23

24 de Octubre

Amaneció, y Zoya no había dormido. Lejos de sentirse atontada por la fatiga, parecía tener los sentidos más alerta. Sus ojos captaban cada detalle de lo que la rodeaba. A su lado había tazas rotas apiladas sobre la alcantarilla, centenares, formando montones hasta la altura de las rodillas, como si marcaran el emplazamiento de una fosa común. Al frente, los restos de una hoguera formada enteramente por libros carbonizados, copias de Marx y Lenin, provenientes de librerías saqueadas. Frágiles partículas de ceniza se elevaban hacia el cielo en sentido contrario a la nevada. Faltaban adoquines, arrancados del suelo para hacer de proyectiles, que dejaban huecos en la dentadura de la calle. Era como si la ciudad misma hubiese estado envuelta en una pelea y Zoya hubiese luchado de su lado. Su ropa olía a humo, tenía las yemas de los dedos negras, le sabía la boca a metal. Le pitaban los oídos. Bajo la camiseta, pegada al vientre, llevaba un arma.

La emisora de radio había caído poco antes del amanecer; de sus ventanas salía humo. Las puertas de madera acabaron por abrirse. La resistencia en el interior se debilitaba mientras fuera el ataque se consolidaba con un suministro de armas, rifles de la academia militar, disparadas por cadetes. Fraera encontró a Zoya y a Malysh y les ordenó no tomar parte en el asedio del edificio. No quería que se viesen envueltos en una batalla campal, que luchasen en pasillos llenos de humo donde los agentes de la AVH, desesperados, acechaban tras las puertas. Les dio un objetivo distinto:

Encontrad a Stalin.

Al llegar al final de Gorkii Fasor, una calle que desembocaba en el parque principal de la ciudad, el Varosliget, Malysh y Zoya se quedaron sorprendidos por la ausencia de su monumento característico. En el centro de la plaza de los Héroes, la enorme estatua de Stalin, un coloso de bronce de la altura de cuatro hombres, con un bigote tan ancho como un brazo, había desaparecido. Estaba el pedestal de piedra, pero no había estatua alguna sobre él. Malysh y Zoya se acercaron al monumento mutilado. Quedaban dos botas de acero. Habían partido al Generalísimo por los tobillos, y de la bota derecha sobresalía un refuerzo de acero retorcido. Faltaban la cabeza y el cuerpo. Habían asesinado a la estatua y robado el cadáver. Había dos hombres en el pedestal intentando fijar la nueva bandera de Hungría en la bota.

Zoya empezó a reír. Señaló al lugar en el que Stalin estuvo un día:

—¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡El cabrón ha muerto!

Malysh se abalanzó sobre ella y le tapó la boca violentamente. Se había puesto a gritar en ruso. Los dos hombres que estaban en el pedestal pararon y se dieron la vuelta. Malysh alzó su puño en el aire:

—Russkik haza!

Los hombres asintieron dudosos, pero se distrajeron y se les cayó la bandera.

Malysh se llevó a Zoya y le susurró:

—Recuerda quiénes somos.

Como respuesta, Zoya lo besó en los labios, un beso rápido e impulsivo. Se apartó y, antes de que él pudiera reaccionar, hizo como si nada hubiese ocurrido y señaló los profundos arañazos que había en la calle.

—¡Ésa es la dirección en la que han arrastrado el cuerpo!

Echó a andar, con el corazón latiéndole con fuerza, y siguió las marcas que el bronce había dejado al rozar con los adoquines.

—Deben de haberlo arrastrado con una furgoneta o un camión.

Malysh no contestó. Incapaz de seguir haciendo como si nada hubiera ocurrido, Zoya se detuvo.

—¿Te has enfadado?

Él negó lentamente con la cabeza. A Zoya empezaron a arderle las mejillas.

Gesticuló ante las marcas para cambiar de tema.

