El mismo día

En el comedor, Lazar pensaba en la decisión de Leo de ponerse a merced del comandante. Zhores Sinyavsky, recién convertido a la compasión, podría protegerlo. Los demás prisioneros estaban furiosos ante la perspectiva de que les fueran a arrebatar la justicia. Ya habían planeado la tercera tortura, la cuarta, la quinta; cada hombre pensaba en la noche en la que Leo sufriría como ellos habían sufrido, cuando vieran en su cara el dolor que habían experimentado y gritara pidiendo misericordia, y hacía tiempo que soñaban con la oportunidad de decir «no».

La historia que Leo había contado sobre su esposa, Anisya, le fastidiaba. Pero el vory que había en el barracón le había asegurado que era imposible que una mujer que en otro tiempo había cantado himnos, limpiado y cocinado pudiera llegar a dirigir su propia banda. Leo era un mentiroso. Esta vez no engañaría a Lazar.

Por los altavoces se oyeron chasquidos. Aunque no era más que un ruido de fondo, la rutina diaria era tan rígida y poco cambiante que Lazar se encogió al oírlo. Se puso de pie, rodeó a la muchedumbre de prisioneros que desayunaban y abrió la puerta.

Los altavoces estaban colocados en altos postes de madera, había uno sobre cada barracón de prisioneros y otros en la zona de administración, delante de la cocina y el comedor. Rara vez se usaban. Unos cuantos prisioneros curiosos se reunieron tras Lazar, entre ellos Georgi, su voz, que nunca se separaba de su lado. Sus ojos se fijaron en el altavoz más cercano, azotado por los vientos, que colgaba torcido. Un cable que rodeaba el poste llegaba hasta el suelo helado, desde donde seguía hasta el despacho del comandante. Volvieron a sonar las interferencias hasta convertirse en la débil voz del comandante. Sonaba indeciso.

—Informe especial…

Hizo una pausa y volvió a empezar, más alto esta vez:

—Informe especial sobre el Vigésimo Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. Sesión cerrada. 25 de febrero de 1956. Por Nikita Sergeyevich Jruschev, primer secretario, Partido Comunista de la Unión Soviética.

Lazar bajó las escaleras y caminó hacia el altavoz. Los guardias habían dejado lo que estaban haciendo. Después de un momento de confusión, susurraron entre sí; evidentemente, no conocían las intenciones del comandante. Un pequeño grupo se apartó y caminó hacia el barracón de administración. Mientras tanto, el comandante seguía leyendo en voz alta. Cuanto más leía, más se agitaban los guardias.

—Lo que tuvo lugar en vida de Stalin, que practicaba la violencia brutal, no sólo hacia todo lo que se oponía a él, sino también hacia lo que parecía, con su carácter caprichoso y despótico, contrario a sus conceptos…

Los guardias subieron las escaleras a todo correr y golpearon la puerta, llamando con urgencia al comandante y tratando de averiguar si estaba actuando bajo amenazas. Uno gritó, con sencilla honestidad:

—¿Es usted un rehén?

La puerta siguió cerrada. A Lazar no le parecía que el comandante estuviera leyendo obligado a ello. Su voz se oía cada vez más convencida.

—Stalin creó el concepto de «enemigo del pueblo». El término hizo posible el uso de la más cruel de las represiones, violando todas las normas de la legalidad revolucionaria, contra cualquiera que estuviera en desacuerdo con Stalin…

Lazar ladeó la cabeza hacia el altavoz, con la boca abierta de asombro, como si un milagro celestial estuviera teniendo lugar en el cielo.

Toda la población reclusa abandonó el desayuno o se llevó consigo el cuenco, y se reunió alrededor del altavoz, como un gran nudo humano hipnotizado por las chirriantes palabras. Aquello eran críticas contra el Estado. Aquello eran críticas contra Stalin. Lazar nunca había oído nada igual antes, de esa forma, palabras que no eran susurradas entre amantes o entre dos prisioneros de litera a litera. Aquellas palabras eran del líder, palabras que se habían pronunciado en voz alta en el Congreso, transcritas, impresas y encuadernadas, distribuidas hasta en los rincones más recónditos del país.

