto en “Yzur”, cuyo protagonista y narrador en primera persona es el mismo investigador, se repite igual disposición: un sabio, investigador o adepto hace confidente a quien será el narrador de un secreto o de los insólitos resultados a los que arribó en su búsqueda. La confidencia adquiere, las mas de las veces, categoría de verdadera revelación, que convierte al receptor o confidente en un depositario iniciático de los poderes de ciertas fuerzan ocultas, de secretas relaciones entre los reinos de la naturaleza o de analogías insospechadas. La revelación va acompañada de largas y prolijas explicaciones que fundamentan los hallazgos y la proyección de los resultados. Así se condiciona el punto de vista narrativo: el confidente se convierte en un narrador testigo, personaje secundario dentro de la ficción, que puede ser pasivo, auditor tan sólo, o con algún grado de participación en los hechos, asistiendo a las experiencias demostrativas (“La fuerza Omega”, “La metamúsica”), sacando conclusiones y anticipando resultados (“Viola acherontia”) o sufriendo los efectos de la fuerza extraña (“El psychon”). En las dos ficciones metapsíquicas el narrador testigo tiene mayor ingerencia. En “Un fenómeno inexplicable”, al trazar con su mano el dibujo del perfil de la sombra logra la prueba cabal de la existencia del doble; y en “El origen del diluvio”, al accionar la llave de la luz interrumpe la producción de los fenómenos regresivos. Cabe decir que en la mitad de las piezas se mantiene, con variantes, la situación básica y el mismo punto de vista. Consideraremos primero los cuentos cientificistas, luego los metapsíquicos y por último los legendarios, para adoptar un orden en la consideración.

Las fuerzas extrañas ha sido frecuentemente mal caracterizado por reducción de las doce ficciones a las cinco de apoyatura científica. Si bien es cierto que el aporte de Lugones en esta especie narrativa es un hito en la literatura hispanoamericana —y aun una antología de la fantasía científica en lengua española no podría ignorarlo— no se agota en ello la materia de los cuentos.[7]

De las tres tendencias riesgosas que en el cuento modernista, en especial, conspiran contra lo estrictamente narrativo, el lirismo, el “descripcionismo” y la derivación ensayística, es la tercera la que más afecta a Lugones, en las disertaciones de carácter científico hacia la que tiende su proclividad, dado su interés por las ciencias, manifiesto desde la niñez.[8]

El amplio espectro de los intereses intelectuales de Lugones, alimentados por sostenida y omnívora lectura, respalda sin esfuerzo de información inmediata sus relatos de muy diversa naturaleza, ámbito y tema. En sus ficciones cientificistas aprovecha teorías y hechos comprobados para elaborar nuevas proyecciones, sacar consecuencias insospechadas en su aplicación o introducir variantes atractivas.[9]

En “La fuerza Omega” al hablar desde el comienzo del relato de la confidencia del “descubridor de la espantosa fuerza” usa un recurso de captación del lector, pues le abre la expectativa prometiendo satisfacerla. El protagonista realiza investigaciones que mantiene ocultas; no es un científico oficial —“no procedía de ninguna academia”— sino que trabaja al margen de las instituciones conocidas. Hay su razón para ello: cultiva el ocultismo y esto lo enfrentaría con la opinión pública. Precisamente, este conocimiento de las ciencias esotéricas es el punto de contacto con el narrador testigo, a quien halla merecedor de “escuchar la revelación” del descubrimiento.

El tema del cuento es la potencia mecánica del sonido. El sabio ha logrado un aparato para proyectarla y comprobar su efecto. Es significativo que haya denominado “Omega” a la fuerza descubierta, pues si en el Ensayo dice que la potencia mecánica del sonido es “la última de la síntesis vibratoria”, cabe recordar el sentido simbólico de las letras del alfabeto y sus correspondencias cósmicas con otras realidades de diferente orden que el mero lingüístico, según una antiquísima corriente cabalística secreta, conocida y aludida por Lugones en varios sitios de sus obras. El orden va de alfa a omega, correlativos del día y la noche, comienzo y fin, vida y muerte. “Omega” es símbolo de lo final, de la destrucción. Esto se comprende por la capacidad desintegradora de la fuerza si toca el centro de equilibrio atómico del objeto o ser. El poder aniquilador del aparato construido contrasta con su apariencia inofensiva ("Confieso que el aparato nos defraudó… al oír hablar de fuerzas enormes habíamos presentido máquinas grandiosas"). Esto es advertencia sobreentendida, de alcance general, de no juzgar el poder de las fuerzas por la apariencia de su transmisor.

La parte del león del cuento se la lleva la amplia disquisición con la que el sabio fundamenta su hallazgo, abundante en mención de autoridades. El lenguaje científico, la precisión técnica, el nivel de lengua y las formas de insistencia, buscan producir la verosimilitud y hacen virar el relato hacia el ensayo y el informe, con lo que el lector pierde conciencia, por momentos, de que se halla en el curso de una obra ficcional.

Hay tres aspectos que nos desplazan de lo académicamente científico y establecen relación entre este ámbito y el mundo del ocultismo y los poderes secretos: primero, la mencionada adhesión del sabio a las disciplinas esotéricas; segundo, el hecho de que sólo el inventor del aparato es quien puede acertar con el punto de fusión molecular de los objetos para desintegrarlos: “Es que aquí está el misterio de mi fuerza. Nadie sino yo puede usarla. Y yo mismo no sé cómo sucede (…) Sin verlo, sin percibirlo en ninguna forma material, yo sé dónde está el centro del cuerpo que deseo desintegrar”; y esta capacidad peculiar es de índole parapsicológica. Y lo tercero es el amplio parágrafo que destina, al comenzar su exposición, a señalar la presencia a nuestro alrededor de fuerzas extrañas (“fuerza tremenda”, “fuerzas interetéreas”, “fuerzo originales”) en directa relación con la teoría ocultista; y en su propuesta, “hay que poner el organismo en condiciones especiales, activar la mente, acostumbrarla a la comunicación directa con dichas fuerzas”. Lugones abre su libro con el relato en que se contiene esta apelación general, como una suerte de introducción incluida al mundo de las potencias desconocidas; una demorada exaltación de las fuerzas extrañas operantes y de la necesidad de que el hombre las alcance: “El conocimiento humano debería tender a la abolición de todo intermediario entre la mente y las fuerzas originales”.

La experiencia con el vaso de agua preludia el efecto de la fuerza en la cabeza del sabio por desintegración del cerebro, el órgano mediante el cual el investigador llegara al conocimiento y dominio de la fuerza. El final del cuento podría interpretarse de dos formas: la potencia se volvió, como castigo, contra quien pretendió manejarla y aniquiló la sede de su inteligencia; o bien, el inventor se autodestruyó al tomar conciencia del peligro que su descubrimiento implicaba (“Como arma sería espantoso”) en otras manos, ya que él se había abstenido, por su concepción ocultista, de probar en animales la eficacia de la fuerza Omega.

El título mismo, “La metamúsica”, supone un ir “más allá”, por tanto, una transgresión, merecedora de castigo. El protagonista e inventor, Juan, confía al narrador su empresa porque ambos tienen una afinidad; en este caso, el gusto por la poesía. Como en “La fuerza Omega”, abundan largas disertaciones científicas, referidas ahora a las relaciones, entre sonido y luz, que alternan con recitados líricos. La relación poesía y ciencia sirve para un primero y fundamental distingo: no se basan las investigaciones de Juan en la famosa audición coloreada de los poetas simbolistas, y de sus continuadores modernistas, a quienes estima enfermizos y decadentes; no se ocupa de ocasionales fenómenos de asociación psicológica individual, sino de las vinculaciones objetivas entre el arte musical y la física, su base común. Mejor aun, se trata de la verificación experimental de la relación entre sonidos y colores que se correspondan; no simbólicamente, como en el verso del célebre poema “Correspondances” de Baudelaire: “Les parfums, les couleurs et les sons se répondent”, “perfumes y colores y sones se responden”.

Así como en la primera ficción asoció la ciencia al ocultismo, aquí relacionará dos fuentes desemejantes: la ciencia y la filosofía mistagógica; los físicos y las doctrinas pitagóricas del universo como música, y las esperables citas del Timeo platónico y de su descendencia occidental.

Si en “La fuerza Omega” sugirió, desde el título, alusiones a la simbología letrista de la Cábala, en este cuento aludirá a la simbología numérica y a su vinculación con lo iniciático. La relevancia del sonido tendría para Lugones, además del interés simbolista (“De la musique avant toute chose”, de Verlaine) y de la mentada audición coloreada y del entronque con lo pitagórico, otra raíz: la del mantra teosófico. De él dice la Blavatsky: “Como enseña la ciencia esotérica, cada sonido en el mundo físico despierta un sonido correspondiente en los reinos invisibles e incita a la acción alguna fuerza u otra en el lado oculto de la Naturaleza (Doctrina Secreta, III, 451). El sonido es el más eficaz y poderoso agente mágico y la primera de las llaves para abrir la puerta de comunicación entre los mortales e Inmortales (Doc. Sec., I, 502). Cada letra tiene un significado oculto y su razón de ser; es una causa y un efecto de otra precedente, y la combinación de éstos produce con frecuencia los más mágicos efectos. Las vocales, sobre todo, contienen las potencias más ocultas y formidables (Doc. Sec., I, 121)”[10]

Considérese la enorme proyección que estos postulados esotéricos tendrían sobre la palabra creadora, poética, de particular manera, y sobre el tema mismo de “La metamúsica”.