—Te echo una carrera hasta el cuerpo de Stalin. A la de tres…

Antes de que pronunciara el primer número ambos echaron a correr, haciendo trampa en perfecta sincronía. Malysh se adelantó, pero se detuvo al perder de vista los arañazos, y tuvo que volver atrás en busca de pistas. Como perros de caza en plena labor, pararon en el primer cruce, miraron hacia abajo y dieron vueltas alrededor de los posibles puntos de giro. Zoya encontró el rastro y partió, con Malysh ahora a la zaga. Se dirigían al sur y giraron hacia la plaza Blaha Luzja, una gran encrucijada llena de tiendas.

Allí delante vieron el cuerpo de bronce, tumbado boca abajo, ancho y largo como un tranvía. Aceleraron, corrieron a todo gas. Pero Zoya tenía más reservas, ya que había distribuido sus fuerzas y sacado provecho de los errados cálculos que poco antes había hecho Malysh de lo que tendrían que correr. Ella iba por delante, pero por muy poco. Hizo un esfuerzo, se estiró y tocó con la punta de los dedos la pantorrilla de bronce de Stalin. Sin aliento, sonriente, miró a Malysh y vio que estaba realmente enfadado. Odiaba perder, y trataba de pensar algún motivo por el que anular la carrera.

Para afianzar su victoria, Zoya trepó a la estatua, con sus zapatos de suela plana que resbalaban por los tersos muslos de bronce de Stalin, hasta que pudo meter los dedos de los pies entre los pliegues de su abrigo y se impulsó hacia arriba. De pie en lo alto, vio que a Stalin le faltaba la cabeza, amputada a la altura del cuello: una rudimentaria decapitación. Caminó siguiendo la columna vertebral, poniendo un pie con cuidado delante del otro, como un funámbulo que recorre la cuerda floja. Malysh permanecía en la calle con las manos en los bolsillos. Ella le sonrió con la esperanza de que se ruborizase. En lugar de eso, le devolvió la sonrisa. Una explosión de placer se desencadenó en el interior del pecho de Zoya, y se imaginó a sí misma dando volteretas laterales por la espalda de Stalin para celebrarlo.

Al alcanzar el cuello de bronce, pasó los dedos por el borde de la zona donde parecía que habían machacado y arrancado con un soplete la cabeza. De pie, con las manos en la cintura, conquistadora, asesina de un gigante, contempló la plaza. Había una pequeña multitud al otro lado, cerca de Jozsef Korut. Mientras se desplazaban, pudo atisbar la cabeza de Stalin. Apoyada en los restos de su cuello en zigzag, parecía mirarla, estupefacto ante su humillación. Le habían hecho un agujero en la frente que le arrugaba el nacimiento del pelo, de donde salía una señal de tráfico: «15 km». El camión que había traído el cuerpo al barrio también le había arrancado la cabeza. Todavía tenía las cadenas puestas. Zoya descendió hasta la calle y echó un vistazo al vientre oscuro de Stalin, hueco, negro y frío, tal y como sospechaba, y se apresuró a correr hacia la muchedumbre.

Malysh la alcanzó y le cogió la mano.

—Volvamos.

—Aún no.

Zoya se soltó y atravesó la multitud, fue directa hasta la cara de Stalin y le escupió en el enorme y liso ojo. Después de tanto correr, tenía la boca seca y apenas le salió saliva. No importaba. Hubo risas. Complacida, estaba lista para irse. Pero antes de que pudiese retirarse, la levantaron y la colocaron en lo alto de la cabeza de Stalin, montada en su flequillo. Comenzó una discusión entre la gente. Se dirigieron a ella. Sin la menor idea de lo que decían, asintió. Dos hombres corrieron hacia el camión y hablaron con el conductor mientras otro le entregaba a Zoya la nueva bandera de Hungría. El camión arrancó y avanzó despacio. Las cadenas flojas que salían de la parte de atrás del vehículo se levantaron del suelo. En cuanto se tensaron, la cabeza empezó a rotar, como si hubiese cobrado vida. Zoya se agarró a la señal de quince kilómetros para equilibrarse. Todo el mundo hablaba a la vez. Entendió que le preguntaban si estaba bien. Asintió. Le hicieron señas al conductor, que aceleró. La cabeza avanzaba dando bandazos, tropezando con los raíles del tranvía.

