El mismo día

Leo conducía despacio, al borde de la carretera, en dirección al campamento provisional. Cuando sólo quedaban dos kilómetros, a medio camino entre los dos campos rivales, le llamó la atención una solitaria nube de humo en el horizonte.

El panorama desapareció, oculto por la nube de humo. Una explosión hizo saltar la carretera a unos metros por delante del camión. Polvo, hielo y piedrecillas golpearon el parabrisas. Leo derrapó para evitar el cráter. El neumático derecho se salió del asfalto. El camión casi volcó, sacudiéndose al atravesar el humo, ladeado. Tirando del volante, enderezó el vehículo y patinó al volver a la carretera. Leo miró por los retrovisores y contempló el trozo arrancado de asfalto.

En el horizonte apareció otra nubecilla de humo, seguida de una segunda y una tercera, disparos de mortero hechos uno tras otro. Leo apretó el acelerador. El camión se lanzó hacia delante, tratando de avanzar bajo su trayectoria, aprovechando la pausa fraccional entre disparo e impacto. El motor gruñó a medida que cogía velocidad poco a poco. Sólo entonces Lazar y Georgi se volvieron hacia Leo para pedir una explicación. Antes de que pudieran hablar, el primer proyectil impactó atrás, tan cerca que la parte trasera del camión se levantó. Durante una fracción de segundo, sólo los neumáticos delanteros estuvieron en contacto con la carretera y Leo ya no veía nada más que el suelo. La cabina apuntaba directamente hacia abajo, dirigida hacia el asfalto. Convencido de que el camión iba a volcar y aterrizar boca abajo, se sintió más sorprendido que aliviado cuando la parte de atrás volvió a caer con una sacudida que los sentó de golpe en sus asientos. Leo luchó con el volante, tratando de recuperar el control. El segundo proyectil aterrizó lejos, evitando la carretera y salpicando al camión con trozos desiguales de tierra que rompieron la ventanilla lateral.

Leo se desvió y abandonó la carretera en el momento en que aterrizaba el tercer proyectil; un tiro perfecto que explotó en el mismo lugar en el que había estado el camión. El asfalto se desgarró y los restos saltaron por el aire.

Atravesando la helada tundra desigual, saltando arriba y abajo, Georgi gritó:

—¿Por qué disparan?

—¡Vuestros camaradas han mentido! ¡No han avisado de que íbamos!

Por el espejo lateral, Leo vio a los guardias heridos, confusos, aterrados y ensangrentados que miraban a través de la lona tratando de averiguar por qué estaban bajo el fuego. Con el codo, Leo rompió del todo la ventanilla lateral, sacó la cabeza y gritó a los guardias:

—¡Los uniformes! ¡Agitadlos!

Dos de los guardias se quitaron las chaquetas y las movieron como si fueran banderas.

Aparecieron cuatro nubecillas de humo en el horizonte.

Incapaz de acelerar a través de la tundra, Leo no tenía otra opción que mantener el camión a velocidad constante y esperar. Imaginó los proyectiles dibujando un arco en el aire, acelerando y silbando hacia ellos. El tiempo pareció estirarse —un segundo se convertía en un minuto—, y luego sonaron las explosiones.

El camión seguía dando saltos. Al mirar por el espejo, Leo vio cuatro columnas de polvo alzándose detrás del camión. Sonrió.

—¡Estamos fuera de su alcance!

Golpeó el volante de alivio.

—¡Estamos demasiado cerca!

El alivio desapareció. Delante de ellos, en el límite del campamento improvisado, dos tanques apuntaban con sus torretas hacia ellos.

El tanque más próximo disparó, soltando un destello anaranjado. El cuerpo de Leo se tensó involuntariamente, se quedó sin aire en los pulmones. Pero no hubo explosión; en el espejo lateral vio que el proyectil había atravesado la lona del camión y había salido por el otro lado. El tirador no cometería dos veces el mismo error y dirigiría el siguiente proyectil a la cabina metálica, donde explotaría con toda seguridad. Leo tiró del freno. El camión se detuvo. Abrió la puerta de par en par, subió al techo de la cabina, se quitó la chaqueta, la agitó y gritó:

—¡Soy de los vuestros!

De forma simultánea, los dos tanques avanzaron un poco, con sus orugas hendiendo la tundra. Leo permaneció encima de la cabina, agitando su uniforme de un lado a otro. A menos de cien metros, un tanque se detuvo. La escotilla se abrió. El operador atisbo por la abertura, con el arma preparada. Gritó:

—¿Quién eres?

—Soy un guardia. Tengo oficiales heridos en la parte de atrás.

—¿Por qué no llamaste por radio?

—Los prisioneros nos dijeron que lo habían hecho. Nos dijeron que habían hablado con vosotros. ¡Nos engañaron! ¡Os engañaron a vosotros! Querían que mataseis a vuestros propios hombres.

El segundo tanque rodeó la parte de atrás del camión y la torreta apuntó directamente a los ocupantes. Los guardias heridos se señalaron los uniformes. La escotilla del segundo tanque se abrió y el operador gritó:

—¡Todo despejado!

En el perímetro del campamento militar temporal, Leo detuvo el camión. Los heridos fueron bajados y llevados a una tienda medicalizada. Cuando se hubiera ayudado a bajar al último hombre, Leo tenía que poner en marcha el motor y conducir por la carretera de vuelta hacia el puerto de Magadan. La trasera del camión quedó vacía. Estaban listos para marcharse. Georgi le dio unos golpecitos en el brazo. Se acercaba un soldado.

