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Europa del Este bajo control soviético

Hungría, Budapest

22 de octubre

Zoya andaba lo más rápido que podía de camino a la Operehaz, el punto de recogida de su cargamento ilícito. Sus bolsillos estaban a rebosar de balas, cien en total, cada una con una cruz grabada en la punta para asegurarse de que se cuarteaban al penetrar en el cuerpo. Aunque era una noche fría, se sentía acalorada y nerviosa. Llevaba un abrigo hasta las rodillas ceñido a la cintura y una boina negra inclinada sobre la frente; aparentaba más de catorce años. Parecía una estudiante húngara, más que una huérfana rusa. Nerviosa, cubierta de sudor frío, se quitó con violencia la boina y se la metió en el bolsillo, encima de las balas, para amortiguar su revelador tintineo.

Al llegar al bulevar principal, Sztalin Ut, no lejos de la Operehaz, Zoya se detuvo y comprobó que nadie la seguía. Alguien la agarró por los hombros, sorprendiéndola. Se volvió y se vio rodeada por un grupo de hombres, convencida de que se trataba de la policía secreta húngara. Uno de los hombres la besó en la mejilla y le puso una hoja de papel en la mano. Era una especie de cartel. Los hombres hablaban a trompicones. Aunque llevaba cinco meses en la ciudad, sólo había aprendido algunas frases en húngaro. A juzgar por su atuendo, se trataba de estudiantes o artesanos, no agentes, y se relajó. Aun así, debía tener cuidado: no había manera de saber cómo actuarían si se daban cuenta de que era rusa. Sonrió dócil, con la esperanza de parecerles tímida y que la dejasen marchar. No tenían mucho interés en ella de todos modos, y desenrollaron otro cartel para pegarlo sobre el cristal de un escaparate. Zoya se alejó y caminó rápidamente hacia su destino.

Al llegar a la Operehaz, subió las escaleras de piedra y se escondió detrás de las columnas, invisible desde la calle. Miró su reloj, regalo de Fraera. Había llegado pronto. Se volvió a meter entre las sombras a esperar nerviosa la llegada de su contacto. Era la primera tarea que llevaba a cabo sola. Solía trabajar con Malysh. Eran un equipo, un conjunto forjado cinco meses atrás en Moscú.

Cuando la sacaron de su celda aquella noche, Zoya estaba segura de que la iban a ejecutar para castigar a Leo. Al enfrentarse a la muerte, como había hecho días antes, Zoya se dio cuenta de que ya no le resultaba indiferente esa posibilidad. Gritó:

—¡Malysh!

Fraera la había puesto contra el suelo.

—¿Por qué gritas su nombre?

—Porque… me gusta.

Fraera sonrió, una sonrisa que se convirtió en carcajada, al principio despacio, después haciéndose cada vez más sonora, con su vory riendo a su lado, los dos burlándose de ella a coro. Zoya se puso roja, con la cara ardiendo de vergüenza. Humillada, corrió hacia Fraera con los brazos en alto y los puños apretados. Antes de poder golpearla, Fraera le había agarrado la mano.

—Te daré una oportunidad, una solamente. Si fallas, te mataré. Si lo consigues, te convertirás en uno de los nuestros. Malysh y tú podréis permanecer juntos.

Aquella noche, cuando la llevaron hasta el centro del puente Bolshoy Krasnokholmskiy, todo se desarrolló como Fraera había previsto. Leo y Raisa estaban esperando. Empapados, se metieron en la parte delantera del coche. Separada por una rejilla metálica, Zoya presenció cómo la cara de Raisa se arrugaba de consternación. En ese momento Zoya tuvo dudas. Pero era demasiado tarde para cambiar de opinión. Apretó las manos contra la rejilla y se despidió de su infeliz existencia, una decisión que implicaba abandonar a su hermana pequeña. Fingió resistir mientras la arrastraban fuera del coche. Cuando la perdieron de vista, se metió voluntariamente en el saco. Dentro, Malysh la estaba esperando.

El saco fue trasladado hasta el borde del puente mientras Zoya hacía una exhibición de resistencia, hasta que la vory la golpeó. Se desmoronó. Él sacó estaba cerrado con cremallera. En la oscuridad, Malysh la rodeó con los brazos y la sujetó mientras caían. Flotaron brevemente, cada uno en los brazos del otro, en la oscuridad, y se estrellaron contra el agua.

Unos pesos de metal llevaron el saco directo hasta el fondo. La lona impermeable encerada les envolvió en aire durante un minuto.