Tratando de evitar que la cabeza gigante la echara abajo, separó los pies y cabalgó sobre la cresta de Stalin, agarrada a la señal de tráfico. Zoya cogió confianza y se irguió. Al ver la cara de preocupación de Malysh, sonrió para tranquilizarlo. Lo guió hacia ella, deseosa de que se uniese, pero él se negó. Se cruzó de brazos y se quedó donde estaba, molesto por su valentía. Zoya ignoró su mal humor y actuó para la multitud, señalando hacia delante como una emperatriz en su carruaje. El camión se movía a un ritmo estable. La cabeza de Stalin era arrastrada a la velocidad de un caminante, con la bandera húngara hacia atrás, arrastrándose por el suelo. Le hizo una señal al conductor: más rápido.

El camión aceleró. Salieron chispas de la mandíbula de Stalin. El pelo de Zoya ondeaba. Al alcanzar la velocidad suficiente, la bandera empezó a ondear también, extendida detrás de ella. En ese momento se convirtió en un emblema de su desafío. La cabeza de Stalin bajo sus pies y la nueva bandera de Hungría desplegada. Miró a su alrededor con la esperanza de encontrar admiración en los ojos de la multitud, con la esperanza de que hubiese una cámara para captar el momento.

Su público había desaparecido.

Al final de Jozsef Korut había un tanque que apuntaba directamente hacia ellos y avanzaba rápido, con la oruga chirriando contra el asfalto. El camión frenó. Las cadenas se destensaron. La cabeza de Stalin se detuvo tan bruscamente que volcó hacia delante, de narices contra el suelo, y arrojó a Zoya. Aturdida, sin aliento, quedó tirada en el centro de la plaza.

Malysh la agarró. Se reincorporó, magullada, y vio que el tanque rodaba directamente hacia ellos, a tan sólo unos doscientos metros. Se apoyó en Malysh para ponerse en pie y se alejaron tambaleándose. En un intento de ponerse a cubierto, corrieron hacia la tienda más cercana. Miró atrás. El tanque disparó. Hubo una explosión de color amarillo y sonó un silbido. La carga impactó en la calle tras ellos. Se formó una nube de humo, trozos de piedra y rachas de fuego. Zoya y Malysh cayeron de golpe.

La cabeza gigante de Stalin salió de la nube, despegada del suelo, balanceándose como una bola en el extremo de una cadena, y describió una parábola hacia ellos, como si se estuviese vengando por su humillación. Zoya apartó a Malysh de un empujón al pasar la cabeza. El cuello dentado de Stalin pasó a pocos centímetros de ellos y atravesó el escaparate, dejándoles cubiertos de cristales. El camión siguió el viaje de la cabeza, arrastrado por las cadenas, volcado, dando vueltas de campana, aplastado contra el asfalto, con el conductor colgado boca abajo.

Antes de que pudieran ponerse en pie, el tanque, un monstruo metálico, emergió de entre la humareda. Se arrastraron hacia atrás y alcanzaron el escaparate reventado de la farmacia. No tenían a donde ir, no había salida. Pero el tanque no disparó. La trampilla estaba abierta. Apareció un soldado y se puso a los mandos de la ametralladora. Paralizados por el miedo, permanecieron quietos. Cuando el soldado giró la ametralladora hacia ellos, una bala le alcanzó en la mandíbula. Impactaron más disparos en el tanque, provenientes de todos los rincones de la plaza. Bajo fuego intenso, tiraron del soldado hacia abajo. Antes de que pudiesen cerrar la trampilla, dos hombres corrieron hacia el tanque con los brazos en alto. En ellos llevaban botellas, cada una con un trapo ardiendo. Las arrojaron al interior y el tanque se llenó de fuego.

Malysh agarró a Zoya.

—Tenemos que irnos.

Por una vez, Zoya estaba de acuerdo.