Europa del Este bajo control soviético
Hungría, Budapest, Colina de Buda
27 de octubre
Leo se sentía frustrado por la aparente tranquilidad de su guía. Avanzaban con lentitud. Habían tardado dos días en recorrer mil kilómetros hasta la frontera húngara y tres días más en cubrir los trescientos kilómetros restantes hasta Budapest. Karoly no aceleró el paso hasta que oyó en la radio que se estaban desatando disturbios en la ciudad. Cuando lo interrogaron, no pudo ofrecer más que una traducción de la emisión, «tensiones de poca importancia perpetradas por bandas de fascistas». A partir de esas palabras era imposible juzgar la escala de los disturbios. Las emisiones de radio estaban censuradas y, casi con seguridad, minimizaban los altercados. La petición de que los alborotadores se fuesen a casa hacía pensar que las autoridades ya no tenían el control. Con información insuficiente, Karoly decidió que era demasiado peligroso entrar directamente en la ciudad. Conducía por una carretera de circunvalación para burlar varios controles del Ejército soviético. Dieron un rodeo hasta el barrio residencial de Buda para evitar el centro, los edificios municipales y los cuarteles comunistas, que eran los puntos más peligrosos.
Estaba saliendo el sol cuando Karoly aparcó el coche en la posición aventajada de la colina de Buda, a varios cientos de metros por encima de la ciudad. Las calles adyacentes estaban desiertas. A los pies de la colina, el Danubio dividía la ciudad en dos: Buda y Pest. Mientras la mitad de Buda permanecía casi en silencio, al otro lado del río se oían disparos. Las volutas de humo se elevaban desde varios edificios. Leo preguntó:
—¿Han entrado ya las tropas soviéticas en la ciudad? ¿Han derrotado a la insurgencia?
Karoly se encogió de hombros.
—Sé lo mismo que tú.
Raisa se volvió hacia él.
—Éste es tu hogar. Ésta es tu gente. Panin los está utilizando para entablar una disputa política. ¿Cómo puedes trabajar para él?
Karoly se enfadó.
—Mi gente haría bien en dejar de lado sus sueños de libertad. Sólo conseguirán que nos maten. Si esto acaba con esos alborotadores, mejor para los demás… Me da igual lo que pienses de mí. Lo único que quiero es vivir en paz.
Karoly abandonó el coche y se encaminó colina abajo.
—Antes, iremos a mi piso.
Estaba cerca, justo debajo del castillo que se encontraba en las laderas sobre el Danubio. Mientras subían las escaleras hacia el último piso, Leo preguntó:
—¿Vives solo?
—Vivo con mi hijo.
Karoly no había mencionado a su familia antes y no dijo nada más. Entró en el piso y fue de habitación en habitación. Finalmente llamó:
—¿Victor?
Raisa preguntó:
—¿Cuántos años tiene tu hijo?
—Veintitrés.
—Seguro que será fácil averiguar dónde está.
Leo añadió:
—¿A qué se dedica?
Karoly dudó antes de contestar:
—Se ha incorporado hace poco a la AVH.
Leo y Raisa permanecieron callados, comprendiendo con retraso la aprensión de su guía. Karoly miró por la ventana y habló más para sí que para Leo y Raisa:
—No hay de qué preocuparse. La AVH convocaría a todos sus agentes al cuartel general al desencadenarse el levantamiento. Estará allí, sin duda.
El piso estaba repleto de comida, parafina, velas y una selección de armas. Karoly llevaba un arma desde que cruzaron la frontera. Les sugirió a Leo y a Raisa que siguiesen su ejemplo, ya que ir desarmado no ofrecía ninguna garantía de ser tratado como no combatiente. Leo eligió una TT-33, una delgada y robusta pistola de fabricación soviética. Raisa, reacia, la cogió en sus manos. Pensando en el peligro que Fraera representaba, se obligó a sí misma a acostumbrarse a ella.
Salieron del piso y se dirigieron colina abajo, con la intención de cruzar el Danubio hacia el otro lado de la ciudad, donde debía de andar Zoya trabajando con Fraera, en el centro de la rebelión. Al pasar por Széna Tér, se abrieron paso a través de las fortificaciones improvisadas de la plaza. Había jóvenes sentados, fumando en los portales, y pilas de cócteles molotov preparados. Había tranvías volcados, colocados de forma que definían un perímetro, bloqueando el acceso a las calles. Desde las azoteas, los francotiradores controlaban sus movimientos. Tratando de no suscitar sospechas, los tres se movían despacio, acercándose poco a poco al río.
Karoly los guió a través de Margithid, un ancho puente que conducía a una pequeña isla en el Danubio antes de llegar a Pest. Cuando estaban llegando a la mitad, Karoly les hizo una seña para que pararan. Se agachó y señaló el puente de enfrente. Había tanques posicionados en él. En las inmediaciones de la plaza del Parlamento podían entreverse blindados pesados. Las tropas soviéticas estaban obviamente activas, pero no tenían el control, a juzgar por las fortificaciones de la insurgencia. Visible desde todas partes, Karoly corrió agazapado. Leo y Raisa lo siguieron, azotados por el frío viento, y sintieron un gran alivio cuando llegaron por fin al otro lado.
