Kolyma, Gulag 57
El mismo día
Las dos vajta se habían hundido formando montones humeantes; toda la madera había ardido, reducida a carbones rojos y ocasionales llamas. Las volutas de humo se alzaban hacia el cielo nocturno, llevando consigo las cenizas de al menos ocho guardias: su acto final en la tierra consistiría en tapar unas cuantas estrellas antes de esparcirse por toda la llanura. Los guardias caídos del gulag, los que habían muerto fuera de la trampa de fuego de la vajta, yacían donde habían fallecido, repartidos por todo el campo. Un cuerpo colgaba de una ventana. La ferocidad con la que lo habían matado sugería que había sido particularmente malvado a la hora de cumplir con sus tareas; había sido perseguido por prisioneros coléricos, atrapado, apaleado y acuchillado mientras trataba de huir desesperado. Habían dejado su cuerpo colocado sobre el alféizar, como bandera de un imperio recién formado.
Los guardias supervivientes y el personal del gulag, unos cincuenta en total, se habían reunido en el centro de la zona de administración. La mayoría estaban heridos. Sin mantas ni cuidados médicos, apretujados sobre la nieve, su incomodidad sólo provocaba indiferencia, una lección bien aprendida por los prisioneros. Al evaluar la situación ambigua de Leo, los reclusos lo habían considerado como guardia y lo habían obligado a sentarse; temblando de frío, observaba cómo se hundían las antiguas estructuras de poder y se formaban otras nuevas.
Que él supiera, había tres líderes no elegidos, hombres cuya autoridad se había establecido dentro del microcosmos de sus barracones. Cada hombre tenía su propia banda de seguidores claramente definidos. Lazar era uno de los líderes. Los que lo seguían eran prisioneros mayores, los intelectuales, artesanos, jugadores de ajedrez detenidos. El segundo líder era un hombre más joven: atlético, guapo, quizá un antiguo trabajador de una fábrica; el soviético perfecto y, sin embargo, encarcelado igual. Sus seguidores eran más jóvenes, hombres de acción. El tercer líder era un vory. Tenía unos cuarenta años, ojillos aviesos, dientes desiguales y sonrisa de tiburón. Se había apoderado del abrigo del comandante. Como le quedaba demasiado largo, lo arrastraba por la nieve. Sus seguidores eran los demás vory: ladrones y asesinos. Tres grupos, cada uno representado por un líder, cada uno con puntos de vista opuestos. Los choques de opiniones fueron inmediatos. Lazar, que se expresaba a través de su portavoz, el pelirrojo Georgi, predicaba prudencia y orden.
—Debemos establecer atalayas. Debemos llevar armas alrededor de todo el perímetro.
Después de muchos años de práctica, Georgi podía hablar al mismo tiempo que escuchaba a Lazar.
—Es más, debemos proteger y racionar las provisiones. No podemos agotarlas.
El trabajador de mandíbula cuadrada, que parecía salido de un rollo de una película de propaganda, no estaba de acuerdo.
—Tenemos derecho a tanta comida como nos encontremos y a cualquier bebida que podamos hallar como compensación por los sueldos perdidos, como recompensa por ganarnos nuestra libertad.
El vory del abrigo de reno hizo una única petición:
—Después de toda una vida de reglas, debe tolerarse la desobediencia.
Había un cuarto grupo de prisioneros, o más bien un no-grupo, individuos que no seguían a ningún líder, borrachos de libertad. Algunos corrían como caballos salvajes, dando gritos de alegría ante placeres inidentificables, enloquecidos por la violencia o simplemente locos y capaces de expresarlo al fin. Algunos se habían dormido en las confortables camas de los guardias: la libertad era la posibilidad de cerrar los ojos cuando estaban cansados. Otros se drogaron con morfina y se bebieron el vodka de sus antiguos captores. Riendo, aquellos hombres cortaban trozos de alambre de espino y convertían el odiado objeto en adornos con los que decoraban a los guardias que antes les ordenaban hacer cosas, apretaban las coronas de alambre de espino contra sus cabezas y se referían a ellos burlonamente como a los hijos de Dios, gritando:
—¡Crucificad a esos cabrones!
Testigo de la anarquía que los rodeaba, Lazar insistió en sus argumentos susurrando a Georgi, que repitió:
—Debemos proteger los suministros como cuestión prioritaria. Un hombre hambriento se comerá a sí mismo hasta morir. Debemos dejar de cortar el alambre. Es la protección contra las fuerzas que inevitablemente llegarán. No podemos permitir la libertad absoluta. No sobreviviremos.
