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Europa del Este bajo control soviético

Hungría, Budapest

El mismo día

Exultante, Zoya agarraba con firmeza la mano de Malysh, tratando de no perderlo entre las miles de personas que se dirigían hacia la plaza del Parlamento, surgiendo de cada calle, de cada cruce. Después de tantos años idealizando la muerte, con la certeza de que era la única respuesta a su soledad, tenía ganas de dar saltos, como si le debiese al mundo una disculpa, y gritar: «¡Estoy viva!».

La marcha sobrepasó sus expectativas con creces. Ya no se componía únicamente de estudiantes y disidentes. La ciudad entera parecía estar reuniéndose en la plaza, arrancados de sus pisos, de sus oficinas y de sus fábricas, incapaces de resistir la fuerza gravitatoria de la manifestación, que se incrementaba con cada persona que se unía a ellos. Zoya comprendía el significado del emplazamiento. Un parlamento debe ser el centro de poder, el lugar en el que se decide el destino de una nación. En realidad, el edificio era irrelevante, un ornamento, la majestuosa fachada de la autoridad soviética. Su belleza, de algún modo, agravaba la ofensa.

El sol se puso, pero la noche no hizo que disminuyera la emoción. Llegaba más y más gente, que descuidaba sus hábitos prudentes, y la afluencia continuaba a pesar de que la plaza ya estaba llena, obligando a los presentes a apretarse cada vez más. Lejos de resultar claustrofóbico, el ambiente era afectuoso. Los desconocidos hablaban entre sí, reían y se abrazaban. Zoya nunca había estado en una asamblea pública como aquélla. Se sentía obligada a asistir a la celebración del Primero de Mayo en Moscú, pero era distinto. No por el tamaño. Era el desorden, la ausencia de autoridad. No había agentes en las esquinas. No pasaban columnas de tanques. No había tropas marchando a paso de ganso ante filas de niños seleccionados que ondeaban banderas. Una protesta temeraria, un acto de desafío: todo el mundo era libre de hacer lo que quisiera, de dar palmadas, de bailar y cantar: ¡Russkik haza! ¡Russkik haza! ¡Russkik haza!

Cientos de pies pateaban el ritmo de tres tiempos, y Zoya se unió y lanzó al aire los puños firmemente cerrados, poseída por una indignación que, teniendo en cuenta su nacionalidad, era absurda.

¡Rusos, marchaos a casa!

No le importaba ser rusa. Su hogar estaba allí, entre la gente que había sufrido como ella y que entendía la opresión igual que ella.

Al ser más baja que el resto, se esforzaba por mantenerse de puntillas. De repente, sintió cómo dos manos se cerraban en torno a su cintura. Fraera la levantó y la puso sobre sus hombros, permitiéndole ver la plaza entera. La multitud era mayor de lo que había imaginado. Llegaba hasta el Parlamento e incluso hasta el río tras el edificio. Había gente en la calzada, en el césped y en los raíles del tranvía, encaramados a estatuas y columnas.

Sin previo aviso, las luces del Parlamento se apagaron, sumiendo la plaza en la oscuridad. Hubo confusión entre los presentes. Había luz en las otras calles. Tenía que ser un acto deliberado en su contra, un intento de alejarlos, de quebrantar su determinación usando la oscuridad como arma. Sonó una ovación. Zoya vio un periódico enrollado encendido a modo de antorcha. Rápidamente, aparecieron más focos de fuego, antorchas improvisadas. ¡Harían su propia luz! Fraera le entregó a Zoya una copia enrollada del periódico Un pueblo libre. Un vory prendió un extremo y lo giró despacio hasta que la llama se extendió. Zoya sostuvo sobre su cabeza las llamas teñidas de verde azulado por la tinta. Lo meneó de un lado a otro y un millar de antorchas en llamas respondieron.

Cuando Fraera la bajó al suelo, llena de emoción, Zoya se lanzó hacia delante y la besó en la mejilla. Fraera se quedó helada. Aunque Zoya tenía los pies sobre el suelo, Fraera mantenía sus manos apretadas alrededor de su cintura, sin soltarla. Zoya esperó, conteniendo el aliento, temerosa de haber cometido un tremendo error. En la oscuridad, no pudo apreciar la reacción de Fraera hasta que un hombre cercano prendió un periódico. La luz roja parpadeante reveló la expresión de Fraera, estremecida como si hubiese visto un fantasma.

