Moscú
El mismo día
Malysh estaba de pie junto a su acusador, Likhoi, el vory cuyo tendón había cortado. Éste tenía el tobillo vendado y estaba pálido y febril debido a la pérdida de sangre. A pesar de sus heridas, había insistido en que el skhodka, un proceso para mediar entre miembros de la banda que se peleaban, fuera adelante.
—Fraera, ¿qué pasa con tus principios? Un vory no debe nunca hacer daño a otro. Te ha deshonrado por herirme. Nos ha deshonrado a todos.
Apoyado en su muleta, Likhoi se negaba a sentarse, ya que así mostraría signos de debilidad. Tenía espuma en las comisuras de los labios, pequeñas burbujas de saliva que no se había molestado en limpiar.
—Quería sexo. ¿Es eso un crimen? ¡No lo es para un criminal! Los demás vory sonrieron. Él, confiado al sentir su apoyo, se volvió hacia Fraera, dejó caer la cabeza con respeto y bajó la voz. —Pido la muerte de Malysh.
Fraera se volvió hacia Malysh.
—¿Cuál es tu respuesta?
Echando un vistazo a las caras hostiles que tenía a su alrededor, contestó:
—Me dijeron que vigilase que la niña estuviera a salvo. Eran tus órdenes. Hice lo que se me dijo.
Ni siquiera la perspectiva de la muerte le hacía hablar mejor. Aunque Malysh estaba convencido de que Fraera no quería condenarlo a muerte, sus acciones le habían dejado poco espacio para maniobrar. Era innegable que había roto sus principios. Un vory no podía hacer daño a otro vory sin autorización de Fraera. Se suponía que tenían que protegerse como si sus vidas estuvieran entrelazadas. Él había actuado impulsivamente en una clara violación de las normas y se había puesto del lado de la hija de su enemigo.
Malysh observó cómo Fraera caminaba dentro del círculo de sus seguidores, calibrando el ánimo de su banda. La opinión popular estaba en contra de él. En momentos como aquél, el poder se volvía ambiguo. ¿Tenía Fraera la autoridad suficiente como para pasar por encima de la mayoría? ¿O tendría que ponerse del lado de la mayoría para conservar su autoridad? La posición de Malysh se veía debilitada por el hecho de que su acusador era una figura popular. El klikuja de aquel hombre, Likhoi, aludía a la jactancia de sus proezas sexuales. Por el contrario, Malysh tenía un klikuja menor, significaba que era joven, y aludía a su inexperiencia, tanto sexual como criminal. Hacía poco que era miembro de la banda. Los demás vory se habían conocido en los campos de trabajo, pero Malysh se había unido a sus filas por azar. Desde los cinco años había trabajado como ratero en la Terminal de Ferrocarriles Baltiysky de Leningrado. Era un niño de la calle y había conseguido rápido una reputación como el más hábil de los ladrones. Una de las personas a las que había robado era Fraera. Al revés que otros, ella se dio cuenta inmediatamente de la pérdida y lo persiguió. Sorprendido por su velocidad y su determinación, él requirió de toda su habilidad y conocimiento del edificio de la terminal para escapar; salió por una ventana por la que apenas cabía un gato. Aun así, Fraera consiguió quitarle uno de los zapatos. Suponiendo que aquello sería el fin del asunto, Malysh volvió a trabajar al día siguiente en una estación distinta, pero descubrió que Fraera lo estaba esperando, con el zapato en la mano. En lugar de enfrentarse a él, le ofreció la oportunidad de dejar de ser ratero y unirse a ella. Era el único ladrón que había conseguido burlarla.
