El mismo día

Entre los restos de un café abandonado, con las manos envueltas en manteles para protegerse del cristal, Leo estaba tumbado, esperando a que pasasen los tanques. Levantó la cabeza y miró al exterior por la ventana rota. Había tres tanques cuyas torretas giraban de un lado a otro examinando los edificios en busca de objetivos. El Ejército Rojo ya no desplegaba unidades aisladas de torpes y vulnerables T-34. Se trataba de T-54, más grandes y fuertemente blindados. Por lo que Leo había podido ver hasta el momento, la estrategia soviética había cambiado. Desplegados en columnas, respondían con fuerza desproporcionada. A una sola bala se contestaba con la destrucción del edificio entero. Los tanques sólo avanzaban cuando la devastación era total.

Habían tardado dos horas en recorrer menos de un kilómetro, obligados a buscar cobijo casi en cada cruce. Amanecía, y la oscuridad ya no les proporcionaba refugio, por lo que su progreso se ralentizaba aún más, atrapados en una ciudad que estaba siendo destruida de forma sistemática. Permanecer en el interior de un edificio ya no garantizaba la seguridad. Los tanques estaban equipados con proyectiles capaces de perforar blindajes, que podían atravesar tres habitaciones antes de explosionar en el mismo centro de la casa y hacerla caer.

Al presenciar aquella exhibición de poder militar, Leo se preguntaba si el fracaso inicial por recuperar el control había sido intencionado. No sólo cortaba de raíz la moderada resistencia, sino que demostraba la ineficacia de los viejos blindados, derrotados por una simple turba. Ahora el armamento más moderno se pavoneaba por las calles de Budapest como si se tratase de un documental de propaganda militar. El público moscovita sólo podía sacar una conclusión: los planes de recortar gastos para el Ejército eran un error. Se necesitaba más dinero, no menos, más desarrollo de armas. La fuerza de la Unión dependía de ello.

Por el rabillo del ojo, Leo vio un destello naranja brillante brotando entre los grises escombros de piedra y la grisácea luz matutina. Al otro lado de la calle, tres hombres jóvenes preparaban cócteles molotov. Leo intentó llamar su atención haciéndoles señales. Las bombas de gasolina no funcionarían, ya que las unidades de refrigeración de los T-54 no tenían la misma deficiencia que las de los T-34. Luchaban contra una generación de armamento completamente distinta. Sus rudimentarios artefactos eran inútiles. Uno de los hombres vio a Leo y, comprendiendo mal sus señales, alzó desafiante el puño.

Los tres hombres se pusieron de pie, corrieron hacia el último tanque y tiraron las bombas con precisión. Las tres impactaron en el objetivo y dejaron la parte trasera del T-54 cubierta de gasolina ardiendo. Las llamas se elevaron. Ellos huyeron, mirando por encima del hombro a la espera de una explosión que nunca llegaría. El fuego sobre el blindaje del tanque era insignificante. Los hombres aceleraron el paso y buscaron refugio. Leo se agachó. El tanque giró y disparó. La cafetería tembló. Los fragmentos de cristal que quedaban en la ventana cayeron al suelo y se rompieron, esparciéndose por todas partes. Por la ventana entró polvo y humo. Rodeado de humo, Leo retrocedió tosiendo y se arrastró por entre la vajilla destrozada hacia la cocina, donde Raisa, Zoya y Malysh estaban agachados detrás de los módulos de acero.

—Las calles son intransitables.

—¿Y los tejados? Podemos arrastrarnos por ellos —preguntó Malysh.

—Si nos ven o nos oyen, dispararán igual. Ahí arriba será mucho más difícil escapar. Estaríamos atrapados.

—Estamos atrapados aquí abajo —dijo Raisa.

En el rellano del último piso había dos ventanas, una daba a la avenida principal y la otra a un estrecho callejón, insuficientemente ancho para un T-54. Leo abrió la ventana trasera y estudió la posibilidad de ascender. No había tubería de desagüe ni puntos de apoyo, no había una manera fácil de alcanzar la azotea. Malysh le dio un golpecito en la pierna.

