Con Malysh en brazos, Leo entró corriendo en la Segunda Clínica Médica, con Zoya y Raisa a su lado. Habían llegado al hospital corriendo por las calles, arriesgándose a toparse con las patrullas de tanques. Varias torretas los habían seguido, pero ninguna había disparado. La entrada del hospital estaba llena de heridos, algunos apoyados en familiares y amigos, otros tumbados en el suelo. Había sangre en las paredes, sangre en el suelo. En busca de un médico o de una enfermera, Leo vio agitarse una bata blanca. Se echó hacia delante. El médico estaba rodeado de pacientes, incapaz de ofrecer más de un par de segundos a cada uno. Examinaba sus heridas y sólo mandaba al interior del recinto a los más necesitados. Los demás se quedaban en el pasillo.
Leo esperó en el corro la evaluación del médico. Cuando llegó por fin hasta Malysh, el médico le tocó la cara, palpó su frente. Su respiración se había debilitado. Tenía la piel pálida. Leo había utilizado la camisa de Malysh para hacer presión en la herida. La prenda estaba empapada de sangre. El médico le retiró la camisa y se aproximó. Tocó con los dedos los lados del profundo corte y lo abrió. La sangre rezumó. Examinó la espalda del chico y vio que no había orificio de salida. Por vez primera, el médico miró a Leo. No dijo nada. Meneó casi imperceptiblemente la cabeza. Pasó al siguiente. Zoya le cogió el brazo a Leo.
—¿Por qué no lo ayudan?
Leo había sido soldado, había visto heridas como ésa. La sangre era negra. La metralla había penetrado en el hígado de Malysh. En el campo de batalla no había esperanzas de sobrevivir. En aquel hospital las condiciones no eran mucho mejores. No podían hacer nada.
—¿Por qué no lo tratan?
Leo no podía decir nada.
Zoya se metió a empujones entre la multitud, le cogió del brazo al médico y lo intentó traer de vuelta hacia Malysh. Las demás personas la reprendieron. Pero no lo soltó hasta que la empujaron y le gritaron. Zoya se desplomó y se perdió entre las piernas de la gente. Raisa la levantó.
—¿Por qué no le ayudan?
Zoya rompió a llorar y puso las manos sobre la cara de Malysh. Miró fijamente a Leo, con los ojos rojos, y le imploró:
—Por favor, Leo, por favor, haré todo lo que quieras. Seré tu hija, seré feliz. No dejes que muera.
Los labios de Malysh se movieron. Leo bajó la cabeza y escuchó:
—Aquí… no.
Leo llevó a Malysh a la entrada, sorteando a los que llegaban empapados en sangre. Lo sacó por la puerta principal, lejos del vestíbulo, y buscó un lugar donde pudiesen estar solos. En los parterres, donde las plantas estaban muertas y la tierra congelada, Leo se sentó y colocó a Malysh sobre sus piernas. Zoya se sentó junto a él. Le cogió la mano. Raisa permanecía de pie, inquieta, yendo de un lado para otro.
—Quizá pueda encontrar algo para el dolor.
Leo levantó la mirada y negó con la cabeza. Llevaban doce días de conflicto. No debía de quedar nada en la clínica.
Malysh estaba tranquilo, somnoliento. Se le abrían y cerraban los ojos. Miró a Raisa.
—Sé que…
Su voz era apenas perceptible. Incapaz de oír, Raisa se sentó junto a él. Malysh prosiguió:
—Fraera mintió… Sé que… no eres… mi madre.
—No hay nada que hubiese podido desear más que ser tu madre.
—A mí me habría gustado… ser tu hijo.
Malysh cerró los ojos y giró la cabeza, que quedó en reposo sobre Zoya. Ella se tumbó junto a él, con la cabeza pegada a la suya, como si estuviesen a punto de dormirse. Lo rodeó con el brazo y le susurró:
—¿Te he hablado de la granja en la que vamos a vivir?
Malysh no contestó. No abrió los ojos.
—Está cerca de un bosque, lleno de frutos y setas. Hay un río, y en verano nadaremos… Vamos a ser muy felices juntos.