El inventor logra su objetivo al alcanzar la octava del sol, identificando música y color; pero en ello estará su castigo: la llamarada final le vacía las cuencas, secándole los ojos, dejándolo ciego. La punición se aplica aquí al órgano que ha verificado la relación final de sonido y luz. La ceguera es la pena por pretender la meta-música.

Podemos señalar en nuestra literatura argentina un antecedente de esta relación música y color y de la ficción lugoniana, en particular, hasta hoy no señalado por la crítica. Se trata de un texto de Miguel Cané intitulado “Las armonías de la luz”, recogido en su libro inicial Ensayo (1877).[11] Es la historia del encuentro del protagonista en Nápoles con un científico, Andrea Tanarotti, y su hija sorda, Lena. El viejo le confía que “ha conseguido realizar para ella el sueño de un fraile del siglo XVIII”: el órgano de colores. Le comenta que Jehan de Castel[12], nacido en 1688 y que vivió sesenta y nueve años, pasó cuarenta de ellos persiguiendo su ideal. El religioso publicó en 1740 su Óptica de los colores, “que contiene principios que hubieran admirado a Newton mismo”; y, poco antes, en 1735, en las Mémoires de Trevoux, había editado un opúsculo titulado Nuevas experiencias de óptica y acústica, donde programaba su inconcluso “clavicordio ocular”. Y el anciano se extiende en una exposición vecina a la de Lugones —menos erudita y actualizada, por supuesto— sobre el fundamento científico del aparato. Invitado a concurrir a una demostración del funcionamiento del particular órgano, el protagonista enferma esa noche de un ataque cerebral intenso que lo postra por días. Al reponerse no encontrará vestigios del viejo y su hija. Una carta posterior de éste le informa que Lena ha muerto. Así concluye esta pieza que constituye el antecedente argentino más firme de “La metamúsica”.

Recuérdese que Lugones en la “Advertencia” de 1926 señalaba que “algunas ocurrencias de este libro (…) son corrientes ahora en el campo de la ciencia”. El órgano de colores es un caso. “La metamúsica” fue publicada en 1898; dos años más tarde, en la monumental Exposición Universal de París, en la Sala Franklin del Palacio de la Óptica, se presentó un “órgano óptico”. A él se refiere una crónica de Amado Nervo, “La música luminosa. La luz que canta”[13], donde dice que el aparato proporciona “audiciones coloridas de divino efecto”. La lectura de un artículo científico de Raymond Bouyer sobre “La luz que canta” hace evocar a Nervo el órgano visto en la Exposición. El poeta mejicano concluye que esa correlación entre vibraciones musicales y luminosas viene a probar “la eterna y divina correlación y unidad del universo, cada onda de cuyas formas infinitas no es más que el aspecto bajo el cual se muestra a nuestros sentidos lo absoluto”[14].

Dos años antes de publicar “La metamúsica”, Lugones, en una reseña bibliográfica de la novela, de tesis espiritista, Nelly de Eduardo L. Holmberg, había escrito: “¿Quién ha descubierto la música de los colores sino la ciencia? ¿Quién ha dicho que el espectro solar es una orquesta? Cuando Rubén Darío dice que la banda de Iris tiene siete rayos como la lira siete cuerdas, pronuncia una verdad; y más aun: puedo decir científica y artísticamente que la banda de Iris es una lira, una grande y sublime lira: la lira del Sol. El Sol, que es un inmenso cerebro, piensa en colores, y de la concordancia de estos pensamientos nace una armonía: la blanca y bienhechora luz”.[15]

Sería ocioso señalar las precedencias de este pasaje del autor respecto de su propio cuento. Pero en estas vinculaciones la erudición de Lugones nos sugiere otros campos, p. ej. la asociación de perfumes y música: “En días pasados, leyendo un artículo de Piem, un químico inglés, encontré esta novedad científica: la escala musical de los perfumes. Aquí tenéis un ritmo armónico: BASE: Do — Sándalo; Do — Geranio; Si — Acacia; Sol — Azahar; Do — Laurel: CIMA”. Bien hubiera podido haber elaborado otra ficción a partir de la nueva asociación propuesta, con la cual el verso baudelaireano precitado hallaría su confirmación, pero en el campo de lo científico: correspondencia de sonidos, colores y perfumes. Pues en Lugones, el axioma dominante, que enuncia en el comentario del libro de Holmberg, es de base parnasiana: “La Ciencia no es enemiga del Arte”, a cuya explicitación destina la mitad de su artículo sobre Nelly.

El narrador testigo en “Viola acherontia” alcanza a descubrir una siniestra experimentación por parte de un sabio alienado. El tema de este relato es la casi humana sensibilidad impresionable de las plantas. El cuento en su publicación periodística se llamó “Acherontia atropos” y llevaba un epígrafe, suprimido en el libro: “Une tulipe! s’écria le vieillard corroucé, une tulipe! ce symbole de l’orgueil et de la luxure qui ont engendré dans la malheureuse cité de Wittemberg la détestable hérésie de Luther et de Mélanchton!”. Son palabras con las que reacciona al doctor Huylten al ser interrumpido en su unciosa lectura de la Biblia por un mercader de flores, en “Le marchand de tulipes”, texto incluso en Gaspar de la Nuit del malogrado Aloysius Louis Bertrand.[16] El texto sugiere una relación indirecta entre el valor simbólico de la flor y el génesis de las herejías.

Una diferencia esencial de este relato con su primitiva versión —hasta hoy no apuntada— hace no al tema sino al planteo del cuento. En la redacción hemerográfica, lo que el sabio quiere obtener es que la violeta se certifique como flor de la muerte al reproducir en sus pétalos la calavera como símbolo: “Estoy seguro de que la imagen, la calavera, se fotografía sobre mis violetas. Lo que no sé, lo que no puedo encontrar, es el revelador para desenvolverla. Son tan finos estos pétalos, que la más mínima partícula de sal los desorganiza”. Y el viejo jardinero se quejaba de diez años infructuosos y al inclinarse sobre las flores cae de sus ojos una lágrima: “Y el prodigio esperado por aquel hombre, el prodigio inaudito que su loca imaginación deseaba, se efectuó. La cabeza de muerto, la calavera, apareció sobre el negro pétalo, nítidamente, no mayor que un grano de trigo, pues el revelador esperado se descubría por fin en la gota amarga de una lágrima…”. Pero jamás pudo renovarse el efecto, porque fueron vanos sus intentos de producir químicamente una lágrima humana; y las suyas no afluyeron más a sus ojos, porque el goce del descubrimiento le impidió desde entonces llorar.

Compárense ambas versiones —la del periódico y la final del libro— y se advertirá la diferencia de planteos. Creemos que el desarrollo del libro es más acertado. Él se centra en la humanización de una planta —como en “Los caballos de Abdera”, de los animales— hasta lograr la manifestación de su dolor por gemidos: “Aquellas flores se quejaban en efecto y de sus corolas oscuras surgía una pululación de pequeños ayes muy semejantes a los de un niño”. Aquí se trata del llanto humano de las flores; entonces salta en la mente del testigo la asociación terrífica: “Recordé que, al decir de las leyendas de hechicería, la mandrágora llora también cuando se la ha regado con la sangre de un niño; y con una sospecha que me hizo palidecer horriblemente me incorporé…”. Antes ha advertido la locura del personaje, pero ahora descubre una realidad maldita: se trata de un hechicero criminal.

La mandrágora es planta a la que se le adjudican múltiples poderes. Por la similitud de su raíz carnosa y velluda con la forma humana, que imita en su materia los miembros del cuerpo, los magos negros del ocultismo la usaban para fabricar homúnculos, y para otros fines ilícitos: filtros, pócimas, poder sobre los espíritus, etc. Esto en la magia negra o “de la mano izquierda”; pero también concede poderes benéficos: dar la victoria al guerrero, proteger contra venenos, duplicar el dinero, fecundidad a la mujer; recuérdese, al caso, la disputa bíblica entre Esther y Lia por la mandrágora (Génesis, 30, 14-16). Según la creencia vulgar, la planta lanza gritos cuando se la arranca del suelo, y hasta chillidos espeluznantes, como lo apunta Shakespeare.[17]

En la primera versión, todo se concretaba en una especie de revelación fotográfica, gracias a la hipersensibilidad floral, casi humana, y a procesos químicos, para fijar en los pétalos la imagen de la muerte. En la versión definitiva del cuento, la proyección es más amplia: la humanización de lo vegetal va asociada a un crimen horrendo, el infanticidio, para transferirle vida; sacrificar lo humano a lo vegetal. A la ciencia se suma la hechicería.

Como se ve, el cuento no desarrolla, como podría haberse dado, el caso de mitos florales o vegetales; ni las cañas sangrantes y parlantes del canto tercero de la Eneida, ni, en otro plano, las de nuestra legendaria flor del lirolay. El horticultor científico busca descubrir un ángulo de las relaciones en la armonía superior entre los reinos de la naturaleza.[18]

Tal vez no sea ajena a la intención lugoniana la significación de la violeta como símbolo de la alquimia, de la transfusión espiritual, de la influencia ejercida por el hombre sobre su semejante, merced al poder sugestivo del fluido mesmeriano. En fin, símbolo, como es, de la trasmigración de las almas.

