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Kolyma, Gulag 57

12 de Abril

La luz de la mañana era clara y viva como Leo no la había visto nunca; un cielo perfectamente azul y una llanura blanca. De pie en el tejado del barracón de la administración, alzó los restos quemados y retorcidos de los prismáticos hasta los ojos. Recuperados del fuego, sólo una de las lentes rotas servía para algo. Oteando el horizonte como un pirata en la proa de su barco, Leo vio movimiento en el extremo más lejano de la llanura. Había camiones, tanques y tiendas; un campamento militar temporal. Durante la noche, la administración regional, alertada por las torres incendiadas del día anterior, faros de la disensión, había establecido una base rival para sus contraoperaciones. Había al menos quinientos soldados. Aunque no eran más que los prisioneros, sí tenían más armas, pues ellos sólo habían reunido dos o tres ametralladoras, varias cintas de munición y un surtido de rifles y pistolas. Contra el armamento de largo alcance el Gulag 57 estaba indefenso, y el alambre de espino no ofrecería protección contra las fuerzas blindadas. Tras acabar de hacer sus tristes comprobaciones, Leo bajó los prismáticos y se los devolvió a Lazar.

Un grupo de prisioneros se había reunido en el tejado. Desde la destrucción de las torres, se había convertido en uno de los puntos más altos del campo. Además de Lazar y Georgi, allí estaban los otros dos líderes y sus seguidores más fieles, diez hombres en total.

El líder vory preguntó a Leo:

—Eres uno de ellos. ¿Qué harán? ¿Negociarán?

—Sí. Pero no se puede confiar en nada de lo que digan.

El líder convicto más joven avanzó.

—¿Y el discurso? Ya no estamos bajo el gobierno de Stalin. Nuestro país ha cambiado. Podemos defendernos. Nos estaban tratando injustamente. Muchas de nuestras convicciones deberían ser revisadas. ¡Deberían soltarnos!

—El discurso puede obligarlos a negociar en serio. Pero estamos muy lejos de Moscú. La administración de Kolyma puede haber decidido enfrentarse en secreto a esta insurrección, para evitar que las influencias moderadas de Moscú les afecten.

—¿Quieren matamos?

—Este levantamiento es una amenaza a su modo de vida.

Desde el suelo, un prisionero gritó:

—¡Están llamando!

Los prisioneros corrieron hacia la escalera, amontonándose en su prisa por bajar. Leo fue el último en descender, incapaz de apresurarse, pues doblar las piernas le causaba un dolor agudo en las rodillas, cuya piel herida se estiraba. Cuando llegó a la parte de abajo de la escalera, estaba sudando y sin aliento. Los demás ya esperaban junto a la radio.

El único medio de comunicación entre los campos y el cuartel general de la administración en Magadan era un emisor receptor de radio. Uno de los prisioneros con conocimientos rudimentarios del equipo se había hecho cargo de él. Llevaba auriculares y repetía las palabras que podía oír:

—Director regional Able Prezent… Quiere hablar con el que esté al mando.

Sin discusión alguna, el joven líder cogió el micrófono y se lanzó a dar un discurso retórico.

—¡El Gulag 57 está en manos de los prisioneros! ¡Nos hemos alzado contra los guardias! ¡Nos golpeaban y mataban a su antojo! ¡Nunca más…!

—Di que los guardias están vivos —dijo Leo.

El hombre hizo un gesto con la mano a Leo para que se apartara, orgulloso de sí mismo.

—Adoptamos el discurso de nuestro líder Jruschev. En su nombre, queremos que se revise la sentencia de cada prisionero. Queremos que los que deberían ser libres sean liberados. Queremos que los que hayan hecho algo malo sean tratados con humanidad. Exigimos esto en nombre de nuestros Padres Revolucionarios. Esta gloriosa causa se ha visto corrompida por vuestros crímenes. ¡Somos los auténticos herederos de la Revolución! ¡Exigimos vuestras disculpas! ¡Y enviadnos comida, comida de verdad, no esa bazofia para convictos!

Incapaz de ocultar su incredulidad, Leo negó con la cabeza.

—Si quieres que maten a todo el mundo, pide caviar y prostitutas. Si quieres vivir, diles que los guardias están vivos.

El hombre añadió, malhumorado:

—He de deciros que los guardias están vivos. Los mantenemos en condiciones humanas y los tratamos mucho mejor de lo que ellos nos trataban a nosotros. Permanecerán vivos mientras no nos ataquéis. ¡Si atacáis, nos aseguraremos de que mueran todos los guardias!

La voz de la radio chisporroteó la respuesta, palabras que el hombre repitió:

—Pide pruebas de vida. Cuando se las demos, escuchará nuestras peticiones.

Leo se acercó a Lazar y le suplicó, en el papel de la voz de la razón:

—Hay que sacar a los guardias heridos. Sin atención médica, morirán.

El líder vory, enfadado por considerar que no se le hacía caso, saltó:

—No tenemos que darles nada. Es un signo de debilidad.

Leo contestó:

—Cuando esos guardias mueran a causa de sus heridas, no te servirán de nada. De este modo, puedes sacarles algún provecho.

El vory se burló:

—Y sin duda querrás que te incluyamos en el camión que los saque.

Había adivinado las intenciones de Leo. Éste asintió.

Lazar susurró al oído de Georgi, palabras que él pronunció con su propia entonación de sorpresa.

—Y yo quiero ir con él.

Todos se volvieron hacia Lazar. Él continuó susurrando a Georgi:

—Antes de morir, me gustaría ver a mi mujer y a mi hijo. Leo me los arrebató. Es la única persona que puede reunirnos.