—Déjame ver.

Leo dejó que Malysh se pusiera en el extremo. Después de evaluar un instante el hueco, saltó y sus piernas quedaron balanceándose mientras él colgaba de la cornisa. Leo se dispuso a sujetarlo, pero él comentó:

—Estoy bien.

Se impulsó hacia arriba, colocó un pie en el borde, luego el otro, y dijo:

—Ahora Zoya.

Raisa contempló la caída, de unos quince metros.

—Espera.

Cogió los manteles que Leo se había atado a las manos e hizo un nudo entre los dos. Los enrolló a la cintura de Zoya. Ella estaba enfadada.

—He sobrevivido durante meses sin ti.

Raisa la besó en la mejilla.

—Por eso sería especialmente vergonzoso que murieses ahora.

Zoya reprimió una sonrisa y frunció el ceño.

De pie en el alféizar, Leo la elevó. Ella se agarró al tejado.

—¡Tienes que soltarme para que pueda balancear las piernas!

De mala gana, Leo la soltó y observó cómo se balanceaba. Malysh la cogió y tiró de ella hacia arriba. La cuerda de seguridad hecha con los manteles estaba completamente tensa.

—Estoy arriba.

Raisa soltó los manteles y dejó que Zoya subiese su cuerda de seguridad improvisada. Raisa subió a continuación. Leo sería el último en trepar.

El tejado se elevaba formando una estrecha franja. Malysh y Zoya estaban sentados a horcajadas en el caballete. Raisa aguardaba detrás, en fila india. Mientras trepaba, Leo se resbaló sobre las tejas y desplazó una, que traqueteó por el tejado antes de caer. Hubo una pausa antes de que sonase y reventara contra la calle. Los cuatro se quedaron paralizados, pegados al tejado. Si una teja caía hacia el otro lado, a la avenida, revelaría su posición a los tanques que patrullaban.

Leo contempló la vista. Por toda la ciudad se elevaban unas finas columnas de humo. Los tejados estaban destrozados. Había huecos donde una vez hubo edificios. Los cazas —MiGs— volaban bajo, se colocaban en picado en posición de ataque y ametrallaban sus objetivos. Incluso en el tejado estaban a la vista. Leo comentó:

—Tenemos que darnos prisa.

A cuatro patas, libres de los peligros de abajo, por fin podían avanzar.

Al frente terminaban las casas. Habían llegado al final de la manzana. Malysh dijo:

—Tenemos que bajar, cruzar la calle y trepar por el otro lado.

Las tejas empezaron a moverse. Leo fue hacia el borde del tejado y atisbo la avenida principal. Había cuatro tanques pasando justo por debajo. Uno a uno doblaron la esquina. Para desgracia de Leo, el cuarto tanque se detuvo. Parecía vigilar el cruce. Tenían que rodearlo con sigilo.

Cuando se disponía a volver con la mala noticia, Leo percibió movimiento en la ventana del piso justo debajo de él. Estiró el cuello por el borde y vio a dos mujeres colgando la nueva bandera húngara en la ventana, con la hoz y el martillo arrancados. El tanque vio a las manifestantes. Leo se apresuró a volver e hizo señas a los demás:

—¡Moveos! ¡Ahora!

Se arrastraron para alejarse de la avenida tanto como pudieron.

La sección de tejado que tenían justo detrás se elevó en el aire provocando una lluvia de escombros. La onda expansiva hizo que todas las tejas se deslizaran. Malysh, que era el que estaba más cerca del borde, perdió el punto de apoyo y resbaló. Todo cedía bajo él. Zoya le echó los manteles. Él agarró el extremo mientras las tejas se desprendían del tejado como una avalancha y le arrastraban.

Malysh, al caer, se llevó consigo a Zoya, que intentó sujetarse a algo, pero no tuvo éxito. Leo estiró la mano. No consiguió cogerle la suya, aunque logró coger los manteles. Pudo detenerlos. Zoya estaba en el borde, Malysh colgando. Si el tanque los veía, dispararía y los mataría a todos. Leo tiró con esfuerzo de las telas. Raisa se estiró hacia abajo.