“Yzur” es el único cuento con punto de vista protagónico en el conjunto de los cientificistas. Su tema es la recuperación del lenguaje articulado de los simios. El relato es la exposición de una experiencia del proceso para lograrlo. El apoyo teórico del relato —y del esfuerzo del investigador— es la teoría regresiva. Frente a la evolutiva, que presupone que el hombre desciende de los antropoides y de los simios, la teoría regresiva opina que el mono es un hombre degenerado. Esta tesis halló la adhesión firme de la teosofía. En su Glosario teosófico, en el artículo “mono”, la Blavatsky dice: “Opuestamente a lo que afirman varios naturalistas modernos, el hombre no desciende del mono o de algún antropoide de la presente especie animal, sino que el hombre es un mono degenerado”[19]. La rusa desarrolla esta idea en La Doctrina Secreta (I, 212 y II, 757): el hombre tiene su ancestro en el pitris (“hombre celeste”) y la existencia del hombre es anterior a la del antropoide, pues éste ha nacido de la cópula de hombres y monos en el período Míoceno, pecado de los atlantes. Este bestialismo de las razas primitivas engendró los monstruos de parecido humano.

Si el antropoide es un hombre degenerado, tiene en sí la potencia del habla. De allí el esfuerzo que el protagonista propone de revertir la realidad humanizando al animal. Frente a los logros parciales, el experimentador se ensaña brutalmente con la bestia, más cuando descubre que el mono habla al hallarse solo. Surge una demoníaca voluntad de exacerbar: “El demonio del análisis, que no es sino una forma del espíritu de perversidad, impulsábame sin embargo a renovar mis experiencias” dice con alusiones claras a Poe. The imp of the perverse, nombre de una pieza de 1845 del cuentista norteamericano, ha sido definido como “el sentido de encarnizamiento en hacer lo que no se quiere hacer o no debiera hacerse”. En contraste con el trato despiadado del dueño, la actitud final del animal es de tierno patetismo, cuando sus palabras aúnan súplica, sumisión, humanidad degradada y certificación de la teoría: “Amo, agua. Amo, mi amo…”. El castigo del científico que fuerza lo natural al obligar al mono a retrotraerse por milenios, a través de las especies, para reentroncar con su origen humano, consiste en que ve lograda su meta, pero al morir el mono no tendrá pruebas de ello, más cuando no ha habido testigo de lo ocurrido, y en esto se ve el acierto de descartar el punto de vista común a los cuentos del grupo. Su descubrimiento es estéril.

Este relato originó otro de Horacio Quiroga, “El mono ahorcado”[20]. El narrador también es el protagonista; somete a “Titán”, un simio suyo, a una serie de experiencias, pues “quise hacer hablar a mi mono” (p. 52). La tesis de la que parte es que “la facultad de hablar (…) ha nacido de lo superfluo”, pues el ser viviente no necesita del lenguaje para lo esencial. Los experimentos concluyen con el suicidio, más que muerte accidental, del animal al ahorcarse, con gestos de real humanización. Aunque el punto de partida teórico sea diferente, es innegable la filiación de este texto para con “Yzur”.

El “psychon” es la última de las piezas cientificistas del libro. El tema de este cuento es la condensación química y hasta física del pensamiento. El protagonista es un científico marginado. “Era mirado de reojo por las academias” por ser espiritualista, que es, además de lo que supone como oposición al materialismo; el nombre corriente del espiritismo finisecular. Y éste es el punto de contacto del narrador y el sabio. La condición de espiritualista se confirma con el hecho de que el origen de su descubrimiento se da gracias al poder visionario de una sensitiva o médium.

En la primera versión periodística del texto, la frase “Cierto amigo, miembro de una sociedad de estudios psíquicos a quien venía recomendado desde Australia el doctor, nos puso en relación”, se leía así: “Cierto amigo, miembro de la Sociedad Teosófica, a quien el doctor venía recomendado por la rama australiana de dicha Sociedad, nos puso en contacto”; con lo que se asociaba lo teosófico a lo espiritista, fuentes que no siempre compaginaron.

Como los anteriores relatos de su especie, se extiende con generosidad en la disquisición expositiva del basamento científico que daría base al intento de licuefacción y aun al logro de “medallas psíquicas” de pensamientos. Cuando el gas en que se trasmuta el líquido logrado se libera en la habitación, produce los más insólitos efectos en los presentes, “pues el pensamiento puro que habíamos absorbido era seguramente el de la locura”. Al día siguiente de la experiencia desaparece el doctor Paulin. Informes alcanzados tiempo después le anotician: “Parece que ha repetido su experimento, pues se encuentra en Alemania en una casa de salud”. El castigo condigno es la locura, efecto de la corroboración de su descubrimiento que ha traspuesto los límites de lo conocible.

Resulta interesante señalar que en su versión primigenia “El psychon” tenía un final distinto. Las correcciones del cuerpo del texto son leves cuando lo recoge en libro, pero la conclusión se ve alterada sensiblemente. Era originariamente ésta:

De pronto un hedor insoportable se esparcía por la habitación; un olor que no se parecía a nada conocido, pero que superaba en repugnancia a todas las cadaverinas imaginables.

—El olor del pensamiento —dijo el doctor, dirigiéndose al vaso cuyo contenido disminuía con rapidez.

Vi que colocaba un pañuelo doblado en el agujero por donde se efectuaba el escape, para impregnarlo de fluido y que lo aproximaba a su nariz…

Instantáneamente, sin exhalar un grito, cayó todo rígido sobre el pavimento desnudo. Corrí en su auxilio. Un temblor espantoso sacudía sus miembros. Desesperado, sin saber qué hacer, intenté levantarlo en peso.

—¡Es inútil! —dijo con voz debilitada como un soplo—. He respirado la muerte y me voy, me voy sin remedio.

El instinto del experimentador se sobrepuso a las torturas de aquella agonía horrible, y por entre sus dientes apretados, oí salir esta advertencia suprema:

—Añada usted que el Psychon es el más violento de los venenos.

Cabe reparar en algo más. Entre los inventos del doctor Paulin que se enumeran se mencionan “el telestróscopo, el electroide y el espejo negro, de los cuales hablaremos algún día”. Lugones dedicó un cuento al tercer descubrimiento, “El espejo negro”, cuyo protagonista es el mismo doctor Paulin. Publicado en Tribuna el 17 de setiembre de 1898, quedó sin ser recogido en volumen por Lugones. En una entrevista entre el narrador y el doctor, éste le hace conocer el espejo de carbón que por su propiedad absorbe la carga eléctrica del pensamiento; concretando en imágenes el fluido mental. Como se ve, continúa el sabio preocupado por las formas de trasmutación y objetivación del pensamiento. Hay en el texto un curioso apunte de teoría del pensamiento objetivado en colores, según su naturaleza: “Los pensamientos de devoción se manifiestan en forma de nubecillas azules, llegando hasta adquirir forma de claveles y margaritas; las inspiraciones místicas son de color dorado; las efusiones de amor puro, rosadas o purpúreas; las de amor celoso, verdes; una idea de odio presentará una coloración rojo oscuro, una ira se reconoce por la mezcla del escarlata y del amarillo. Además, existe otra regla: el pensamiento ordenado asume siempre una forma regular, geométrica; el desorden se caracteriza por la ausencia de contornos precisos”.

El narrador es invitado a experimentar con el “espejo de brujas” y concentra su pensamiento en la imagen de un famoso criminal recientemente muerto. El plano del disco negro parece hundirse hacia atrás, tomando forma de embudo, y emerge desde el fondo una mancha roja que va haciendo marco a la cara del asesino, la que se va dibujando con nítidos rasgos e imponiéndose de manera tan vívida al avanzar hacia la superficie, que el observador se echa hacia atrás, asustado ante ese rostro de ojos vidriosos de ajusticiado. Precipitadamente, el doctor Paulin interviene para evitar la culminación del proceso: una visión de enorme incendio enciende en llamas el espejo.

Atendamos ahora a los cuentos metapsíquicos. El primero, “Un fenómeno inexplicable” tiene por tema el desdoblamiento de una persona en las dos realidades que la constituyen. El protagonista es un inglés excéntrico que ha estado en la India, donde ha cultivado la ascesis de los yoguines para alcanzar el total dominio de sí hasta haber llegado al desdoblamiento, objetivando el otro, que cobra forma de mono horrible. En este cuento es donde más abundan las referencias a fenómenos parapsicológicos y las menciones a las disciplinas vedadas: la radiestesia, el magnetismo, el yoga, la homeopatía, la quiromancia, la fisiognomía, etcétera. La llave que abre la confidencia es el conocimiento que el narrador tiene en común con el inglés de estas cuestiones.

Dos verificaciones demuestran que lo confesado no es alucinación: la luz de una bujía desplazada por la habitación no aparta ni borra la sombra acurrucada en un rincón y el perfil dibujado en un papel, que se aplica a aquella sombra, revela al mono, la cosa maldita. La situación angustiosa del protagonista se origina en el hecho de que ya no tiene gobierno de sí sobre el otro, que se desdobla sin su voluntad escindiéndose sin su consentimiento y sin una seguridad de posterior reintegración. El hombre es esclavo de la creatura desdoblada. La situación recuerda El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde de Stevenson, cuando el investigador advierte, al despertar un día, sin haber tomado el brebaje que lo trasmuta, que su mano se ha deformado y cubierto de pelo, que está operando en forma independiente, desgobernada.