El camión de carga se llenó con los guardias más graves, seis en total, ninguno de los cuales sobreviviría veinticuatro horas sin cuidados médicos. Leo asistió al traslado del último guardia desde el barracón, alzado en un tablón como improvisada camilla. Lo colocaron en el fondo del vehículo y se dispusieron a partir.

A punto de marcharse, Leo vio el reloj del guardia. Era de oro chapado, barato, sin nada de particular si no fuera porque era el de Timur. No había duda: había visto aquel reloj innumerables veces. Había oído la historia de Timur cuando contaba cómo su padre se lo había dado como herencia familiar, a pesar de que no tenía valor alguno. Leo se agachó y pasó la punta de los dedos por el cristal roto. Miró al oficial herido. La mirada del hombre era nerviosa. Entendió su significado.

Leo preguntó:

—¿Se lo quitaste a mi amigo?

El oficial no dijo nada.

—Pertenecía a mi amigo.

Leo sintió cómo la ira le recorría el cuerpo.

—Era su reloj.

El oficial empezó a temblar. Leo dio unos golpecitos en el reloj, diciendo:

—Lo voy a recuperar.

Leo trató de desabrochar el modesto reloj. Al hacerlo, levantó la pierna y apoyó la rodilla en el pecho herido y ensangrentado del hombre, apretando hacia abajo.

—¿Sabes…? Es una herencia de familia… Ahora pertenece a la mujer de Timur… y a sus hijos…, sus dos hijos…, dos hijos maravillosos… Les pertenece porque asesinaste a su padre… Asesinaste a mi amigo…

El oficial empezó a sangrar por la nariz y la boca. Golpeó débilmente la pierna de Leo para tratar de apartarla. Leo mantuvo la rodilla donde estaba, sin aflojar la presión. El dolor de la rodilla magullada provocó que llorara. No eran lágrimas por Timur. Aquello era odio, venganza, y su fuerza le hacía apretar cada vez más. Los pantalones de Leo estaban empapados de la sangre del oficial.

La correa del reloj se abrió y se soltó de la floja muñeca del oficial. Leo se lo metió en el bolsillo. Los otros cinco hombres que iban en el camión lo miraban aterrorizados. Pasó junto a ellos y gritó a los prisioneros que estaban en tierra:

—Uno de estos oficiales está muerto. Tenemos sitio para otro.

Mientras descargaban el cuerpo, un hecho que ninguno de los prisioneros cuestionó, Leo examinó el reloj. A medida que se le pasaba la rabia empezó a sentirse débil. No eran remordimientos ni vergüenza, sino cansancio, porque el más poderoso de los estimulantes —la venganza— empezaba a desaparecer de su organismo. Aquella ira profunda debía de ser la que sentía Fraera hacia él.

Leo observó al guardia herido que caminaba hacia el camión, el sustituto del que acababa de matar. Tenía el brazo envuelto en vendajes ensangrentados. Algo iba mal. El hombre parecía nervioso. Quizá también hubiera participado en el asesinato de Timur. Leo extendió la mano, lo detuvo, agarró los vendajes y tiró de ellos, dejando a la vista un largo corte superficial que iba desde el codo hasta la mano, autoinfligido. Lo mismo ocurría con las heridas de la cabeza. El hombre susurró:

—Por favor…

Si lo atrapaban, lo matarían. Si los prisioneros pensaban que los guardias estaban explotando su amabilidad, una amabilidad que ellos nunca habían mostrado, toda la operación correría peligro. Después de la ejecución del otro guardia, Leo dudó brevemente antes de permitirle subir a la trasera del camión.

Lazar, hablando por medio de Georgi, se dirigía a los demás prisioneros para explicar a sus seguidores las razones por las que quería marcharse:

—No espero vivir mucho tiempo. Estoy demasiado débil para luchar. Os agradezco que me dejéis irme a casa.

El joven líder respondió:

—Lazar, has ayudado a muchos hombres. Me has ayudado a mí. Te has ganado que te concedamos tu petición. Los demás prisioneros corearon sus palabras.

Leo se acercó a Lazar, evaluando su aspecto.

—Tenemos que vestirnos como guardias.

Leo, Lazar y Georgi les quitaron los uniformes a tres guardias muertos. Se cambiaron rápido, temerosos de que los reclusos variaran de opinión. Vestido con aquel uniforme que tan mal le sentaba, Leo se puso al volante, Georgi en el centro y Lazar al otro lado. Los prisioneros abrieron las verjas.

De pronto, el joven líder golpeó la puerta del camión con la mano. Leo estaba listo para acelerar si era necesario. Pero el hombre dijo:

—Han aceptado a los heridos como señal de buena voluntad. Buena suerte, Lazar, espero que encuentres a tu mujer y a tu hijo.

Se apartó del camión. Leo metió la marcha, condujo junto a los restos de las dos torres vigías, cruzó las vallas del perímetro y se metió por la carretera en dirección al campamento militar que estaba al otro lado de la llanura.

El operador de radio, corriendo tan deprisa como podía, llegó a las verjas. Los prisioneros estaban observando cómo el camión se alejaba por la carretera. Sin aliento, el operador explicó:

—¿Ya se van? Pero no se lo hemos dicho al comandante regional. No le hemos dicho que le mandamos a los enfermos y heridos. ¿Vuelvo a decírselo?

El joven líder agarró al hombre por el brazo, deteniéndolo.

—No vamos a decírselo. No podemos hacer una revolución con hombres que quieren escapar. Debemos convertir a Lazar en ejemplo. Los demás tienen que darse cuenta de que no hay más elección que luchar. Si los soldados abren fuego contra sus propios guardias heridos, que así sea.