La ciudad se encontraba en un estado de esquizofrenia. No era zona de guerra ni nada parecido a la normalidad, sino las dos cosas a la vez, pasaba de un estado a otro en unos metros. Zoya podía estar en cualquier parte. Leo traía consigo dos fotografías, una de ellas de la joven, un retrato familiar que se habían sacado recientemente. Tenía un aspecto desdichado y miserable, pálida de odio. La otra era la foto de arresto de Fraera. Había cambiado tanto que la fotografía era casi inútil. Karoly se las enseñaba a los que pasaban, todos los cuales estaban dispuestos a ayudar. Había, sin duda, muchas familias haciendo exactamente lo mismo, buscando parientes perdidos. Les devolvían las fotos con un movimiento compasivo de cabeza.
Continuaron y entraron en una calle estrecha que los combates no habían tocado. Era media mañana y había una pequeña cafetería abierta. Los clientes tomaban café como si no sucediese nada fuera de lo normal. El único signo de que había algo raro era el montón de panfletos reproducidos en masa que había en la alcantarilla. Leo se agachó, cogió unos cuantos y les quitó el barro. En la parte superior había un sello, un emblema: un crucifijo ortodoxo. Debajo estaba el texto, escrito en húngaro, pero reconoció el nombre: «Nikita Sergeyevich Jruschev». Era obra de Fraera. Entusiasmado al confirmar su presencia en la ciudad, le pasó el panfleto a Karoly.
Karoly estaba de pie, paralizado en un punto distante. Leo siguió su mirada hacia el final de la calle. Desembocaba en una pequeña plaza, en la que había un único árbol sin hojas. La luz solar llenaba el espacio, en contraste con la sombra donde ellos estaban. Cuando se le acostumbró la vista, Leo enfocó el tronco del árbol. Parecía mecerse.
Karoly echó a correr. Leo y Raisa lo alcanzaron, pasaron apresurados junto al café y llamaron la atención de los que estaban junto a la ventana. Al llegar al final de la calle, hacia la luz del sol, pararon. De la rama más ancha del árbol colgaba el cadáver de un hombre boca abajo. Estaba atado por los pies con una cuerda. Sus brazos se balanceaban hacia atrás y hacia delante como un macabro carillón. Habían hecho una hoguera bajo su cuerpo. Tenía la cabeza chamuscada, sin pelo; su piel, su carne, sus rasgos eran irreconocibles. Le habían arrancado la ropa hasta la cintura. Le habían dejado los pantalones en un acto de modestia incongruente con el salvajismo de su asesinato. El fuego le había quemado los hombros y ennegrecido el torso. Su piel, intacta, revelaba su juventud. Su uniforme, chaqueta, camisa y gorra estaban en las cenizas de debajo. Lo habían quemado vivo con su propio uniforme. Como si le susurrara al oído, Leo pudo escuchar la voz de Fraera.
—Esto es lo que te van a hacer.
El hombre era un miembro de la AVH.
Leo se giró y vio a Karoly arañándose el cráneo, como si tuviese el pelo infestado de piojos.
—No… —murmuró.
Karoly se acercó y estiró la mano para tocar la cara carbonizada antes de echarse hacia atrás y rodear el cuerpo.
—No sé…
Se volvió hacia Leo.
—¿Cómo puedo saber si éste es mi hijo?
Cayó de rodillas sobre el fuego frío, levantando una nube de ceniza. Se formó una multitud que observaba la escena. Leo se volvió para mirar sus expresiones. Hostilidad, rabia ante esa muestra de dolor del enemigo, rabia ante la reprensión de su justicia. Leo se agachó junto a Karoly y lo rodeó con un brazo.
—Tenemos que irnos.
—Soy su padre. Debería saberlo.
—No es tu hijo. Tu hijo está vivo. Lo encontraremos. Tenemos que irnos.
—Sí, está vivo. ¿Verdad?
Ayudó a Karoly a levantarse. Pero la multitud no los dejaba pasar.
Leo vio cómo Raisa acercaba la mano a la pistola, escondida en sus pantalones. Tenía razón. Estaban en peligro. Varias personas entre la multitud empezaron a hablar. Un hombre tenía un cinturón de balas gruesas como dedos alrededor del cuello. Parecía que les acusaban de algo. Con lágrimas aún en los ojos, Karoly sacó las fotos de Zoya y Fraera. Al verlas, el hombre de las balas se relajó y le puso una mano en el hombro a Karoly. Hablaron un rato. La multitud empezó a disgregarse. Cuando se fueron todos, Karoly les susurró a Leo y a Raisa:
—Vuestra hija acaba de salvarnos la vida.
—¿La ha visto ese hombre?
—Luchando cerca del cine Corvin.
—¿Qué más ha dicho?
Karoly hizo una pausa.
—Que deberías estar orgulloso. Ha matado a muchos rusos.