A juzgar por la reacción muda del vory del abrigo de reno, la mayor parte del saqueo ya se había llevado a cabo. Los recursos más preciados ya estaban en manos de su grupo.
El trabajador de la mandíbula cuadrada, cuyo nombre no sabía Leo, accedió a dar algunos de los pasos que se proponían, medidas prácticas, mientras trataban la cuestión urgente del castigo a los guardias capturados.
—¡Mis hombres tienen que recibir justicia! ¡Han esperado años! ¡Han sufrido! ¡No pueden esperar un momento más!
Hablaba con eslóganes, cada frase acababa con una exclamación. Aunque Lazar no quería posponer las medidas prácticas, aceptó para conseguir apoyos. Los guardias serían juzgados. Leo sería juzgado.
Uno de los seguidores de Lazar había sido en otro tiempo abogado, en su vida anterior, tal y como él decía, y adoptó un papel prominente en el establecimiento del tribunal por medio del cual serían juzgados Leo y los demás. Expuso encantado su sistema. Después de haber pasado años arrastrándose, el abogado disfrutaba al volver a usar un tono de autoridad y experiencia, un tono que consideraba que era el suyo natural.
—Estamos de acuerdo en que sólo los guardias serán juzgados. El personal médico y los antiguos prisioneros que ahora trabajan para el gulag quedarán exentos.
Esta propuesta se admitió. El abogado continuó.
—Los escalones que llevan al despacho del comandante servirán como tribunal. El guardia será llevado al escalón más bajo. Nosotros, los hombres libres, podremos contar ejemplos de su brutalidad. Si un incidente se considera válido, el guardia subirá un escalón. Si el guardia llega al escalón más alto, será ejecutado. Si no llega a lo alto, aunque llegue al penúltimo y no se encuentren más crímenes de los que acusarlo, se permitirá al guardia bajar y sentarse.
Leo contó los escalones. Había trece en total. Como empezarían en el escalón más bajo, eso significaba que hacían falta doce crímenes para llegar arriba: doce para morir, once o menos para vivir.
Bajando la voz, con un tono de gravedad deliberada, el abogado exclamó:
—Comandante Zhores Sinyavsky.
Sinyavsky fue conducido al primer escalón y se enfrentó al tribunal. Le habían vendado el hombro de cualquier manera; habían detenido la hemorragia para que pudiera vivir lo suficiente como para enfrentarse a la justicia. El brazo le colgaba inútil. A pesar de ello, sonreía como un niño en una obra del colegio, buscando algún rostro amistoso entre los prisioneros allí reunidos. No había un único representante de la defensa ni de la acusación: ambas posibilidades se debatirían entre los prisioneros. El juicio era colectivo.
Casi inmediatamente un coro de voces gritó. Hubo insultos, ejemplos de sus crímenes, unos tapando a otros, ininteligibles. El abogado alzó los brazos, pidiendo silencio.
—¡Uno por uno! Alzad las manos y os señalaré para que habléis. Todo el mundo podrá expresarse.
Señaló a un prisionero, un hombre mayor. Su mano siguió alzada. El abogado dijo:
—Puedes bajar la mano. Eres libre de hablar.
—Mi mano es la prueba de su crimen.
Tenía dos dedos cortados por los nudillos, muñones ennegrecidos.
—Congelación. Nada de guantes. Cincuenta grados bajo cero: tanto frío que la saliva se helaba antes de llegar al suelo. Aun así, nos hizo salir, ¡en condiciones no aptas para escupir! ¡Nos hizo salir! ¡Día tras día tras día! ¡Dos dedos, dos escalones!
Todos gritaron que estaban de acuerdo. El abogado estiró su chaqueta de algodón gris de presidiario como si fuera un traje formal.
—No se trata del número de dedos que has perdido. Citas condiciones de trabajo inhumanas. El crimen se ha admitido. Pero es un ejemplo y, por tanto, un escalón.
Una voz surgió de la muchedumbre:
—¡Perdí un dedo del pie! ¿Mi dedo no cuenta para un escalón?
Había suficientes dedos de manos y pies deformados y ennegrecidos como para que el comandante subiera hasta arriba del todo. El abogado estaba perdiendo el control, incapaz de reunir reglas suficientes para tranquilizar a la excitada muchedumbre.