En su versión en la revista Philadelphia este cuento se tituló “La licantropía”, Como la revista es teosófica, nada mejor que el ya citado Glosario para definir el alcance del término: “Fisiológicamente, es una enfermedad o manía durante la cual uno se figura ser un lobo y obra como tal. Ocultamente, significa lo mismo que la voz inglesa werwolf, la facultad psicológica de ciertos hechiceros de aparecer o presentarse con apariencia de lobos”. Según el léxicon, en ocultismo se trata, no de una capacidad de metamorfosis, sino de poder psíquico, de “hacer ver” un lobo en ellos. El vocablo “licántropo” suele usarse en sentido más lato para aludir a cualquier mutación en animal.[21] Tal vez Lugones cambió el título original para evitar confusiones sobre la palabra muy asociada en el uso corriente a “hombre lobo”. En el cuento no se trata de un caso de sugestión hipnótica ejercida sobre otros para hacer ver realidades inexistentes, sino de un fenómeno de orden paranormal de desdoblamiento. Para la literatura del ocultismo, la forma animal que la parte objetivada asume es, en realidad, una proyección del doble astral que toma esa apariencia. Para los cabalistas se trataría de una doble imagen en que se separa el ego dual: el metatron, la superior; y el samael, la inferior, figurada como un ángel guardián y un demonio maligno, respectivamente.

Lugones retoma el tema de las metamorfosis licantrópicas, pero a nivel de leyendas folklóricas —y no en el plano patológico-psíquico o parapsicológico— en “La yegua bruja” y “El tigre capiango”, relatos en verso de su última obra poética, Romances del Rió Seco (1938).[22]

“El origen del diluvio” se abre con puntos suspensivos, como si se tratara de un fragmento de una narración iniciada antes; así, comenzamos la lectura incorporándonos al desarrollo de una secuencia que nos precede y que es extranarratìva. El recurso tiene doble función: obvia el comenzar ab ovo, pues al iniciarse el lector se da la tierra por ya existente; en segundo lugar, dispone favorablemente la atención, en el esfuerzo por insertarse en ese continuum narrativa.

La pieza está compuesta por dos partes nítidamente diferenciadas, y separadas por un blanco tipográfico que establece una escisión en su seno. La primera es el relato del proceso evolutivo del planeta, dado en una lengua informativa, con abundantes tecnicismos geofísicos, que impresiona como la lectura de un tratado científico. El informe descriptivo concluye con puntos suspensivos, como comenzara, lo que acentúa la presentación del bloque como fragmento de un todo mayor, que comprendería la cosmogénesis y evolución de la tierra. Este extenso primer momento de la parte inicial está seguido por una breve coda no escrita en la lengua impersonal, objetiva del comienzo, sino como referencia a una primera persona; en cuya boca ha estado el informe científico previo. Advertimos ahora que éste se ha dirigido a un auditorio sin apelaciones que lo contaminen de nivel de oralidad. Las maneras apelativas aparecen en la coda (“He aquí lo que he venido a deciros…”; “Os añadiré…”) con la que se cierra la primera parte.

En el informe podemos distinguir tres momentos. El inicial comprende la etapa antediluviana. Lo más curioso lo constituye el pasaje en que se presentan los gigantes, como “especies de monos gigantescos y huecos, tenían la facilidad de reabsorberse en esferas de gelatina o la de expandirse como fantasmas hasta volverse casi una niebla”; estos fantásticos seres, además de su condición de mutantes, poseían doble vista, como los sonámbulos; eran perversos, emanaban de sí otros seres de vida breve, y su tacto les exigía rodear por completo los objetos para apreciarlos. Exudaban de su propia materia sus viviendas, como los caracoles. Coetáneamente, se presentan vegetales que dan arañas por fruto, las que producen huevos de los que brotan los vegetales progenitores; y “cactos eléctricos que sabían proyectar sus espinas”. La presentación de tan monstruosas criaturas son nota aislada en la imaginación de Lugones Si el nivel lingüístico, la actitud expositiva y el asunto hermanan estas páginas con las del Ensayo cosmogónico, los apuntados detalles fantasiosos las distancian de él.

El segundo estadio lo constituye la descripción del diluvio, que en la versión de Lugones presenta la peculiaridad de no ser una inundación acuosa. El calor, la presión enorme y la acción catalítica del vapor del agua lunar producen una disgregación general de los sólidos; que en ablandamiento progresivo llegan a constituir una masa de lodo, la que al secarse se trasmuta en polvo seco y fluido. El tercer estadio es el postdiluviano, marcado por la aparición de “los primeros seres humanos que fueron organismos del agua: monstruos hermosos, mitad pez, mitad mujer, llamados después sirenas en las mitologías”. En esto responde a la cosmogénesis y antropogénesis teosóficas: el agua es el principio de la “segunda transformación”, el símbolo del fluido potencial, origen de la vida. No obstante, la versión lugoniana y la teosófica del diluvio —que no coinciden con la bíblica, por cierto— a su vez se diferencian bastante entre sí.

En la coda advertimos que un narrador de inconcebible “memoria millonaria de años” ha evocado lo anterior. Se trata de un ser proveniente del “cono de sombra”, al que se refiere el Ensayo en su décima lección.

La segunda parte de la ficción nos retrae a una situación insospechada: una reunión espiritista, en el seno de la cual el espíritu convocado ha narrado los sucesos diluvianos: “La médium calló…”. Se nos ha hecho asistir como lectores, sin saberlo, a una sesión espiritista. Un escéptico, Mr. Skinner, reacciona incrédulamente contra la versión oída. Entonces, para acallar su descreimiento, se produce un fenómeno de materialización al actualizarse, regresivamente, el momento final del diluvio, del cual quedan en la reunión dos testimonios: el frío lodo mucilaginoso que cubre a los presentes y la diminuta sirena muerta en el lavabo.

Como en “La lluvia de fuego”, la clave del narrador está en el subtítulo: “Narración de un espíritu”. Hay dos narradores en el cuento: el espíritu que se vale de la médium como megáfono y el asistente que en primera persona (“No sé cómo hubiera acabado”, “Tuve fuerzas para saltar hasta la llave de la luz eléctrica”) testifica lo sucedido.

En el terreno de los cuentos que llamaremos legendarios, “La lluvia de fuego”, como decíamos, se asociaría a “El origen del diluvio”, pues el narrador también es un espíritu, según lo precisa el subtítulo: “Evocación de un desencarnado de Gomorra”. El cuento, pues, tiene una apoyatura metempsíquica, pero el autor evita insistir en ello; por eso elude el encuadre de sesión espiritista. Al quitarle el marco, el relato opera como simultáneo a los hechos que narra, lo que se acentúa con el acierto técnico del final: “Y…”. Una “y” de enlace extraoracional y puntos suspensivos que se abren sobre la muerte. La narración concluye al mismo tiempo que la vida terrena del protagonista.

La fuente es bíblica. La modalidad del cuento es la del relato histórico, que el modernismo heredó del romanticismo y adecuó con más frecuencia al ámbito acotado del cuento o del novelín, como en Artemis de Larreta o El hombre de oro de Darío.

El epígrafe, tomado del Levítico, no alude, en el contexto bíblico, al asunto de las ciudades malditas y pervertidas, pero sí a una de las formas del castigo divino con que Yavéh amenaza al pueblo elegido si se aparta de sus mandamientos. Lugones, apoyado en la referencia al cielo y a la tierra de cobre, imagina la lluvia de gránulos de metal ardiente, que no está en la Biblia: “… e hizo Yavéh llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego de Yavéh, desde el cielo” (Génesis, 12, 14). El espectáculo que Abraham contempla la mañana siguiente de la destrucción es éste: “Y mirando hacia Sodoma y Gomorra y toda la hoya, vio que salía de la tierra una humareda, como humareda de horno” (ídem, 19, 28).[23] El resto es creación del autor argentino.

La composición del cuento puede ordenarse para su análisis en tres momentos pautados por las intermitencias de la lluvia, con creciente intensidad y diestro balanceo de tensiones y distensiones engañosas. El crescendo se afirma en el arreciar de la lluvia y sus devastadores efectos, hasta llegar al incendio total, anticipación física del infierno para los habitantes, ya que no creemos ocasional la adjetivación que le da de “lluvia infernal”.