—¿Cómo es que una persona confiesa crímenes que no ha cometido? Sólo hay un modo: la aplicación de la tortura, llevándolo a un estado de inconsciencia, la privación de su juicio, quitándole su dignidad humana…

El hombre que estaba junto a Lazar lo rodeó con un brazo. El prisionero que se encontraba a su lado hizo lo mismo y pronto todos los prisioneros estuvieron unidos, con los brazos sobre los hombros de los otros.

Lazar trató de no prestar atención a los guardias y se concentró en el discurso, pero le distrajo el dilema en el que se encontraban: se preguntaban si impedir al comandante que siguiera leyendo o evitar que los prisioneros escucharan. Decidieron que era más fácil enfrentarse a un solo hombre y golpearon la puerta con los puños, ordenando a su comandante que cesara de inmediato. La puerta, hecha para resistir el clima ártico, era de gruesos troncos. Las ventanitas estaban provistas de contraventanas. No era fácil entrar. Desesperado, un guardia disparó su ametralladora y las balas levantaron inútiles astillas en la madera. La puerta no se abrió, pero consiguió el resultado deseado. La lectura cesó.

Lazar sintió el silencio como una pérdida. No era el único. Los prisioneros, furiosos porque se les hubiera interrumpido el discurso, empezaron a patear el suelo a derecha e izquierda, y pronto se les unieron los demás, todos, dos mil piernas arriba y abajo golpeando el suelo helado.

—¡Más! ¡Más! ¡Más!

La energía era irresistible. Pronto sus pies estuvieron golpeando el suelo también.

Leo y el comandante oyeron la conmoción que había fuera. Como no podían arriesgarse a abrir las contraventanas por temor a que los guardias les dispararan, no podían ver lo que estaba pasando. Las vibraciones de las patadas viajaron a través de los suelos de madera. El sonido de las voces repetitivas atravesó las gruesas paredes.

—¡Más! ¡Más! ¡Más!

Sinyavsky sonrió y se colocó una mano en el pecho; parecía interpretar la respuesta de los prisioneros como una afirmación de su carácter reformado.

El humor en el campo era inestable, exactamente como deseaba Leo. Hizo un gesto hacia las páginas del discurso que había estado repasando rápidamente, resumiendo el documento, comprimiéndolo en una serie de sobrecogedoras entradas. Tendió la siguiente página al comandante. Sinyavsky negó con la cabeza.

—No.

Leo se sorprendió.

—¿Por qué parar ahora?

—Quiero dar mi propio discurso. Me siento… inspirado.

—¿Qué va a decir?

Sinyavsky se llevó el micrófono a la boca y se dirigió al Gulag 57.

—Mi nombre es Zhores Sinyavsky. Me conocen como el comandante de este gulag, en el que he trabajado muchos años. Aquellos que acaban de llegar creerán que soy un hombre bueno, justo y generoso.

Leo lo dudaba. De todos modos, trató de parecer convencido de esas declaraciones. El comandante estaba pronunciando su discurso con absoluta seriedad.

—Aquéllos que llevan aquí más tiempo no pensarán tan bien de mí. Acaban de escuchar a Jruschev admitir los errores que ha cometido el Estado y los actos de crueldad de Stalin. Deseo seguir el ejemplo de nuestro líder. Deseo admitir mis propios errores.

Al oír aquella palabra, «seguir», Leo se preguntó si el comandante se sentía impulsado por la culpa o por una vida de obediencia incuestionable. ¿Aquello era voluntad de redención o imitación? Si el Estado volvía al terror, ¿regresaría Sinyavsky a la brutalidad con la misma rapidez con la que había abrazado la misericordia?

—He hecho cosas de las que no me enorgullezco. Es hora de que os pida perdón.

Leo se dio cuenta de que la potencia de su confesión podía ser mayor incluso que el reconocimiento que había hecho Jruschev. Los prisioneros conocían a aquel hombre. Conocían a los prisioneros que había matado. Los murmullos y las patadas se detuvieron. Estaban esperando su confesión.

