Dacha de Blizhnya, Kuntsevo
Veinte kilómetros al oeste de Moscú
21 de octubre
Era la segunda vez que Frol Panin visitaba la dacha de Blizhnya, una de las antiguas residencias de Stalin, abierta ahora a los familiares de la élite gobernante como lugar de retiro. Se había decidido no cerrar la residencia ni convertirla en museo. La dacha permanecería llena de niños que jugaban, personal de cocina y la élite gobernante aplatanada en sillas chirriantes de cuero mientras el hielo de sus bebidas tintineaba a cada trago. Tras la muerte de Stalin se descubrió que el mueble bar contenía botellas de alcohol de pega, té flojo en lugar de whisky escocés, agua en vez de vodka, para que Stalin pudiese permanecer sobrio mientras sus ministros se iban de la lengua. El falso alcohol, ya innecesario, se había tirado. Los tiempos habían cambiado.
Frol comió con moderación ante una cena de cinco platos. Picoteó un poco tres tipos distintos de carne poco hecha e ignoró tres vinos. Sus deberes sociales habían terminado por esa noche. Subió las escaleras mientras escuchaba la fuerte lluvia. Se aflojó la camisa y entró en su suite. Sus hijos pequeños estaban en la habitación de al lado. Una sirvienta los había acostado. Su mujer se estaba desvistiendo. Se había excusado al final de la cena, como se esperaba de las mujeres, para permitir que los maridos pudiesen hablar de asuntos de peso, una rutina espantosa, ya que todos estaban borrachos sin nada que decir. Se sintió aliviado al entrar en la habitación y cerrar la puerta. La velada había terminado. Odiaba ir allí, sobre todo con los niños. Para él, la dacha era un lugar donde la gente perdía la vida. Por muchos niños que jugasen ahora en el jardín, por muy alto que riesen, los fantasmas no desaparecían.
Frol apagó las luces del salón, se dirigió al dormitorio y llamó a su esposa.
Nina estaba en el borde de la cama. Sentado junto a ella se encontraba Leo. Empapado de lluvia, tenía los pantalones manchados de barro y la mano cubierta de vendas, también empapadas. El agua que goteaba de su ropa formaba una mancha circular en las sábanas. En la cara de Leo, Frol observaba una quietud que escondía una enorme energía cinética en su interior, una tremenda rabia bullendo bajo una delgada lámina de cristal.
Frol calculó rápidamente:
—¿Por qué no me siento yo junto a ti, Leo, en lugar de mi esposa?
Sin esperar respuesta, Frol le indicó con un gesto a Nina que se acercase. Ella se levantó, vacilante, moviéndose con lentitud. Leo no la detuvo. Ella le susurró a Frol:
—¿Qué sucede?
Frol contestó, asegurándose de que Leo también podía escucharle:
—Tienes que entender que Leo ha sufrido una tremenda conmoción. Está afectado por el dolor y no piensa correctamente. Irrumpir en una dacha podría tener como consecuencia su ejecución. Voy a esforzarme mucho para asegurarme de que eso no ocurra. —Hizo una pausa y se dirigió a Leo—: ¿Puede ir mi mujer a echarle un vistazo a los niños?
A Leo le brillaron los ojos…
—Tus hijos están bien. No sé cómo tienes el descaro de hacerme esa pregunta.
—Tienes razón, Leo. Te pido disculpas.
—Tu mujer se queda aquí.
—Muy bien.
Nina se sentó en una silla en un rincón. Frol prosiguió:
—Supongo que esto tiene que ver con Elena, ¿verdad? Podrías haber venido a mi oficina y haber pedido cita. Me habría encargado de su liberación. No tuve nada que ver con su ingreso en el hospital. Me horrorizó saberlo. Fue totalmente innecesario, el médico actuó por su cuenta. Pensó que hacía lo correcto.
Frol hizo una pausa.
—¿Por qué no pedimos algo de beber?
Leo se vació los bolsillos.
—No soy una amenaza. No llevo ninguna arma. Si llamases a tus guardias, me arrestarían.
Nina se levantó, a punto de gritar pidiendo ayuda. Frol le indicó que permaneciese callada. Preguntó:
—Dime pues, Leo: ¿qué quieres?
—¿Trabajaba para ti Fraera?
—No.
Frol se sentó a su lado.
—Trabajábamos juntos.
Leo esperaba que Frol Panin lo negase. Pero no tenía motivos para mentir. Impotente, Leo podía sacarle tan poco partido a la verdad como a la mentira. Panin se levantó, se quitó la chaqueta y se desabrochó algunos botones de la camisa.
—Fraera acudió a mí. No sabía quién era. No conocía a ningún vory en Moscú. Siempre habían sido irrelevantes. Irrumpió en mi piso y me estaba esperando. Lo sabía todo sobre ti. No sólo eso. Conocía la lucha entre los tradicionalistas del partido y los reformistas. Me propuso trabajar con ella y afirmó que nuestros objetivos se solapaban. Conseguiría la libertad necesaria para vengarse de aquéllos involucrados en su detención. A cambio, podríamos aprovecharnos de esa serie de asesinatos, usarla para nuestros propósitos creando una sensación de miedo.