Contrastante con el escenario terrestre de muerte, exterminio y catástrofe, el cielo se muestra inalterablemente celeste. Las reiteradas menciones —media docena de veces— a “la limpidez del cielo”, del cual no pareciera provenir aquella devastación, está manejada con intención de leit-motiv. Pareciera sugerir que la ira de Dios ha dado lugar a una impasible justicia, imagen de la cual es el cielo en su inmutabilidad. Hacia el final, las palabras del protagonista sintetizan la situación: “Y bajo el cielo que no se había enturbiado ni un momento, un cielo cuya crudeza azul certificaba indiferencias eternas, la pobre ciudad, mi pobre ciudad huerta, muerta para siempre, hedía como un verdadero cadáver”. Es desoladora la escena contemplada por un única testigo en esa suerte de Juicio Final de Gomorra y hay vibración lírica en las palabras con que la describe el personaje.[24]

Lo más personal en la creación de Lugones, más allá de la trama misma, reside en la precisión y relevancia expresivas logradas, particularmente en las descripciones, que se van alternando con nódulos narrativos, en juego de contracanto. Pero en segundo lugar, y quizá mayor aun, reside en la índole psicológica del personaje. Es un sibarita y un gozador de la existencia, que ha vivido “cincuenta años de placidez, en la dicha del presente, en el descuido del mañana”. Su arte de vivir se basa en la lectura y la mesa. No tiene ya otros placeres. La ciudad es ahora para él “un desierto donde se refugiaba” en sus placeres menores. No participa del ajetreo ciudadano. Su individualismo hedónico lo lleva a balconear el baile del mundo, no a danzar en él. La actitud del protagonista, acodado como en un palco, en la terraza de su casa, bajo la cual trascurre el desfile de desenfrenos y desmanes, lo grafica. Ve ese exhibicionista desfile de depravaciones —magníficamente presentado, por lo demás— como un espectáculo divertido. Es mero observador. No sólo el mundo, sino el castigo divino se le proponen como algo contemplable, aunque implique la muerte: “No pudiendo huir, la muerte me esperaba; pero con el veneno aquél, la muerte me pertenecía. Y decidí ver eso todo lo posible, pues era, a no dudarlo, un espectáculo singular. ¡Una lluvia de cobres incandescente! ¡La ciudad en llamas! Valía la pena. Subí a la terraza”. Dos realidades opuestas consideradas como recreo de los ojos: el desfile jubiloso y depravado y la destrucción de cuanto lo rodea. El sufrimiento y el goce humanos son motivos de contemplación casi estética. Lo trágico, en la óptica del lector, pero no en la del personaje, es que el narrador no ve el castigo divino; ve sólo un fenómeno inexplicable; no hay en él conciencia de relación entre la ciudad pecaminosa y la lluvia de fuego que se abate sobre ella; no tiene sentido de trascendencia. Por momentos, su psicología se asemeja más a la de un hedonista griego que a la de un semita.

La idea de huir no es válida, pues desierto y lago están bajo el mismo cobre pluvial; se recluye en su casa y en sí, con serenidad, sólo quebrada en un momento de fugaz desconcierto: “Me acometió de pronto un miedo que no sentía —estoy seguro— desde cuarenta años atrás, el miedo infantil de una presencia enemiga y difusa; y me eché a llorar, a llorar como un loco, a llorar de miedo, allá en un rincón, sin rubor alguno”. Lo subrayado muestra la ausencia de comprensión del origen del castigo y aun de que lo sea. La declaración categóricamente estoica: “la muerte me pertenecía”, le da seguridad y lo hace invulnerable a lo que no sea su propia voluntad de suicidio; gesto con el que se desconoce como víctima posible del castigo de Dios. Entra en la muerte sin temor, impasible, movido sólo por la curiosidad de esa experiencia desconocida para él, “apenas turbado por la curiosidad de la muerte”.

Estilísticamente el cuento logra un nivel superior a los de ficción científica, pues el laboreo de la prosa —distante de la lengua expositiva de los informes— alcanza posibilidades impares de virtuosismo. Hay cuadros espléndidos que revelan la aprovechada lección de Flaubert, de Loti, en la evocación plástica del mundo antiguo; y se percibe que un soplo de Anatole France orea al personaje.

En “La estatua de sal” vuelve Lugones al asunto de la destrucción de Sodoma y Gomorra, pero aquí la acción trascurre en lo que fue el asiento de la primera de las ciudades. La fuentes bíblicas son las mismas que para “La lluvia de fuego”, Génesis, 19, 1-29, particularmente los versículos: “Una vez fuera, le dijeron: ‘Sálvate. No mires atrás y no te detengas en parte alguna del valle; huye al monte si no quieres perecer’" (19,17); “Y la mujer de Lot miró atrás, y se convirtió en un bloque de sal” (19,26). Aun hoy, entre los pilares salinos del acantilado occidental del Mar Muerto se señala un pico que sería la mujer castigada. En otros libros de la Biblia se recuerda el peculiar castigo, p. ej. en el de la Sabiduría: “Ella salvó de la ruina de los impíos al justo en su huida del fuego que descendía sobre Pentápolis. Y en testimonio de la maldad continúa la tierra desolada, humeante y sus árboles dan frutos que no maduran y una estatua de sal quedó cual monumento de un alma desobediente” (10, 6-7).[25]

El cuento está compuesto como si fuera un relato de viva voz que un peregrino hace ante un auditorio para su edificación espiritual, de allí el uso de maneras apelativas: “Vosotros, escuchad con atención”; “Imaginaos un antiquísimo edificio…”, dice espoleando la imaginativa composición de lugar que haga más vívida la escena y más efectiva la aleccionante narración; la invocación a la Virgen para que guíe su relato: “Ayúdame, Nuestra Señora del Carmelo”, que se cierra con el imprecativo “Amén” de una oración; el llamado a la plegaria de los presentes al finalizar la narración: “Roguemos a Dios por su alma”; en fin, recursos que evocan el relato ejemplarizante en el refectorio de un cenobio.

El narrador es un peregrino que ha de contar “la verdadera historia del monje Sosístrato”, lo que es promesa de evitar patrañas y fabulaciones. “Lo que vais a oír me lo refirió palabra por palabra el hermano Porfirio”, de virtuosa vida en el monasterio de San Sabas. Más allá de la fuente bíblica, pareciera evidente que Lugones ha sacado provecho de las Vidas de los Padres del desierto y Vidas de los Santos Padres, pues en varios detalles refleja el estilo de los relatos hagiográficos. Propondríamos como muy firme la obra del “primitivo” Fra Domenico Cavalca —como lo llamó Darío en el ensayo que le destinara en Los Raros (1896), y que atrajera la atención de los jóvenes modernistas sobre el autor italiano— las Vite scelte dei Santi Padri[26]. Esos relatos trazados en la atmósfera de prodigio, con encanto y animado dramatismo “en su resplandor de oro”; con sus paisajes exóticos, sus visiones místicas, sus viajes y peregrinaciones donde los ascetas tropiezan con seres de maravilla: un hipocentauro, un sátiro, un onagro, un dragón; en los que el Bajísimo se emboza en las apariencias más curiosas para tentar a los santos varones eremitas, sirvió de incitación a Lugones para “La estatua de sal”. Y, en otro nivel de lecturas, le valió la de La tentación de San Antonio de Flaubert y la de Thais de Anatole France, quien aprovecha al maestro francés y a Cavalca, pero atravesando su relato con una sutil y penetrativa ironía, que disfraza de falso candor y asombro, sus gotas de escepticismo. En cambio, Lugones tiene, tanto en este cuento como en el otro, cristiano, de “El milagro de San Wilfrido”, una actitud diferente. Por esos mismos años en que escribe estas piezas fustigaba ácida y enardecidamente al Cristianismo —al cual habría de retornar hacia sus últimos años— en ensayos condenatorios; pero ni vestigios de despreciativo despecho, ni de corrosiva ironía, registra en sus ficciones, narradas, por el contrario, con unción, con la adhesión cordial de un alma creyente, lo que demuestra su capacidad para situarse con coherencia y adecuación en la creación imaginativa.

La sugerencia malintencionada de redimir de su padecimiento a la mujer de Lot con un gesto caritativo es semejante a la que el Diablo insufla en Pafnucio con respecto a Thais, la pecadora pública.

El pecado de Sosístrato es doble. Por un lado intenta, en su buen fe, desviar o modificar los designios de Dios, al volver a la mujer a la vida activa de la latente en que permanecía. El segundo, no menos grave que el primero, es el pretender conocer aquello que había sido prohibido contemplar a la mujer de Lot y que ella vio al volver la cabeza en el momento de la destrucción de Sodoma. Coincide el monje con la mujer en el mismo pecado de curiosidad ante lo prohibido. Sosístrato quiso ver en el pasado con ojos ajenos. En ambos casos, confundido por el Maligno, traspasa los límites fijados al hombre y recibe su castigo. Aquí es una fuerza divina la operante.

Lugones volvió sobre la primera versión, estableciendo algunas supresiones tendientes, en su mayoría, a desterrar la creación del horror por meros recursos verbales; así, elimina por dos veces el adjetivo “misteriosa” aplicado a la estatua, las calificaciones “lúgubre” y “espantoso”, o algunas frases enteras: “Nunca el castigo tuvo más espantosa forma”, u otra, aplicada a la voz, con acertado desplazamiento de hipálage: “Y la espantosa mujer le habló con su voz antigua, que parecía encorvada bajo el peso de mil años”. Todo aporta sobriedad al texto; asimismo, el haber descompuesto largos parágrafos iniciales en tres o cuatro menores, espaciándolos, le aportó mayor agilidad lectiva.

Este relato es uno de los más logrados en la narrativa de Lugones, su vigilada expresión estilística, por la originalidad de la situación propuesta por su brevedad contenida y su contundente final efectista, que cifra en una sola palabra el horror de lo contemplado, condensando en ella la visión del espectáculo del castigo divino, tanto, que lo transfiere en su comunicación. Al serle confiada a Sosístrato en su oído “fulminado anonadado, sin arrojar un grito, cayó muerto”. La palabra secreta no nos es revelada a los lectores por nuestra propia salud.

