Fraera bajó por las escaleras, salió del patio y comprobó que nadie la había visto. Era tarde, de noche. Las calles estaban desiertas. No había signos de los agentes de la AVH que Zoya había descrito. Partió, parando a menudo con intencionada brusquedad, dándose la vuelta para asegurarse de que nadie la seguía. No confiaba en nadie, ni siquiera en sus seguidores. Los trabajadores, estudiantes y representantes de diversos movimientos de resistencia antisoviéticos eran indulgentes y poco prácticos, estaban pendientes de irrelevantes debates teóricos. A la AVH le resultaría fácil infiltrarse en sus filas. Estarían demasiado centrados en sí mismos para advertir las señales y pondrían a todos en peligro. A pesar de que Fraera estaba allí bajo las órdenes de Panin, la AVH desconocía sus operaciones. Si la atrapaban, la fusilarían. No se había confiado a nadie —aparte de los conspiradores de Moscú— la información acerca de los planes para desencadenar un alzamiento. Si sus seguidores disidentes descubriesen que trabajaba simultáneamente con ministros soviéticos, la matarían.
Fraera se agachó y recogió un panfleto que revoloteaba en una alcantarilla. Era una copia de los dieciséis puntos revisados, dieciséis peticiones para que cambiaran las cosas. Esos puntos se habían formulado el día anterior por la tarde, en una abarrotada reunión en la Universidad Tecnológica. Incapaz de hacerse pasar por una estudiante, Fraera se quedó fuera haciendo tiempo. Cuando supo que el propósito de la reunión era discutir si los estudiantes debían abandonar el DISZ —la organización del Partido Comunista del campus— como protesta contra los mandatarios soviéticos, despreció su falta de ambición y animó a los estudiantes que conocía a desviar la discusión hacia asuntos más audaces. Fraera llevaba tres meses trabajando en ese sentido, ejerciendo presión, ofreciendo apoyo material y avivando la llama del resentimiento hacia la ocupación. Aunque la rabia era auténtica y profunda, luchaba para transformar el sentimiento en acción directa. No podía hacer nada más. Su cometido era profesionalizar a disidentes aficionados. El día anterior, finalmente, había tenido éxito. Con una decisión y una claridad que la sorprendieron, los estudiantes resumieron su debate en dieciséis puntos.
Exigimos la retirada inmediata de todas las tropas rusas, de acuerdo con el tratado de declaración de paz.
En las desaliñadas notas que salieron de la sala, esa petición quedó en cuarto lugar. Fraera se dirigió con premura a su piso, transcribió las notas e hizo una corrección: colocó la petición de la retirada de tropas al principio. Al cabo de unas horas, sus vory repartían copias modificadas en cada esquina, entrelazadas con los fragmentos más provocadores del Discurso Secreto.
Aparte de los pocos vory, los restos de su banda, el socio más cercano de Fraera era Zsolt Polgar, su traductor, un estudiante de ingeniería que había conocido en un bar revolucionario clandestino, situado en el sótano de una fábrica. Fraera descubrió que los habituales del local, con bajos techos nunca visibles por la gruesa neblina de humo de cigarrillo, estaban llenos de ambiciones. Zsolt, hijo de un acaudalado diplomático húngaro cuyo destino era el dinero y el poder siempre que estuviera dispuesto a resignarse a la ocupación soviética y a encontrar su sitio en ella, hablaba bien ruso y húngaro y se convirtió rápidamente en el intermediario más preciado de Fraera. Ella le seguía la corriente, se acostaba con él, lo cautivaba con las historias de su impiedad. Apreciaba sus habilidades y le halagaba por libertario y revolucionario. En realidad, veía en él poco más que un joven rebelde que hacía rabiar a su padre, al que despreciaba por complaciente adulador del régimen. Fueran cuales fuesen sus motivos, era valiente e idealista y fácil de manipular. Tuvo una idea inspirada: sugirió hacer una manifestación en apoyo a los dieciséis puntos. La idea se extendió por la ciudad, y Fraera se preguntó si sería obra de alguna otra de las células de Panin. De cualquier modo, el resultado fue que al día siguiente dos marchas partirían al mismo tiempo, cada una desde un extremo de la ciudad, para juntarse en la plaza Palffy. Había habido muestras de inquietud previas en la capital, pero ninguna había desembocado en nada. Fraera tenía la certeza de que sólo si la gente estaba codo con codo, apoyándose unos a otros, existía la posibilidad de que la rabia se transformase, como el capullo en mariposa, de amarga obediencia en gloriosa violencia.
Al llegar al hotel Astoria, a varias manzanas de la casa, Fraera se tomó un momento para observar el cruce antes de mirar hacia el último piso del hotel. En la última ventana, en la esquina, ardía una vela roja, la pintoresca señal que había ideado. En ese contexto, significaba que debía subir las escaleras. Rodeó el hotel hasta la parte de atrás, entró por las desiertas cocinas, subió hasta el último piso y caminó hacia la habitación al fondo del pasillo. Llamó a la puerta. Un guardia abrió, empuñando un arma. Había un segundo guardia tras él. Fraera entró en la suite y la cachearon antes de hacerla pasar a la siguiente habitación. Sentado ante una mesa, atisbando el exterior por la ventana como un poeta contemplativo, estaba Frol Panin.