—¿Nunca le preocupó Lazar?
Panin negó con la cabeza.
—Veía a Lazar como alguien perteneciente al pasado, nada más. Era un pretexto. Quería que fueses al gulag como castigo, para obligarte a ver el mundo al que habías enviado a tanta gente. Desde nuestro punto de vista, teníamos que quitarte de en medio. El Departamento de Homicidios era el único poder de investigación independiente. Fraera necesitaba carta blanca. Una vez que Timur y tú desaparecierais, ella podía matar como quisiera.
—¿El KGB nunca la buscó?
—Nos aseguramos de que nunca se acercaran.
—¿Y los agentes que pusiste al mando del Departamento de Homicidios durante mi ausencia?
—Eran nuestros hombres. Hacían lo que les decíamos. Leo, estuviste a punto de evitar el asesinato del Patriarca. Ese asesinato era una parte vital de nuestro plan. Su muerte agitó a todo el régimen. Si te hubieses quedado en la ciudad, Fraera se habría visto obligada a matarte. Tuvo sus propios motivos para no querer hacerlo. Prefirió alejarte para estirar tu castigo hasta un punto peor aún.
—¿Y estuviste de acuerdo?
Panin se mostró perplejo ante tal afirmación de algo obvio.
—Sí, lo estuve. Destituí al comandante Grachev y me situé a mí mismo como tu asesor más cercano para ayudarte a tomar las decisiones correctas, las decisiones que queríamos que tomases. Arreglé el papeleo que te permitía entrar en el Gulag 57.
—¿Planeasteis eso Fraera y tú?
—Estábamos esperando al momento adecuado. Cuando oí el discurso de Jruschev, supe que era la hora. Teníamos que actuar. Los cambios estaban yendo demasiado lejos.
Leo se puso de pie y caminó hacia Nina. Preocupado, Panin también se levantó, tenso. Leo puso la mano sobre el hombro de ella.
—¿No es así como solíamos interrogar a los sospechosos? Un ser querido presente, las implicaciones claras. Si el sospechoso no daba la respuesta correcta, ¿se castigaba al ser querido?
—Estoy contestando a tus preguntas, Leo.
—¿Autorizaste el asesinato de personas que servían al Estado?
—Muchos de ellos eran asesinos. En mi situación, habrían hecho lo mismo.
—¿Qué situación es ésa?
—Leo, estas apresuradas reformas, más que los crímenes de Stalin, más que Occidente, representan la mayor de las amenazas para nuestra nación. Los asesinatos de Fraera fueron un ejemplo de lo que pasará en el futuro. Los millones a los que, como partido gobernante, hemos perjudicado se sublevarían, como se levantaron los prisioneros a bordo del Stary Bolshevik, como hicieron en aquel gulag. Esas escenas se repetirían en cada ciudad, en cada provincia. No te has dado cuenta, Leo, pero estamos librando en silencio una batalla por la supervivencia de la nación. No tiene nada que ver con la cuestión de si Stalin fue demasiado lejos o no. Lo hizo. Claro que lo hizo. Pero no podemos cambiar el pasado. Y nuestra autoridad se basa en el pasado. Debemos comportarnos como siempre hemos hecho: con un dominio férreo. No podemos reconocer los errores y esperar que nuestros ciudadanos nos quieran igualmente. Es poco probable que lleguemos a ser queridos, así que debemos ser temidos.
Leo retiró la mano del hombro de Nina.
—Tienes lo que querías. El Discurso Secreto ha sido retirado. Ya no necesitas a Fraera. Déjamela a mí. Entrégame mi venganza, como se la entregaste a ella. No deberías tener ningún reparo a la hora de traicionarla. Has traicionado a todos los demás.
—Leo, comprendo que no tengas motivos para confiar en mí. Pero éste es mi consejo: olvida a Fraera. Olvida que existe. Deja que me encargue de sacar a Elena del hospital. Raisa y tú podéis mudaros fuera de la ciudad, lejos de todos estos recuerdos. Te buscaré otro trabajo. Lo que quieras.
Leo se volvió hacia Panin.
—¿Todavía trabaja para ti?
—Sí.
—¿En qué?
—Ese discurso nos debilitó tanto nacional como internacionalmente. Como respuesta, necesitamos una clara demostración de fuerza. Por este motivo, estamos organizando un levantamiento en el extranjero, en zonas del Bloque Soviético. Pequeños levantamientos simbólicos que aplastaremos sin piedad. El KGB ha establecido una serie de células fuera del país, repartidas por Europa del Este, para intentar estimular el desorden. Fraera está al mando de una de esas células.
—¿Dónde?
—Hazme caso, Leo, ésta no es una lucha en la que puedas vencer.
—¿Dónde está?
—No puedes derrotarla.
—¿Cómo podría hacerme más daño?
—Porque tu hija Zoya, Leo, está viva.