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Cinco meses después

Moscú

20 de Octubre

Filipp partió el pan y observó la manera en que la masa aún caliente se separaba, estirándose brevemente antes de dividirse en tiras irregulares. Arrancó un trozo, se lo puso en la lengua y masticó con lentitud. La barra era perfecta, lo que significaba que la hornada también lo era. Quería atiborrarse, y untó una gruesa capa de mantequilla que se ablandó y se derritió. Pero no era capaz de tragar ni siquiera ese pequeño bocado. Desperdiciar comida le horrorizaba, pero no tenía elección. A pesar de ser panadero, uno de los mejores de la ciudad, Filipp, de cuarenta y siete años, sólo podía ingerir líquidos. Durante los diez últimos años había padecido úlceras estomacales constantes e imposibles de tratar. Tenía el intestino picado de cráteres llenos de ácido, las cicatrices ocultas del gobierno de Stalin, testimonios de noches en vela preguntándose preocupado si había sido demasiado severo con los hombres y mujeres que trabajaban para él. Era un perfeccionista. Cuando se cometían fallos, perdía los estribos. Quizá algunos empleados descontentos escribieran un informe nombrándolo y mencionando tendencias burguesas y elitistas. Incluso hoy, el recuerdo le quemaba la sangre. Corrió hacia su mesa, preparó sal de frutas y se bebió de un trago el agua repugnante de color blanco mientras se recordaba a sí mismo que esas preocupaciones pertenecían al pasado. Ya no había detenciones a medianoche. Su familia estaba segura, y él no había denunciado a nadie. Tenía la conciencia tranquila. El precio había sido su estómago. Pensándolo bien, incluso para un panadero y amante de la comida, no era un precio tan alto.

La sal de frutas le suavizó el intestino, y se reprochó a sí mismo haber pensado tanto en el pasado. El futuro era prometedor. El Estado reconocía su talento. La panadería ocupaba el edificio entero. Antes se limitaba a dos pisos. La planta superior estaba dedicada a una fábrica de botones, una tapadera para un ministerio secreto del gobierno. Que lo situasen encima de una panadería es algo que nunca había comprendido. Las habitaciones estaban llenas de harina y quemadas por el calor de los hornos. En realidad, quería que se marchasen, no porque necesitase el espacio, sino porque nunca le había gustado el aspecto de las personas que trabajaban allí. Sus uniformes y su conducta reservada le sentaban mal al estómago.

Se encaminó a la escalera comunitaria y trató de observar la planta superior. Los anteriores inquilinos habían pasado los dos últimos días sacando archivadores y mobiliario de oficina. Al llegar al rellano se detuvo ante la puerta y observó el conjunto de sólidas cerraduras. Probó el picaporte. Se abrió. Empujó la puerta y estudió el sombrío espacio. Las habitaciones estaban vacías. Envalentonado, entró en su nuevo local. Buscó a tientas el interruptor de la luz y vio a un hombre desplomado contra la pared del fondo.

Leo se incorporó y parpadeó ante la bombilla que había sobre él. El panadero enfocó la vista y distinguió un hombre delgado como un alambre. Leo tenía la garganta seca. Tosió, se puso de pie, se sacudió e inspeccionó las desmanteladas oficinas del Departamento de Homicidios. Se habían llevado los archivos de casos clasificados, prueba de los crímenes que Timur y él habían resuelto. Los estaban quemando. Todo indicio del trabajo que había hecho durante los tres últimos años estaba destruido. El panadero, cuyo nombre ignoraba, permanecía quieto, con aire torpe. La vergüenza de un hombre compasivo presenciando la desgracia de un conciudadano. Leo dijo:

—Tres años cruzándonos en las escaleras y nunca le he preguntado su nombre. No quería…

—¿Preocuparme?

—¿Lo habría hecho?

—Francamente, sí.

—Me llamo Leo.

El panadero le ofreció su mano. Leo se la estrechó.

—Yo me llamo Filipp. Tres años y nunca le he ofrecido una barra de pan.

Mientras salía por última vez de la oficina de Homicidios, Leo miró atrás antes de cerrar la puerta. Con una terrible sensación de mareo, siguió a Filipp escaleras abajo, donde éste le entregó un pan redondo aún caliente, con la corteza dorada. Partió el pan y lo mordió. Filipp estudió su reacción atentamente. Al darse cuenta de que esperaba su opinión, Leo terminó el bocado y dijo:

—Es el mejor pan que he comido nunca.

Y era verdad. Filipp sonrió y preguntó:

—¿Qué hacían aquí arriba? ¿Por qué tanto secretismo?

Antes de que Leo tuviese ocasión de responder, la pregunta fue retirada.

—No me haga caso. Debería dedicarme a mis cosas.

Comiendo aún, Leo ignoró la frase.

—Estaba al mando de una división especializada de la milicia, un departamento de homicidios.

Filipp permanecía en silencio. No acababa de entender. Leo añadió:

—Investigábamos asesinatos.

—¿Había mucho trabajo?

Leo asintió ligeramente.

—Más de lo que usted pueda pensar.

Leo aceptó otra barra para llevarse a casa, aparte de los restos de la que ya había empezado, y se dispuso a marcharse. Filipp lo llamó e intentó acabar con un toque positivo.

—Aquí hace calor en verano. ¿No se alegra de trasladarse a otro lugar?

Leo miró hacia abajo y estudió el dibujo de las huellas en la harina.

—El departamento no se traslada. Cierra.

—¿Y usted?

Leo levantó la mirada.

—Me dispongo a entrar en el KGB.