Raisa cerró los ojos, concentrada en los ruidos de las habitaciones de alrededor, gente corriendo, gritando, objetos arrastrados, órdenes ladradas en ruso y en húngaro. Hombres y mujeres heridos gritaban de dolor. Una de las habitaciones se estaba usando para realizar rudimentarios tratamientos para las heridas sufridas en los combates. Otra servía como comedor para la banda de insurgentes de Fraera. El olor a antisépticos se mezclaba con el de la cocina, carne frita y grasa animal.
Alejada del tanque a punta de pistola, Raisa apenas prestó atención a dónde se la llevaban, totalmente concentrada en Zoya, que avanzaba dando zancadas como un soldado con el arma sobre el hombro, el arma que acababa de apuntar hacia el corazón de Raisa. Al llegar a un bloque de viviendas apartado de la calle al que se accedía por un callejón, llevaron a Raisa al último piso, donde la empujaron a una habitación que habían vaciado rápidamente para convertirla en una celda improvisada.
Las paredes empezaron a temblar. Pasaban blindados cerca. Raisa atisbo por el ventanuco. Había escaramuzas en la calle, abajo. Justo sobre su cabeza se oía el sonido de pisadas sobre baldosas, francotiradores colocándose en posición. Raisa se agachó junto al muro más apartado de la ventana, exhausta, con las manos sobre los oídos. Pensó en Zoya. Pensó en el joven soldado soviético que había matado. Al final, se rindió al llanto.
Oyó pasos fuera y una llave en la cerradura y se puso de pie. Fraera entró. Antes, en Moscú, estaba serena y tenía todo bajo control, pero ahora parecía cansada, agotada por la presión de la operación.
—Así que me has encontrado…
A Raisa le temblaban las palabras de ira:
—Vengo a por Zoya.
—¿Dónde está Leo?
—Estoy sola.
—Mientes. Pero lo encontraremos a tiempo. Esta ciudad no es muy grande.
—Deja marchar a Zoya.
—Hablas como si la hubiese secuestrado. La verdad es que la rescaté de ti.
—A pesar de los problemas que pudimos tener como familia, la queremos. Tú no.
Fraera apenas pareció tener en cuenta la observación.
—Zoya quiso unirse a mí, y yo se lo permití. Es libre de hacer lo que quiera. Si quiere irse a casa contigo, puede hacerlo. No la detendré.
—Es fácil ganarse el favor de una niña dejando que haga lo que quiera y diciéndole lo que quiere oír. Dale una ametralladora, dile que es una revolucionaria. Es una mentira seductora. No creo que te quiera por ello.
—No le pido que lo haga. Leo y tú, por el contrario, pedís amor. Estáis obsesionados con ello. Y la verdad es que Zoya era desgraciada cuando vivía con vosotros, mientras que conmigo es feliz.
Por encima del hombro de Fraera, al final del pasillo, Raisa pudo ver a un hombre herido echado sobre la mesa de la cocina. No había médicos y poco material propiamente dicho, trapos ensangrentados y ollas de agua hirviendo.
—Si te quedas aquí, vas a morir. Zoya va a morir contigo.
Fraera negó con la cabeza.
—Que te preocupes por su bienestar no significa que seas su madre. De hecho, tú no eres su madre más de lo que lo soy yo.
Raisa se despertó. La habitación estaba oscura y fría; temblaba y apenas estaba cubierta con unas finas mantas. Era de noche. La ciudad estaba tranquila. No esperaba dormir, pero en cuanto se tumbó se le cerraron los ojos. Había un plato de carne con patatas en el suelo que habían depositado allí mientras dormía. Se estiró hacia el plato y se lo acercó. Sólo entonces se dio cuenta de que la puerta estaba abierta.
Se levantó, anduvo hacia delante y echó un vistazo al pasillo. Estaba vacío. No tenía más que abandonar el piso, bajar las escaleras y salir a la calle para escapar. ¿Era posible que Zoya hubiese abierto la puerta y roto la cerradura con la intención de ayudar y al mismo tiempo de ocultar su intervención? La empresa demostraba sigilo y habilidad, pero se basaba en una suposición equivocada. Raisa no estaba allí para escapar: estaba allí para llevarse a Zoya de vuelta a casa. Zoya lo sabía. El método no cuadraba con su carácter, circunspecto a la par que audaz y descarado.
Inquieta, Raisa se apartó. Al mismo tiempo, una silueta sombría apareció en la puerta. Era la figura de un joven. Susurró:
—¿Por qué no te escapas?
—No me iré sin Zoya.
El joven saltó hacia delante y le rodeó una pierna con la suya, de modo que la separó del suelo, provocando su caída. Sofocó su grito con la mano. Quedó clavada al suelo sobre su espalda. Sintió un cuchillo en el cuello. Él susurró:
—Deberías haber salido corriendo.
Raisa repitió, a través de sus dedos:
—No me iré sin Zoya.
Al mencionar a Zoya sintió que su cuerpo se tensaba y la hoja se apretaba contra su cuello.
Raisa preguntó:
—¿Te… gusta?
Hubo un cambio en la postura del chico. Aflojó la mano sobre su boca. Ella tenía razón. Esto tenía que ver con Zoya: al joven le preocupaba perderla. Raisa dijo:
—Escucha: está en peligro. Y tú también. Ven con nosotros.
—¡No te pertenece!
—Tienes razón. No me pertenece. Pero me importa mucho. Y si a ti también te importa, encontrarás el modo de sacarla de aquí. Notas la diferencia entre mi voz y la de Fraera, ¿verdad? ¿Notas que me importa? Sabes que a ella no.
El chico le quitó el cuchillo del cuello. Parecía dudar.
Raisa adivinó sus pensamientos.
—Vuelve con nosotros. Tú eres el motivo de su felicidad, no Fraera.
El chico echó a correr, salió apresurado, cerró la puerta y la volvió a abrir. Al recordar que la cerradura estaba rota, susurró:
—Haz como si hubieses intentado escapar. Si no, me matarán.
El chico desapareció. Raisa lo llamó:
—¡Espera!
El chico reapareció.
—¿Cómo te llamas?
Vaciló.
—Malysh.