El metal impactó contra el lecho del río, derribando a Malysh y a Zoya hacia un lado. A ciegas, Malysh abrió su cuchillo y cortó el material. El agua helada se precipitó en el interior y llenó el saco en un instante. Malysh ayudó a Zoya a salir. Dándose las manos, patearon hacia la superficie. Nadaron hacia los márgenes del río y observaron los últimos momentos en el puente, mientras Leo y Raisa saltaban, pensando, equivocados, que la iban a salvar.

Luchando contra la corriente, Zoya y Malysh se arrastraron a lo largo de los márgenes de piedra. Al llegar al embarcadero se reencontraron con Fraera, que escuchaba los lejanos gritos de desesperación de Raisa y Leo, paladeando su dolor por una hija que daban por perdida.

En los escalones de la Operehaz rondaba un hombre. Zoya salió de su escondite. El hombre examinó de arriba abajo Sztalin Ut antes de acercarse a ella. Zoya se vació los bolsillos y llenó la mochila del individuo con las balas modificadas. Él saco una pistola y cargó la recámara. La bala encajaba. Llenó las demás recámaras mientras Zoya seguía transfiriendo los proyectiles de sus bolsillos a la mochila. Cuando terminó, el hombre escondió su arma y agachó la cabeza, agradecido, antes de bajar corriendo los escalones. Zoya contó hasta veinte antes de partir de nuevo, y se dirigió de vuelta a casa.

Se le hacía raro pensar en aquella ciudad como su hogar. Seis meses atrás Zoya no sabía nada de Hungría excepto que era un fiel aliado de la Unión Soviética, parte de una hermandad de naciones, un Estado de primera línea en la revolución global. Fraera corrigió aquella propaganda escolar y le explicó que Hungría nunca había tenido ninguna oportunidad. Liberada de las fuerzas de ocupación fascistas, fue reocupada y sometida al gobierno soviético. Hungría era una nación soberana sin soberanía. El que fue su líder durante años, Matyas Rakosi, fue designado por Stalin, e imitó a su maestro con minuciosidad, torturando y ejecutando a ciudadanos. Creó la AVH, la Policía Secreta de Hungría, a imitación de la soviética. El idioma y el lugar eran otros, pero el terror era el mismo. Con la muerte de Stalin, la lucha por el cambio comenzó, avivada por el sueño de la independencia. Zoya era extranjera, una forastera, pero desde la muerte de sus padres nunca se había sentido tan en casa como allí, en un país que, como ella, había sido adoptado en contra de su voluntad.

Más tranquila al acercarse el fin de la noche por no llevar ya balas encima, Zoya se deslizó calle abajo por Nagymeyo Ut. Justo enfrente se había formado una pequeña multitud. En el centro estaban los hombres con los que se había topado antes, unos a hombros de otros, transformando una farola de arriba abajo en un mástil de texto pegado. Una mujer del grupo vio acercarse a Zoya. De treinta y tantos años, baja y robusta, la mujer estaba borracha, tenía las mejillas rojas. La envolvía, como un enorme chal, la bandera húngara. Zoya miró hacia la farola y sacó de su bolsillo el mismo cartel arrugado, como diciendo «¡lo sé, lo sé!». Insatisfecha con aquel gesto, la mujer la arrastró hacia la muchedumbre y se puso a hablar con aparentes buenas intenciones, pero Zoya no entendía nada. La mujer empezó a cantar y a bailar. Los demás se unieron, todos conocían la letra salvo Zoya. No podía más que sonreír con la esperanza de que acabasen dejándola marchar. Deseosa de irse antes de que se diesen cuenta de que no hablaba su idioma, intentó zafarse de los afectos de la desconocida. Pero la mujer ya no estaba exaltada de felicidad. Un furgón se había deslizado desde la avenida principal y aceleraba hacia ellos. Derrapó y se detuvo. Bajaron dos agentes de la AVH.

La multitud se cerró en torno a la farola como si se tratase de un territorio que hubiera que defender. Uno de los agentes agarró la bandera que envolvía a Zoya, se la quitó y la sostuvo con desprecio. Hasta ese momento Zoya no había advertido que la hoz y el martillo del comunismo habían sido cortados, dejando un agujero en medio de la tela. No entendía ni una palabra de lo que decía el agente de la AVH, que sonaba como un perro ladrando. Registró los bolsillos de Zoya, furioso por su silencio. Sólo encontró la boina, y se la tiró para devolvérsela. Una única bala, atrapada en la tela, cayó sobre la calle. El agente cogió el proyectil y miró fijamente a Zoya. Antes de que pudiese decir nada, la mujer borracha se inclinó hacia la boina, la cogió y se la puso con orgullo. Le quedaba pequeña y tenía un aspecto ridículo. El agente se dirigió a la mujer, y Zoya no necesitó hablar húngaro para saber que le estaba preguntando si la boina le pertenecía. El agente puso la bala a la altura de la cara de la mujer. Debió de preguntar si eso también le pertenecía. Como respuesta, la mujer le escupió a la cara. Mientras el agente se limpiaba el gargajo de la mejilla, la mujer hizo un rápido movimiento y echó un vistazo a Zoya: «¡Corre!».