A pesar de su habilidad como ladrón, su acceso al estatus de vory había sido controvertido. Los demás despreciaban su pasado de pequeño delincuente. No les parecía que fuera merecedor de entrar en sus filas. Nunca había asesinado, nunca había estado en un gulag. Fraera desechó estas preocupaciones. Le había gustado el chico, aunque fuera solemne y reservado y rara vez pronunciara más de un par de palabras. Los demás aceptaron de mala gana que se hubiera convertido en uno de ellos. Él aceptó de mala gana haberse convertido en uno de ellos. En realidad, era de ella, y todo el mundo lo sabía. A su vez, Malysh amaba a Fraera igual que un perro feroz ama a su amo, en agradecimiento por su protección. Estaba siempre a sus pies y mordía a todo el que se acercara demasiado. Al mismo tiempo, no era un ingenuo. Con la autoridad de ella en entredicho, su historia no significaba nada. Fraera no era nada sentimental. Malysh no sólo había vertido la sangre de otro vory, sino que había echado a perder sus planes. Como no sabía conducir el camión, la chica y él tuvieron que volver andando a la ciudad, un viaje a pie que les había llevado casi ocho horas. Podían haber sido interceptados y detenidos. Él le explicó a la chica que si pedía socorro o le soltaba la mano, le cortaría el cuello. Ella obedeció. No se había quejado de cansancio y no pidió que pararan en ningún momento. Incluso en las calles atestadas de gente donde podía haberle causado problemas, no le soltó la mano.
Fraera habló.
—Los hechos no tienen discusión. Según nuestras leyes, el castigo por hacer daño a otro vory es la muerte.
La muerte no tenía el sentido habitual de la palabra. No le dispararían ni lo colgarían. La muerte significaba el exilio de la banda. Se le haría un tatuaje en un lugar visible, en la frente o en las manos; un tatuaje de una vagina abierta o de un ano. Semejante tatuaje era una señal para todos los vory, fuera cual fuese la lealtad que profesaran, según la cual el portador de esa marca merecía todo tipo de tormentos físicos y sexuales, que podían infligirse sin miedo a la venganza de los demás miembros de la banda. Malysh amaba a Fraera. Pero no aceptaría ese castigo. Movió la pierna y colocó las manos en la posición adecuada. Tenía un cuchillo escondido entre los pliegues de su pantalón. Lo liberó de la tela, con el dedo listo sobre el muelle, mientras calculaba cómo escapar.
Fraera se adelantó. Había tomado una decisión.
Fraera estudió los rostros de sus hombres, con sus expresiones de intensa concentración fijas en ella, como si sólo con eso fueran a conseguir el veredicto que deseaban. Se había pasado años ganándose su lealtad, recompensando generosamente su obediencia y castigando sin piedad a los disidentes. A pesar de ello, mucho dependía ahora de tan nimio incidente. Para que hubiera una rebelión era necesaria una causa unificadora. Popular, necio, Likhoi había unido en torno a sí a los hombres de Fraera. Lo veían como el epítome de un vory. Entendían sus necesidades como propias. Si él estaba siendo juzgado, también ellos. Por muy trivial que fuera el desacuerdo, el problema que había creado aquel skhodka estaba lejos de ser sencillo. Para ellos, sólo había un veredicto aceptable: Fraera tenía que autorizar la muerte de Malysh.
Escuchándolos citar la ley vory como si fuera sagrada, ella se maravilló de su falta de conciencia de sí mismos. Su regla se fundaba en la transgresión de estructuras vory tradicionales tanto como en la aceptación por parte de ellos. Evidentemente, eran hombres dirigidos por una mujer, algo sin precedentes en la historia vory. Al contrario que otros derzhat mast —el líder de una comunidad de ladrones— Fraera no estaba motivada por el deseo de existir al margen del Estado. Buscaba vengarse de él y de aquellos que lo servían. Ella les había descrito esa venganza en términos que podían comprender, diciendo que el Estado no era sino una gran banda rival con la que tenía una amarga deuda de sangre. Pero en el fondo sabía que los vory eran conservadores. Habrían preferido a un líder masculino. Habrían preferido preocuparse sólo del dinero, el sexo y la bebida. Sus planes de venganza era algo que toleraban, así como su género; lo toleraban sólo porque ella era brillante y ellos no. Fraera los financiaba, los protegía, y ellos dependían de ella. Sin Fraera, el centro se desmoronaría y la banda se rompería en facciones titubeantes e inservibles.
