30 de Octubre
El fuego ardió hasta convertirse en un montón de ascuas rojas y colillas carbonizadas. La banda de cygany ya no tocaba. Los participantes en la juerga habían vuelto a casa, al menos los que no habían acabado inconscientes. Malysh y Zoya estaban hechos un ovillo bajo una manta cerca de los restos de la hoguera. Karoly tarareaba una canción ininteligible, borracho tras haber suplicado que le dieran alcohol para calmar el dolor de la pierna. Fraera, tan enérgica como si hubiese dormido toda la noche, dijo:
—¿Por qué dormir en pisos abarrotados?
Obligados a formar parte de la expedición de Fraera, abandonaron el patio, cruzaron el Danubio y caminaron con pesadumbre hacia su destino: las casas ministeriales de las exuberantes laderas de Buda. Malysh y Zoya los acompañaron, junto al vory y el intérprete húngaro de Fraera. Desde lo alto de la colina de la Rosa, observaron el amanecer sobre la ciudad. Fraera comentó:
—Por primera vez en diez años, la ciudad va a despertar en libertad.
Al llegar a una residencia vallada con altos muros vieron que había, sorprendentemente, guardias situados en el perímetro. Fraera se dirigió a su intérprete.
—Diles que se vayan a casa. Diles que esto es propiedad del pueblo a partir de ahora.
El traductor se acercó a la verja y repitió sus palabras en húngaro. Quizá al ver los combates, los guardias ya habían llegado a una conclusión parecida. Protegían los privilegios de un régimen obsoleto. Abrieron la verja, cogieron sus cosas y se fueron. El intérprete volvió entusiasmado.
—Los guardias dicen que esta casa perteneció a Rakosi.
Arrastrando las palabras, Karoly le comentó a Leo:
—El patio de recreo de mi antiguo jefe, el otrora glorioso líder de mi país. Aquí es donde solíamos llamarle y preguntar: ¿quiere que le meemos en la boca al sospechoso, señor? ¿Quiere escuchar cómo lo hacemos, señor? Sí, decía él, quiero oírlo todo.
Entraron en un terreno de inmaculado paisaje.
Fraera fumaba un cigarrillo de liar. Por el olor, Leo supo que contenía estimulantes. Las anfetaminas explicaban cómo podía mantener sus feroces niveles de energía. Sus ojos estaban completamente negros, con las pupilas como charcos de petróleo. Leo había tomado esa droga durante los arrestos que duraban toda la noche y los interrogatorios que había desempeñado como agente del MGB. Intensificaba la agresividad. Impedía razonar, conducía su mente hacia la violencia y sellaba cada decisión con una confianza inquebrantable.
Con las llaves de la garita de los guardias, Fraera corrió escaleras arriba y abrió las puertas de par en par. Se inclinó ante Malysh y Zoya.
—¡Una nueva pareja debería tener un nuevo hogar!
Malysh se ruborizó. Zoya sonrió mientras entraba en la casa y expresó su asombro de manera que hizo eco por todo el gran vestíbulo.
—¡Hay una piscina!
La piscina estaba cubierta con una lona de plástico protector, tapizada de hojas muertas. Zoya metió los dedos en el agua.
—Está fría.
Los calentadores habían dejado de funcionar. Las sillas de teca estaban apiladas en una esquina. Un colorido y desinflado balón de playa iba de un lado a otro, impulsado por el viento.
En el interior, el lujo había perdido el lustre. La cocina estaba cubierta de polvo, en desuso desde que Rakosi se vio obligado a abandonar Hungría, exiliado a la Unión Soviética después del Discurso Secreto. Los electrodomésticos, de la mejor calidad, eran extranjeros. Los armarios estaban llenos de cristal y fina porcelana. Había botellas de vino francés sin abrir. Fascinados por el contenido de la nevera, tratando de identificar elementos deformados por el moho, Leo y Zoya se tropezaron. Desde que lo habían capturado, nunca habían estado tan cerca.