—¿Eres el oficial de mayor categoría?

—Sí.

—El director quiere hablar contigo. Acompáñame.

Leo indicó a Georgi y a Lazar que permanecieran en el camión.

El centro de mando estaba bajo una carpa de camuflaje para la nieve. Los oficiales de mayor rango vigilaban la llanura con binoculares. Había extendidos detallados planos de la región, mapas del campo. Un hombre demacrado, de aspecto enfermizo, saludó a Leo.

—¿Conducía usted el camión?

—Sí, señor.

—Soy Able Prezent. ¿Nos conocíamos?

Leo no podía estar seguro de que cada uno de los guardias no hubiera conocido a Prezent en algún momento, pero era poco probable que él recordara a cada guardia.

—Escasamente, señor.

Se estrecharon las manos.

—Me disculpo por haberles disparado. Pero, sin comunicación, nos vimos obligados a considerarlos una amenaza. Leo no necesitó fingir su indignación.

—Los prisioneros mintieron. Nos hicieron creer que habían hablado con usted.

—Pronto recibirán su merecido.

—Si sirve de algo, puedo describir las defensas de los prisioneros. Puedo marcar sus posiciones…

Los prisioneros no habían montado ninguna defensa, pero a Leo le pareció prudente ser colaborador. El director regional negó con la cabeza.

—No será necesario.

Miró su reloj.

—Venga conmigo.

Como no podía marcharse, Leo no tenía más opción que seguirlo.

Able Prezent dejó el cobijo de la carpa y levantó la mirada hacia el cielo. Leo siguió su mirada. El cielo estaba vacío. Después de un momento, Leo oyó un zumbido distante. Prezent explicó:

—En ningún momento se ha pensado en negociar. Nos enfrentaríamos a la anarquía si se accede a sus peticiones. Cada campo iniciaría una revolución por su cuenta. Digan lo que digan en Moscú, no podemos permitirnos ser blandos.

El zumbido aumentó cada vez más hasta que un avión rugió sobre la llanura, volando bajo, con los números en su vientre metálico visibles cuando pasó sobre ellos; empezaba a planear horizontalmente en una carrera hacia el Gulag 57. Era un Tupolev TU-4, un viejo bombardero copiado de los aviones American Fortress; cuatro motores de propulsión, una envergadura de cuarenta metros y un grueso fuselaje cilíndrico plateado. En una aproximación directa, la escotilla inferior se abrió. Iban a bombardear la base.

Antes de que Leo tuviera ocasión de cuestionar esa decisión, un gran objeto rectangular cayó de la escotilla y un paracaídas se abrió de inmediato. El TU-4 alzó el vuelo, ascendiendo para pasar la montaña mientras la bomba oscilaba por el cielo en su paracaídas, perfectamente posicionada, guiada hasta el centro del campo. Se ocultó a la vista, aterrizó, y el paracaídas se extendió sobre el techo de un barracón. No hubo explosión ni lluvia de fuego: algo había salido mal. La bomba no había detonado. Aliviado, Leo miró al director regional; esperaba que estuviera furioso. Pero él parecía satisfecho.

—Han pedido comida. Les hemos mandado una caja con alimentos que no han visto desde hace años: fruta en conserva, carnes, dulces… Comerán como cerdos. Pero hemos añadido una cosita…

—¿La comida está envenenada? Harán que los guardias la prueben antes.

—La comida contiene una toxina. Dentro de seis horas caerán inconscientes. Dentro de diez horas estarán muertos. No importa si se la hacen probar a los guardias. No hay síntomas inmediatos. Dentro de ocho horas entraremos en el campo e inyectaremos a nuestros compañeros un antídoto; dejaremos morir a los revoltosos. Aunque no todos los prisioneros prueben la comida, la mayoría lo hará. Y el número de prisioneros quedará muy mermado. Debemos solucionar esta revuelta antes de que Moscú y sus espías empiecen a interferir.

En la mente de Leo no cabía duda alguna: aquél era el hombre que había ordenado la muerte de Timur. Conteniendo a duras penas su ira, Leo comentó:

—Excelente plan, señor.

Prezent asintió, satisfecho de su ingenio asesino. A él también se lo parecía.

Dio permiso a Leo para retirarse. Leo volvió a través del recinto de la comandancia hasta el camión. Llegó a la cabina y subió. Experimentaba la misma rabia que había sentido al ver el reloj de Timur. Miró a través de la ventanilla rota en dirección a Able Prezent. Tenían que marcharse ya. Era su única oportunidad. Todo el mundo estaba pensando en el avión. Pero no podía… no podía permitir que Prezent se saliera con la suya. Abrió la puerta de la cabina. Georgi lo cogió por el brazo.

—¿A dónde vas?

—Tengo que ocuparme de una cosa.

Georgi negó con la cabeza.

—Tenemos que irnos ya, mientras están distraídos.

—No tardaré mucho.

—¿Qué tienes que hacer?

—Es asunto mío.

—También es nuestro.

—Ese hombre asesinó a mi amigo.

Leo se soltó. Pero Lazar se cruzó y cogió a Leo por el brazo y le indicó que quería hablar. Leo bajó el oído y Lazar susurró:

—La gente no siempre recibe… lo que merece…

Con aquellas débiles palabras, la indignación de Leo desapareció. Dejó caer la cabeza y aceptó la verdad. No había ido allí para vengarse. Había ido por Zoya. Timur había muerto por Zoya. Tenían que marcharse ya. Able Prezent se saldría con la suya.