13

Kolyma, Gulag 57

El mismo día

Leo apenas podía ponerse de pie y menos aún cavar. Trabajaba en un rústico sistema de trincheras tres metros por debajo del nivel del suelo y su pico rebotaba inútil contra el hielo. Había grandes fogatas, como piras funerarias de héroes caídos, que ardían con lentitud para ablandar la tierra helada. Pero Leo no estaba cerca de ninguna de ellas, pues el jefe de su brigada de trabajo lo había colocado deliberadamente en el rincón más remoto y frío de las minas de oro, en el sistema de trincheras menos desarrollado, donde, aunque hubiera estado en plena forma, habría sido imposible cumplir con su norm, la cantidad mínima de roca que tenía que romper para que le dieran la ración estándar.

Exhausto, le temblaban las piernas, incapaces de aguantar su peso. Hinchadas y llenas de ampollas, tenía las rodillas hundidas por unos azules moratones con ampollas. La noche anterior le habían obligado a ponerse de rodillas con las manos atadas a la espalda y los tobillos levantados y atados a las muñecas, de modo que todo el peso de su cuerpo se apoyaba en las piernas. Para evitar que cayera lo habían amarrado a los travesaños de una litera. Hora tras hora había sido incapaz de aliviar la presión: la piel estirada, los huesos crujiendo contra la madera, lijándole la piel. A cada cambio de posición, gritaba a través de una mordaza. Los demás durmieron mientras él permanecía de rodillas, castañeteando los dientes como un caballo loco contra el trapo sucio que los prisioneros habían preparado frotándolo contra sus ampollas purulentas. Un hombre había permanecido despierto mientras los ronquidos llenaban el barracón: Lazar. Había vigilado a Leo durante toda la noche. Le quitaba la mordaza cuando tenía que vomitar y se la volvía a atar cuando acababa, mostrando una dedicación paternal: un padre que cuidara a un hijo enfermo, un hijo que necesitaba aprender una lección.

Al amanecer, Leo había recuperado la conciencia cuando le echaron agua helada por la cabeza. Lo desataron y le quitaron la mordaza, pero cayó, incapaz de permanecer de pie, como si le hubieran amputado las piernas por debajo de las rodillas. Había pasado varios minutos agónicos antes de poder estirarlas y varios minutos más antes de poder ponerse de pie, vacilando, como si tuviera cien años. Sus compañeros le habían permitido desayunar, sentarse en la mesa, comer su ración con manos temblorosas. Querían que viviera. Querían que sufriera. Como un hombre que vaga por un desierto puede soñar con un oasis, la mente de Leo se concentraba en la rutilante imagen de Timur. Como era imposible hacer el viaje desde Magadan por la noche, sólo cabía la posibilidad de que su amigo, su salvador, pudiera llegar a primera hora de la tarde.

Con los brazos temblando de fatiga, Leo alzó el pico por encima de su cabeza, pero le fallaron las piernas. Se cayó hacia delante y las rodillas hinchadas se aplastaron contra la tierra. Con el golpe las ampollas reventaron, explotando como maduros granos adolescentes. Abrió la boca con un grito silencioso y los ojos llorosos mientras se ponía de lado para aliviar la presión en las rodillas en el fondo de la trinchera. El agotamiento anuló cualquier sentimiento de supervivencia. Durante un breve instante, se habría conformado con cerrar los ojos y dormir. Con aquellas temperaturas, nunca habría despertado.

Al recordar a Zoya, al recordar a Raisa y a Elena, su familia, se enderezó, colocó las manos en el suelo y se levantó despacio. Cuando trataba de ponerse en pie, alguien lo agarró y le silbó al oído:

—¡No descanses, chekista!

No habría ni descanso ni misericordia; era el veredicto de Lazar. La sentencia se estaba llevando a cabo con energía. La voz que le había hablado al oído no era la de un guardia; era un prisionero, el jefe de su brigada, animado por un intenso odio personal, que se negaba a permitir a Leo un solo minuto de descanso cuando no experimentaba dolor, hambre o agotamiento, o todo ello a la vez. Leo no había detenido a aquel hombre ni a su familia. Ni siquiera sabía su nombre. Pero no importaba. Se había convertido en un talismán para cada prisionero: un embajador de la injusticia. Su nombre se había convertido en chekista y, visto así, el odio de todos era personal.

