12

Moscú

El mismo día

Elena preguntó:

—¿Cuándo volverá Zoya a casa?

Raisa contestó:

—Pronto.

—¿Cuando volvamos de las tiendas?

—No tan pronto.

—¿Cuándo?

—Cuando vuelva Leo, traerá a Zoya. No te lo puedo decir exactamente, pero será pronto.

—¿Me lo prometes?

—Leo está haciendo todo lo que puede. Tenemos que ser pacientes un poco más de tiempo. ¿Puedes hacerlo por mí?

—Si me prometes que Zoya está bien.

Era una promesa que Raisa no podía dejar de hacer.

—Te lo prometo.

Elena preguntaba lo mismo todos los días. Cada vez era como si nunca lo hubiera hecho antes. No buscaba nueva información; más bien se fijaba en el tono de la respuesta, escuchando minúsculas variaciones. Cualquier atisbo de impaciencia o irritación, cualquier sugerencia de duda, y caía en el desánimo catatónico que la había invadido inmediatamente después de la captura de Zoya. Se negaba a abandonar su habitación y lloraba hasta que no era capaz de llorar más. Leo había rechazado la indicación del médico de que la sedaran y se había quedado con ella todas las noches, hora tras hora. Elena sólo empezó a mejorar cuando Raisa volvió del hospital. El avance más espectacular tuvo lugar cuando Leo se fue de Moscú, pero no porque ella quisiera que se fuese: era la primera prueba concreta de que se estaba haciendo algo para que Zoya volviera. Su mente digirió con facilidad el concepto de que cuando Leo regresara lo haría con ella. Elena no necesitaba saber dónde estaba su hermana o lo que estaba haciendo; sólo que iba a volver a casa, y que eso ocurriría pronto.

Los padres de Leo estaban esperando en la puerta. Aún débil por las heridas, Raisa dependía de su ayuda. Se habían trasladado al recinto ministerial vallado, cocinaban, limpiaban y creaban una sensación de normalidad doméstica. Lista para marcharse, Elena se detuvo.

—¿No puedes venir con nosotros? Caminaremos muy despacio.

Raisa sonrió.

—No me siento lo bastante fuerte. Espera un día o dos y entonces podremos salir todos juntos.

—¿Con Zoya? Podemos ir al zoo. A Zoya le gustaba. Decía que no, pero sé que le gustaba. Era su secreto. Me gustaría que Leo viniera también. Y Anna, y Stepan.

—Iremos todos.

Elena sonrió al cerrar la puerta, la primera sonrisa que Raisa le había visto hacía mucho tiempo.

Sola, Raisa se tumbó en la cama de Zoya. Se había trasladado a la habitación de las niñas. Elena sólo se dormía cuando estaba a su lado. La seguridad había aumentado en el recinto ministerial, así como en toda la ciudad. Agentes retirados y en activo revisaban sus residencias y ponían más cerrojos en las puertas y barras en las ventanas. Aunque el Estado había tratado de detener la filtración de informaciones, había habido demasiados asesinatos como para que no circularan los rumores. Todo el que había denunciado alguna vez a su amigo o a su colega tomaba precauciones adicionales. Los que habían empleado el miedo estaban asustados, exactamente como Fraera había prometido.

Raisa abrió los ojos, no muy segura de cuánto tiempo había dormido. Aunque miraba hacia la pared y no podía darse la vuelta, estaba convencida de que había alguien en la habitación. Se volvió y al levantar la cabeza vio la silueta de un agente en la puerta, una figura andrógina. Había en aquella experiencia algo onírico. Raisa no sintió miedo ni sorpresa. Era su primer encuentro y, sin embargo, había una familiaridad peculiar entre ellas, una intimidad inmediata.

Fraera se quitó la gorra y mostró su pelo corto. Entró en la habitación y comentó:

—Puedes gritar. O podemos hablar.

Raisa se enderezó.

—No voy a gritar.

—No, suponía que no.

Raisa había oído muchas veces aquel tono: como un hombre que manda a una mujer, peculiar en los labios de otra mujer sólo un par de años mayor que ella. Fraera advirtió su irritación.

—No te ofendas. Tenía que asegurarme. No ha sido fácil llegar hasta ti. Lo he intentado muchas veces. Sería una pena tener que interrumpir esta visita.

Fraera se sentó en la otra cama, la de Elena, con la espalda hacia la pared y las piernas cruzadas, y se desabrochó la chaqueta del uniforme. Raisa preguntó:

—¿Está a salvo Zoya?

—Está a salvo.

—¿Ilesa?

—Sí.

Raisa no tenía ninguna razón para no creerla. Por tanto, lo hizo.