A “El milagro de San Wilfrido” podemos calificarlo de “cuento histórico”, de igual manera y por las mismas razones por las que hablamos de novela histórica. La lección de Flaubert pudo haber servido a Lugones para la técnica de la evocación de época y reconstrucción de atmósfera a través de apuntaciones y detalles situados con acierto.

Sobre su versión periodística realizó el autor considerable cantidad de correcciones, básicamente supresiones de adjetivos antepuestos y formas corrientes de expresión en las que introduce leves variantes, para apropiárselas con individualidad. El relato castigado gana en mesura y en aciertos de estilo. El tono revela la lectura de legendarios medievales y florilegios hagiográficos, y se refleja su sabor en expresiones como “las fábulas del paganismo”, “sabían muchas letras de historia”, “padeció muerte de cruz”, y otras. A esta posible fuente deben sumarse otras dos: los cantares de gesta franceses sobre la conquista de Jerusalén y, de manera más evidente, las crónicas coetáneas de las cruzadas, algunos de cuyos textos son realmente deliciosos. La reconquista de Jerusalén, cómo hecho histórico y motivo poético, en el interés de Lugones data desde su niñez, cuando su padre le leía La Gerusaleme liberata de Torcuato Tasso por las noches en la tertulia familiar.[27]

El asunto que sirve de trasfondo al cuento se refiere al segundo momento de la primera cruzada, el de los aguerridos barones. El asalto a la Ciudad Santa ocurrido entre junio y julio de 1099 es histórico. También lo son casi todos los personajes mencionados, con excepción, quizá, del protagonista Wilfredo de Hohenstein y el deuteroagonista, el caudillo Abu-Djezaar. Pedro el Ermitaño, a quien se menciona, p. ej., fue quien, haciéndose eco de la exhortación del Papa Urbano II, en el Concilio de Clermont, predicó a los pueblos la empresa de la reconquista y atrajo tumultuosas muchedumbres populares en pos de sí. “En todo lo que hacía o decía parecía poner algo de divino”, dice un testigo de la época, Guiberto de Nogent. Pedro vivía pobremente, comía sólo pescado y era mísero de cuerpo, pero la imaginación del pueblo lo transformó en héroe de epopeya. También son rigurosamente históricos el campeón de la empresa de 1099, Godofredo de Bouillon, duque de Brabante, y su hermano Balduino de Bolonia; Raimundo Pilet o Pileto, Eustaquio de Foix, Raimundo, conde de Saint-Gilles, y otros mencionados. Histórica es la impresionante sed y privaciones sufridas por los cruzados que avistaron Jerusalén el 7 de junio: “El calor ardiente del mes de junio aumentaba aun más la incomodidad de la sed y la hacía más penosa debido al continuo estado de sofocación, y a eso debía añadirse el exceso de trabajo y el polvo abundante, que resecaba el paladar y el pecho”, dice un cronista de la época, y pasa a relatar hechos horrendos provocados por la falta de agua.

También es histórica la comisión de caballeros enviada a vigilar las naves en Jafa. Salvo que Lugones reduce el número de hombres a cuatro y no se refiere al ataque sarraceno contra unos treinta cristianos distanciados del grupo, que el cuentista reduce a uno, Wilfredo:

Después que hubo llegado el mensajero de nuestros navíos, los señores tuvieron consejo y decidieron enviar algunos caballeros para que custodiasen fielmente los hombres y los navíos en el puerto de Jaffa. Al despuntar el día, cien caballeros se apartaron del ejército de Raimundo, conde de Saint-Gilles, y con Raimundo Pilet, Achard de Montmerle y Guillermo de Sabran, se separaron de los otros y se encontraron con setecientos árabes, turcos y sarracenos del ejército del almirante. Los caballeros de Cristo los atacamos con vigor, pero la superioridad de los enemigos sobre los nuestros era mucho mayor, de modo que los rodearon por todos los lados y mataron a Achard de Montmerle y a unos cuantos infantes.[28]

Otros detalles y alusiones del cuento de Lugones aparecen también en la crónica citada; pero no podría establecerse con seguridad si fue ésta la versión cronística consultada por el autor para el enmarque histórico. Lo prudente es sospechar que abrevó en varios sitios, como siempre lo hacía, lo que torna más difícil establecer filiaciones y deudas, dada la ceñida articulación de las más variadas lecturas que solía realizar.

El texto original, el periodístico, precisa que la acción comienza el 15 de junio de 1099; que Wilfredo es martirizado el día 16 de ese mes y que el 12 de julio los cristianos atacaban con vigor los muros de Solima. Hacia el final dice textualmente que el caballero “padeció muerte de cruz entre los infieles el 16 de junio del año 1099 de Cristo”. En cambio, en el libro, en la edición de 1926, la definitiva, se lee: “… padeció muerte de cruz entre los infieles el 12 de julio de 1099 de Cristo” (p. 68). El 12 de julio es cuando Abu-Djezzar es ahorcado por la mano del cruzado que hacía un mes permanecía cercenada y clavada en la cruz. Si no se trata de error de Lugones en la versión de 1926, debe entenderse que quiso indicar que en la mano permaneció vivo el cristiano hasta que cobró su venganza sobre el infiel, y que, entonces, ambos mueren el mismo día: la víctima cuando se trasmuta en victimario y el victimario en víctima. En cuanto al motivo fantástico, o milagroso en este caso, de la parte del cuerpo con vida independiente después de muerto su dueño, es frecuente en los ejemplarios y legendarios del Medievo.

“Los caballos de Abdera” aprovecha varias versiones de mitos para inventar la situación. Podríamos señalar algunas que quizá influyeron en Lugones. Diomedes, rey de Tracia, hijo de Ares y de Pirene, hacía que sus yeguas devorasen a los extranjeros que llegaban en arribada forzosa a su país. Euristeo encargó a Heracles que le trajera las yeguas carnívoras. El héroe atrapó a los animales y los condujo a la playa para embarcarlos. Entonces fue atacado por Diomeses; para oponérsele, avanzó sobre él y confió el cuidado de las yeguas a su amigo Abdero, las que, enfurecidas, lo mataron, arrastraron y masacraron. En homenaje al amigo, Heracles fundó la ciudad de Abdera. Más tarde, Euristeo dejó las yeguas en libertad y fueron devoradas por las fieras salvajes. Según otra versión del mito, Heracles hizo que los animales devorasen a su propio dueño, Diomedes. Las yeguas, antropófagas ya representan una alteración de la naturaleza; el alimentarse de carne humana podría ser visto como un principio de asimilación al género racional.

En la leyenda y en la historia, Abdera se hizo famosa por la calidad de sus caballos y los cuidados que les deparaban los ciudadanos. A estas bases, histórica una, mítica la otra, pueden sumarse las muchas figuras también míticas de caballos parlantes, inteligentes, videntes y premonitores, como los de Poseidón, o los de Aquiles —anticipo del moro de Facundo Quiroga, que le anunciaba la suerte que correría en las batallas— y de otros mitos que transfieren al equino cualidades humanas. En la literatura posterior han de encontrarse casos que retoman la tradición aquélla. Así, por ejemplo, en la cuarta parte de los Viajes de Gulliver de Swift, “Un viaje al país de los houyhnhnms”, donde los caballos tienen el gobierno organizado y están dotados de inteligencia, de excelentes virtudes morales y de idioma. Los equinos tienen bajo su yugo a los yahoos, versión traspuesta de los hombres. Como se sabe, todos los planos están invertidos en ese reino utópico. Houyhnhnmlandia es una Abdera; o, por mejor decir, Abdera es una Houyhnhnmlandia maligna, perversa, bestial e inteligente.[29]

El tema de “Los caballos de Abdera” es el de la humanización monstruosa de los animales, resultado de un proceso de concesiones y de circunstancias, insensible y gradualmente acrecentadas, que originan la rebelión de los brutos contra sus dueños. Aquí la hamartía, digamos, consistió en alterarse el orden natural establecido: la sujeción de los animales al hombre.

Los detalles de la vida cotidiana de Grecia están sabiamente distribuidos para la creación de ambiente. La acción comienza con apuntaciones humorísticas, con ironías que resultarán trágicas en su proyección final. La tensión del relato aumenta con el proceso de humanización, que luego se hace vindicativo y el clímax llega a su punto máximo cuando las murallas están a punto de ceder ante la presión de los ex-brutos. Es entonces cuando se produce la aparición de un monstruoso león gigante, que asoma por sobre los árboles. La vista y el rugido del león paralizan a los caballos, que por efecto del temor instintivo ante la fiera rey vuelven a su condición bestial y huyen azorados frente al peligro, internándose en el mar. Este final de deus ex machina, como se dice, significa el triunfo del héroe mítico sobre el desorden y la alteración de lo natural. Nadie mejor que Heracles —domeñador de las yeguas de Diomedes y fundador de Abdera— para restaurar en sus propios límites lo animal y lo humano.