Sonó una campana. Las herramientas quedaron abandonadas. Leo había sobrevivido a su primer día en la mina, una prueba modesta comparada con la noche que le esperaba; una segunda tortura desconocida. Arrastró las piernas rampa arriba, salió de la trinchera cojeando y siguió a los demás de vuelta al barracón. Su única fuente de energía era la perspectiva de la llegada de Timur.

Al acercarse al campamento, la tenue luz del día, difusa entre la capa de nubes, había desaparecido casi por completo. Al salir de la oscuridad vio los faros de un camión en la llanura. Dos puños de luz amarilla, unas luciérnagas a lo lejos. Si no hubiera sido por sus rodillas, Leo habría caído al suelo y habría llorado de alivio, postrado ante una deidad misericordiosa. Empujado y acosado por los guardias, que sólo se atrevían a maldecirlo cuando no los oía su comandante reformado e iluminado, Leo fue conducido de vuelta a la zona mientras miraba sin cesar por encima del hombro, viendo cómo se acercaba el camión cada vez más. Incapaz de controlar sus emociones, con los labios temblorosos, volvió al barracón. Fuera cual fuese la tortura que planeaban, estaba salvado. Se quedó junto a la ventana con el rostro apretado contra el cristal, como un niño pobre junto a una pastelería. El camión entró en el campo. Un guardia bajó de la cabina, y luego, el conductor. Leo esperó con las uñas clavadas en el marco de la ventana. Seguramente Timur estaría con ellos, quizá sentado atrás. Pasaron los minutos y no salió nadie. Siguió mirando y la desesperación superó a la lógica, hasta que al fin aceptó que por mucho que mirara el camión, en él no iba nadie más.

Timur no había llegado.

Leo no pudo comer, la enorme desilusión desplazó al hambre. Permaneció en la mesa del comedor mucho tiempo después de que los demás prisioneros se hubieran marchado, remoloneando hasta que los guardias le ordenaron enfadados que se largara. Mejor ser castigado por ellos que por sus compañeros, mejor pasar la noche en aislamiento —las heladas celdas de castigo— que sufrir otra tortura. Después de todo, ¿no trabajaban aquellos guardias bajo las órdenes del reformado comandante Sinyavsky? ¿No había hablado él de justicia, equidad y oportunidades? Mientras los guardias lo empujaban hacia la puerta, en un acto deliberado de provocación, Leo soltó un puñetazo. Estaba débil y fue lento: le agarraron el puño. La culata de un rifle se estrelló en su cara.

Arrastrado por los brazos, con las piernas colgando sobre la nieve, a Leo no lo llevaron a la celda de aislamiento. Lo arrojaron al barracón y lo dejaron tirado en medio de la sala. Oyó marchar a los guardias. Enfocó los ojos en las vigas de madera. Tenía la nariz y los labios húmedos de sangre. Lazar lo miró.

Lo desnudaron y le pusieron toallas húmedas alrededor del pecho, atadas a la espalda, que le impedían moverse, con los brazos pegados al costado. No sentía dolor. Aunque nunca había sido interrogador, tenía conocimientos de primera mano de sus métodos. De vez en cuando lo habían obligado a mirar. Pero esta técnica le resultaba nueva. Lo levantaron y lo dejaron tumbado boca arriba. Los prisioneros siguieron con sus actividades nocturnas. Tenía la tripa fría y húmeda por las toallas. Pero estaba demasiado exhausto para que le importara y aprovechó la oportunidad para cerrar los ojos.

Despertó, en parte por el ruido que hacían los prisioneros al irse a la cama, pero sobre todo por la tensión que sentía en el pecho. Lentamente empezó a entender la tortura. A medida que las toallas se secaban, apretaban más, aplastando poco a poco sus costillas. La sutil dinámica de la tortura era saber que el dolor sería cada vez peor. Mientras los demás se preparaban para ir a la cama, Lazar ocupó su lugar habitual en una silla junto a Leo. El pelirrojo, la voz de Lazar, se acercó.

