Zoya estaba tumbada en el extremo destrozado de la casa. Dañada por los proyectiles, la fachada se había derrumbado. Boca abajo, con el rifle ante ella, apretaba el ojo contra la mirilla. Había dos tanques en la entrada del túnel cerca del Parlamento, sin duda a la espera de órdenes para avanzar al interior de la ciudad, como Leo había predicho.
No había esperado volverse a encontrar a Leo. No podía concentrarse, veía su cara. Estaba inquieta, necesitaba orinar. Echó un vistazo a los tanques, comprobó que no se movían, dejó el rifle y examinó los restos del dormitorio. Como la fachada entera se había caído, la habitación estaba a la vista. El armario era la única posibilidad de intimidad si no quería alejarse mucho de su puesto. Se introdujo, cerró las puertas y se puso en cuclillas. Se sintió culpable al secarse con la manga de un abrigo, un extraño sentimiento de culpa, teniendo en cuenta que estaba a punto de disparar a un hombre. Había disparado en numerosas ocasiones, y era probable que ya hubiese matado a alguien, aunque no había visto a nadie morir ni caer al suelo. Sin previo aviso, cogió un zapato que había cerca y vomitó, llenándolo hasta la punta.
Salió del armario tambaleándose y cerró las puertas. El rifle estaba donde lo había dejado, apoyado sobre los ladrillos. Volvió a su posición lentamente, temblorosa. Un soldado soviético iba dando tumbos hacia los dos tanques. Zoya alineó al oficial herido en su punto de mira. No podía verle la cara, sólo la espalda, el pelo marrón. Los otros oficiales acudieron en su ayuda. Fraera le había enseñado que ésos eran los oficiales a los que tenía que disparar, el premio gordo, antes de rematar al herido.
El soldado herido cayó a diez pasos del tanque, incapaz de seguir caminando. Zoya movió el punto de mira hacia la trampilla, a la espera de que mordiesen el cebo. El tanque cobró vida, avanzó hacia delante y se puso lo más cerca posible del hombre herido. Iban a salvarlo. La trampilla se abrió. Un soldado levantó la tapa metálica con cuidado, atisbo el exterior, esperando a que le disparasen, listo para agacharse y volver dentro. Tras una pausa, salió y corrió a ayudar a su camarada herido. Zoya tenía al hombre a tiro. Si no apretaba el gatillo, ayudaría a su camarada a volver al tanque, entonces avanzarían hacia la ciudad y matarían a más familias inocentes, y ¿de qué serviría entonces su sentimiento de culpa? Estaba ahí para luchar. Eran el enemigo. Habían matado a niños y a madres y a padres.
A punto de apretar el gatillo, una manó bajó el arma. Era Malysh. Se tumbó junto a ella, sus caras quedaron muy cerca. Ella temblaba. Él cogió su rifle y observó los tanques. Miró por encima de los escombros. Los blindados volvían a moverse. Pero no avanzaban hacia la ciudad: se movían en sentido contrario, de vuelta por el puente. Zoya preguntó:
—¿A dónde van?
—No lo sé.