Fraera cogió la almohada de Elena y la apretó, sin ninguna prisa.

—Es una habitación bonita, llena de cosas bonitas para dos niñas que les han dado sus simpáticos padres. ¿Cuántas cosas bonitas se necesitan para compensar el asesinato de una madre y de un padre? ¿Cómo tienen que ser de suaves las sábanas para que un niño perdone ese crimen?

—Nunca hemos tratado de comprar su afecto.

—Es difícil de creer si miramos a nuestro alrededor.

Raisa luchó por controlar su ira.

—¿Habríamos sido más una familia si no les hubiéramos comprado nada?

—Pero no sois una familia. Claro, si alguien no supiera la verdad, podrían confundiros con una familia. Me pregunto si eso era lo que Leo tenía en mente: la pretensión de normalidad. No sería real, él lo sabía, pero podía disfrutarlo reflejado en los ojos de otras personas. A Leo se le da muy bien creer mentiras. Eso convertiría a las niñas en poco más que objetos de decoración, vestidas con bonitos vestidos, para que él pudiera jugar a ser papá.

—Las niñas estaban en un orfanato. Les dejamos elegir.

—Una elección entre la enfermedad, la pobreza y la malnutrición, o vivir con el hombre que había matado a sus padres… Menuda elección.

Raisa hizo una pausa, insegura, incapaz de estar en desacuerdo.

—Ni Leo ni yo pensamos nunca que la adopción sería sencilla.

—No me has corregido cuando he dicho «el hombre que asesinó a sus padres». Esperaba que dijeras que Leo no les disparó, que trató de salvarlos, que era un buen hombre que estaba con hombres malos. Pero tú no crees eso, ¿verdad?

—Era un agente del MGB. Hizo cosas terribles.

—¿Y aun así lo amas?

—No siempre fue así.

—¿Lo amas ahora?

—Ha cambiado.

Fraera se inclinó hacia delante.

—¿Por qué no puedes decir que lo amas? Porque lo amas.

—Sí.

—Quiero oírte decir: «Lo amo».

—Lo amo.

Fraera se recostó, pensativa. Raisa añadió, a modo de explicación:

—No es el hombre que te detuvo. No es el mismo.

—Tienes razón. No lo es. Hay una diferencia fundamental. En el pasado no lo amaba nadie. Ahora es amado. Tú lo amas.

Fraera se desabrochó la camisa, sujeta por el cuello, y reveló la parte de arriba de los tatuajes que le recorrían el cuerpo como los símbolos de una antigua brujería.

—Raisa, ¿cuánto sabes acerca de él? ¿Cuánto sabes de su pasado?

—Se infiltró en la iglesia de tu marido. Te traicionó, traicionó a vuestra congregación y traicionó a Lazar.

—Y sólo por eso merece morir. Pero ¿sabías que antes de revelar su traición se me declaró como un joven amante bajo la luna llena?

Raisa bajó la cabeza y asintió.

—Sí, te pidió que dejaras a Lazar. Por entonces estoy segura de que creía que tú querrías convertirte en su mujer. Se engañaba. Se engañaba sobre muchas cosas, incluido el amor. Especialmente el amor.

Fraera pareció desilusionada, como si hubiera pretendido desvelar un secreto. Continuó, con mucho menos entusiasmo.

—Pensaba que estaba tratando de salvarme. Si hubiera aceptado su oferta, se habría engañado creyendo que era un buen hombre en el fondo. Yo no excusaría sus crímenes de forma tan fácil. Le hice una promesa. Juré que nunca sería amado. Estaba segura de que tenía razón, porque ¿cómo puede alguien amar a semejante monstruo? ¿Quién va a amarlo?

Raisa se sintió confundida bajo la mirada fija de Fraera.

—No defenderé las cosas que hizo.

—Pues deberías. Lo amas. Os he visto juntos. Os he observado, espiado, como Leo me espió a mí. Le haces feliz. Y lo que es peor, él te hace feliz a ti. Tu amor por él lo es todo. Por eso lo estoy juzgando. Por eso estoy aquí. Quiero descubrir cómo es posible que puedas vivir con él. Dormir con él. Pensé al principio que serías una estúpida: el trofeo de un oficial, hermosa y callada. Pensé que no te importaban los crímenes que había cometido Leo.

Fraera se levantó, salvó la separación que había entre ambas y se sentó en la cama de Raisa, como si fueran dos amigas que compartían secretos en medio de la noche.

—Pero no muestras una lealtad ciega al Estado. Hay rumores incluso que dicen que eres una disidente. Tu amor por Leo se convirtió en un misterio aún mayor que tengo que resolver a toda costa. Me vi obligada a rebuscar en tu pasado. ¿Puedo compartir mis descubrimientos?