El comandante gritó, interrumpiendo el debate:
—¡Tenéis razón! Vuestras heridas son crímenes. Cada una de las heridas que habéis sufrido es un crimen.
El comandante subió otro escalón. Los gritos amainaron y las discusiones cesaron mientras escuchaban.
—Lo cierto es que he cometido más crímenes que escalones hay. Si hubiera escalones hasta lo alto de la montaña, tendría que subirlos todos.
El abogado, molesto porque aquella confesión iba más allá de su sistema, respondió:
—¿Acepta que merece morir?
El comandante contestó indirectamente.
—Si se puede subir un escalón, ¿acaso no se puede bajar? Si se puede hacer el mal, ¿no se puede hacer también el bien? ¿No puedo tratar de enmendar los errores que he cometido?
Señaló al prisionero que había perdido el dedo del pie.
—Perdiste tu dedo por culpa del hielo y por eso he tenido que subir un escalón. Pero el año pasado quisiste mandar tu sueldo a tu familia. Cuando te dije que como nuestro sistema no había sido justo, no habías ganado todo lo que necesitaban, ¿no me lo quité de mi propio salario para reunir la diferencia? ¿No me aseguré personalmente de que tu mujer recibiera el dinero a tiempo?
El prisionero miró a su alrededor sin decir nada. El abogado preguntó:
—¿Eso es cierto?
El prisionero asintió de mala gana.
—Es cierto.
El comandante bajó un escalón.
—Por ese acto, ¿no puedo bajar un escalón? Acepto que aún no he hecho suficiente bien para compensar mis errores. Así que ¿por qué no me dejáis vivir? ¿Por qué no me permitís pasar el resto de mi vida tratando de arreglar las cosas? ¿No es eso mejor que morir?
—¿Y la gente a la que mataste?
—¿Y la gente a la que salvé? Desde la muerte de Stalin, la tasa de mortalidad en este campo es la más baja de Kolyma. Ése es el resultado de mis cambios. Aumenté las raciones. Os he dado periodos de descanso más largos y días de trabajo más cortos. He mejorado la asistencia sanitaria. ¡Los enfermos ya no mueren! Los enfermos se recuperan. ¡Sabéis que esto es verdad! La razón por la que habéis podido vencer a los guardias es porque estáis mejor alimentados, descansáis mejor y sois más fuertes que nunca. ¡Yo soy la razón de que este alzamiento haya sido posible!
El abogado avanzó hacia el comandante, molesto de que su método se estuviera desorganizando.
—No hemos dicho nada de que se pudiera bajar un escalón.
El abogado se volvió hacia el tríptico de líderes convictos.
—¿Deseamos cambiar el método?
El líder de la mandíbula cuadrada se volvió hacia sus camaradas.
—El comandante pide una segunda oportunidad. ¿Se la concedemos?
Empezó como un murmullo; la respuesta se fue haciendo cada vez más audible a medida que más prisioneros se unían a ella.
—¡Nada de segundas oportunidades! ¡Nada de segundas oportunidades!
El rostro del comandante se descompuso. Creía sinceramente que había hecho lo suficiente para salvarse. El abogado se volvió hacia el hombre condenado. Estaba claro que no habían pensado bien en el proceso. Nadie había sido designado para el papel de ejecutor. El comandante sacó del bolsillo una de sus pequeñas flores secas, agarrándola con el puño. Subió a lo alto de las escaleras y miró al cielo estrellado. El abogado habló, con la voz temblorosa por la presión.
—Ofrecemos un juicio colectivo. Debemos llevar a cabo un castigo colectivo.
Se alzaron pistolas. El abogado se apartó.
El comandante gritó:
—Una última cosa…
Pistolas, rifles y ráfagas de una ametralladora; el comandante cayó hacia atrás, como empujado por un dedo gigantesco. Malvado en vida, ante la muerte había conseguido poseer una especie de dignidad. Los prisioneros no se lo perdonaron. No le permitieron más palabras.
El humor del improvisado tribunal había pasado de la excitación a la solemnidad.
Aclarándose la garganta, el abogado preguntó:
—¿Qué hacemos con el cuerpo?
—Déjalo donde está, para que lo vea el próximo —dijo alguien.
Todos estuvieron de acuerdo. El cuerpo se quedaría.
—¿Quién es el siguiente?
Leo se puso tenso.
—Leo Stepanovich Demidov —declaró Georgi.
El abogado miró hacia los guardias.
