El mismo día

Tras haber cruzado volando toda la Unión Soviética, desde la costa del Pacífico hasta la capital, el indicador de combustible del Ilyushin marcaba cero. Sólo tenían una posibilidad de aterrizar. Una tormenta se había formado sobre ellos y el avión se ocultaba entre furiosas nubes negras. Lazar estaba en la parte de atrás, comiendo galletas con el lado bueno de la boca. Leo estaba sentado en el asiento del copiloto, con el cinturón abrochado, tratando de evitar que la seguridad en sí mismo de Konstantin se viniera abajo. El avión, que volaba hacia la pista militar de Stupino, en las afueras de Moscú, hizo su descenso final. Con pánico en la voz, Konstantin declaró:

—¡Ya debería poder ver las luces!

Al atravesar la masa de nubes, en lugar de alargándose a lo lejos, las luces se veían justo debajo de ellos. El avión estaba demasiado alto. Aterrado, Konstantin lo puso casi vertical: un ángulo catastrófico. Ajustándose frenéticamente, se niveló y aterrizó en la pista con el vientre. Las ruedas bajaron de golpe y giraron un poco antes de saltar, los ejes de acero chirriando contra el asfalto, y el avión se abrió en dos como si le estuvieran bajando una cremallera. La punta del ala golpeó la tierra e hizo girar al desventrado avión ciento ochenta grados, que salió lanzado hacia el extremo de la pista, donde los motores se hundieron en el barro.

Mareado, con la cabeza sangrando, Leo se desabrochó el cinturón, se puso de pie, empujó la puerta de la cabina y dejó a la vista una carlinga partida en dos. Lazar había sobrevivido, situado en el otro extremo de donde habían tenido lugar los daños, con una aureola de fuselaje intacta a su alrededor. Aún en su asiento, el joven piloto empezó a reír soltando carcajadas histéricas de alivio, medio dementes, con la lluvia cayéndole por la cara a través de la ventanilla rota.

Leo dudaba de que el avión se fuera a incendiar: no había combustible, y la lluvia era intensa y mojaba los motores llenos de humo. Como le pareció que era seguro dejar atrás al piloto, ayudó a Lazar a salir del fuselaje partido, trepando por los restos y usando los trozos de ala para bajar hasta el barro. Los vehículos de emergencia se precipitaban hacia ellos. Los sanitarios se acercaron. Leo les hizo un gesto con la mano para que se apartaran.

—Estamos bien.

Él era ahora la voz de Lazar. Frol Panin salió de su limusina Zil y un guardia, moviéndose en perfecta sincronización con él, abrió un paraguas para protegerlo. Le tendió la mano a Lazar.

—Me llamo Frol Panin. Siento no haber podido organizar mejor su liberación. Los actos de su mujer hacían imposible cualquier liberación oficial. Vamos, tenemos que darnos prisa. Podemos hablar en el coche.

En la parte de atrás de la limusina, Lazar examinó la suave tapicería de cuero y los paneles de nogal con una fascinación infantil. Había hielo en una pequeña cubitera de plata y un cuenco con fruta fresca. Lazar cogió una naranja, la sostuvo entre las manos y la apretó. Panin ignoró educadamente su comportamiento: el desconcierto de un convicto rodeado por el lujo. Le tendió a Leo un mapa de Moscú.

—Esto es todo lo que hemos recibido de Fraera.

Leo examinó el mapa. Un lugar céntrico estaba marcado con una cruz de tinta.

—¿Qué hay ahí?

—No hemos podido encontrar nada. El coche empezó a moverse.

—¿Dónde está Raisa?

—He hablado con ella antes. Iba a esperar a que el coche la recogiera. Cuando el coche llegó, encontraron a sus padres cuidando de Elena. Raisa había salido.

Alarmado, Leo se inclinó hacia delante.

—Se supone que estaba vigilada para su protección.

—No podemos proteger a alguien que no quiere ser protegido.

—¿No sabe dónde está?

—Lo siento, Leo.

Leo se recostó. No le cabía duda de que Fraera tenía algo que ver con la desaparición de Raisa.