Su extraña alianza se había formado en el gulag Minlag, un campo del norte al sureste de Arjangelsk. Conocida entonces como Anisya, era una prisionera política condenada según el Artículo 58 que no se interesaba por los vory. Éstos existían en esferas sociales aparte, como capas de agua y aceite. El centro de su vida había sido su hijo recién nacido, Aleksy. Era algo por lo que vivir, un niño al que amar y proteger. Después de tres meses de crianza, tres meses de amarlo más de lo que nunca hubiera sido capaz de imaginar, le habían quitado al niño. Se había despertado en medio de la noche y había descubierto que el niño había desaparecido. Al principio la enfermera dijo que Aleksy había muerto mientras dormía. Anisya la había agarrado, la había sacudido y había exigido que le devolvieran a su hijo, hasta que un guardia le pegó. La enfermera le escupió que ninguna mujer condenada según el Artículo 58 merecía criar a un niño:
—Nunca serás una madre.
Ahora el Estado era la familia de Aleksy.
Anisya se había puesto enferma de pena. Se había quedado tumbada en la cama, se negaba a comer y deliraba y soñaba que aún estaba embarazada. Le sentía dar patadas, moverse y pedirle ayuda a gritos. Las enfermeras y los feldshers esperaban con impaciencia a que muriera. El mundo le había dado todas las razones posibles para morir y también todas las oportunidades. Pero algo en su interior se resistía. Examinó aquella resistencia científicamente, como un arqueólogo que barre con cuidado el fino polvo para saber lo que hay debajo. No había enterrado el rostro de su hijo ni el de su marido. Había encontrado a Leo, el sonido de su voz, el tacto de su mano sobre la de ella, el engaño y la traición, y como un mágico elixir, bebió aquellos recuerdos de un largo trago. El odio la sacó del abismo. El odio la rejuveneció.
La idea de vengarse de un oficial del MGB, un hombre que estaba a cientos de millas de distancia, hubiera sido risible si la hubiera expresado en voz alta. Lejos de deprimirla, su impotencia había sido fuente de inspiración; empezaría de cero. Construiría su venganza de la nada. Mientras otros pacientes dormían, drogados por las dosis de codeína, ella escupía sus píldoras y las guardaba. Se quedó en la enfermería fingiéndose indispuesta mientras se iba recuperando en secreto y acumulaba dosis tras dosis de medicina, píldoras que escondía en el forro de los pantalones. Cuando consiguió una cantidad significativa, abandonó la enfermería para sorpresa de las enfermeras y volvió al campo sin nada más que su coraje y sus pantalones forrados de píldoras.
Hasta su detención, Anisya siempre se había definido en relación con otra persona: hija de un hombre, esposa de otro. Sola, se dedicó a redefinirse. Cada una de sus debilidades las achacaba al personaje de Anisya. Cada una de sus fuerzas las iba reuniendo y las tejía para componer una nueva identidad, la mujer en la que estaba a punto de convertirse. Oyó hablar de los vory y se familiarizó con su argot. Eligió un nuevo nombre. Sería conocida como Fraera, la marginada. Un término vory despreciativo, pero ella lo convertiría en su fuerza. Cambió la codeína al líder de una banda por su benevolencia, y le pidió permiso para unirse a ellos. El jefe vory se había burlado de ella y aceptó su sugerencia sólo si se ponía a prueba ejecutando a un conocido informante. Se había quedado la codeína como primer pago no recuperable y le había puesto una prueba que consideraba más allá de sus posibilidades. Sólo tres meses antes, ella estaba criando a su niño. Aunque intentara atentar contra la vida del informante, la atraparían y la enviarían a una unidad de aislamiento, o sería ejecutada. El derzhat mast nunca hubiera esperado que iba a tener que cumplir su promesa. Tres días más tarde, el informante empezó a toser durante la cena y cayó al suelo con la boca llena de sangre. Su guiso de repollo y patatas estaba lleno de fragmentos de hojas de afeitar. El derzhat mast no pudo echarse atrás: el código vory se lo prohibía. Fraera se había convertido en el primer miembro femenino de su pandilla.