—¿Quién es? ¿Quién es Leo?
Leo no se movió. El abogado gritó:
—¡Ponte de pie o perderás la oportunidad de ser juzgado y te ejecutaremos de inmediato!
Lentamente, no muy seguro de que sus piernas no fueran a ceder, Leo se levantó. El abogado lo condujo hasta el primer escalón, desde donde se enfrentó a su tribunal. El abogado preguntó:
—¿Eres un guardia?
—No.
—¿Qué eres?
—Soy miembro de la milicia de Moscú. Fui enviado aquí de incógnito.
Georgi gritó:
—¡Es un chekista!
La muchedumbre, su juez y jurado, estalló en una explosión de ira. Leo miró a su acusador. Georgi estaba actuando por su cuenta. Lazar leía una hoja de papel, quizá la lista de sus crímenes. El abogado preguntó:
—¿Es eso cierto? ¿Eres un chekista?
—En el pasado fui miembro del MGB.
El abogado gritó:
—¡Ejemplos de sus crímenes!
Georgi contestó:
—¡Denunció a Lazar!
Los prisioneros lo abuchearon. Leo subió un escalón. Georgi continuó:
—¡Dio una paliza a Lazar! ¡Le rompió la mandíbula!
Leo fue conducido un escalón más arriba.
—¡Detuvo a la mujer de Lazar!
Leo estaba de pie en el cuarto escalón.
—¡Detuvo a miembros de la congregación de Lazar!
Cuando llegó al quinto escalón, Georgi se quedó sin más cosas que decir. Nadie más en el recinto conocía a Leo. Nadie más podía enumerar sus crímenes. El abogado declaró:
—¡Necesitamos más ejemplos! ¡Siete más!
Frustrado, Georgi gritó:
—¡Es un chekista!
El abogado negó con la cabeza.
—Eso no es un ejemplo.
Según las reglas de su sistema, nadie lo conocía lo bastante bien como para condenarlo, excepto el propio Leo. Los prisioneros se sentían descontentos. Estaban seguros de que, como chekista, debía de haber muchos más ejemplos que ellos desconocían. Leo tenía la sensación de que el sistema no lo protegería. Si no hubiera sido testigo de la ejecución del comandante, habría subido los escalones y habría admitido sus faltas. Pero no tenía un discurso más elocuente que el del comandante. Su vida dependía de las reglas del sistema de ellos. Necesitarían siete ejemplos más. Y no los tenían.
Georgi, negándose a ceder, gritó:
—¿Durante cuántos años fuiste chekista?
Después de servir en el Ejército, Leo había entrado en la policía secreta. Había sido chekista durante cinco años.
—Cinco años.
Dirigiéndose a la asamblea de convictos, Georgi preguntó:
—¿No es fácil suponer que hizo daño al menos a dos personas cada año? ¿Es tan difícil creer eso de un chekista?
La muchedumbre estuvo de acuerdo: dos escalones por cada año. Leo se volvió hacia el abogado, esperando que no aceptara aquella propuesta. El abogado se encogió de hombros y la sugerencia se convirtió en ley. Indicó a Leo que subiera. Había sido sentenciado a muerte.
Incapaz de comprender que aquello era el fin, Leo no se movió. Una voz gritó:
—¡Arriba, o te mataremos donde estás!
Con la cabeza dándole vueltas, Leo subió hasta arriba y se quedó de pie junto al cuerpo acribillado del comandante, con un montón de armas apuntándolo.
Una voz, el hombre que lo odiaba, Georgi, gritó:
—¡Esperad!
Leo vio cómo Lazar le hablaba a Georgi al oído. Curiosamente, Georgi no traducía de forma simultánea. Cuando Lazar acabó, Georgi lo miró inquisitivo. Lazar indicó que repitiera sus palabras. Georgi se volvió hacia Leo y preguntó:
—¿Mi mujer está viva?
Georgi cogió el papel de la mano de Lazar, se acercó a Leo y se lo dio. Leo se agachó y reconoció la carta escrita por Fraera, prueba de que estaba viva y que contenía información que sólo ella podía conocer. Timur la llevaba encima. Antes de matarlo, los guardias debían de haberle quitado todas sus pertenencias.
—Fue encontrada en el bolsillo de un guardia. No mentías.
—No.
—¿Está viva?
—Sí.
Lazar pidió a Georgi que volviera y le susurró al oído. De mala gana, Georgi anunció:
—Solicito que lo indulten.