Lazar se dio cuenta de que ni siquiera los guardias trataban ya de romper la puerta; esperaban las siguientes palabras del comandante. Después de una pausa, la voz débil de Sinyavsky retumbó por todo el campo:

—Arjangelsk, mi primer destino: me encargaron la supervisión de los prisioneros que trabajaban en el bosque. Tenían que talar árboles y preparar la madera para transportarla. Yo era nuevo en el trabajo. Estaba nervioso. Recibí la orden de recoger una cantidad fija de madera cada mes. Era lo único que importaba. Yo tenía que cumplir unas normas, igual que todos ustedes. Después de la primera semana descubrí que un prisionero había hecho trampas para cumplir con su cuota. Si no lo hubiera descubierto, la cantidad que yo debía hacer se habría quedado corta y me habrían acusado de sabotaje. Así que ya ven… Se trataba de supervivencia, únicamente. No tenía elección. Lo convertí en un ejemplo para los demás. Le desnudé y le até a un árbol. Era verano. Al atardecer su cuerpo estaba negro de mosquitos. Por la mañana estaba inconsciente. El tercer día había muerto. Ordené que su cuerpo se quedara en el bosque como recordatorio. Durante veinte años, no pensé en aquel hombre. Últimamente pienso en él todos los días. No recuerdo su nombre. No sé si alguna vez lo supe. Recuerdo que tenía la misma edad que yo. Yo tenía veintiún años.

Lazar advirtió que el comandante moderaba su sinceridad con disculpas.

«No tenía elección».

Con aquellas palabras habían muerto miles de hombres, no con balas, sino con lógica perversa y cuidadosos razonamientos. Cuando Lazar volvió a concentrarse en el discurso, el comandante ya no estaba hablando de su carrera en los bosques de Arjangelsk. Estaba hablando de su ascenso a las minas de sal de Solikamsk.

—En las salinas, como medida de eficacia, ordené que los hombres durmieran bajo tierra. Al no mover a los hombres arriba y abajo en cada cambio de turno, ahorraba miles de preciosas horas de trabajo y beneficiaba a nuestro Estado.

Los prisioneros negaron con la cabeza al imaginar las condiciones de aquel infierno bajo tierra.

—¡Mi propósito era descubrir nuevas formas de aportar beneficios a nuestro Estado! ¿Qué podía hacer? Si no hubiera pensado en eso, mi suboficial lo habría propuesto y a mí me habrían castigado. ¿Necesitaban esos hombres la luz del día más que el Estado la sal? ¿Quién tenía autoridad para afirmarlo? ¿Quién osaría hablar por ellos?

Uno de los guardias, un hombre al que Lazar nunca había visto antes, caminó hacia ellos, blandiendo un cuchillo. Iban a cortar el cable para acabar con el discurso. El guardia sonreía, complacido con su decisión.

—Quítate de en medio.

El prisionero más cercano avanzó y se puso junto al cable bloqueando al guardia. Un segundo prisionero se unió a él, y un tercero y un cuarto que mantuvieron el cable fuera de su alcance. Sonriendo amenazante, como diciendo que lo recordaría más tarde, el guardia se dirigió hacia otro trozo de cable al aire. Respondiendo, los prisioneros se recolocaron hasta que hubo una fila de hombres de pie unos junto a otros que partía del poste que sostenía el altavoz y llegaba al barracón de la administración. La única manera que tenía el guardia de llegar al cable era arrastrándose hasta el barracón, algo que su orgullo le impedía hacer.

—Quitaos de en medio.

Los prisioneros no se movieron. El guardia se volvió hacia las dos vajta, las torres fortificadas que dominaban el campo. Hizo un gesto con la mano a los hombres armados y señaló hacia los reclusos antes de salir corriendo.

Hubo una ráfaga de fuego. Al unísono, los prisioneros cayeron de rodillas. Lazar miró a su alrededor, esperando ver muertos y heridos. Nadie parecía herido. Los soldados debían de haber apuntado por encima de las cabezas, alcanzando el lateral del barracón, una ráfaga de advertencia. Lentamente, todos se pusieron de pie. Unas voces desde atrás gritaron:

—¡Necesitamos ayuda!

—¡Traed el feldsher!