—Tienes a mi hija. Puedes hacer lo que te plazca.

—Tu familia murió durante la guerra. Viviste como refugiada.

Raisa se quedó paralizada mientras Fraera iba sacando la información como un cuchillo.

—Durante aquellos años te violaron.

Raisa abrió la boca un instante, lo suficiente para confirmar lo que decía Fraera. No trató de negarlo, intuía que habría más.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque visité el orfanato donde abandonaste a tu hijo.

Raisa sintió algo mucho más potente que la sorpresa. Los más íntimos secretos de su pasado, hechos que había enterrado cuidadosamente, estaban siendo desenterrados y aireados ante ella. Observando atenta la reacción de Raisa, Fraera le cogió la mano.

—¿Leo no lo sabe?

Raisa sostuvo la mirada esperanzada de Fraera y contestó:

—Lo sabe.

Una vez más, Fraera pareció desilusionada.

—No te creo.

—Tardé muchos años en decírselo, pero lo hice. Lo sabe, Fraera: lo sabe todo. Sabe que no puedo tener hijos, sabe por qué, sabe que el único hijo que pude tener lo entregué. Conoce mi vergüenza. Yo conozco la suya.

Fraera tocó el rostro de Raisa.

—¿Por eso te casaste con Leo? Te diste cuenta de lo desesperado que estaba porque lo amaran. Él habría aceptado de buen grado la oportunidad de ser el padre de tu hijo. Lo viste como una oportunidad. Recuperarías al niño del orfanato.

—No, yo sabía que mi hijo había muerto antes de conocer a Leo. Fui al orfanato en cuanto estuve lo suficientemente fuerte, en cuanto encontré un hogar, en cuanto fui capaz de ser madre de nuevo. Me dijeron que mi hijo había muerto de tifus.

—Entonces, ¿por qué te casaste con Leo? ¿Qué razón había para que le dieras el sí?

—Como ya había entregado a mi hijo para sobrevivir, en comparación no me pareció gran cosa casarme con un hombre al que temía en lugar de amarlo.

Fraera se inclinó hacia delante y besó a Raisa. Apartándose, dijo:

—Puedo saborear tu amor por él. Y tu odio hacia mí…

—Te has llevado a mi hija.

Fraera se levantó y caminó hacia la puerta, abrochándose la camisa.

—No es tuya. Mientras ames a Leo, no me dejas otra elección. Tu amor por él es la razón de que pueda vivir consigo mismo. Ha cometido crímenes imperdonables y, aun así, a pesar de eso, es amado. Y por una mujer que cualquier hombre admiraría, por una mujer que yo admiro. Tu amor lo excusa. Es su redención.

Fraera se abrochó la guerrera, se volvió a poner la gorra y desapareció dentro de su disfraz.

—Hablé con Zoya antes de venir a verte. Quería oír cómo era la vida en este simulacro de familia. Es inteligente, está rota por dentro, confusa. Me gusta mucho. Me dijo que te había hecho una oferta. Deja a Leo y ella podrá ser feliz.

Raisa estaba horrorizada. Se suponía que Zoya era una rehén, pero confiaba en Fraera, hablaba de Raisa y equipaba al enemigo con todos los secretos familiares que éste necesitaba. Fraera continuó.

—Me sorprende que puedas ser tan cruel como para despreciar su petición con una declaración de amor hacia Leo. Está tan perturbada que cogió un cuchillo de tu cocina y se plantó ante Leo cuando él dormía, planeando cortarle el cuello.

Raisa bajó la guardia No sabía a qué se refería Fraera. ¿Qué cuchillo? ¿Un cuchillo sobre Leo? Después de varios intentos, Fraera por fin había encontrado un punto débil; una mentira, un secreto. Sonrió.

—Parece que hay algo que Leo no te ha contado. Es cierto, Zoya solía ponerse al lado de su cama con un cuchillo. Leo la descubrió. ¿No te lo contó?

En un instante, Raisa lo entendió todo. Cuando había encontrado a Leo pensando en la mesa de la cocina, no estaba preocupado por Nikolai, estaba pensando en Zoya. Ella le había preguntado qué iba mal. Él le había contestado que nada. Le había mentido.

Fraera controlaba ahora la situación.

—Ten presente ese incidente y piensa bien lo que te voy a decir. Repetiré la oferta de Zoya. Te devolveré a Zoya intacta. A cambio, las niñas y tú no deberéis ver nunca más a Leo. Amar a las niñas o amar a Leo. Ésa ha sido la realidad de tu situación durante estos tres años. Y ahora, Raisa, tienes que escoger.