Fraera no pensaba seguir siendo una subordinada. Sus planes le exigían ponerse al mando. Utilizando la educación que había recibido, trató de ganarse su independencia. Le habían enseñado a considerar su cuerpo como un bien con el que podía comerciar como con cualquier otro, un recurso que no se relacionaba con la vergüenza. Se dispuso a seducir al comandante del gulag. Como él podía ordenar a cualquier mujer que fuera a su oficina para proporcionarle gratificación sexual, Fraera tuvo que hacer que se enamorara de ella. Consideraba su repulsión como cualquier otro obstáculo que tenía que superar. Al cabo de cinco meses, a petición de ella, trasladó a toda la banda a otro campo, de modo que Fraera pudo empezar por su cuenta.
Como ningún vory que se respetara aceptaría las órdenes de una mujer, Fraera se volvió hacia los proscritos, los inadaptados, los vory que rebuscaban en montones de basura para chupar espinas de pescado y masticar verduras podridas. Habían sido marginados por algún desacuerdo, traición o acto de incompetencia. Algunos habían caído al nivel de un chukchi, tan despreciado que estaba prohibido que otro vory lo tocara siquiera. Según sus leyes, esa desgracia era irreversible. A pesar de ello, Fraera les ofreció una segunda oportunidad cuando ningún otro vory se rebajaría a pronunciar siquiera su nombre. Otros estaban muy debilitados, mental o físicamente. Algunos le habían devuelto el favor tratando de derrocarla tan pronto como recuperaban las fuerzas. La mayoría había aceptado su liderazgo.
Con la muerte de Stalin, la libertad había llegado pronto; las mujeres y los niños se beneficiaron de una amnistía. Los miembros de su banda ya tenían sentencias cortas porque no eran delincuentes políticos. Fraera no tenía intención alguna de perseguir a Leo, hundirle un cuchillo en la espalda o meterle una bala en la cabeza. Él tenía que sufrir como había sufrido ella. Sus ambiciones requerían tiempo y recursos. Muchas bandas comerciaban en el mercado negro. Las oportunidades que representaba dicho mercado eran limitadas, pues ya existía un sistema muy desarrollado. A ella no le interesaba ser una comerciante menor y sacar un beneficio modesto con productos importados, ya que tenía acceso a un bien mucho más preciado.
Durante la persecución a la Iglesia, en el punto álgido del movimiento antirreligioso, se habían escondido muchos objetos: iconos, libros y objetos de plata, todos los cuales habrían sido quemados o fundidos. La mayor parte de los sacerdotes se habían puesto en marcha para salvar los bienes de la Iglesia. Habían escondido cosas en campos de labranza, habían amontonado plata en chimeneas e incluso habían envuelto cuadros en cuero impermeable para ocultarlos dentro de motores de tractores oxidados en desuso. No se habían hecho mapas. Sólo unos pocos conocían la localización de aquellos lugares, susurrada con unas palabras que empezaban:
En caso de que muera…
La mayoría de los guardianes de esos secretos habían sido detenidos, fusilados, habían muerto de hambre en los gulags o habían trabajado hasta morir. De los que tenían conocimiento de su existencia, Fraera había sido una de las primeras en ser liberada. Había desenterrado los tesoros uno a uno. Utilizando sus conocimientos de vory sobre la infraestructura del mercado negro, la gente a la que había que sobornar, sacó objetos fuera del país y negoció ventas con organizaciones religiosas occidentales, así como con compradores privados y museos extranjeros. Algunos se resistieron a la idea de comprar tesoros de otra iglesia. Pero la técnica comercial de Fraera había sido sumamente efectiva: cuando los precios no estaban a la altura requerida, la seguridad de los objetos no podía garantizarse. Ella enviaba a sus compradores un icono del siglo XVII de San Nicolás de Mozaisk. Pintado en tiempos con brillantes colores, la tempera de huevo se había descolorido, y para recuperar el brillo se había cubierto con hojas de oro y plata. Ella había imaginado a los sacerdotes llorando al abrir el paquete y encontrar el icono hecho pedazos y la cara del santo arañada, excepto los ojos. Fraera no confesaba su participación en ese vandalismo. Por el interés de mantener en funcionamiento la relación mercantil, culpaba a miembros del partido demasiado estrictos. Después de eso, podía poner un precio y llamarse a sí misma salvadora, en lugar de aprovechada.
