El mismo día

Leo bajó de la parte de atrás del camión y los guardias lo llevaron a formar una fila. Los convictos, todos juntos temblaban de pie, dispuestos para la inspección. Sin bufanda y con un gorro que le quedaba grande, Leo había metido trapos alrededor del cuello de su chaqueta. A pesar de sus esfuerzos, era incapaz de impedir que le castañetearan los dientes. Paseó la mirada por la zona. Los sencillos barracones de tablas de madera se alzaban sobre el suelo helado, apoyados en anchas zancas. El horizonte era alambre de espino y cielo blanco. Los edificios y estructuras eran tan rudimentarios que parecía como si una civilización otrora poderosa se hubiera hundido y los rascacielos hubieran sido sustituidos por cabañas. Allí habían muerto hombres y mujeres a los que había detenido, hombres y mujeres cuyos nombres había olvidado. Allí era donde estaban. Aquello era lo que veían. Pero él no sentía como sentían ellos. Ellos no habrían tenido planes para escapar. No habrían tenido ningún plan en absoluto.

Mientras esperaban en silencio, no había rastro alguno del comandante del Gulag 57, Zhores Sinyavsky, un hombre cuya reputación se había extendido más allá de los gulags, transmitida por los supervivientes y maldecida por todo el país. De cincuenta y cinco años, Sinyavsky era veterano de la Glavnoe Upravlenie Lagerei: el GULAG. Toda su vida adulta la había pasado poniendo en práctica una servidumbre letal. Había supervisado proyectos de construcción de los convictos como el Canal de Fergana y la línea de ferrocarril abortada en la desembocadura del río Ob, una serie de vías que nunca conectaron con su supuesto destino, el río Yenisei, y que acabaron a muchos cientos de kilómetros del lugar y se oxidaron en la tierra como los restos de una bestia metálica prehistórica. Pero el fracaso de aquel proyecto, que había costado miles de vidas humanas y millones de rublos, no había perjudicado su carrera. Mientras otros supervisores cedían a las demandas de que los prisioneros descansaran, comieran y durmieran, él siempre había cumplido sus objetivos. Obligaba a los reclusos a trabajar en lo más crudo del invierno y en lo más álgido del verano. No estaba construyendo un ferrocarril. Estaba construyendo su reputación, cincelando su nombre en los huesos de otros hombres. No importaba que las traviesas no se hubieran asegurado bien, que se agrietaran bajo el sol de julio y se encogieran con el hielo de enero. No importaba que los obreros se desmayaran. Sobre el papel, sus objetivos estaban cumplidos. Sobre el papel, era un hombre en el que confiar.

Al hojear su dossier, éste demostraba que para Sinyavsky aquello era algo más que un trabajo. No deseaba privilegios. No le motivaba el dinero. Cuando le habían ofrecido cómodos puestos administrativos en climas templados, para vigilar campos no muy lejos de las ciudades, los había rechazado. Deseaba gobernar sobre el terreno más hostil nunca colonizado. Se había presentado voluntario para trabajar en Kolyma. Había visto su desolación y había decidido que aquél era un lugar para él.

Al oír el crujido de la madera, Leo levantó la vista. En lo alto de las escaleras, Sinyavsky salía del barracón de mando, envuelto en pieles de reno tan gruesas que doblaban su volumen. El abrigo era tan vistoso como práctico y le colgaba sobre los hombros con un aplomo tal que parecería que hubiera matado a los animales en una heroica batalla. La teatralidad de su aparición hubiera sido sin duda ridícula en otro hombre y en otro lugar. Pero allí, en él, parecía apropiada. Era el emperador de aquel sitio.

Al contrario que los demás prisioneros, cuyos instintos de supervivencia estaban más agudizados tras haber pasado varios meses en trenes y campos de tránsito, Leo miró abiertamente al comandante, con imprudente fascinación. Recordando demasiado tarde que ya no era un agente de la milicia, redirigió la mirada hacia el suelo. Un convicto podía morir por mirar a los ojos a un guardia. Aunque en teoría las normas habían cambiado, no se podía saber si los cambios se habían puesto en práctica.

Sinyavsky gritó:

—¡Tú!

Leo mantuvo los ojos fijos en el suelo. Podía oír el chirrido de los escalones mientras el comandante descendía desde la elevada plataforma y llegaba al suelo, haciendo crujir la nieve y el hielo bajo sus pies. Ante su vista aparecieron dos hermosas botas. Incluso en ese momento Leo mantuvo la mirada baja, como un perro apaleado. Una mano le cogió de la barbilla y le obligó a levantar los ojos. La cara del comandante estaba cruzada por profundos surcos oscuros, la piel como carne curada. Sus ojos estaban teñidos de un amarillo yodado. Leo había cometido una falta rudimentaria. Había destacado. Se habían fijado en él. Una técnica común consistía en poner un castigo ejemplar a un convicto a la llegada para que los demás supieran lo que podían esperar.

—¿Por qué miras hacia otro lado?

Silencio. Leo podía sentir el alivio de los demás prisioneros emanando de ellos como calor. Lo habían cogido a él, no a ellos. La voz de Sinyavsky sonaba especialmente suave.

—Contesta.

Leo replicó:

—No pretendía insultarlo.

Sinyavsky soltó la barbilla de Leo, dio un paso atrás y se metió la mano en el bolsillo.

