El mismo día

Raisa se volvió y miró la habitación. Malysh estaba de pie ante ella, con el pecho y los hombros cubiertos de tatuajes. Su expresión era cautelosa, defensiva, en guardia contra el rechazo o el desinterés. Zoya habló primero.

—No importa que sea tu hijo. Porque no lo es realmente, ya no, tú lo abandonaste, lo que significa que no eres su madre. Y yo no soy tu hija. No hay nada que hablar. No somos una familia.

Malysh le tocó el brazo. Zoya lo entendió como un reproche.

—Pero no es tu madre.

Zoya estaba a punto de llorar.

—Aún podemos escapar.

Malysh asintió.

—No ha cambiado nada.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo.

Malysh caminó hacia Raisa, mirando hacia al suelo.

—No me importa qué ocurrió. Pero quiero saberlo.

La cuestión era desconsiderada, infantil en su intento de ocultar su vulnerabilidad. No esperó a que Raisa contestara y añadió:

—En el orfanato me llamaban Feliks. Me dieron ese nombre. Ponían nombre a todo el mundo, nombres que se pudiesen recordar. No sé mi verdadero nombre.

Malysh contó con los dedos.

—Tengo catorce años. O puede que trece. No sé cuándo nací. Así que ¿soy tu hijo o no?

Raisa preguntó:

—¿Qué recuerdas del orfanato?

—Había un árbol en el patio. Solíamos jugar en él. El orfanato estaba cerca de Leningrado, pero no en la ciudad, sino en el campo. ¿Era ése el sitio, con el árbol en el patio? ¿Fue ése el lugar al que llevaste a tu hijo?

Raisa respondió:

—Sí.

Se acercó a Malysh.

—¿Qué te dijeron en el orfanato acerca de tus padres?

—Que estaban muertos. Para mí, siempre has estado muerta.

Zoya añadió, para concluir:

—No hay nada más que hablar.

Zoya guió a Malysh hacia la esquina más apartada e hizo que se sentara. Raisa y Leo permanecieron de pie junto a la ventana. Leo no la presionaba para sacarle información, le permitía a Raisa tomarse su tiempo. Por fin, ella susurró, apartando la cara de la vista de Malysh:

—Leo, abandoné a mi hijo. Es la mayor vergüenza de mi vida. Nunca te lo he dicho. Nunca se lo he dicho a nadie. No quería volver a hablar de ello, aunque lo pienso casi todos los días.

Leo hizo una pausa.

—¿Es Malysh…?

—Fraera estaba en lo cierto. Hubo una epidemia de tifus. Muchos niños murieron. Pero cuando volví, mi hijo aún permanecía allí. Se estaba muriendo. No me reconoció. No sabía quién era. Pero estuve con él hasta que murió. Todo lo que te he dicho es cierto. Lo enterré, Leo. Malysh no es mi hijo.

Raisa se cruzó de brazos, perdida en sus pensamientos. Repasó los acontecimientos y aventuró:

—Fraera debió de volver en busca de mi hijo en 1953 o 1954, después de ser liberada. Los archivos debían de ser caóticos. No pudo haber descubierto la verdad sobre mi hijo. No debió de saber que estuve allí cuando murió. Encontró a alguien más o menos de su edad. Quizá planeaba usarlo en mi contra. Quizá no lo hizo porque amaba a Malysh. Quizá no lo hizo porque no podía estar segura de que yo fuese a creerme su mentira.

—¿Puede que sea sencillamente un intento desesperado de hacernos daño?

—Y a él.

Leo se quedó pensando.

—¿Por qué no decirle la verdad a Malysh? Fraera también está jugando con él.

—¿Qué impresión le causará la verdad? Puede que no lo asuma. Puede que piense que lo estoy rechazando, que estoy inventando razones para que no pueda ser mi hijo. Leo, si quiere que lo ame, si está buscando una madre…

Con su característica habilidad manipuladora, Fraera trajo un único y enorme plato caliente de estofado. No había otra posibilidad que sentarse alrededor, con las piernas cruzadas, y comer juntos. Zoya se negó a apuntarse al principio y permaneció aparte. Sin embargo, la comida se enfriaba y, al ser el calor su único punto a favor, se unió, reticente. Comió junto a los demás mientras los tenedores de metal repiqueteaban al clavarse en la verdura y la carne.

—Zoya me ha dicho que eres profesora —dijo Malysh.

Raisa asintió.

—No sé leer ni escribir, pero me gustaría aprender.

—Puedo ayudarte si quieres.

Zoya negó con la cabeza, ignoró a Raisa y se dirigió a Malysh.

—Yo te puedo enseñar. No la necesitas.

El plato estaba casi terminado. Pronto se separarían y volverían a sus esquinas en la habitación. Leo aprovechó el momento y le dijo a Zoya:

—Elena quiere que vuelvas a casa.

Zoya dejó de comer. No contestó nada. Leo prosiguió:

—No quiero provocarte. Elena te quiere. Quiere que vuelvas a casa.

Leo no añadió más detalles, para suavizar la verdad.

Zoya se levantó, soltó el tenedor y se alejó. Permaneció de pie, contra la pared, antes de tumbarse en el catre, en la esquina, dando la espalda a la habitación. Malysh la siguió, se sentó junto a ella y apoyó el brazo en su espalda.

Leo se despertó temblando. Era temprano. Raisa y él estaban acurrucados en un lado de la habitación, Malysh y Zoya en el otro. El día anterior Fraera no había ido. La comida la había traído un combatiente húngaro. Leo advirtió un cambio. En todo el piso imperaba un aire de solemnidad. Ya no había gritos de borrachos ni celebraciones.

Se levantó, se acercó a la pequeña ventana y desempañó el cristal.

En el exterior nevaba. Lo que debería haber afianzado la impresión de una ciudad en paz, limpia, blanca y tranquila, no hizo más que agravar la inquietud de Leo. No veía a niños jugando ni batallas de bolas de nieve. Era la primera nevada del año en una ciudad liberada, pero no había signos de entusiasmo ni alegría. No había absolutamente nadie en las calles.