Como le pagaban en oro, había conseguido la riqueza que siempre había prometido a sus vory, y desenterraba sus tesoros uno a uno por si acaso alguno consideraba su liderazgo excesivo. Cautelosa, sin fiarse de nadie, el primer dinero lo había gastado en un diente de cianuro que mostró orgullosa a sus hombres, y les aseguró que si creían que la podían torturar para averiguar la localización de los objetos desaparecidos, estaban equivocados. Moriría antes que darles esa satisfacción. A juzgar por la reacción de la banda, dos hombres ya habían estado pensando en ello. Ella los mató antes de acabar la semana.
Un último cabo suelto había sido el comandante del campo de Minlag, que anhelaba una vida con Fraera, tal como habían hablado, y poder recibir una parte de sus beneficios.
«Aquí está tu parte».
Un cuchillo clavado en su vientre que no había sido justo; ella le debía la vida. Le había costado algo menos de una hora morir, retorcido en el suelo, preguntándose qué era lo que había salido mal. Hasta el momento en que la punta de la hoja entró en su estómago, él estuvo seguro de que ella lo amaba.
En el cuarto reinaba la expectación. Fraera alzó la mano.
—No seguimos las leyes normales de los vory. Antes no teníais nada. No podíais alimentaros. Os salvé cuando la ley decía que debíais morir. Cuando enfermasteis, os di medicinas. Cuando estuvisteis bien, os di opio y bebida. Mi única exigencia ha sido la obediencia. Ésa es nuestra única ley. A este respecto, Likhoi me ha fallado.
Nadie se movió. Los ojos de todos se movían de un lado para otro; cada uno de los hombres trataba de adivinar lo que pensaba el de al lado. Apoyándose en su muleta, la boca de Likhoi se retorció en una mueca burlona.
—¡Matemos a esta perra! ¡Seamos gobernados por un hombre, no por una mujer que piensa que la violación es un crimen!
Fraera se acercó a él.
—¿Quién dirigiría esa nueva banda, Likhoi? ¿Tú? ¿Tú que en otro tiempo me lamiste la bota por una corteza de pan? Te gobiernan los impulsos, te hacen estúpido. Llevarías a la banda a la ruina.
Likhoi se volvió hacia los hombres:
—Hagámosla nuestra puta. ¡Vivamos como hombres!
Fraera habría podido adelantarse y cortarle el cuello a Likhoi, acabando así con su desafío. Pero como entendió que tenía que ganar aquella disputa por unanimidad, contraatacó diciendo:
—Me ha insultado.
Ahora sus vory tenían que decidir.
Ninguno hizo nada. Luego una mano agarró a Likhoi, y después otra; le quitaron la muleta. Lo empujaron al suelo y le arrancaron la ropa. Desnudo, lo sujetaron: un hombre se sentó sobre cada brazo y cada pierna. Los demás se volvieron hacia la estufa y cogieron un carbón al rojo. Fraera miró a Likhoi.
—Ya no eres uno de los nuestros.
Apretaron el carbón contra los tatuajes. La piel se llenó de ampollas y quedó vacía, desfigurada, de modo que no podría volverse a tatuar. Según la práctica, luego debería poder marcharse, exiliado. Pero Fraera, que conocía demasiado bien el poder de la venganza, se aseguraría de que sus heridas no le permitieran sobrevivir. Miró a Malysh y le transmitió su deseo. Él sacó el cuchillo y abrió la hoja. Le cortó los tatuajes.
En su celda, Zoya se agarró a las barras mientras escuchaba los gritos que resonaban por el pasillo. Con el corazón latiéndole a toda velocidad, se concentró en los sonidos. Eran los gritos de un hombre, no de un chico. Sintió alivio.