Eran las dos de la mañana cuando llegaron al centro de la ciudad. El contraste con la desolación de Kolyma era tan acusado que Leo se mareó, desorientado, una sensación exacerbada por la falta de sueño y la terrible preocupación. Se detuvieron en medio de Moskvoretskaya Naberezhnaya, la calle principal que seguía al Moscova, hasta el punto marcado en el mapa. El chófer salió. El guardaespaldas de Panin se unió a él. Los dos agentes revisaron la zona y volvieron al coche.

—¡Aquí no hay nada!

Leo salió. Llovía mucho; se empapó en cuestión de segundos. La calle estaba vacía. Podía oír la lluvia que corría por la acequia. Se agachó. La tapa de la alcantarilla estaba debajo del coche.

—¡Adelántese!

La limusina avanzó y dejó la tapa a la vista. Leo la abrió y la empujó a un lado. Los guardias estaban a ambos lados de él, con las pistolas preparadas. El hueco era profundo. No había nadie en la escalerilla.

Leo volvió al coche.

—¿Tienen linternas?

—En el maletero.

Leo abrió el maletero, buscó las linternas y le dio una a Lazar.

Leo encabezó la marcha, bajó el primero agarrándose a la escalerilla, temblando al recordar la piel despellejada junto con el dolor real que sentía en las rodillas. La lluvia caía a raudales por el borde, mojándole las manos, el cuello y la cara. Lazar lo siguió. Panini gritó:

—Buena suerte.

En cuanto ambos estuvieron por debajo del nivel de la calle, la tapa metálica se cerró con un fuerte ruido, cortando la lluvia y la luz de la calle. En total oscuridad se detuvieron un momento y encendieron las linternas antes de seguir bajando.

Cuando llegaron a la parte más baja de la escalera, Leo divisó el túnel principal. Estaba lleno de un torrente de agua blanca que hacía remolinos. La fuerte lluvia había provocado un desbordamiento. En lugar de arroyos pequeños y sucios, había cascadas de agua que se canalizaban por debajo de la ciudad. No muy seguro de que fuera posible avanzar, Leo se vio obligado a suponer que habría algún tipo de bordillo. Para probar su teoría se dejó caer, explorando con indecisión con la bota. El estrecho bordillo estaba sumergido en el agua.

Leo gritó a Lazar, proyectando la voz por encima del ruido:

—¡Quédate pegado a la pared!

Lazar bajó y Leo lo guió. Aplastados contra la pared, los dos enfocaron a un lado y a otro la luz de las linternas, esperando alguna indicación. A lo lejos, a unos cien metros túnel adelante, había una luz.

Al ponerse en marcha hacia la luz, a lo largo del estrecho bordillo, el nivel de agua del túnel iba subiendo, salpicándoles las rodillas. Cada paso requería una tremenda concentración. A sólo unos metros más adelante, Leo vio una linterna fija a la pared sobre la silueta de una puerta. Rascando el grueso limo que cubría las paredes, empujó la puerta y la abrió. El agua entró, bajando por un tramo de escaleras de cemento que descendían aún más hacia el interior de la tierra. Se apresuraron a cerrar la puerta para que dejara de entrar agua, aliviados de poder alejarse del peligroso bordillo.

Dentro de la estrecha escalera de caracol el aire era húmedo y caliente. Bajaron en silencio, con la respiración resonando a su alrededor en el recinto cerrado. Después de unos cincuenta escalones llegaron a otra puerta. Leo empujó con fuerza el marco metálico y las bisagras crujieron. No había olor a alcantarilla ni agua corriendo, sólo silencio. Leo se volvió hacia Lazar.

—Quédate aquí.

Leo entró por el nuevo túnel y alumbró con la linterna. Las paredes estaban secas. Sus pies tropezaron con un riel metálico; estaban en un túnel de metro.

Como una salida de sol subterránea, apareció una suave luz amarilla que emanaba de un antiguo farol de minero, una llama de gas parpadeante que sostenía un hombre. Estaba solo y sus proporciones eran grotescamente musculosas; los tatuajes se extendían por las manos y el cuello.

—No os mováis.