Fraera sentía que el beso permanecía en su mejilla, ardiendo. Apartó a Zoya, y se tocó la zona en que la había besado. Había sido un error cogerla a hombros. Sin ser consciente de ello, había dejado volver a Anisya, su yo anterior, madre y esposa. Había vuelto a dejar entrar la ternura y el afecto, características que había exorcizado. Empuñó su cuchillo, se puso la hoja a la altura de la cara y se la pasó por la piel, raspando los restos del beso. Aliviada, limpió el cuchillo y lo guardó.

Después de recuperar la compostura, observó las azoteas de los edificios que había alrededor, furiosa con Panin por no poner francotiradores. Zsolt Polgar siguió su mirada y preguntó:

—¿Qué buscas?

—¿Dónde está la AVH?

—¿Te preocupa tu seguridad?

Fraera ocultó el desdén que le provocaba su ingenuidad, y respondió:

—No hay nadie contra quien luchar.

—Unos estudiantes están en la emisora de radio intentando emitir los dieciséis puntos. Se rumorea que la dirección de la emisora se niega. La AVH está protegiendo el edificio para asegurarse de que permanece bajo control soviético.

Fraera lo cogió por los hombros.

—¡Eso es! ¡Ahí llevaremos a cabo nuestra lucha!

A codazos entre la multitud, Fraera se abrió camino hasta quedar libre de la pacífica asamblea. Lejos de la plaza del Parlamento, el ambiente cambiaba. A la altura de Muzeum Korut, hacia Nemzeti Muzeum, la gente corría en todas las direcciones, unos asustados, otros rabiosos, portando bloques de piedra, rocas arrancadas del pavimento. El centro de su actividad era la emisora de radio, situada en Brody Sandor Ut, una estrecha calle que discurría junto al museo. Cualquier indicio de protesta pacífica que pudiese haber tenido lugar allí se había convertido en una multitud violenta. Las ventanas de la emisora estaban reventadas y llenaban la calle de pedazos de cristal que crujían bajo las pisadas como charcos de agua helada. En medio de la calzada había un furgón volcado, con las ruedas girando y la parte delantera abollada. Las puertas de la emisora estaban firmemente cerradas.

Zsolt interrogó a las personas de alrededor y se volvió hacia Fraera, pasando del húngaro al ruso. Hablaba susurrando.

—Los estudiantes han exigido leer los dieciséis puntos. La mujer que dirige la emisora…

—¿Quién es?

—Se llama Benke. Es leal al comunismo, pero no parece muy inteligente. Ha propuesto un trato. No les ha dejado entrar en la emisora, pero les ha facilitado una unidad móvil. La furgoneta llegó y los estudiantes leyeron los puntos.

Fraera ya se había imaginado lo que pasaba.

—¿Era un truco?

—La furgoneta no emitía. En su lugar, la emisora seguía transmitiendo la orden de volver a casa a todo el mundo y condenaba los disturbios. Los estudiantes volcaron la furgoneta y la estamparon contra las puertas. Ahora quieren la emisora, nada menos. Dicen que es la emisora nacional y que les pertenece a ellos, no a los soviéticos.

Fraera miró a su alrededor y calculó la fuerza de la multitud.

—¿Dónde está la AVH?

—Dentro.

Fraera miró hacia arriba. Aparecieron unas figuras en las ventanas del último piso: agentes. Sonó un silbido y unas columnas de humo surgieron de los confines de la calle. De unos botes de metal salía gas lacrimógeno, como genios vengativos liberados de sus lámparas, aumentando de tamaño, elevándose. Fraera hizo retirarse a sus hombres y buscó a Zoya y a Malysh, que se dirigían hacia el museo pasando por encima de los raíles mientras el gas los perseguía. Al llegar al último de los escalones del museo, se giraron. En torno a sus tobillos giraban volutas blancas, pero no representaban peligro alguno. La mayor parte del gas lacrimógeno se había canalizado calle abajo, hacia la avenida principal. De la niebla química emergían hombres y mujeres que caían de rodillas, dando arcadas.

Cuando el gas comenzó a disiparse, Fraera se acercó. La multitud se había disuelto. La lucha se había extinguido. Fraera meneó la cabeza. Si esa noche pasaba sin incidentes serios, las autoridades recobrarían la iniciativa, se restituiría el control. Fraera se dirigió a la emisora dando zancadas.

—Seguidme.