“El escuerzo" se publicó en El Tiempo bajo el título de “Los animales malditos”, lo que sugiere la posibilidad de que Lugones proyectara una galería de ellos en la que incluiría, tal vez, el mastuerzo, el basilisco, el perro negro y otros de vinculación con el Maligno. Si son numerosísimas las leyendas que corren sobre el sapo, son escasas las referidas estrictamente al escuerzo; pero, parientes entre sí, éste hereda la carga de aquél. Así se lo hace auxiliar de maleficios de toda naturaleza en las prácticas de la hechicería y en los ritos de la magia negra. Es símbolo de la fealdad y la torpeza y, primordialmente, es visto como representante de las potencias infernales y tenebrosas; incluso los cuernos diminutos de su frente son asociados a los atributos del demonio cornífero. Se considera que su mirada es indiferente a la luz y que intercepta, por absorción, la luz astral. Algunas leyendas lo asocian a lo lunar; se cree que un escuerzo devora la luna en el momento del eclipse. En el cuento se advierte esta relación entre el animal y el astro: “La luna muy baja empezaba a bañar con su luz el aposento, cuando de repente un bultito negro, casi imperceptible, saltó sobre el dintel de la puerta”; luego: “La luna bañaba enteramente la pieza. Y he aquí lo que sucedió: el sapo comenzó, a hincharse por grados, aumentó, aumentó de manera prodigiosa, hasta triplicar su volumen”; y al concluir: “Un frío mortal salía del mueble abierto, y el muchacho estaba helado y rígido bajo la triste luz en que la luna amortajaba aquel despojo sepulcral, hecho piedra ya bajó un inexplicable bañó de escarcha”. Como se advierte, hay un acompañamiento de los dos elementos asociados. La luna cumple aquí su función de psicopompa cómo señora de la muerte. El baño de escarcha que ha enfriado para siempre el cuerpo del muchacho contrasta con la noche de gran calor que el texto indica.

Una situación corriente, la muerte de un sapo por un chico, provoca el cuento de la criada, probatorio de su advertencia: se debe quemar el escuerzo muerto para que no resucite y se vengue de su matador. Frente a los cuentos cientificistas y parapsicológicos, cuya trama se fundamenta por extenso con acarreo de erudición y doctrina; y en medio de los legendarios, abrevados en la materia prestigiosa del mito griego, de los textos bíblicos, de las empresas históricas de Occidente, “El escuerzo” queda aislado, pues su asunto proviene de hontanar más humilde: a leyenda popular una creencia supersticiosa, puesta en boca de una sirvienta narradora, mujer simple y crédula de las activas potencias diabólicas. Estas circunstancias reducen el relato a la situación concreta que narra, aligerándola de disquisiciones o fundamentos, puro acontecer que produce un efecto sobrecogedor sobre el lector, quizá más directo que en otros cuentos del libro.

Desde el título de la segunda parte de la obra se nos advierte su índole. Se trata de un ensayo, esto es, de una pieza que habrá de moverse con cierta soltura en el tratamiento de su tema, con ángulos de abordajes personales, con enfoques propios; además, cumplirá con una de las mejores definiciones breves del género ensayístico, la de Ortega y Gasset, “la ciencia sin la prueba explícita”. En efecto, la exposición supone y evidencia a lo largo del texto el respaldo de conocimientos de varias disciplinas —astronomía, física, química, etc.— que Lugones procura concertar en el desarrollo. Las lecturas del autor en esos diversos campos eran copiosas y poco esfuerzo le hubiera exigido anclar con referencias eruditas a pie de página el dato o la cita bibliográfica comprobatorios. En su propia biblioteca disponía de material específico sobrado para hacerlo. Si se leen con atención las notas que acompañan al texto, se advierte que no tienen por objetivo la fundamentación libresca; por el contrario, son allanatorias, destinadas al lector corriente.[30]

Por tratarse de un ensayo, lo dominante es el tono intelectual y la actitud discursiva, inclusive la postura polémica con la que va señalando diferencias de apreciación con autores y aun con autoridades; pero asocia lo ensayístico con lo didáctico, con lo expositivo sistemático en lecciones eslabonadas entre sí en el desarrollo cursivo. Lugones se preocupa por retraer la atención del lector hacia aquellos conceptos recurrentes, que ya explicitara antes, o incorpora paréntesis que intentan dar sinónimos y significados correlativos. Esto se afirma en las articulaciones internas de la exposición y en la síntesis de las cuatro primeras lecciones que hace en el último parágrafo de la cuarta, recapitulación que consolida lo expuesto y asegura la inteligencia de lo venidero.

Lugones no ha pretendido componer un tratado, sino una sinopsis de un sistema de cosmogénesis y lo dice claramente: “Toda esta cosmogonía es sólo un esquema”.

Hay críticos que han visto este ensayo como desconectado del restó de la obra y no encuentran ligazón entre lo ficcional de las piezas narrativas y el texto ensayístico. Pero el autor tuvo intencionales formas de relación entre ambas vertientes del libro. En principio cabe señalar que el Ensayo da sentido y base doctrinal a las fuerzas operantes en el universo, lo que lleva a insertarlas en un conjunto integrado, al trazar el origen y marcó de acción de esos poderes efectivos existentes en el seno de lo real. Claro está que brinda fundamento sintético a las ficciones cientificistas y metapsíquicas, pero quedan excluidas las legendarias, al menos de una manera directa. También debe advertirse que en los relatos de ficción científica, como lo hemos señalado, se le hace sitio vasto a la disquisición científica, a la exposición de teorías y doctrinas, con lo cual las ficciones participan de lo ensayístico. A la inversa, el Ensayo está inserto en una situación ficcional, en un encuadre de situación narrativa. Las diez lecciones se hallan comprendidas entre las abrazaderas de un “Proemio” y un “Epílogo”, de diferente naturaleza a lo que contienen en sí. El narrador de primer grado conoce en lugar y circunstancias muy peculiares al expositor de la teoría cosmogónica. “Proemio” y “Epílogo” están puestos en boca de aquel narrador y las lecciones en la del misterioso desconocido. De éste se nos dan referencias vagas, imprecisas, que más sirven para afantasmarlo que para presentarlo, creándose una atmósfera propicia para el acto de las revelaciones trascendentes. Lugones elige recursos de enmarcamiento: un sitio en los Andes, “la soledad inspiradora de las noches andinas, la comunión de naturaleza que sugería la serenidad, y el silencio divino de las estrellas”, el aislamiento por la altura, la cautivante voz del desconocido, el diálogo junto al fuego. Todo es marco típico para la revelación. El narrador insiste en que eso fue; y llama “revelador”, con sustantivación significativa del adjetivo, al interlocutor.

Lugones no asume la autoría manifiesta de la cosmogonía, como tampoco asumió la exposición de las fuerzas extrañas en el resto del libro —ni siquiera el narrador corre con ella, sino el desconocido—. El narrador juega dos papeles en el Ensayo —que se contamina con estos nuevos elementos cada vez más de ficción científica, casi como otra pieza del género—: es el recipiendario del mensaje revelatorio y es su editor: “He meditado bien antes de decidirme a publicarla (a la revelación), pero dos circunstancias me han impulsado sobre todo. La primera es que, a pesar de las prolijas indagaciones, no he podido encontrar indicio alguno de aquel casual interlocutor, pues todas las señas que me dio a su respecto han resultado inciertas; la segunda es la facilidad con que me hizo el confidente de sus revelaciones. Estas dos circunstancias me hacen creer que yo fui tomado como agente para comunicar tales ideas, papel que acepto desde luego con la más perfecta humildad”.

La publicación del ensayo es, en la cadena de la trasmisión del mensaje, el tránsito de lo esotérico a lo exotérico. El Ensayo es otra forma de levantar el velo de Isis. En última instancia, puede considerarse una ficción más, que repite, incluso, la situación de las otras narrativas: un sabio hace confidente de sus secretos al narrador.

Claramente se comprueba la interrelación de ciencia y ficción y asociación de planos en las dos partes de Las fuerzas extrañas. En el Ensayo, el discurso intelectual está comprendido entre márgenes de diferente función lingüística, pues el proemio y el epílogo están transidos de vibración emocional. A la hora del “Epílogo”, el narrador retoma la palabra para comunicarnos sus sensaciones, que bordean el éxtasis, en medio de una plenitud espiritual, que la serenidad del sitio, las circunstancias, el revelador y el mensaje provocan en él: “… el universo entero estaba en mí, y todos sus astros brillaban en mí como si yo hubiera sido el infinito”. Se vuelve a la idea de la iniciación; no se ha tratado de meras teorías científicas, sino de una revelación de lo oculto: “Los misterios cuya exposición había oído…”. El parágrafo que así comienza y el siguiente marcan el punto más alto del remonte espiritual del narrador, habitado por una “beatitud inefable” comunicada por la “música de las esferas”.

Hay un detalle que acentúa la sensación de trance, de rapto en que está sumido el revelador durante su transferencia: “Mi interlocutor hizo un movimiento como si despertara…”, dice al concluirse la exposición. Al retomar la palabra el desconocido, en el “Epilogo”, muestra diferente actitud expresiva, salpicada de interrogaciones que la ciencia no podrá satisfacer. Después de una organizada exposición de respaldo científico, el revelador señala que la ciencia positiva no da las explicaciones últimas y que el camino del espíritu no es “la sombría struggle for life de la ciencia, sino la divina struggle for light de los seres superiores…”. Esta “lucha por la luz” es la justificación final de la vida.

