Kolyma
Treinta kilómetros al norte de Magadan
Diecisiete kilómetros al sur del gulag 57
10 de Abril
El nivel de las nubes había caído mil metros y ocultaba la vista. Gotitas plateadas colgaban en el aire —una niebla en parte hielo, en parte agua, en parte magia—, de las que surgía la monótona carretera metro a metro, una alfombra gris, irregular, que se desplegaba ante ellos. El camión avanzaba lentamente. Frustrado por el retraso adicional, Timur miró su reloj; había olvidado que estaba roto, que la tormenta lo había destrozado. Colgaba inútil de su muñeca, con el cristal quebrado y el mecanismo estropeado por el agua salada. Se preguntó si tendría arreglo. Su padre decía que era una herencia familiar. Timur sospechaba que era mentira y que era el modo en que su progenitor, un hombre orgulloso, había disfrazado el regalo de un reloj de segunda mano que había hecho a su hijo por su dieciocho cumpleaños. Fue a causa de la mentira, y no a pesar de ella, por lo que el reloj se convirtió en la posesión más preciada de Timur. Cuando su hijo mayor cumpliera dieciocho años pensaba regalárselo, aunque aún no había decidido si explicarle la importancia sentimental de la mentira o limitarse a perpetuar la mitología de sus orígenes.
A pesar del retraso, Timur se consolaba al pensar que no había sido enviado de regreso por el mar de Ojotsk en el viaje de vuelta hasta Buchta Nakhodka. La noche anterior estaba a bordo del Stary Bolshevik y el barco se encontraba listo para zarpar: se había reparado la bodega, habían bombeado el agua y los prisioneros recién liberados habían subido a bordo, con los rostros ansiosos por contemplar la libertad. Incapaz de ver una salida a su difícil situación, Timur se había quedado paralizado en el muelle, observando a los trabajadores del puerto cómo soltaban amarras. Al cabo de dos minutos más, el barco estaría en el mar y él no podría llegar al Gulag 57 antes de un mes.
Desesperado, Timur fue hasta el puente del capitán con la esperanza de que la propia fuerza de las circunstancias lo inspirase para encontrar una excusa plausible. Cuando el capitán se volvió hacia él, soltó:
—Tengo que decirle algo.
Como era muy mal mentiroso, recordó que siempre era mejor contar una versión de la verdad.
—No soy un verdadero guardia. Trabajo para el MVD. Me han enviado aquí para revisar los cambios de la puesta en práctica del sistema según el discurso de Jruschev. He visto bastante del modo en que se dirige este barco.
Ante la mera mención del discurso, el capitán palideció.
—¿He hecho algo mal?
—Me temo que el contenido de mi informe es secreto.
—Pero el viaje hasta aquí, las cosas que ocurrieron, no fueron culpa mía. Por favor, si entrega un informe en el que dice que perdí el control del barco…
Timur se maravilló ante el poder de su excusa. El capitán se acercó, con voz implorante:
—Nadie podía haber previsto que el muro de separación se rompería. No me haga perder el trabajo. No puedo encontrar otro. ¿Quién trabajaría conmigo sabiendo lo que hacía para ganarme la vida? ¿Llevar un barco de prisioneros? Me odiarían. Éste es el único sitio para mí. Aquí es donde pertenezco. Por favor, no tengo ningún otro lugar al que ir.
La desesperación del capitán se estaba empezando a volver incómoda. Timur se alejó.
—La única razón por la que le cuento esto es porque no puedo hacer el viaje de vuelta. Tengo que hablar con Able Prezent, director regional. Tendrá que arreglárselas en el barco sin mí. Puede dar alguna excusa a la tripulación para explicar mi ausencia.
El capitán había sonreído obsequioso, inclinando la cabeza.
Al salir del barco y bajar al muelle, Timur se había felicitado por haber encontrado una excusa tan buena. Confiado, entró en la sección administrativa del centro de procesamiento de prisioneros y subió las escaleras hasta el despacho del director regional, Able Prezent, el hombre que lo había destinado al Stary Bolshevik. Prezent frunció el ceño, irritado.
—¿Algún problema?
—Ya he visto lo suficiente en el barco como para escribir mi informe.
Como un gato que presintiera el peligro, el lenguaje corporal de Prezent cambió.
—¿Qué informe?
—Me ha enviado el MVD para recoger información acerca de las reformas que se han llevado a cabo desde el discurso de Jruschev. La primera intención era que permaneciese de incógnito, no identificado, para poder juzgar mejor el modo en que se están dirigiendo los campos. Pero como me ha asignado usted al Stary Bolshevik, en contra de las órdenes que recibí, me he visto obligado a darme a conocer. No tengo ni que decir que no llevo identificación. No creemos que sea necesario. No pensábamos que mis obligaciones se verían contrariadas. Pero si necesita pruebas, conozco los detalles exactos de su historial laboral.
