Tras pasarse varias horas buscando a Raisa, temeroso de que pudiese estar herida, Leo comprendió por fin que le había abandonado para buscar a Zoya. Ella no creía que Zoya estuviese dispuesta a volver a casa con él. Corrió para intentar alcanzarla y llegó al cine Corvin, donde habían visto a Zoya. Era un edificio ovalado, defendible, apartado de la calle, comunicado por un paso peatonal que había sido bloqueado y fortificado. Un combatiente se acercó. Karoly había quedado atrás, lejos, incapaz de seguir su ritmo. Sin su traductor, Leo se libró de ser interrogado por la llegada de un tanque soviético T-34, ahora en manos de los insurgentes, con una bandera húngara colgada del cañón. Los combatientes lo rodearon, dando gritos de alegría. Abriéndose paso entre la multitud, Leo alzó la fotografía de Zoya. Tras examinar el retrato, un hombre señaló un extremo del bulevar.
Leo partió, otra vez corriendo. El bulevar estaba vacío. Paró y se agachó. La calle entera estaba cubierta de seda desgarrada. Algunos retales estaban agujereados por el fuego y ardían mientras que otros estaban empapados. Vio el lugar en el que el tanque había virado y se había estrellado contra un escaparate. Los cadáveres de cuatro soldados soviéticos estaban apilados en el suelo. Ninguno de ellos tenía mucho más de veinte años. No había nadie más.