—Zoya…
Antes de que pudiese terminar, Fraera gritó:
—¡Zoya!
Zoya salió corriendo, obedeciendo la llamada de su nueva ama.
Leo la siguió, entró en el salón y se encontró cara a cara con Stalin. Un enorme retrato al óleo colgaba de la pared, mirando hacia abajo, como un dios vigilando a sus súbditos. Fraera sacó una navaja y se la ofreció a Zoya.
—Nadie te va a denunciar ahora.
Con la navaja en la mano, Zoya se subió a una silla. Tenía los ojos a la altura del cuello de Stalin. Era una posición perfecta para mutilarle la cara, pero no hizo nada. Fraera gritó:
—¡Sácale los ojos! ¡Déjalo ciego! ¡Aféitale el bigote!
Zoya bajó y le devolvió el arma a Fraera.
—No… me apetece.
El estado de ánimo de Fraera pasó de euforia a irritación.
—¿No te apetece? La rabia no va y viene. La rabia no es una veleidad. La rabia no es como el amor. No es algo que sientes un momento pero no el siguiente. La rabia está contigo para siempre. Asesinó a tus padres.
Zoya alzó la voz para responder.
—¡No quiero pensar en eso todo el tiempo!
Fraera abofeteó a Zoya. Leo dio un paso adelante. Fraera apuntó con su arma al pecho de Leo, pero siguió hablándole a Zoya.
—¿Olvidas a tus padres? ¿Así de fácil? ¿Qué ha cambiado? ¿Malysh te ha besado? ¿Es eso?
Fraera caminó hacia Malysh, lo cogió y lo besó. Él se resistió, pero ella lo agarró rápido. Terminó y retrocedió.
—Ha estado bien, pero sigo enfadada.
Disparó entre los ojos de Stalin, y otra vez, y una vez más, hasta vaciar el cargador en el retrato, haciendo temblar el lienzo con cada bala. Sin más balas, con el gatillo apretado contra la recámara, Fraera le arrojó la pistola a la cara. El arma rebotó y resonó contra el suelo. Se secó el sudor de la frente y rió:
—Es hora de ir a la cama.
Llena de intención, empujó a Malysh y a Zoya el uno contra el otro.
Leo se despertó sobresaltado, sacudido por uno de los vory.
—Nos vamos.
Sin darles ninguna explicación, pusieron a Leo, a Raisa y a Karoly en marcha de repente. Los habían encerrado en el baño de mármol; habían usado toallas para hacer una cama. No pudieron conciliar el sueño durante más de un par de horas. Fraera estaba fuera, junto a la verja. Malysh y Zoya aguardaban a su lado. Todos estaban agotados, menos Fraera, que se mantenía gracias a la energía química. Señaló colina abajo, hacia el centro de la ciudad.
—Se comenta que han encontrado a los agentes de la AVH desaparecidos. Han estado escondidos en el cuartel general del Partido Comunista todo este tiempo.
A Karoly le cambió la cara. Su agotamiento desapareció.
Tardaron una hora en bajar las colinas y volver, cruzando el río, a las inmediaciones de la plaza de la República, donde estaba situado el cuartel general del Partido. Había disparos y humo. El edificio se encontraba sitiado. Los tanques controlados por los insurgentes acribillaban los muros exteriores. Había dos camiones en llamas. Las ventanas estaban rotas. Los fragmentos de cemento y ladrillo caían al suelo.
Fraera avanzó hacia la plaza y se puso a cubierto tras una estatua después de que pasaran silbando por encima de su cabeza varias balas disparadas desde la azotea. Detenidos por el fuego cruzado, esperaron. El tiroteo se detuvo de repente. Un hombre con una bandera blanca hecha a mano salió del cuartel, suplicando por su vida. Le dispararon. Al caer al suelo, los insurgentes de primera línea corrieron hacia delante e irrumpieron en el recinto.
