Unión Soviética, frontera húngara
Pueblo de Berehowe
23 de Octubre
El tren estaba abarrotado de soldados soviéticos y en el vagón se entrecruzaban, estridentemente, las conversaciones. Se estaban movilizando para prepararse de cara al levantamiento planeado, del que no sabían nada. No había sensación alguna de ansiedad o inquietud, y su humor jovial contrastaba crudamente con Leo y Raisa, los únicos civiles a bordo.
Cuando Leo oyó la noticia «Zoya está viva», el alivio se revolvió con el dolor. Escuchó incrédulo la explicación de Panin: el relato de los acontecimientos en el puente, incluyendo el calculado fingimiento de Zoya y su voluntaria colaboración con una mujer que no quería más que hacer sufrir a Leo. Zoya estaba viva. Era un milagro, pero un milagro cruel; quizá las buenas noticias más crueles que Leo había tenido nunca.
Al explicarle los hechos a Raisa, presenció el mismo paso del alivio a la angustia. Se arrodilló ante ella y le pidió perdón repetidas veces. Él había provocado aquella situación. Ella sufría el castigo porque lo amaba. Raisa controló su reacción concentrándose en los detalles de lo que había sucedido y lo que ello revelaba del estado mental de Zoya. Para ella sólo había una pregunta: ¿cómo iban a traer a su hija de vuelta a casa?
Raisa no tuvo dificultad alguna para asumir que Panin los había traicionado. Comprendía la lógica de la cooperación por parte de Fraera para desempeñar su venganza en Moscú. Sin embargo, los intentos de Panin por desencadenar levantamientos en el Bloque Soviético eran maniobras políticas de lo más cínico. Condenaba a muerte a miles de personas para consolidar la posición de los intransigentes en el Kremlin. Raisa no entendía qué parte de todo aquello interesaba a Fraera. Se ponía del lado de los estalinistas, gente a la que no le importaba lo más mínimo su encarcelamiento o la muerte de su hijo, ni siquiera la muerte de un niño cualquiera. En cuanto al abandono de Zoya, si ése era el modo correcto de verlo, de una familia disfuncional a otra, Raisa estaba menos confusa. Era fácil imaginar el embriagador atractivo de Fraera hacia una adolescente infeliz.
Leo no intentó convencer a Raisa de que no lo acompañase a Budapest. En realidad, la necesitaba. Raisa tenía muchas más posibilidades de comunicarse con Zoya. Raisa le preguntó a Leo si estaban listos para usar la fuerza en caso de que Zoya se negase a volver, planteándole la macabra perspectiva de secuestrar a su hija. Él asintió.
Como ninguno de los dos hablaba húngaro, Frol Panin se encargó de que los acompañara Karoly Teglas, de cuarenta y cinco años. Karoly había trabajado como espía en Budapest. Húngaro de nacimiento, fue reclutado por el KGB después de la guerra y estuvo a las órdenes del detestado líder Rakosi. Había estado temporalmente en Moscú hacía poco, informando sobre la crisis potencial en Hungría. Accedió a hacer de guía y traductor, y acompañó a Leo y a Raisa.
Karoly salió del servicio, se secó las manos en los pantalones y se sentó frente a Leo y Raisa. Tenía un vientre voluminoso, mejillas rollizas y gafas redondas. Apenas si había una línea recta en su aspecto. Era un conjunto de curvas, y a primera vista no parecía un espía, y mucho menos letal.
El tren aminoró la marcha al acercarse a la ciudad de Berehowe, en el lado soviético de la frontera, sumamente fortificada. Raisa se echó hacia delante y se dirigió a Karoly.
—¿Por qué nos ha permitido Panin ir a Budapest si Fraera trabaja para él?
Karoly se encogió de hombros.
—Tendrías que preguntárselo a él. No debo decirlo yo. Si quieres dar la vuelta, es cosa tuya. No tengo control sobre tus movimientos. Karoly miró por la ventana y comentó:
—Las tropas no van a cruzar la frontera. A partir de aquí nos comportaremos como civiles. Allí donde vamos, los rusos no son queridos. Se volvió hacia Raisa.
—No van a hacer ninguna distinción entre tú y tu marido. No importa que tú seas profesora y él un agente. Os odiarán por igual.
A Raisa le molestó que le hablaran condescendientemente.
—Entiendo lo que es el odio.
En la frontera, Karoly entregó los papeles. Miró atrás y vio a Leo y a Raisa conversando, sentados en el fondo del vagón, muy pendientes de no mirarlo, lo que significaba que discutían hasta qué punto podían confiar en él. Harían bien en no fiarse de él en absoluto. Sus órdenes eran sencillas. Debía demorar la llegada a la ciudad de Leo y Raisa hasta que comenzase el levantamiento. Una vez Fraera hubiese cumplido con su deber, Leo, un hombre al que se atribuía gran tenacidad y fervor, un asesino experto, podría llevar a cabo su venganza.