Lazar no podía ver lo que estaba sucediendo. Las peticiones de ayuda médica se seguían oyendo. Pero no acudió nadie. Los guardias no hicieron nada. Los gritos cesaron pronto; no hubo más peticiones de ayuda. Las explicaciones se extendieron por la muchedumbre. Había muerto un prisionero.

Al ver que los ánimos se caldeaban, el guardia se guardó el cuchillo y sacó la pistola. Disparó al altavoz y falló varias veces, hasta que al fin lo reventó y quedó en silencio. Los otros cuatro altavoces de la zona de prisioneros seguían funcionando, pero estaban algo lejos: la voz del comandante se reducía a un ligero sonido de fondo. Con el arma apuntando, el guardia gritó:

—¡Volved a los barracones y nadie más morirá!

La amenaza se malinterpretó.

Un prisionero se lanzó hacia delante, cogió el cable y se lo enrolló al guardia al cuello; lo ahogó. Los prisioneros los rodearon. Otros guardias se acercaron corriendo para intervenir. Un recluso cogió la pistola del oficial y disparó a los guardias que se acercaban. Un hombre cayó herido. Los otros apuntaron con sus armas y dispararon a discreción.

Los prisioneros se dispersaron. Entre ellos se extendió rápidamente una idea: si los guardias recuperaban el control, las represalias serían salvajes, por muchos discursos que se dieran en Moscú. En ese momento, las dos torres abrieron fuego.

El comandante seguía hablando, relatando una confesión sangrienta tras otra, al parecer ignorante de los disparos. Su mente se había resquebrajado: bajo Stalin, su carácter había sido arrastrado con fuerza extrema en una dirección. Ahora se veía arrastrado hacia el lado contrario. No oponía resistencia, no sabía quién era en realidad, no era ni un hombre bueno ni un hombre malo, sino un hombre débil.

Leo dejó al comandante que siguiera hablando y abrió una contraventana para mirar con cuidado hacia fuera. Los prisioneros sublevados corrían en todas las direcciones. Había cuerpos sobre la nieve. Observando las fuerzas de ambas partes, Leo calculó un guardia por cada cuarenta internos, una proporción alta que explicaba en parte por qué salían tan caros los campos; los trabajos forzados no compensaban el gasto de mantener a los prisioneros alimentados, alojados, transportados y esclavizados. Un gasto fundamental eran los guardias, que recibían un dinero extra por trabajar en lugares tan remotos. Ésa era la razón por la que mataban para mantener la autoridad. No tenían vidas a las que volver, ni familias ni vecindarios que los esperaran. Ninguna comunidad fabril los acogería. Su prosperidad dependía de los prisioneros. La lucha sería igual de desesperada por ambas partes.

Hubo una ráfaga de disparos desde las torres; la ventana se rompió en pedazos. Leo cayó al suelo, los cristales se esparcieron a su alrededor y las balas alcanzaron el suelo. A salvo tras los gruesos muros de troncos, Leo alzó la mano con lentitud, tratando de cerrar la contraventana. La madera se rompió en una lluvia de astillas. La habitación estaba desprotegida. Sobre el escritorio, el equipo de sonido, alcanzado por las balas, se elevó y giró en el aire antes de caer al suelo. Sinyavsky cayó hacia atrás, hecho una pelota. Por encima del ruido, Leo gritó:

—¿Tiene una pistola?

Los ojos de Sinyavsky miraron hacia un lado. Leo los siguió hasta una caja de embalaje de madera, cerrada con candado, que estaba en un rincón. Se puso de pie y corrió hacia ella, pero se topó con el comandante, que corría para bloquearlo con las manos levantadas.

—¡No!

Leo echó a un lado al comandante y cogió la pesada base de metal de la lámpara del escritorio para estrellarla contra el candado. Al segundo golpe éste cedió y Leo lo retiró. El comandante volvió a saltar hacia delante, arrojándose sobre la caja.

—Te lo ruego…

Leo lo apartó y abrió la tapa.