Aliarse con Panin, o con cualquier individuo como él, nunca había formado parte de los planes de Fraera. Al llegar a Moscú aceptó que, a menos que se conformara sencillamente con hundirle un cuchillo en la espalda a Leo, necesitaba ayuda. Asimismo, Budapest nunca había formado parte de sus planes. Era una improvisación más. Con el fingimiento de la muerte de Zoya, su aspiración original de arruinar las esperanzas de Leo de alcanzar la felicidad se había cumplido. Leo sufrió la misma tortura que había sufrido ella: la pérdida de un hijo compensada con la pérdida de una hija. Él estaba deshecho, se había visto forzado a vivir con dolor sin tener siquiera el derecho a la justa indignación que había permitido a Fraera superar las mismas emociones. Tras cumplir su venganza, se le planteó la cuestión de qué hacer a continuación. Era evidente que no podía desentenderse de Panin y desaparecer. Si dejaba de serle útil, él ordenaría que la mataran. Si huía, tendría una vida de riqueza y longevidad, una vida que no le interesaba. Al enterarse de sus operaciones internacionales, de sus intentos de provocar disturbios en el Bloque Soviético, se ofreció voluntaria, tanto ella misma como sus hombres. Panin se mostró escéptico, pero Fraera señaló que seguramente resultaría mucho más convincente como agitadora contra la Rusia soviética que los leales agentes del KGB que estaba empleando.
Panin le ofreció la mano, un gesto cortés y formal que ella encontró absurdo. Aun así, se la estrechó. Él sonrió.
—He sobrevolado la zona para comprobar los progresos que se están haciendo. Nuestras tropas están destacadas en la frontera. Llevan un tiempo allí. Pero no tienen nada que hacer.
—Tendrás tu alzamiento.
—Tiene que suceder ahora. No servirá de nada de aquí a un año.
—Estamos a punto.
—Mis demás células han tenido mucho más éxito que tú. Polonia, por ejemplo…
—Las revueltas que instigaste en Poznan fueron aplastadas sin grandes pérdidas para Jruschev. No tuvieron el impacto que requerías; si no, no te estarías preocupando por Budapest.
Panin asintió, admirado por el don que tenía Fraera para evaluar las situaciones con exactitud. Tenía razón. Los planes de Jruschev de reducir la militarización no habían descarrilado. Eran una plataforma fundamental para sus reformas. Jruschev había argumentado que la Unión Soviética ya no necesitaba tantos tanques y tropas. En su lugar, tenía armas nucleares como fuerza disuasoria y estaba construyendo un sistema de lanzamiento de misiles que no requería más que unos cuantos científicos e ingenieros, no millones de soldados.
A Panin, la imprudencia de esa política le parecía de lo más peligroso. Además de las insuficiencias de los misiles, Jruschev no comprendía la importancia de la fuerza militar, al igual que no entendía el impacto de su Discurso Secreto. Los militares no existían solamente para proporcionar protección ante agresiones externas. Su verdadero cometido era mantener unida la Unión Soviética. El aglutinante de las naciones del Bloque Soviético no era la ideología, sino los tanques, las tropas y los aviones. Los cortes que proponía, en combinación con el temerario sabotaje infligido por su discurso, ponían a su nación en peligro. Panin y sus aliados argüían no sólo que debían mantener la magnitud del Ejército regular, sino también que debían expandirlo y rearmarlo. Había que incrementar gastos, no recortarlos. Una revuelta en Budapest o en cualquier otra ciudad de Europa del Este demostraría que todo el tejido de la Revolución dependía de su poder militar convencional, no solamente de su arsenal nuclear. Unos cuantos millones de hombres armados servían para recordar a la población, dentro y fuera del país, quién estaba al mando.
Panin dijo:
—¿Qué noticias traes?
Fraera le entregó el panfleto con los dieciséis puntos.
—Mañana habrá una manifestación.
Panin echó un vistazo a la hoja de papel.
—¿Qué pone?
—La primera exigencia es que las tropas soviéticas abandonen el país. Es una llamada a la libertad.
—¿Y podemos atribuir la inspiración al discurso?
—Desde luego. Pero la manifestación no bastará.
—¿Qué más necesitas?
—La garantía de que dispararás a la multitud.
Panin dejó el panfleto sobre la mesa.
—Veré qué puedo hacer.
—Tienes que conseguirlo. A pesar de todo por lo que ha pasado esta gente, las detenciones, las ejecuciones, no se pondrán violentos a no ser que los provoquen. No son como…
—¿Nosotros?
Lista para marchar, Fraera dudó ante la puerta y se volvió hacia Panin.
—¿Hay algo más?
Panin negó con la cabeza.
—No. Nada más.