El mismo día

Inessa, la viuda de Timur, abrió la puerta. Leo entró en el piso. Durante meses, después de volver de Kolyma, había esperado que Timur saliese de la cocina explicando que no lo habían matado, que había sobrevivido y había conseguido llegar a casa. Era sencillamente imposible imaginar ese hogar sin él. Allí había sido más feliz que nunca, rodeado de su familia. Sin embargo, no había compasión en la designación de alojamiento. Según el sistema, la muerte de Timur significaba que la familia necesitaba menos espacio. Además, su moderno piso era un extra por su trabajo. Inessa trabajaba en una fábrica de textiles y sus compañeros salían adelante con alojamientos mucho más modestos. Por medio de su blat, por influencia, Leo había luchado para mantener a la familia donde estaba, solicitando la intervención de Frol Panin. Panin, sintiéndose quizá responsable de la muerte de Timur, accedió. Pero, para sorpresa de Leo, Inessa se sintió tentada por la posibilidad de mudarse. Cada una de las habitaciones estaba impregnada de recuerdos de su marido. La dejaban sin aliento, tan triste que apenas podía salir adelante. Sólo cuando Leo le hubo enseñado el bloque al que la iban a trasladar —una sola habitación, instalaciones compartidas, paredes delgadas— cedió, y sólo por sus dos hijos. De haber estado sola, se habría mudado aquel mismo día.

Leo le dio un abrazo. Se separaron, e Inessa aceptó la barra de pan.

—¿De dónde ha salido esto?

—De la panadería de debajo de nuestras oficinas.

—Timur nunca trajo pan a casa.

—Los que trabajaban allí tenían demasiado miedo para hablar con nosotros.

—¿Y ya no?

—No.

Igual que se desplaza una sombra, la tristeza atravesó la cara de Inessa. El Departamento de Homicidios también había sido de Timur. Había desaparecido.

Sus dos hijos, Efim, de diez años, y Vadim, de ocho, salieron corriendo de su habitación para saludar a Leo. Aunque Timur había muerto trabajando para él, sus hijos no le guardaban rencor. Por el contrario, les gustaban sus visitas. Sabían que él había querido a Timur, y que su padre había querido a Leo. El placer era recíproco, pero Leo sabía que su cariño era una frágil satisfacción condenada a desaparecer algún día. Aún no conocían los detalles de lo que había sucedido. No sabían que su padre había muerto intentando corregir los errores del pasado de Leo.

Inessa acarició el cabello de Efim mientras éste hablaba entusiasmado de su trabajo escolar y de los equipos en los que jugaba. Como hijo primogénito, le entregarían el reloj de Timur cuando cumpliese dieciocho años. Leo había sustituido el cristal roto y el mecanismo interior, que había conservado, incapaz de tirarlo. De vez en cuando lo sacaba y se lo ponía en la palma de la mano. Inessa todavía no había decidido qué historia le iba contar a Efim sobre el origen del reloj, si le mentiría diciéndole que era una preciada reliquia familiar. Era una decisión para tomar otro día. Dirigiéndose a Leo, preguntó:

—¿Quieres comer con nosotros?

Leo estaba cómodo allí. Negó con la cabeza.

—Tengo que irme a casa.

Cuando llegó a casa, Raisa y Elena no estaban. Los agentes de seguridad de servicio le dijeron que se habían ido a la escuela por la mañana. No habían visto nada extraordinario. Ignorante de cualquier plan, Leo no podía imaginarse qué estaría haciendo fuera Raisa con Elena a esas horas de la noche. No habían cogido ropa, no se habían llevado ninguna bolsa. Llamó a sus padres; no sabían nada. Temía que Fraera estuviese involucrada. El asesinato de Zoya había sido su última venganza contra el personal de la Seguridad del Estado. Después de una ausencia de seis meses, dudaba que Fraera volviese a aparecer. No hacía ninguna falta. Había hecho daño a Leo, tal y como quería.

Oyó que alguien se acercaba, corrió hacia el pasillo y abrió la puerta. Raisa se tambaleó hacia delante y se agarró al marco de la puerta como si estuviese borracha. Leo la sostuvo, aguantó su peso. Examinó el pasillo. Estaba vacío.

—¿Dónde está Elena?

—Se… ha ido.

Se le pusieron los ojos en blanco, su cabeza se desplomó. Leo la llevó al baño, la situó bajo la ducha y abrió el agua fría.

—¿Por qué estás borracha?

Raisa jadeó, sobresaltada por el impacto del agua.

—Borracha no… Drogada.

Leo cerró el grifo, le apartó el pelo de los ojos y la sentó en el borde de la bañera. Sus ojos, inyectados en sangre, ya no estaban en blanco. Miró fijamente los charcos que se formaban en tomo a sus zapatos. Ya no arrastraba las palabras.

—Sabía que no estarías de acuerdo.

—¿La llevaste al médico?

—Leo, cuando alguien a quien quieres está enfermo, buscas ayuda. Dijo que no sería oficial, que no habría papeleo.

—¿Dónde?

—En Serbsky.

Al oír ese nombre, Leo se quedó paralizado. A muchas de las personas que había arrestado las habían enviado allí para recibir tratamiento. Raisa rompió a llorar.

—Leo, ha hecho que se la lleven.

Incomprensión estupefacta; después, rabia.

—¿Cómo se llama el médico?

—No puedes salvarla, Leo.

—¡¿Cómo se llama?!

—¡No puedes salvarla!

Leo alzó la mano, arqueándola hacia atrás, listo para cruzarle la cara. En un instante, desviando su ira, cogió el espejo de la pared y lo hizo añicos contra el lavabo. Los trozos le cortaron la piel, haciendo correr la sangre por sus muñecas y por sus brazos. Se dejó caer al suelo, con fragmentos ensangrentados de cristal a su alrededor.

Raisa cogió una toalla, se sentó junto a él y la apretó contra su mano herida.

—¿Crees que no luché? ¿Crees que no intenté detenerlos? Me sedaron. Cuando me desperté, Elena ya no estaba.

Leo pensaba en la derrota. Se había completado. Sus esperanzas de tener una familia habían sido destruidas. No había conseguido salvarle la vida a Zoya ni convencer a Elena de que la vida merecía la pena. Se habían borrado tres años de sinceridad y confianza entre Raisa y él. Él le había mentido, una mentira que se mantendría para siempre gracias al sufrimiento que había ocasionado. No sentía rabia hacia Raisa por aceptar la oferta de Fraera, por aceptar abandonarlo. Raisa decía que era una cuestión puramente estratégica, un intento desesperado de salvar a Zoya. Había puesto el bienestar de la familia en sus propias manos. El único error que había cometido era haber esperado demasiado.

Los tres años de fingimiento habían terminado. Él no era ni un padre ni un marido ni, desde luego, un héroe. Entraría en el KGB y ella lo abandonaría. ¿Cómo no iba a hacerlo? No quedaría nada entre ellos, salvo una sensación de pérdida. Cada día, Leo sabría que Fraera tenía razón respecto a él: era un hombre del Estado. Había cambiado, pero lo que era mucho más importante es que había vuelto a cambiar.

—Hubo un momento en que creí que teníamos una oportunidad —comentó.

Raisa asintió.

—Yo también.