—¿Me necesitas?

Lazar negó con la cabeza y le indicó que se fuera a la cama. El hombre lanzó una mirada airada a Leo, como si fuera un malhumorado amante celoso, antes de retirarse tal y como le ordenaban.

Cuando los prisioneros se durmieron, el dolor era tan intenso que, si no hubiera estado amordazado, Leo habría gritado pidiendo misericordia. Al ver cómo se le retorcía la cara, como si le estuvieran apretando unos tornillos, Lazar se arrodilló junto a Leo en un gesto de oración y bajó la boca a la altura de su oreja, tocándole el lóbulo con el labio inferior mientras hablaba. Su voz era tan débil como el susurrar de las hojas en otoño:

—Es duro… ver sufrir a otro… sea lo que sea lo que haya hecho… Te cambia… por mucha razón que tengas… para desear venganza…

Lazar hizo una pausa para recuperarse del cansancio que le producía pronunciar esas palabras. Su dolor nunca había cesado y vivía con él como con un compañero; sabía que nunca mejoraría y que nunca conocería otro momento sin él.

—He preguntado a los demás… ¿Hubo algún chekista que te ayudó? ¿Había algún buen hombre…? Todos… han dicho… que no.

Volvió a detenerse y se limpió el sudor de la frente antes de volver a acercar los labios a la oreja de Leo.

—El Estado te escogió… para traicionarme… porque tenías corazón… Yo habría localizado a un hombre que no lo tuviera… Ésa es tu tragedia… Maxim, no puedo ahorrarte esto… Hay tan poca justicia… Tenemos que coger la que haya…

El dolor se convirtió en un delirio, tan intenso que alcanzó niveles de euforia. Leo ya no era consciente del barracón: las paredes de madera se disolvían, dejándolo solo en medio de una helada llanura blanca, una llanura diferente, más blanca, más suave y más brillante, nada espantosa ni fría. Caía agua del cielo, lluvia helada, directamente sobre él. Parpadeó y movió la cabeza. Estaba en el barracón, en el suelo. Le habían echado agua encima. Le habían quitado la mordaza. Le desataron las toallas. Incluso así, sólo podía inhalar minúsculas cantidades de aire: los pulmones se habían acostumbrado al estrangulamiento. Se enderezó, dando pequeños sorbos de aire. Era por la mañana. Había sobrevivido otra noche.

Los prisioneros pasaron junto a él, desdeñosos, de camino al desayuno. Los jadeos de Leo se hicieron más lentos y la respiración empezó a normalizarse. Estaba solo en el barracón y se preguntaba si se habría sentido alguna vez tan solo en su vida. Se puso de pie apoyándose en la cama para aguantar su peso. Un guardia le dijo que saliera, furioso al ver que se quedaba atrás. Él dejó caer la cabeza, inclinándose hacia delante, incapaz de levantar los pies, que arrastraba sobre la lisa madera como un patinador tullido.

Al entrar en la zona de la administración, Leo se detuvo. No podía soportar un segundo día de trabajo. Su imaginación se resquebrajó con el recuerdo de las diversas torturas que había presenciado. ¿Qué vendría a continuación? El espejismo de Timur era demasiado débil como para sostenerlo. Sus planes habían salido mal. Cerca de allí, un guardia gritó:

—¡Sigue andando!

Leo tuvo que improvisar. Estaba solo. Delante del despacho del comandante del campo, gritó:

—¡Comandante!

Ante esta violación de las normas, los guardias corrieron hacia él. Desde el barracón comedor, Lazar observaba. Leo tenía que llamar rápidamente la atención del comandante.

—¡Comandante! ¡Conozco el discurso de Jruschev!

Los guardias llegaron a su lado. Antes de que pudiera decir nada más, golpearon a Leo en la espalda. Un segundo impacto lo alcanzó en el vientre. Se encogió, protegiéndose a medida que caían más golpes.

—¡Alto!

Los guardias pararon en seco. Enderezándose, Leo miró hacia el barracón de la administración. El comandante Sinyavsky estaba de pie en lo alto de las escaleras.

—Tráiganmelo.