El “Epílogo” concluye con una transfiguración del personaje: “Su estatura parecía haber crecido hasta sobrepasar la vecina montaña; no era ya más que una larga niebla confundiéndose con la vía láctea en el fondo del horizonte. Y fuese ilusión de mi mente sobreexcitada, o maravillosa realidad, es lo cierto que, sin darme cuenta del prodigio, estaba viendo, desde hacía rato, emblanquecer su rostro entre las estrellas”. Pero Lugones no ha clausurado la posibilidad de retomar al sabio del Ensayo en un encuentro posterior, ampliatorio de las revelaciones. En efecto, en la nota final el narrador apunta: “Pero algo me dice que he de volver a encontrar un día las huellas de mi augusto revelador…”, con suspensivos promisorios.

Del hecho de manejar recursos ficcionales en el Ensayo y de no asumir Lugones su autoría manifiesta o directa, no puede deducirse que lo dicho esté concebido como mero juego imaginativo del autor. La búsqueda de rigor y claridad expositivos, las constantes aclaraciones y referencias internas, la expresión de adhesión o rechazo respecto de teorías ajenas son elementos que parecen desmentir esa posible actitud descomprometida de Lugones. Habría otro argumento en favor de que estimaba como verdaderos los presupuestos sostenidos en el Ensayo. Es el hecho de que cuatro años después de la publicación de Las fuerzas extrañas, cuando en el centenario de Mayo aparece Prometeo, retoma conceptos de la cosmogonía de 1906: “En Las fuerzas extrañas dije, tratando un asunto análogo…”, y trascribe un par de páginas de la novena lección. Más adelante habrá de citar la séptima del Ensayo y aun la ficción “El origen del diluvio”[31]. Estas autocitas confirman que perduran en su convicción las tesis expuestas cuatro años antes.

El género estaba prestigiado por ilustres antecesores, antiguos y modernos. Algunos críticos han asociado —y hasta indicado filiación— Eureka de Edgar Allan Poe y el Ensayo lugoniano, sin ninguna verificación.[32] Los conceptos básicos de Poe sobre atracción y repulsión de los átomos entre sí, que originan el resto de su disquisición (el principio material y el principio espiritual del universo, la concentración y la expansión, etc.) no son el punto de partida de Lugones. En rigor, no hay relación doctrinaria directa entre ambos ensayos cosmogónicos; sus teorías no coinciden sino en aspectos ajenos a la originalidad de ambos. Poe destina atención a las teorías de Nichol, Newton, Leibniz, Kepler y Madler, todos científicos y matemáticos. Las fuentes de Lugones son de más variada naturaleza, según se verá, pero ambos coinciden en considerar con cierta atención “la teoría nebular” de Laplace, para la que Poe estima que “cosmogonía es un término excesivamente amplio”. No hay entre Poe y Lugones evidentes coincidencias teóricas básicas, ni son tales. Esto salta a la vista si comparamos la síntesis de Eureka que hace su autor en carta del 29 de febrero de 1848, en siete puntos esenciales, y las lecciones lugonianas. Sí coinciden en incorporar, aunque de modo diferente, elementos ficticios en sus respectivos ensayos, o mejor, como introducción a ellos. En Lugones ya se ha visto cómo. Poe pone a la cabeza del suyo una carta apócrifa, con mucho ingenio, en la que se discute acerca de las concepciones de Aristóteles, Bacon y Kant, supuestamente hallada en una botella flotante en el Mare Tenebrarum, y fechada en 2842.

Pero el intento cosmogónico de Poe se rescata hoy por las declaraciones de su epígrafe: “Presento esta composición sólo como un Producto del Arte, como una Novela, si no es una pretensión demasiado elevada, como un Poema (…). Sólo como poema deseo que sea juzgada esta obra después de mi muerte” (p. 729). Si no como poema, al menos como ficción podríamos estimar hoy el esfuerzo de Lugones como cosmogonista.

Decíamos que el espectro de “autoridades” de apoyo para Lugones es más complejo que el de Poe. Junto a autores reconocidos en las especialidades de la astronomía, de la física, la química, y en el mismo nivel de referencias, hay menciones a la Cábala, al Zohar, a la numerología, a la metapsiquia. Ayunta disciplinas de ciencia académica y del saber prohibido y esotérico, como los sabios de sus ficciones.

Sería demasiado prolijo detenernos a señalar todas las relaciones entre los principios, doctrinas y teorías del Ensayo y los temas y consideraciones de los relatos. Lugones concibió su cosmogonía como una forma de síntesis de las fuerzas operantes en sus ficciones; es la coronación, la suma unitiva de ellas, a la luz de una teoría que pretende darles sentido y origen.

Señalemos, por vía de ejemplo, tan sólo, algunas interrelaciones. La idea de la luz negra y de que las tinieblas son la luz absoluta (Primera Lección) se asocia al espejo negro, aludido en “El psychon”' y motivo de una pieza así titulada. La declaración que cierra esa lección inaugural es aplicable a la realidad de las fuerzas extrañas, dominantemente las metapsíquicas: “Quizá el mundo invisible que nos rodea y se comunica a veces con nosotros bajo formas tan extrañas no sea sino esto; y con una existencia tan real, tan material como el nuestro, nos resulte del todo imperceptible”. La exposición inicial de la Sexta Lección acerca de las relaciones entre música, calor y color da fundamento a “La metamúsica”. “El origen del diluvio” halla su raíz en los conceptos de la Octava Lección. En tanto, “El psychon” halla su base discursiva en el apartado sobre “La inteligencia en el universo”, el que además de postular que “el pensamiento es una forma de energía” y, por tanto, transformable en su manifestación, postula la sensibilidad en todos los reinos de la naturaleza, lo que da pie a “Viola acherontia”.

En fin, encontramos tres puntos que parecen básicos para trazar el puente con los relatos: primero, que las formas de la energía son trasmutables, lo que, además de los citados, comprende a “La fuerza Omega”; segundo, el mundo invisible en el que estamos insertos, que opera sobre nosotros; y tercero, articulada con esta concepción, la propuesta de espiritualismo: “… el espiritualismo y la inmortalidad del alma como soluciones racionales de una concepción cosmogónica, es decir, aceptables sin conflicto con la ciencia y con la razón”.

Varias líneas de la narrativa finisecular se entrecruzan y concitan en el libro de Lugones. Casi todas ellas, provenientes en forma mediata del romanticismo, serán retomadas por los escritores de la nueva tendencia renovadora, llevándolas a una más definida y lograda ejecución artística, aliviándolas de manidos recursos de la escuela anterior y desarrollándolas con técnicas más variadas y con vigilada expresión verbal. Esto es evidente en los relatos de anticipación científica y en los de temas parapsicológicos. Las traducciones de novelas, y particularmente cuentos, de autores franceses, ingleses y norteamericanos de valía difundieron en nuestro país esas corrientes de interés narrativo, las que hallaron cauce ideal en los folletines periodísticos y en las revistas literarias, desde la década del setenta. Todo esto, sumado a una más actualizada lectura de las fuentes europeas, abonó el terreno en que habrían de surgir los mejores logros narrativos del modernismo, el que impuso sobre la materia preexistente su conciencia de renovación del instrumento expresivo y más firme sentido en el orden de la composición.

El interés creciente por las doctrinas esotéricas del ocultismo abrió, sobre fines de siglo, nuevos ámbitos temáticos que cebaron a la narrativa breve. Los narradores trasgredieron en sus asuntos la admonitoria leyenda de los mapas antiguos: Non plus ultra, y se internaron por zonas que la cartografía designaba como terrae incognitae. Lugones, inmerso, por los años en que laboró las piezas de su libro, en esa corriente y en la lectura de los “grandes iniciados” y “adeptos” —la Blavatsky, Annie Bessant, Stanislas de Guaita, Eliphas Leví y otros—, orientó su preocupación hacia la Doctrina Secreta, participando de un concepto que figuró en uno de los artículos de Philadelphia, la revista en la que colaboraba: “La literatura es una de las ramas del ocultismo”.[33] En las páginas de esa publicación teosófica argentina se consideraron casi todos los temas y problemas que son la base de sus ficciones: los diluvios, los desdoblamientos, la fuerza y la materia, las relaciones entre sonido y luz, las ciencias ocultas y las disciplinas académicas. Además de los dos libros básicos de la Blavatsky, otra obra causó honda impresión en Lugones, pues aunaba dos esferas de su inclinación, el ocultismo y las ciencias; nos referimos a Corroboraciones científicas de la teosofía de A. Marques, cuyos capítulos, traducidos, fueron publicados en sucesivos números de Philadelphia. Era el intento de hermanar el rigor con el misterio y sus claves[34].

Aunque el campo de la teosofía es ajeno a nuestra concepción del mundo y a nuestra ortodoxia religiosa, su consideración no puede soslayarse cuando se habla de Las fuerzas extrañas, pues él alimentó las raíces del libro.[35]

Las fuerzas extrañas es el mejor libro de cuentos de Lugones. En rigor, pretende ser algo más que un libro de cuentos, ser un libro de ficciones vinculadas entre sí por las potencias de diversa índole a las que el título alude y por una concepción del cosmos que el Ensayo propone.

De entre las piezas narrativas, las más logradas son las legendarias y las menos satisfactorias, las parapsicológicas. Si hubiéramos de seleccionar un haz antológica de ellas no omitiríamos “La lluvia de fuego”, “La estatua de sal”, “Los caballos de Abdera” e “Yzur”, por su relevante valor estético.

Pedro Luis Barcia