Aprovechando la calma, Fraera los guió a través de la plaza desde la estatua. Un grupo de combatientes se reunió en la entrada junto a los camiones en llamas. Fraera se unió a ellos, con Leo y los demás a su alrededor. Bajo los camiones había cadáveres ennegrecidos de soldados. La multitud esperaba que les arrojasen a los agentes de la AVH para devorarlos. Leo observó que en la multitud no todos eran combatientes: había fotógrafos y miembros de la prensa internacional con cámaras al cuello. Leo se volvió hacia Karoly. Su expresión esperanzada ante la posibilidad de encontrar a su hijo se había transformado en pesar. Deseaba que su hijo estuviese en cualquier parte menos allí.
Sacaron al primer agente de la AVH, un joven. En cuanto levantó los brazos, le dispararon. Sacaron a otro hombre. Leo no entendía lo que decía, pero era obvio que suplicaba por su vida. En medio de la súplica, le dispararon. Un tercer agente corrió al exterior y, al ver a sus amigos muertos, intentó apresurarse de vuelta al edificio. Leo vio a Karoly avanzar. Ese joven era su hijo.
Enfurecidos por su intento de huir de la justicia, los combatientes agarraron al oficial y lo apalearon mientras se sujetaba a las puertas. Karoly se echó hacia delante, desobedeciendo a Leo, se metió entre los combatientes y rodeó a su hijo con los brazos. Sobresaltado, su hijo lloraba, con la esperanza de que su padre pudiese protegerlo de algún modo. Karoly le gritaba a la multitud. Estuvieron juntos, padre e hijo, durante menos de un par de segundos antes de que apartaran a Karoly, lo arrojaran al suelo y lo obligaran a contemplar cómo le arrancaban el uniforme a su hijo, cómo saltaban los botones y le desgarraban la camisa. Le pusieron boca abajo, le ataron una cuerda a los pies y lo llevaron hacia los árboles de la plaza.
Leo se volvió hacia Fraera para rogarle por la vida del chico, pero vio que Zoya ya la tenía agarrada por los brazos y le decía:
—Deténlos, por favor.
Fraera se agachó como lo haría un padre intentando explicarle el mundo a su hijo.
—Esto es rabia.
Dicho eso, Fraera sacó su propia cámara.
Karoly se liberó y se tambaleó cojeando hacia su hijo, llorando al ver cómo lo colgaban boca abajo del árbol, todavía vivo. Tenía la cara de color rojo brillante, se le marcaban las venas. Karoly le cogió los hombros y sostuvo su peso, pero sólo consiguió que le estampasen la culata de un rifle en la cara. Echaron gasolina sobre su hijo.
Rápidamente, Leo avanzó hacia uno de los vory, un hombre distraído por la ejecución. Le dio un puñetazo en la garganta, lo dejó sin aliento y le quitó el rifle. Se puso sobre una rodilla y apuntó a la multitud. Tenía una oportunidad, un disparo. Prendieron la gasolina. El hijo ardía, se agitaba, gritaba. Leo cerró un ojo y esperó a que la multitud se disgregara. Disparó. La bala impactó en la cabeza del joven. Aún en llamas, el cuerpo colgaba inmóvil. Los combatientes se giraron y contemplaron a Leo. Fraera ya le apuntaba con un arma.
—Tíralo.
Leo soltó el rifle.
Karoly se levantó y agarró con firmeza el cuerpo de su hijo, intentando sofocar las llamas, como si aún pudiese salvarle la vida. Ahora él también ardía, tenía la piel de las manos roja y con ampollas. No le importaba, sujetaba a su hijo incluso al empezar a prenderse su ropa.
Los combatientes observaban al hombre sufrir y arder, pero ya no gritaban de odio. Leo quería pedir ayuda a alguien, hacer algo. Finalmente, un hombre de mediana edad alzó su arma y disparó a Karoly detrás de la cabeza. Su cuerpo cayó sobre el fuego, bajo su hijo. Mientras ardían juntos, muchos de entre la muchedumbre ya se alejaban corriendo.