—¡Dame la mano!

Le cogió la mano a Malysh y tiró de él. Quedaron tumbados uno junto a otro. Leo rodó hacia el borde y miró hacia el tanque. La torreta giraba hacia ellos.

—¡Levantaos!

En pie, corrieron de vuelta por el tejado hacia el piso derrumbado del otro lado. El proyectil impactó tras ellos, en el lugar donde Malysh había resbalado, la esquina del edificio. Los cuatro fueron proyectados verticalmente y hacia delante, y aterrizaron con manos y rodillas. Les pitaban los oídos y tosían entre el polvo. Examinaron la devastación que tenían delante y ahora también detrás: dos huecos como si un monstruo le hubiese dado dos mordiscos al edificio.

Leo contempló el piso destrozado que tenían enfrente. El primer proyectil había impactado en lo alto y había provocado el derrumbamiento del tejado, comprimiendo el último piso y el inmediatamente inferior. Pudieron descender por las vigas astilladas. Leo iba el primero, con la esperanza de que el tanque los diese por muertos. Al llegar a la capa de techo que había caído, vio la mano cubierta de polvo de la mujer que había colgado la bandera. No había tiempo para quedarse parado y buscó una salida. La escalera estaba en la parte de atrás. Tiró de los restos de una puerta para intentar acceder, pero estaba llena de escombros.

En la parte delantera del piso destrozado, Raisa, que miraba a la avenida, dijo:

—¡Vienen por el otro lado!

El tanque volvía. Atrapados, no tenían donde esconderse ni donde huir.

Leo duplicó sus esfuerzos, intentando despejar la escalera, la única salida. Zoya y Raisa se unieron a él. Malysh no estaba. Había huido, se había salvado a sí mismo. Un vory hasta el final. Leo miró por encima del hombro. El tanque estaba tomando posiciones justo en el exterior, apuntando para disparar por tercera vez. Iba a abrir fuego una y otra vez, hasta que ambas casas quedasen reducidas a escombros. Encajados en el piso destrozado, con paredes de ladrillo a ambos lados y la escalera bloqueada, la única posibilidad de escapar era saltar a la calle.

Leo agarró a Zoya y a Raisa y corrió derecho hacia el tanque. Se detuvo en el límite. Malysh ya había corrido por las ruinas hacia la calle. Se dirigía hacia el tanque. Tenía una granada en la mano.

Malysh tiró de la anilla y trepó ágilmente a la parte delantera del tanque. Éste elevó el cañón hacia el cielo en un intento por evitar que llegase a la apertura. Pero Malysh era demasiado rápido, demasiado hábil. Rodeó el tubo con las piernas y se impulsó hacia arriba. La escotilla se abrió. Un oficial iba a disparar a Malysh antes de que pudiese soltar la granada.

Leo sacó su pistola y disparó al oficial. Las balas rebotaron contra el blindaje. El oficial se vio obligado a retirarse y cerró la escotilla. Malysh llegó al final de la torreta y dejó que la granada actuase. Se soltó y cayó al suelo.

La granada explotó. Un instante después, el proyectil en el interior del cañón estalló, una explosión mucho mayor cuya potencia desgarró el tanque. Malysh fue lanzado hacia arriba y estampado contra el suelo. Del tanque salió humo. Nadie apareció.

Zoya ya había bajado del edificio. Corrió y ayudó a Malysh a levantarse. Sonrió. Leo, que también había bajado y había alcanzado a Zoya, dijo:

—Debemos abandonar las calles…

La camisa de Malysh se puso de color rojo oscuro. Se formó una mancha en el centro.

Leo se puso de rodillas y le desgarró la camisa. Tenía un corte tan largo como su pulgar, una raja a lo largo del estómago, una línea negra, dos extremos sangrientos. Leo examinó la espalda del chico, pero no vio ningún orificio de salida.