Zoya corrió, describiendo una diagonal a través de la calle. A media carrera se volvió y miró por encima del hombro. Vio al agente de la AVH lanzando un puñetazo que alcanzó la cara de la mujer. Como si le hubiera dado en su propia cara, a Zoya le temblaron las piernas y se desplomó; se raspó las manos contra el suelo. Al girarse vio tras la punta de sus pies cómo caía la mujer. Un hombre saltó hacia delante y agarró al agente. Otro hombre se unió a la refriega. Zoya se revolvió hasta ponerse de pie otra vez, y se echó de nuevo a la carrera, hasta llegar a la calle lateral. Estaba ya fuera del campo de visión y no se detuvo. Tenía que encontrar ayuda. Fraera sabría qué hacer.

Fraera y su vory ocupaban varios pisos en un patio trasero en Rakoczi Ut. Se accedía a ellos por un estrecho pasaje, y no podían ser vistos ni vigilados desde la calle. Cuando los alcanzó, Zoya se detuvo. Nadie la seguía. En el oscuro pasadizo, aliviada de no estar ya en la calle, sintió una mano en el hombro. Era Malysh. Se abrazaron.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Ella negó con la cabeza.

Pasaron al patio. Había seis pisos de viviendas. Los que ocupaba Fraera se extendían por varias plantas, cada una destinada a un uso distinto. Había una pequeña imprenta que producía panfletos y carteles. En otro piso había reservas de armas y munición. Había un tercero que servía de lugar de reunión, para comer, dormir y hablar. Al entrar al piso común, a Zoya le sorprendió la cantidad de personas que había, bastante más de lo habitual. En un lado había hombres y mujeres húngaros, la mayor parte de veintitantos años, discutiendo apasionadamente. Al otro lado estaban los vory. La mayoría no había hecho el viaje de Moscú a Budapest. Se habían quedado porque preferían la seguridad del submundo criminal. No comprendían el trato que Fraera había hecho con Panin. No concebían una vida fuera de Rusia. Sólo unos pocos de sus más fervientes seguidores la habían acompañado, en parte por lealtad, y sobre todo porque sabían que ninguna otra banda de vory en Moscú los querría. De quince, únicamente quedaban cuatro.

Fraera estaba en el centro, entre los dos grupos, escuchando incluso cuando se hablaba húngaro, sensible al lenguaje corporal y los gestos. Vio a Zoya de inmediato y advirtió su angustia.

—¿Qué ha pasado?

Zoya se lo explicó. A Fraera se le encendieron los ojos. Se volvió y se dirigió a su traductor, un estudiante húngaro llamado Zsolt Polgar.

—Consigue todas las banderas de Hungría que puedas. Quítales la hoz y el martillo, de modo que quede un agujero en medio. Éste es el símbolo que hemos estado esperando.

Fraera no tenía ningún interés en la mujer que había puesto su vida en peligro por Zoya. Disgustada, Zoya salió del piso. Se apoyó en la barandilla del balcón. Malysh se unió a ella. Encendió un cigarrillo, un hábito que le había copiado a otro vory. Ella le quitó el cigarrillo de los labios y lo pisoteó.

—Te deja olor.

Lamentó sus palabras. El humo le dejaba olor: le hacía oler igual que el resto de los vory. Pero no había querido molestarlo. Dolido, se separó de la barandilla y se coló de nuevo en el piso. Tenía que recordar que no era su hermana pequeña y que no debía andar dándole órdenes.

Al acordarse de Elena, el sentimiento de culpa se le agarró a la garganta como una mano. Había reflexionado sobre su decisión en innumerables ocasiones. Si no se hubiese unido a Fraera, la habrían matado. Pero la verdad es que quería irse, huir, y si hubiese podido elegir, si Fraera le hubiese ofrecido decidir entre volver a casa o unirse a ella, habría abandonado a su hermana pequeña.

—¿Te has enfadado?

Sobresaltada, se encontró frente a Fraera. Aunque llevaban seis meses viviendo juntas, seguía impresionándola y pareciéndole inaccesible, como si fuera una fuente de energía en lugar de una persona. Zoya se serenó.

—La mujer de la bandera me salvó. Es probable que muera por ello.

—Zoya, deberías estar preparada… Va a morir mucha gente inocente.