El vory registró a Leo y a Lazar. Cuando acabó, cerró con llave la puerta metálica que conducía a las alcantarillas. Se dio la vuelta e indicó la dirección en la que debían caminar. Emprendieron la marcha, Leo delante, Lazar justo detrás y en último lugar el vory, que dijo mientras caminaban:

—Esta línea de metro no aparece en ningún mapa. Después de que se terminara, los obreros fueron ejecutados para que su existencia permaneciera en secreto. Se llama spetztunnel y va desde el Kremlin hasta Ramenkoye, una ciudad subterránea a cincuenta kilómetros. Si Occidente ataca, nuestros líderes bajarán y se sentarán sobre cojines de seda mientras Moscú arde.

Después de un rato, el vory se detuvo.

—Aquí.

En la pared había una puerta metálica. Leo la abrió e iluminó con su linterna las escaleras de cemento, agradecido de que ascendieran. El vory cerró la puerta tras ellos. Unos segundos más tarde oyeron un ruido silbante: la cerradura había sido inutilizada con ácido. Nadie podría seguirlos.

Empapados de sudor, llegaron a lo alto de las escaleras, encontraron la puerta abierta y salieron a la estación de metro de Taganskaya, exasperados, buscando qué hacer a continuación. Lazar alzó el brazo y señaló en dirección al río, a unos doscientos metros de allí. Había una mujer de pie en medio del puente de Bolshoy Krasnokholmskiy.

Leo corrió, con Lazar a su lado. Al llegar a la orilla del río, sin la protección de los edificios, el viento soplaba el doble de fuerte. El puente era un simple arco de cemento y, agitándose debajo, el Moscova bajaba agitado con la lluvia de la noche. La mujer permanecía en medio del puente, esperándolos, con la lluvia cayéndole sobre la chaqueta. Al acercarse, Leo reconoció la chaqueta. Era suya.

Raisa se bajó la capucha.

Leo corrió hacia delante, llegó a su lado, le cogió las manos y se sintió embargado por las emociones; preocupación y alivio. Raisa le soltó las manos.

—¿Por qué no me dijiste lo de Zoya? Te amenazó con un cuchillo. Me dijiste que no pasaba nada. ¿Me mentiste en una cosa como ésa? ¿Qué nos prometimos? ¡Que no habría más mentiras! ¡No más secretos! ¡Lo prometimos, Leo!

—Raisa, me entró el pánico. Quería tener la oportunidad de arreglar las cosas antes de contártelo. Cuando saliste del hospital, yo me estaba preparando para ir a Kolyma. Seguías débil.

—Leo, yo no estaba débil. ¡Lo estabas tú! No se trata de ser un héroe. Se trata de qué es lo mejor para Zoya y Elena. Conocí a Fraera. Vino a verme. De ninguna manera te va a devolver a Zoya. Eso no va a pasar nunca.

En la parte sur del puente aparecieron los faros de un coche, haces de luz borrosos por la lluvia. El vehículo aceleró hacia ellos, obligando a Leo a alzar la mano para protegerse los ojos de las luces. El coche frenó. Se abrieron las puertas. El conductor era un vory. Fraera salió del asiento del pasajero, indiferente a la lluvia. Le echó un vistazo a Leo y después a Raisa, antes de concentrar su atención en Lazar, su marido.

Lazar caminó hacia ella, indeciso, evidentemente impresionado —a pesar de las advertencias de Leo— por su transformación. Se quedaron de pie uno enfrente del otro. Examinando su apariencia, ella le tocó la cara, palpando la forma de su mandíbula herida. Él guiñó los ojos al sentir su tacto, pero no se apartó.

—Has sufrido —dijo Fraera.

Leo vio cómo Lazar pronunciaba las palabras.

—¿Tenemos… un hijo?

—Nuestro hijo ha muerto. Tu esposa ha muerto. Un disparo, un destello de luz; Lazar cayó de rodillas, agarrándose el vientre.

Leo corrió hacia delante y recogió a Lazar mientras caía. Tenía los dientes rojos de sangre. Asombrado ante aquella ejecución sin sentido, Leo se volvió hacia Fraera.

—¿Por qué?

Ella no contestó. De pie junto a él, no ofrecía ninguna explicación. Leo miró el cuerpo de Lazar y lo sostuvo entre sus brazos. El hombre al que había traicionado y rescatado, el hombre que le había salvado la vida, estaba muerto. Leo depositó su cuerpo en el suelo.

