El mismo día

Los ojos de Lazar parecían enormes, lunas de roca negra con un sol rojo brillando tras ellas. Estaba delgado, el cuerpo se le había consumido hasta convertirse en un concentrado de su antiguo ser; tenía los rasgos más marcados, más pronunciados, la piel tirante excepto el lado izquierdo de la cara, donde la mandíbula y la mejilla se habían caído, como si estuvieran hechas de cera y las hubieran dejado demasiado cerca del fuego. Leo, antes de recordar la noche de la detención, supuso que habría sufrido un ataque. Se le cerró el puño de forma involuntaria, el mismo puño que había usado para golpear a Lazar una y otra vez hasta que la mandíbula prácticamente se le deshizo. Seguramente siete años eran suficientes para curarse, suficientes para que se curara cualquier herida. Pero Lazar no había recibido tratamiento médico en la Lubyanka. Los interrogadores podrían incluso haber utilizado la herida para retorcerle el hueso roto cada vez que las respuestas fueran insatisfactorias. Habría recibido un tratamiento limitado en los campos, pero no cirugía reparadora; la idea era absurda. Aquel acto de violencia impulsivo y sin sentido, un crimen que Leo había olvidado en cuanto dejaron de dolerle los nudillos, había quedado inmortalizado en el hueso.

Lazar no tuvo ninguna reacción visible al verlo, excepto que se detuvo un momento cuando sus ojos se cruzaron. Su rostro era inescrutable, el lado izquierdo de la boca se retorcía en una mueca permanente. Se alejó sin decir una palabra a lo largo de la fila de prisioneros, sirviendo tacitas de extracto de aguja de pino a los recién llegados, sin mirar atrás, como si no pasara nada, como si volvieran a ser extraños.

Leo agarró su tacita, rodeándola fuertemente con los dedos, y permaneció en la misma postura. El jarabe gelatinoso tembló, igual que su mano. Había perdido la capacidad de pensar o de organizar estrategias. El comandante gritó, de buen humor:

—¡Eh, tú, amigo, amante de las flores! ¡Bebe! ¡Te dará fuerzas!

Leo se llevó la taza a los labios y se echó al coleto el espeso líquido negro. Intensamente amargo, lo notó en la garganta como si fuera alquitrán y le provocó tos. Cerró los ojos y tragó.

Al abrirlos, vio cómo Lazar acababa su tarea y volvía al barracón caminando despacio. Al pasar a su lado no miró hacia atrás ni mostró señal alguna de nerviosismo o emoción. El comandante Sinyavsky siguió hablando un rato. Pero Leo había dejado de escuchar. Dentro de su puño húmedo había aplastado la flor morada hasta convertirla en polvo. El prisionero que estaba a su derecha silbó:

—¡Presta atención! ¡Nos vamos!

El comandante había dejado de hablar. Se habían acabado las presentaciones; iban a conducir a los convictos desde la zona de la administración hasta la zona de los prisioneros. Leo estaba cerca del final de la fila. El sol se había puesto, haciendo desaparecer el horizonte. Las luces parpadearon en las torres de guardia. Ningún potente foco iluminaba el suelo. Excepto por el tenue brillo de las ventanas de las cabañas, la zona estaba completamente a oscuras.

Atravesaron la segunda verja de alambrada. Los guardias permanecían en la división de las dos zonas, con las armas preparadas, conduciéndolos hacia los barracones. Ningún oficial entraba en aquel recinto por la noche. Era demasiado peligroso, demasiado fácil que un prisionero le rompiera el cráneo y desapareciera. Sólo se preocupaban de vigilar el perímetro, con los convictos encerrados dentro y abandonados a su suerte.

Leo fue el último en entrar en el barracón; el barracón de Lazar. Tendría que enfrentarse a él solo, sin Timur. Tenía que razonar con él, hablar con él. Era sacerdote: oiría su confesión. Leo tenía mucho que contar. Había cambiado. Se había pasado tres años tratando de expiar sus culpas. Como un hombre que caminara hacia su ejecución, subió los escalones pesadamente. Empujó la puerta e inspiró profundamente, inhalando el hedor de un barracón superpoblado y que revelaba el panorama de unos rostros llenos de odio.