De pie sobre los restos del tejado, Fraera ya no sostenía un arma, sino una cámara, y fotografiaba la destrucción: imágenes que pronto se imprimirían por todo el mundo. Si su último carrete no sobrevivía, no importaba. Ya había acumulado varios cientos de fotografías y había conseguido sacarlas de la ciudad, utilizando tanto a familiares de disidentes e insurgentes como a la prensa internacional. Sus imágenes de ciudadanos muertos y edificios destruidos se publicarían durante los años siguientes bajo la firma «fuente anónima».
Quizá por primera vez desde que se habían llevado a su hijo de su lado, casi siete años atrás, estaba sola. Sin Malysh junto a ella, sin hombres que atendiesen a su llamada. La banda que había creado a lo largo de siete años se había disgregado. Los pocos vory que quedaban habían huido. La banda de insurgentes se había disuelto. En la primera oleada de ataques, muchos habían muerto aquella mañana. Fraera había fotografiado sus cadáveres. Zsolt Polgar, su intérprete, permaneció a su lado. Ella se había equivocado con él. Murió por su causa. Cuando estaba en su lecho de muerte, lo fotografió con especial cuidado.
Sólo le quedaban tres fotografías. A lo lejos, un caza merodeaba y se dirigía hacia ella. Levantó la cámara y enfocó el caza. El MiG se situó en posición de ataque. Las tejas a su alrededor empezaron a temblar. Esperó a que el caza estuviese casi sobre su cabeza. Cuando el tejado explotó, mientras caían pedazos de pizarra ardiendo sobre sus brazos y su cara, no tuvo duda de que su última fotografía sería la mejor.