El gas no se había disipado del todo. Fraera no quería esperar. Atravesó los raíles y caminó hacia el centro de la calle, abrazada por las columnas de humo. Se cubrió la boca y la nariz con la mano. Casi inmediatamente se puso a toser, pero siguió hasta la emisora tambaleándose y con los ojos llenos de lágrimas.

Zoya agarró a Malysh por el brazo.

—¡Tenemos que seguirla!

Malysh desgarró su camiseta y apañó una máscara para él y otra para Zoya. Pasaron por encima de los raíles, llegaron a la calzada y se situaron al lado de Fraera. El gas se elevaba y circulaba hacia el interior de la emisora a través de las ventanas rotas, facilitando la respiración en las calles y forzando a las figuras de las ventanas a retroceder. Lentamente, la multitud se reunió alrededor del núcleo de Zoya, Malysh y Fraera. Los vory volvieron con barras de acero. Arremetieron contra las puertas, en un intento de reducirlas a astillas.

Zoya miró hacia arriba. Había agentes de la AVH en las ventanas, esta vez con rifles. Agarró a Malysh y corrió hacia delante. Se aplastaron contra la pared mientras retumbaba una descarga de disparos. Todos los que estaban en la calle se agacharon, encorvados, comprobando a quién habían alcanzado. Nadie estaba herido. Los disparos se habían efectuado sobre sus cabezas, contra la fachada del edificio de enfrente. La descarga tenía como misión amedrentarlos: se había disparado exactamente en el momento en que se abrieron las puertas de la emisora.

Henchidos de determinación, los agentes de la AVH salieron con los rifles preparados, como una falange griega dedicada a proteger la emisora. Los agentes se dividieron en dos filas, unos de espaldas a otros. Una de las filas se movió calle arriba y la otra calle abajo, dividiendo a la multitud por la mitad. Avanzaron con las bayonetas firmes. A Malysh y a Zoya los empujaron hacia el museo. Zoya miró a la joven que tenía al lado, de unos dieciocho años. Lejos de estar asustada, le sonrió a Zoya con aire malicioso y triunfal y la cogió del brazo. Aguantarían juntas. La joven increpó a los agentes. Inspirada por la rebeldía de la muchacha, Zoya se agachó, cogió una piedra no más grande que la palma de su mano y la arrojó, alcanzando a un agente en la mejilla. Eufórica, aún sonreía cuando el agente le apuntó con su rifle.

Hubo un destello. A Zoya le temblaron las piernas, cayó. Sin aliento, sin la certeza de si le habían dado o no, se puso de lado y miró a los ojos a la muchacha con la que había entrelazado los brazos. La bala le había impactado en el cuello.

Los oficiales continuaron su avance. Zoya no podía moverse. Tenía que levantarse. Los oficiales la iban a aplastar. La iban a matar. Pero no podía abandonar a la chica. De repente, Fraera se agachó y alzó a la muchacha muerta entre sus brazos. Malysh ayudó a Zoya a levantarse y ambos corrieron. Tras ellos, los agentes detuvieron su avance y mantuvieron la posición.

Fraera dejó a la chica en el suelo y lloró con una rabia feroz, como si fuese su madre, como si amase a aquella muchacha. Zoya se echó hacia atrás y observó cómo la gente se arrodillaba a los lados de la joven víctima, atraídos por los gritos de Fraera. ¿Era ese dolor parte de una actuación? Antes de que Zoya pudiese pensar más en ello, Fraera se puso de pie, empuñó un arma y comenzó a disparar hacia la fila de oficiales. Era la señal que su vory estaba esperando. Desde ambos lados de la calle empuñaron sus armas y abrieron fuego. La formación de oficiales empezó a disolverse y se retiraron hacia la emisora, no muy seguros de poder mantener el control. Los oficiales habían supuesto, como hombres enfrentados a bestias, que eran los únicos que poseían armas. Bajo el fuego, se apresuraron a volver a la seguridad de la emisora.

Zoya continuó junto al cuerpo de la muchacha, observando sus ojos sin vida. Fraera la empujó a un lado y le ofreció un arma.

—Ahora lucharemos.

Zoya respondió:

—La he matado.

Fraera le dio una bofetada.

—Nada de culpas. Sólo rabia. La han matado ellos. ¿Qué vas a hacer? ¿Llorar como un bebé? ¡Llevas toda la vida llorando! ¡Es hora de actuar!

Zoya cogió el arma y cargó contra la emisora. Apuntó a las figuras de las ventanas, apretó el gatillo y disparó las seis balas.