Dentro no había más que cachivaches. Había fotos enmarcadas. Mostraban al comandante orgulloso de pie junto a un canal, con prisioneros escuálidos al fondo. Leo supuso que serían las fotos que originalmente colgaban de la pared del despacho. Las apartó y rebuscó entre archivos, certificados, premios y cartas que felicitaban a Sinyavsky por haber conseguido una meta; los detritus de su gran carrera. En el fondo había un rifle de caza. Sobre la culata había marcas, veintitrés muertes. Seguro de que aquellas marcas no se referían a lobos ni a osos, Leo cargó el rifle con unas gruesas balas del largo de un dedo y se acercó de nuevo a la ventana.

Las dos torres principales, las vajta, eran estratégicamente importantes y estaban construidas sobre altos pilares de madera. Los guardias ya habían retirado las escaleras para que fuera imposible llegar a sus posiciones. Protegidas tras gruesos muros de troncos, las partes de arriba de cada torre albergaban ametralladoras montadas sobre podios capaces de disparar cientos de ráfagas por minuto, una potencia de fuego colectiva mucho mayor que nada que hubiera en tierra. Leo tenía que hacer que aquel fuego no se dirigiera a los prisioneros. Apuntó a la torre que tenía justo delante. Era poco probable que su disparo fuera lo bastante certero como para penetrar por el hueco de las paredes de troncos. Disparó dos veces, temblando bajo el tremendo retroceso del rifle. Los guardias dejaron de disparar a los prisioneros y redirigieron la descarga hacia Leo.

Leo, pegado al suelo, miró a Sinyavsky. Estaba en un rincón leyendo las páginas que quedaban del Discurso Secreto, tranquilo, como si no pasara nada, mientras su despacho era destrozado por el fuego de las armas.

—Dejad que el grito de horror llegue a vuestros oídos: no permanezcáis sordos, tomadme bajo vuestra protección; ¡por favor, ayudad a eliminar la pesadilla de los interrogatorios y demostrad que todo esto es un error!

Sinyavsky se levantó.

—¡Todo esto es un error! ¡Nunca hubiera debido ocurrir!

Leo le gritó:

—¡Abajo!

Una bala alcanzó al comandante en el hombro. Incapaz de verlo morir, Leo saltó hacia él y lo tiró al suelo. Aterrizó sobre sus rodillas heridas y casi se desmayó de dolor. Sinyavsky susurró:

—Este discurso me ha salvado la vida.

Leo olió a humo. Rodó sobre la espalda para aliviar la presión de sus rodillas. Se levantó con torpeza y se acercó a la ventana. Ya no había disparos. A través de la ventana rota vigiló con cautela la zona y vio el origen del incendio. Justo debajo de la base de la cabina había fuego, las llamas subían por la estructura. Habían hecho rodar barriles de combustible hasta abajo y los habían prendido. La cabina ardía como carne en un asador. Para los hombres de dentro no había escapatoria. Incapaces de bajar por las escalerillas, los guardias trataron de escurrirse por la abertura en la pared de troncos. Era demasiado estrecha: un hombre quedó atrapado sin poder salir ni retroceder mientras el fuego se afianzaba. Empezó a gritar.

La segunda torre trataba de protegerse de un destino similar: disparaban a los prisioneros que llevaban materiales para hacer fuego. Pero había demasiados convictos que venían de todas partes. Una vez debajo, los guardias de la torre no podían hacer nada más que esperar. Se declaró un nuevo incendio. Las dos torres habían sido vencidas. El equilibrio de poder había cambiado. Los prisioneros controlaban ahora el campo.

Un hacha crujió en la puerta del comandante, un segundo golpe y un tercero; la punta de acero entró a través de la madera. Antes de que tuvieran la oportunidad de pasar, Leo dejó el rifle y abrió la puerta; retrocedió con los brazos en alto, indicando que se rendían. Un pequeño grupo de prisioneros invadió la habitación blandiendo cuchillos, pistolas y barras de acero. El hombre que estaba al frente miró a sus cautivos.

—Llevadlos fuera.

Los prisioneros agarraron a Leo por los brazos, le hicieron bajar las escaleras y lo condujeron junto a los guardias que habían capturado; habían cambiado los papeles. Apaleados y ensangrentados, los guardias estaban sentados sobre la nieve viendo arder las vajta. Las columnas de humo se alzaban bloqueando la visión de una ancha banda de cielo y anunciaban su revolución a la región entera.