Fraera cogió a Leo por la camisa.

—Sube a la parte delantera del coche.

Movió la pistola hacia Raisa.

—¡Tú también!

Leo se levantó y subió al asiento del conductor. Raisa estaba en el asiento del acompañante. Zoya iba detrás, con las muñecas y los tobillos atados. Estaba amordazada y parecía aterrorizada. El coche había sido modificado. Había una rejilla entre ellos. Raisa y Leo apretaron a la vez las manos contra el alambre.

—¡Zoya!

Zoya apretó la cara por el otro lado, pidiendo ayuda a través de la mordaza. Sus dedos se tocaron. Leo sacudió la rejilla, pero estaba bien sujeta.

La puerta trasera se abrió. Fraera se inclinó hacia dentro, agarró a Zoya, tiró de ella y la sacó. Leo se giró y trató de abrir la puerta. Estaba cerrada con seguro. Raisa probó la suya, pero fue inútil. Fraera y el vory llevaron a Zoya hasta el maletero. El vory cogió un saco y lo abrió y Fraera metió dentro a Zoya.

Leo se giró y dirigió sus botas hacia la ventanilla lateral. Como una mula, golpeó una y otra vez, rebotando contra el cristal, que permaneció intacto. Raisa gritó:

—¡Leo!

Leo se arrastró hacia el lado de Raisa, el lado que estaba más cerca del río. El vory y Fraera llevaban el saco. Zoya luchaba por soltarse, retorciéndose y pataleando, peleando por su vida. El vory la abofeteó, acabando con su resistencia el tiempo suficiente para empujarla hacia abajo y cerrar el saco. Los dos levantaron juntos el saco. Pesaba. Zoya, inconsciente, fue alzada hasta el parapeto. Leo aplastaba la cara contra el cristal mientras veía cómo empujaban el saco desde el puente. Pudo ver cómo se precipitaba hacia el río.

Fraera se apoyó sobre el motor del coche, agachada, con la cara junto a la ventanilla, los ojos encendidos, absorbiendo su dolor como un gato que lamiera leche. Explotando de rabia, Leo golpeó la ventanilla con inútiles puñetazos, atrapado tras el cristal reforzado. Fraera los observó, disfrutando de su indefensión, antes de bajar de un salto y subirse al asiento trasero de una moto. Leo ni se había dado cuenta de que dos motos habían parado junto a ellos.

Atrapado en el coche, Leo dio una patada al contacto y dejó al descubierto los cables. Hizo un puente, puso el pie sobre el acelerador, encendió el motor y arrancó como si fuera a perseguir a Fraera. Raisa gritó:

—¡Leo! ¡Zoya!

Leo no estaba persiguiendo a Fraera. Cogiendo suficiente velocidad, hizo girar el coche con violencia hacia la izquierda, hacia el pretil. El coche se estrelló contra el extremo del puente, se desventró por el lateral y se abrió. Con el motor echando humo y las ruedas girando sobre el bordillo, Leo se volvió a su mujer. Raisa se había cortado en la cabeza, pero ya estaba fuera de su asiento, saliendo por la parte rota. Él se tambaleó tras ella para llegar al punto donde habían arrojado a Zoya.

Raisa saltó primero y Leo detrás. Al caer, vio a Raisa entrando en el agua, poco antes de que sus piernas chocaran contra la superficie. Debajo del agua, la corriente tiraba hacia abajo. Al hundirse más, Leo se resistió al impulso de volver a la superficie y pateó hacia el fondo para dirigirse al lugar donde podía haber caído Zoya. No sabía lo profundo que era el río y buceó hacia lo más hondo, sintiendo cómo le ardían los pulmones en el descenso. Tocó con las manos el grueso limo del fondo. Miró a su alrededor sin poder ver nada. El agua estaba negra. Ascendió un poco y trató de buscar, girando sobre sí mismo, pero no sirvió de nada: no podía ver. Desesperado por respirar, empujado hacia arriba, jadeó. Miró a su alrededor; el puente ya quedaba a cierta distancia.

Leo inspiró profundamente y se preparó para hundirse de nuevo. Oyó gritar a Raisa:

—¡Zoya!

Era un grito desesperanzado.