Leo pensaba ver el cañón de una pistola y tardó unos segundos en enfocar. El brazo de Sinyavsky estaba extendido, sí, pero la palma de su mano aparecía vuelta hacia el cielo. En su palma había pequeñas flores púrpura, no más grandes que el botón de una camisa. Leo se preguntó si aquello era un momento de demencia mientras una bala le atravesaba la cabeza, una confusión de imágenes, recuerdos mezclados. Pero pasó el tiempo y las delicadas flores volaban al viento. Aquello era real.

—Coge una.

¿Serían venenosas? ¿Iría a retorcerse de dolor delante de los demás? Leo no se movió, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo.

—Coge una.

Obediente, indefenso, Leo estiró la mano con el pulgar y el índice temblando, tropezando con la palma de Sinyavsky como si fueran las piernas de un hombre borracho, casi tirando las flores. Finalmente, cogió una. Estaba seca, tenía los pétalos quebradizos.

—Huélela.

De nuevo Leo no hizo nada, incapaz de comprender la orden. Sinyavsky repitió:

—Huélela.

Leo alzó la florecilla hasta la nariz y olisqueó, pero no percibió nada. No tenía aroma. Sinyavsky sonrió.

—Encantador, ¿verdad?

Leo se lo pensó, no muy seguro de si no sería una peculiar trampa.

—Sí.

—¿Te gusta?

—Me gusta.

Palmeó a Leo en el hombro.

—Serás floricultor. Este paisaje está muy pelado. Pero está lleno de oportunidades. Sólo hay veinte semanas al año en las que el suelo se deshiela. Durante esas semanas permito que todos los prisioneros cultiven la tierra. Tú puedes plantar lo que quieras. La mayoría planta verduras. Pero las flores que crecen aquí son muy hermosas, a su modesta manera. Las flores modestas suelen ser las más bonitas, ¿no te parece?

—Sí.

—¿Crees que plantarás flores? No quiero obligarte. Puedes hacer otras cosas.

—Las flores… son… bonitas.

—Sí, lo son. Son bonitas. Y las flores modestas son las más bonitas.

El comandante se acercó más a Leo y susurró:

—Te reservaré un buen trozo de terreno. Nuestro secreto…

Apretó con afecto el brazo de Leo.

Sinyavsky retrocedió y se dirigió a toda la fila de prisioneros con la mano extendida, mostrando las pequeñas flores moradas.

—¡Cojan una!

Los prisioneros vacilaron. Él repitió la orden.

—¡Cojan, cojan, cojan!

Frustrado por su lenta respuesta, Sinyavsky arrojó las flores al aire y los pétalos morados revolotearon alrededor de las cabezas rapadas. Se metió la mano en el bolsillo y cogió otro puñado que volvió a tirar repetidas veces, como si fuera lluvia. Algunos hombres alzaron la vista y pequeños pétalos morados se les quedaron atrapados en las pestañas. Unos pocos hombres seguían mirando el suelo, sin duda convencidos de que aquello era un truco de lo más retorcido que sólo ellos habían superado.

Aún con su flor en la mano, sostenida en la palma, Leo no entendía nada, no le encontraba ningún sentido; ¿habría leído el informe equivocado? Aquel hombre con los bolsillos llenos de flores no podía ser el mismo que había ordenado trabajar a los prisioneros mientras los cuerpos de sus compañeros se pudrían a su lado, no podía ser el comandante que había supervisado el Canal de Fergana y el ferrocarril del río Ob. Se le acabaron las flores y los últimos pétalos cayeron girando sobre la nieve; Sinyavsky continuó con su discurso de presentación.

—¡Estas flores crecieron del suelo más mezquino y cruel del mundo! Belleza de la fealdad: ¡en eso creemos aquí! No estáis aquí para sufrir. Estáis aquí para trabajar, igual que yo. No somos tan diferentes. Es cierto que haremos distintas clases de trabajo. Quizá el vuestro sea más duro. Pero juntos trabajaremos por nuestro país. Mejoraremos. Nos volveremos mejores personas aquí, en este lugar donde nadie espera encontrar bondad.

Las palabras parecían sentidas. Estaban expresadas con auténtica emoción. Ya fuera porque el comandante estaba corroído por la culpabilidad o el remordimiento, o por miedo a ser juzgado por el nuevo régimen, quedaba bastante claro que se había vuelto loco.

Sinyavsky hizo un gesto hacia los guardias; uno corrió hacia el barracón del comedor y volvió instantes después con varios prisioneros que llevaban cada uno una botella y una bandeja con pequeñas tazas de zinc. Vertieron un líquido espeso y oscuro en las tazas y ofrecieron una a cada convicto. Sinyavsky se explicó.

—Esta bebida, khvoya, es un extracto de agujas de pino combinado con agua de rosas. Ambos son ricos en vitaminas. Os mantendrán sanos. Si tenéis salud, seréis productivos. Llevaréis aquí una vida más productiva que la que llevabais fuera del campo. Mi trabajo consiste en ayudaros a ser ciudadanos más productivos. Al hacerlo, me convierto en un ciudadano más productivo. Vuestro bienestar es mi bienestar. Si mejoráis, yo también lo hago.

Leo no se había movido. No había cambiado de postura. Tenía la mano aún extendida. Un soplo de brisa se llevó la flor y la tiró al suelo. Él se inclinó y la recogió. Cuando se enderezó, había llegado el prisionero con el concentrado de agujas de pino. Leo cogió la tacita de zinc y sus dedos tocaron brevemente los del prisionero. Durante una décima de segundo fueron dos desconocidos, pero enseguida se reconocieron.