Costa del Pacífico Kolyma
Puerto de Magadan
Barco prisión Stary Bolshevik
El mismo día
Los travesaños y las escaleras eran las únicas estructuras sobre las que se podía uno elevar sobre el agua y, por tanto, estaban llenas de prisioneros, apretados y encaramados como cuervos en un cable eléctrico. Los menos afortunados se apiñaban en el montón de literas hundidas, tablas rotas apiladas para crear una especie de isla de madera rodeada de agua helada en movimiento. Los cuerpos de los muertos se habían apartado y flotaban en la superficie. Leo era uno de los pocos privilegiados que estaba muy por encima del agua, sobre los escalones de hierro que conducían a la escotilla agujereada y tapada con trapos.
Después de tapar los agujeros de la escotilla, Leo se había visto obligado a mantener encendido el motor de carbón, con el pecho y la cara abrasados por el fuego mientras las piernas, metidas en el agua hasta la rodilla, se le entumecían de frío; tenía el cuerpo dividido en sensaciones opuestas. Temblando de agotamiento, apenas capaz de alzar la pala, trabajó sin ayuda. Los demás convictos se habían sentado en la húmeda oscuridad como criaturas de las cavernas, inmóviles y atontados. Ante la perspectiva de una vida de trabajos forzados, ¿por qué iban a añadir un día más? Si el motor se paraba y el barco dejaba de moverse, a la deriva en mar abierto, los guardias tendrían que ocuparse de ello. Podían palear su propio carbón. Aquellos hombres no iban a colaborar para que los transportaran a la cárcel. Leo no tenía energía para convencerlos del peligro de no hacer nada. Sabía que si los guardias se veían obligados a descender a la bodega después del intento de motín, dispararían indiscriminadamente.
Siguió solo durante todo el tiempo que pudo. Hasta que no dejó caer una carga entera porque la pala se le escurrió de las manos, surgió otro hombre de la oscuridad para ocupar su lugar. Leo murmuró unas gracias inaudibles, subió los escalones —los prisioneros le hicieron sitio— y se dejó caer en lo alto. Si aquello podía llamarse dormir, se durmió, temblando y febril de sed y hambre.
Leo abrió los ojos. Había gente en la cubierta. Podía oír los pasos por encima de él. El barco se había detenido. Trató de moverse pero su cuerpo estaba rígido; se le habían dormido los miembros en una postura fetal. Estiró los dedos y luego el cuello. Las articulaciones le crujieron en rápida sucesión. La escotilla se abrió. Leo alzó la mirada y bizqueó ante la luz brillante. El cielo parecía tan deslumbrante como metal líquido. Adaptó la vista poco a poco y se dio cuenta de que en realidad era de un gris apagado.
Aparecieron guardias a su alrededor: le apuntaban con ametralladoras. Un hombre gritó, dirigiéndose hacia la escotilla:
—Intentad cualquier cosa y haremos saltar el barco con todos vosotros dentro. Os ahogaremos a todos.
Los convictos apenas podían moverse, y menos aún desafiar seriamente su autoridad. No les agradecieron que hubieran mantenido encendido el motor, no apreciaron que hubieran salvado el barco, sólo se veía el cañón de una ametralladora. Una voz diferente gritó:
—¡A cubierta! ¡Ahora mismo!
Leo reconoció la voz. Era Timur. Oír la voz de su amigo lo animó. Moviéndose despacio, se incorporó. Como un títere de madera de cuyas cuerdas tiran, subió por los escalones a cubierta.
El viejo navío estaba ladeado, inclinado sobre el agua. La ametralladora había desaparecido. Lo único que quedaba eran fragmentos de metal retorcido. Era difícil imaginar que el mar, que ahora permanecía tranquilo, liso y en calma, pudiera haber estado tan revuelto. Leo, mirando a Timur sólo un instante, observó la cara de su amigo, las líneas oscuras bajo los ojos. La tormenta también había sido muy dura para él. Tendrían que contarse sus historias más adelante.
Leo avanzó y se acercó al extremo de la cubierta, apoyó las manos en la barandilla y echó el primer vistazo al puerto de Magadan, puerta de entrada a la más remota de las regiones, una parte de su país con la que estaba íntimamente conectado y que le resultaba extraña al mismo tiempo. Nunca antes había estado allí, pero había enviado al lugar a cientos de hombres y mujeres. No los había destinado a ningún gulag en particular, ésa no era su función. Pero resultaba inevitable que muchos hubieran acabado a bordo de aquel barco, o uno como aquél, caminando hacia delante en fila, como él estaba haciendo en ese momento, listo para pasar revista.