Timur y Leo habían estudiado con atención los archivos de todas las figuras clave de la región.
—Trabajó usted en Karlag, Kazajistán, durante cinco años, y antes de eso…
Prezent había interrumpido educadamente, como si unas manos invisibles le estuvieran apretando la fina y pálida garganta.
—Sí, ya veo.
Se puso de pie, pensativo, con las manos detrás de la espalda.
—¿Está aquí para hacer un informe?
—En efecto.
—Sospechaba que ocurriría algo así.
Timur había asentido, complacido con la credibilidad de su improvisada historia.
—Moscú exige evaluaciones regulares.
—Evaluaciones… Ésa es una palabra letal.
Timur no había previsto esa reacción meditativa y melancólica. Trató de suavizar la amenaza que llevaba implícita.
—No es más que una recogida de datos. Nada más.
Prezent le había contestado:
—Trabajo mucho para el Estado. Vivo donde nadie más quiere vivir. Trabajo con los prisioneros más peligrosos del mundo. He hecho cosas que nadie querría hacer. Me enseñaron cómo ser un líder. Luego me dijeron que lo que me habían enseñado estaba mal. En determinado momento, la ley consiste en hacer cierto tipo de cosas. En el momento siguiente, es un delito. La ley decía que debía ser estricto. La ley dice que debo ser magnánimo.
El capitán se había tragado entera la mentira de Timur. La mera referencia al Discurso Secreto los hacía achantarse. Contrariamente al capitán, Prezent no imploró ni suplicó que hiciera un informe favorable. Se había puesto nostálgico de un tiempo que se había ido, donde su lugar y su función habían estado claras. Timur aprovechó esa ventaja.
—Necesito inmediatamente un transporte hasta el Gulag 57.
—Por supuesto —dijo Prezent.
—Tengo que marcharme ahora mismo.
—El viaje hasta las montañas no puede hacerse de noche.
—Peligroso o no, preferiría hacerlo ahora.
—Lo entiendo. Se ha retrasado por mi culpa. Y me disculpo. Pero, sencillamente, es imposible. Lo más pronto será a primera hora de la mañana. No puedo hacer nada para solucionar la oscuridad.
Timur se volvió hacia el conductor.
—¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar?
—Dos, tres horas… Hay mucha niebla, diría que tres horas.
El conductor rió antes de añadir:
—Nunca había oído que nadie tuviera prisa por llegar al gulag.
Timur ignoró la broma y canalizó su impaciente energía en reajustar sus planes. El éxito requería que varios elementos encajaran en su lugar. La cooperación de Lazar estaba fuera de su control. Timur tenía la carta escrita por Fraera, cuyo contenido había sido leído y releído para buscar alguna advertencia o alguna instrucción secreta. No habían encontrado ninguna. Como medida persuasiva adicional, desconocida para Fraera, Leo había insistido en llevar una foto de un niño de siete años. El niño de la foto no era el hijo de Lazar, pero él no podía saberlo. Verlo en la realidad podía ser más potente que la mera idea. Por si eso fallaba, Timur llevaba un frasco de cloroformo.
El camión aminoró la marcha y se detuvo. Delante de ellos había un puente de madera, de diseño sencillo. Permitía cruzar una profunda grieta, una abertura en el paisaje. El conductor hizo un movimiento sinuoso con la mano.
—Cuando la nieve de la montaña se derrite, fluye rápido…
Timur se estiró hacia delante en su asiento para observar el frágil puente. El lado más lejano desaparecía entre la niebla. El conductor frunció el ceño.
—El puente fue construido por prisioneros. ¡No puede uno fiarse de él!
Otro guardia viajaba con ellos; iba dormido. A juzgar por el olor de sus ropas, se había emborrachado la noche anterior; probablemente, todas las noches de su vida. El conductor lo sacudió.
—¡Despierta! ¡Inútil…, vago…, despierta!
El guardia abrió los ojos y parpadeó al ver el puente. Se los frotó, salió de la cabina y saltó al suelo. Eructó con fuerza y empezó a mover los brazos, indicando al camión que avanzara. Timur negó con la cabeza.
—Espere.
Salió de la cabina y estiró las piernas. Cerró la puerta y caminó hasta el principio del puente. El conductor tenía razones para preocuparse: no era mucho más ancho que el camión. Puede que hubiera treinta centímetros de sobra a cada lado, nada que evitara que los neumáticos patinasen si el camión calculaba mal. Al mirar hacia abajo, Timur vio el río a unos diez metros. Lenguas de liso hielo colgaban de ambos lados de la ribera. Habían empezado a derretirse; rápidas gotas que alimentaban un estrecho flujo ondulante. En cuestión de semanas, cuando la nieve se derritiera, allí habría un torrente.
