El mismo día

Encaramada en el tejado del edificio de Leo y Raisa, Zoya temblaba mientras la nieve caía a su alrededor. Todos los días desde su vuelta trepaba hasta allí y observaba la ciudad. No había tejados derrumbándose, no sonaban disparos ni se movían los adoquines al paso de los tanques. Se sentía como si no estuviese en Moscú ni en ningún otro lugar, sino en el limbo. La sensación de pertenecer a un entorno que había experimentado en Budapest no había tenido nada que ver con la ciudad en sí o con la revolución. Sólo tenía que ver con Malysh. Le echaba de menos, ¿o quizá era esa parte de ella lo que ahora le faltaba? Él le había quitado el peso de la soledad, y ahora esa carga era mayor que nunca.

Malysh fue enterrado fuera de Budapest. Zoya no quiso que su cuerpo quedase abandonado en el hospital, perdido entre los muertos, uno de tantos, sin familia o amigos que lo velasen. Leo lo había sacado de la zona de control rusa. Excavaron en el suelo helado y lo enterraron junto a un árbol, apartado del camino, del paso de tanques y camiones. Usó su cuchillo para tallar su nombre en el tronco. Al recordar que no sabía leer, hizo un corazón alrededor de las letras.

La primera vez que Zoya subió a la azotea, Raisa corrió tras ella, sin duda temiendo que fuese a saltar. Al comprender que no buscaba más que un lugar donde sentarse, Raisa no volvió a intervenir, ni tampoco Leo, que permitía a Zoya pasar allí horas sin interrupción. Cogió un poco de nieve y observó cómo se derretía en sus manos.

Mientras recogía después de la cena, Raisa se volvió. Zoya estaba en el umbral de la puerta, temblando, con nieve en el pelo. Le cogió las manos.

—Estás helada. ¿Quieres cenar algo? Te hemos dejado un poco de cena.

—¿Elena está en la cama?

—Sí.

—¿Y Leo?

—Todavía no ha venido.

Elena había vuelto del hospital, revitalizada por el milagro de que Zoya estuviese viva. Zoya lloró, sintiéndose culpable, al ver a su hermana. Elena estaba peligrosamente delgada. Aunque nadie se lo dijo, Zoya se dio cuenta de que su hermana pequeña no habría sobrevivido mucho tiempo. Elena no se planteó los acontecimientos, abrumada de felicidad, indiferente a los detalles de lo que había pasado o por qué. Su familia estaba viva.

Raisa se arrodilló ante Zoya.

—Dime algo.

Se oyó una llave en la puerta principal. Leo entró, con la cara roja, acelerado.

—Lo siento… Raisa respondió:

—Estás a tiempo de leerle algo a las niñas.

Zoya negó con la cabeza.

—¿Puedo deciros algo antes?

—Claro.

Leo entró en la cocina, cogió dos sillas y se sentó junto a Zoya.

—¿Qué sucede?

—Siempre se lo he contado todo a Elena. Desde que volví está muy feliz. No quiero estropearlo. No quiero contarle lo que pasó. No quiero decirle la verdad. No quiero decirle que la dejé sola.

Zoya rompió a llorar.

—Si le digo la verdad, ¿me perdonará?

Aunque quería, Leo sabía que no podía rodearla con su brazo todavía.

—Ella te quiere mucho —dijo.

Zoya miró a Leo, después a Raisa.

—Pero ¿me perdonará?

Los tres se volvieron hacia la puerta. Elena estaba de pie con el camisón puesto. Sólo llevaba en casa una semana y ya se había transformado. Había cogido peso y recuperado el color de la piel.

—¿Qué pasa?

Zoya fue hacia ella.

—Elena, tengo que contarte una cosa.

Leo se levantó.

—Antes de que lo hagas, ¿por qué no escucháis un cuento de buenas noches? Elena sonrió.

—¿Uno que te has inventado?

Leo asintió.

—Uno que me he inventado.

Zoya se enjugó el llanto y le cogió la mano a Leo.