Teniendo en cuenta la fama de la región, había esperado que el paisaje fuera más siniestro y dramático. Pero el puerto, construido hacía unos veinte años, era pequeño y discreto. Las cabañas de madera se mezclaban con algún anguloso edificio municipal de cemento, con los lados decorados con eslóganes y propaganda, un extraño atisbo de color en una paleta sombría. Más allá del puerto, a lo lejos, se encontraba una red de gulags distribuidos por laderas de colinas cubiertas de nieve. Las colinas, bajas junto a la costa, iban creciendo a medida que se alejaban del mar, y sus grandes cimas curvas se confundían con las nubes. Tranquilo y amenazador en igual medida, era un terreno que no permitía la fragilidad y eliminaba la debilidad de sus pendientes condenadas por el Ártico.
Leo bajó al muelle, donde había pequeños barcos pesqueros, prueba de que había vida aparte del sistema de prisiones. Los chukchi, la gente del lugar que vivía en aquella tierra mucho antes de que fuera colonizada por los gulags, llevaban cestas de colmillos de morsa y las primeras capturas de bacalao del año. Echaron a Leo sólo una mirada rápida y fría, como si los convictos fueran culpables de la transformación de su tierra en un imperio carcelario. Había guardias en el muelle que conducían a los recién llegados. Por encima del uniforme llevaban pieles y su indumentaria era una mezcla de ropa hecha a mano por los chukchi y uniformes mal cortados hechos en serie.
Detrás de los guardias, reunidos en espera del retrasado viaje de vuelta a casa, estaban los prisioneros que iban a liberar. Habían cumplido su condena o habían anulado su sentencia. Eran hombres libres, pero, por su aspecto, sus cuerpos aún no lo sabían. Tenían los hombros caídos y los ojos hundidos. Leo buscó alguna muestra de triunfo, algún placer malicioso pero comprensible al ver a otros a punto de llegar a los campos que ellos iban a abandonar. Pero lo que vio fueron dedos que faltaban, piel resquebrajada, llagas y músculos sin fuerza. La libertad podría rejuvenecer a algunos y les devolvería su aspecto anterior, pero no los salvaría a todos. En esto se habían convertido los hombres y mujeres a los que él había enviado allí.
En el muelle, Timur vigilaba mientras los prisioneros eran conducidos hacia un almacén. A Leo no se le distinguía de los demás. Sus falsas identidades estaban intactas. A pesar de la tormenta, habían llegado ilesos. El viaje por mar había sido una parte necesaria de su montaje. Aunque hubiera sido posible llegar volando a Magadan, organizar ese trayecto les habría impedido deslizarse sin ser vistos dentro del sistema. Ningún prisionero llegaba por aire. Por suerte, la clandestinidad no era necesaria en el viaje de vuelta. Un avión de carga esperaba en la pista de aterrizaje de Magadan. Si todo iba como estaba planeado, en dos días Leo y él volverían a Moscú con Lazar. Lo que acababa de ocurrir en el barco no era más que la parte más fácil de su plan.
Sintió una mano en el hombro. De pie, detrás de él, estaba el capitán del Stary Bolshevik con un hombre al que Timur no había visto nunca antes. Un oficial de primera categoría, a juzgar por la calidad de su vestimenta. Sorprendentemente para un hombre poderoso, era delgado en extremo, delgado como los prisioneros, una solidaridad extraña con los hombres a los que vigilaba. El primer pensamiento de Timur fue que debía de estar enfermo. El oficial habló y el capitán asentía obsequioso delante del hombre antes de que éste hubiera terminado su frase.
—Me llamo Able Prezent, director regional. El oficial Genrikh…
Se volvió hacia el capitán.
—¿Cómo se llamaba?
—Genrikh Duvakin.
—Ha muerto, me han dicho.
Ante la mención de aquel nombre, del joven al que había dejado morir sobre cubierta, Timur sintió un nudo en su interior.
—Sí. Lo perdimos en el mar.
—El puesto de Genrikh es permanente en el barco. El capitán necesita ahora guardias para el viaje de vuelta. Sufrimos una escasez crónica de personal. El capitán dice que hizo usted un trabajo notable a bordo con el intento de motín. Ha solicitado en persona que sustituya a Genrikh.
El capitán sonrió, esperando que Timur se sintiera halagado por el cumplido. Timur enrojeció de pánico.
—No comprendo.
—Va a permanecer a bordo del Stary Bolshevik en el viaje de vuelta.
—Pero se me ha destinado al Gulag 57. Tengo que ser el segundo a cargo del campo. Tengo nuevas órdenes de Moscú que poner en práctica.
—Me parece bien. Y se quedará en el 57, tal como se le ha ordenado. Tardará siete días hasta Buchta Nakhodka, si el tiempo lo permite, y luego otros siete días de vuelta aquí. Estará en su puesto en dos o tres semanas como máximo.
—Señor, insisto en que debo seguir las órdenes y en que encuentre a otra persona.
Prezent se impacientó y le empezaron a sobresalir las venas, como una señal de alarma.
—Genrikh ha muerto. El capitán ha solicitado que lo sustituya. Le explicaré a sus superiores mi decisión. El asunto está zanjado. Se quedará en el barco.