El camión avanzó poco a poco. El guardia de la resaca encendió un cigarrillo, encantado de poder delegar su responsabilidad. Timur hizo un gesto al conductor para que acercara el camión a la derecha: se estaba desviando. Volvió a indicarle. La visibilidad era mala, pero podía ver al conductor y el conductor podía verlo a él. Timur gritó:
—¡A la derecha!
Aunque no había hecho los ajustes necesarios, el camión aceleró. Al mismo tiempo, los faros centellearon con un brillante amarillo sulfuroso que lo cegó. El camión iba derecho hacia él.
Timur se apartó del camino de un salto, pero demasiado tarde: el guardabarros metálico lo golpeó cuando aún estaba en el aire y aplastó su cuerpo antes de arrojarlo hacia el arroyo. Timur, brevemente suspendido en el aire, vuelto hacia el cielo rutilante, cayó girando hacia el río, directo al hielo. Impacto boca abajo. Hueso y hielo se rompieron al mismo tiempo.
Timur yacía con la oreja pegada al hielo, como un ladrón de cajas fuertes. No podía mover los dedos ni las piernas. No podía mover el cuello. No sentía dolor.
Alguien gritó:
—¡Traidor, espías a los tuyos! ¡Estamos unidos, nosotros contra ellos!
Timur no podía girar el cuello para mirar hacia arriba. Pero reconoció la voz del conductor.
—No habrá informes ni acusaciones ni culpas, al menos en Kolyma. Quizá en Moscú, pero no aquí. ¡Hicimos lo que teníamos que hacer! ¡Hicimos lo que nos dijeron que hiciéramos! ¡Que se joda el discurso de Jruschev! ¡Que se joda tu informe! A ver qué escribes desde ahí abajo.
El guardia de la resaca soltó una risita. El conductor se dirigió a él.
—Baja.
—¿Por qué?
—Si no, todo el mundo verá su cuerpo.
—¿Quién? Aquí no hay nadie.
—No sé, alguien como él si mandan a otro.
—No hace falta que baje. El hielo se derretirá.
—Dentro de tres semanas. No sabemos quién pasará por aquí entre tanto. Baja y empújalo al río. Hazlo bien.
—No sé nadar.
—Está sobre el hielo.
—Pero ¿y si se rompe el hielo?
—Te mojarás los pies. ¡Baja ahora mismo! No falles.
Mirando al río, respirando costosamente, Timur escuchaba, mientras el desganado ejecutor, lloriqueando como un adolescente perezoso, empezó a bajar por la empinada orilla, el torpe sonido que hacía su asesino al aproximarse.
Desde que tenía memoria, su mayor miedo había sido que algún miembro de su familia muriera en un gulag. Nunca se había preocupado de sí mismo. Siempre había estado seguro de que podría arreglárselas y de que, de algún modo, no importaba cómo, encontraría el camino de vuelta a casa.
Eran los últimos minutos de su vida. Pensó en su esposa. Pensó en sus hijos.
El guardia, de mal humor por tener que recibir órdenes, con la cabeza estallándole por la resaca, obligado a resbalar y a escurrirse por la pared del barranco y arriesgándose a torcerse un tobillo, llegó finalmente a la orilla. Sus pesadas botas tentaron la fina capa de hielo para comprobar su resistencia. En un intento por distribuir su peso por igual, se puso a cuatro patas y se arrastró hasta el cuerpo del tipo que habían mandado de Moscú. Tocó al traidor con el cañón de su pistola. No se movió.
—¡Está muerto!
El conductor gritó:
—¡Mírale los bolsillos!
El guardia le metió las manos en los bolsillos y encontró una carta, algo de dinero y un cuchillo; naderías.
—¡No hay nada!
—¿Y el reloj?
Se lo desabrochó.
—¡Está roto!
—Tira el cuerpo al agua.
Sentado en el hielo y usando las botas, le dio una patada y empujó el cuerpo hacia el río. El hombre era pesado, pero se deslizó por el hielo sin problemas. Desde el saliente, vio que los ojos del hombre estaban abiertos. Parpadearon. El espía de Moscú seguía vivo.
—¡Está vivo!
—No por mucho tiempo. Empújalo. Me estoy quedando frío.
El guardia vio al hombre parpadear una vez más antes de empujarlo por el hielo hasta el río. Se oyó el ruido del cuerpo al caer al agua. Se balanceó antes de ser arrastrado corriente abajo hacia un mundo salvaje donde nadie lo volvería a ver nunca más.
Todavía sentado en el hielo, el guardia examinó el reloj. Era barato y estaba roto, no valía nada. Pero algo le impidió tirarlo al agua. Aunque tuviera el cristal roto, era una pena tirarlo.